Capítulo 3


Minutos más tarde estaba sentada en una fría y oxidada silla de hierro, con las manos atada tras el respaldo. Pasado un rato, apareció el teniente y se situó frente a ella. Anna volteó la cara hacia su izquierda en dónde se encontró un espejo en el que vio su particular reflejo. Entre todas las cosas que había olvidado, una de ellas era su fisionomía: delgada, apenas dieciocho años, pelo rojizo tirando a rubio, ojos azules y piel blanca con las mejillas rojas por el frío. Esa extraña joven la miraba asustada.

—Permíteme que me presente: soy Yevgeny Vasilyev, hasta el momento, teniente del ejército rojo. Por lo que me dijo Piotr, no te acordabas de quién eras. ¿Me equivoco? —Anna no se molestó en responder—. También me contó que te había revelado tu identidad. Ni más ni menos que la Gran Duquesa...

—Sí, la maldita Anastasia. No hace falta que lo repitáis continuamente. Al final, terminaré creyéndomelo.

—Deberías de hacerlo. No te haces a la idea de lo valiosa que eres en este momento —indicó mientras se dibujaba una tétrica sonrisa en su rostro—. Por un lado, nos tienes a nosotros, revolucionarios y partidarios de la creación de un nuevo tipo de gobierno para el pueblo; después tienes a los rojos, creyentes del milagro comunista y que no es más que otra nueva mentira; en otro lado, al ejército blanco, monárquicos, comprometidos con la vuelta de los zares y su imperio. Y, por último, tienes al ejército verde, gente de la que no tienes que preocuparte. Están siendo masacrados por uno y otro bando. No creo que tarde mucho en que se dispersen o sean absorbidos.

»No obstante, contigo, podemos ponerle fin a la guerra civil. ¿Entiendes? Es un desgaste que nuestro imperio no se puede permitir. El resto de naciones nos verían débiles y aprovecharían para invadirnos. ¡Somos Rusia! No cualquier otro país sin importancia —exclamó con fervor—. En otras palabras, tú eres sinónimo de Paz. ¿No es algo por lo que vale la pena parar una guerra?

—Y la paz se consigue matando a jóvenes indocumentados. O a punta de bayoneta.

—¿De qué hablas?

—Vi como acribillaban a una joven pareja que no tenía sus identificaciones cuando intentaban entrar a la ciudad.

—Estamos en guerra. Deberías entender, que estos tipos de controles son necesarios si queremos cuidar a nuestro pueblo.

—¡Ellos eran tu pueblo! ¡Ni siquiera le disteis una oportunidad!

—Tenemos un traidor entre nosotros. Alguien que te sacó de prisión y quiso matarte a las afueras. Cualquier medida de seguridad, es mínima. Espero que ahora entiendas un poco más el porqué de todo.

Anna guardó silencio. Todavía le molestaba el cuello y sentía una cierta abrasión, cuando lo tocaba. Había aún puntos que no le cerraban aún. Pero el mero hecho de tratar de pensar le creaba unas terribles puntadas en la cabeza.

—Ese tal Piotr me dijo que un tal Boris del ejército blanco me tendría que haber sacado de aquí. ¿Por qué me mintió?

—No fue otra cosa que una mentira con tal de retenerte en la cabaña —expresó mientras levantaba una ceja—. Yo habría hecho lo mismo. No obstante, tienes que entender que nuestra preocupación es tu seguridad.

—Y la seguridad de mi... de mi supuesta familia, ¿no era importante?

—Llegamos tarde. Muy tarde. Ekaterimburgo era un bastión rojo que nosotros invadimos y recuperamos. Antes que te mataran, nosotros irrumpimos en la escena y te salvamos.

—¿Por qué entonces no recuerdo nada de eso? Ni de antes —preguntó confusa—. Las noticias de la muerte de la familia imperial habrán llegado a oídos de todos. No va a ser fácil convencerlos que Anastasia no está muerta.

—No hay que convencer a nadie, porque no está muerta. Ella está viva y eres tú —repitió cada vez más impaciente Yevgeny.

—Por mucho que insistas no termino de sentirme ella. ¡Mira mis manos! Son las manos de una mujer que ha trabajado durante muchos años. Esto no es la consecuencia de unos meses de encarcelamiento. ¡No sé por qué tratáis de hacerme pasar por ella! Lo único que quiero es volver a mi casa. Sea donde sea.

—¿Tan estúpida puedes ser? —preguntó Yevgeny agarrándola del cuello con las dos manos apretando con fuerza—. ¿Acaso no quieres vivir? Aunque sea tomando el lugar de esa maldita niña. ¿No quieres ser una emperatriz? Llena de lujos y posibilidades con los que nunca soñaste. ¿Sabes cuánta gente morirá por tu testarudez? ¡Todos los campesinos sois igual de inútiles!

Anna se desmoronó. Al final todo había sido una mentira. Ella no era nadie. "¿Por qué lo iba a ser?". Estaba todo claro. Podía no recordar muchas cosas, pero lo que si tenía por seguro es que ella era una chica insignificante que jamás podría cambiar nada. "Al menos, después de esto me dejarán ir", pensó esperanzada. Volver a su hogar, fuera donde fuera, sería lo mejor que le podría pasar.

La puerta de acero de la celda se abrió repentinamente y por ella entró un hombre vestido en túnicas oscuras y mal cuidadas, de pelo y barbas largos de color oscuro. Parecía una copia rusa y barata de Jesús.

—Mi querido Rasputín —recibió el teniente con una leve inclinación—. Bienvenida es tu llegada.

—Hay mucho por hacer todavía —informó con su grave voz el monje, quien aparentaba unos cincuenta años—. Quieras o no, eres la clave de todo, pequeña Nastia.

—No soy ella...

—Pero lo serás —Rasputín miró a Yevgeny—. Teniente, por favor haga los preparativos para continuar con la ceremonia en el bosque. Asegúrese que nadie vuelva a impedir su proceso.

—Sólo nos acompañará gente de mi confianza. Hay varios sospechosos que estamos analizando y no estarán presentes.

—Buen trabajo, teniente —preguntó entre la satisfacción y la preocupación—. Ya los interrogaremos, meticulosamente.

—En fin, seremos siete los que marchemos sin contar con la campesina.

—Siete, me gusta ese número. Siete para sacrificar a la campesina y traer el alma de Anastasia. Esta vez, sí saldrá todo bien.

—¿Seguro que es Anastasia a la que tenemos que resucitar?

—Es la idónea, Yevgeny. Su poderoso espíritu dormía en un cuerpo enfermizo. Pero esta jovencita, no sólo es parecida físicamente, sino que su alma está preparada para acoplarse a la de la pequeña Románova. Antes que te des cuenta, tendremos la mayor arma jamás creada.

—Nuestra llave a Europa.

—No seas estrecho de miras, Yevgeny. El mundo es nuestro objetivo.

—¿De qué diablos habláis? —preguntó asustada Anna. No le gustó para nada escuchar las palabras sacrificio y arma, juntas.

—En breve, querida niña, lo sabrás.

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