Capítulo 9
Las calles vuelven poco a poco a la normalidad. Apenas queda rastro de agua, aunque sí de una capa de basura que se extiende allá donde mire. Los servicios de limpieza se han empleado a fondo y, gracias a la participación ciudadana, todo vuelve a ser como antes. El día está soleado. Nada hace creer que dos días atrás se desató una fuerte tormenta.
Ivar ha conseguido recuperar el tono castaño de su cabello gracias a la confianza depositada en un profesional. Verle sentado ante su ordenador, tecleando, de vez en cuando haciendo una pausa para acariciarse la barbilla, como si eso le ayudara a concentrarse mejor, hace casi imposible imaginarlo con un cabreo del quince hace unas horas atrás.
—Me tengo que ir a trabajar. Hay un negocio que sacar adelante— recojo mi teléfono móvil de una mesa y lo guardo. Ivar tiene las manos entrelazadas a la altura de sus labios—. Espero que el portazo de ayer haya sido más que suficiente para no volver a tener noticias de ti.
—Necesitarás mucho más que un portazo y fe para apartarme del camino. Tengo amistad hasta con el Diablo.
—No alardees tan pronto. Incluso al Diablo se le puede conquistar por el estómago.
Apenas me separan unos pasos de la puerta.
—Como guinda a unos complicados días de convivencia, creo que merezco saber, al menos, el nombre de la persona con quien he compartido las últimas horas. Arriesgué mi vida con tal de salvarte en plena tormenta y ni siquiera sé cómo te llamas.
—Nieth. Me llamo Nieth.
Asiente, agradecido por mi amabilidad a la hora de responder su pregunta. Le dejo respondiendo una llamada de trabajo, en la que le da a conocer a la otra persona atenta al otro lado de la línea que le enviará esos documentos tan necesarios para realizar una serie de operaciones bancarias. Lo que desconoce es que, cuando abra su Drive, encontrará fotos mías a montones.
Trato de esquivar los charcos ennegrecidos de la calle. Aún así piso alguno que otro. El hedor que abunda en el ambiente es nauseabundo. Hay personas que han sufrido terribles daños en sus viviendas y que le han generado una inundación que ha arrasado con todo. El tranvía está fuera de servicio, así que opto por tomar un taxi.
April tenía razón. El restaurante tiene una pinta horrible visto desde fuera, con un montón de basura acumulada a su alrededor y tableros con el menú de la casa desparramados por la acera. El chico pelirrojo que conocí en el bar está limpiando las mesas con ayuda de desinfectante.
—¡Nieth! — saluda Ruby a voz en grito. Viene hacia mí, me coge y sacude como si fuera un sonajero. Aunque me ha hecho un poco de daño, me llena de satisfacción saber que me ha echado tanto de menos—. Qué bien que estés aquí.
—No sabes cuánto me alegro de estar de vuelta. Estar tantas horas encerrada con Ivar Lathgertha me ha frito el cerebro. Ha sido una pesadilla.
—¿Tan horrible ha sido?
—Horripilante. Pero me he sabido vengar.
—¡Eso quería oír! ¿Y qué has hecho para molestarle?
—Entre ellas darle con la puerta en las narices y teñirle el pelo de verde.
—¡Eres una genio! Has aprendido de la mejor.
Me pasa el brazo por encima de los hombros y besa mi mejilla. Se separa para ir a cambiar el cubo de agua sucia por otra limpia para que la chica de cabello azul pueda seguir obteniendo buenos resultados al pasar la fregona por el suelo. Me acerco a ella con una de mis mejores sonrisas.
—Hola.
—Hey, ¿Qué tal Nieth? Estaba pensando en llamarte para comprobar si Ivar y tú habéis conseguido llegar a la mañana siguiente sin aniquilaros.
—Ha faltado muy poco para morir en el intento. Empiezo a entender por qué todos en la oficina están echando humo. Lathgertha no es la mejor de las compañías. Estar un segundo a su lado es como recibir un balazo en la cabeza.
—Y eso que han sido un par de días junto a él. Si llevaras cinco años a su lado entenderías el nivel de estrés con el que lidio. Todos los días caen tres horas de meditación. Si no fuera por ella creo que ahora mismo estaría entre rejas, acusada de daños y lesiones.
Esbozo una amplia sonrisa. Ella hace una pausa, apoyando su codo en la cima del palo de la fregona, y mira el reloj de su muñeca.
—Tengo que darme el piro. El jefe me reclama. Si se llega a enterar de que estoy aquí, fraternizando con el enemigo, me pondría de patitas en la calle.
—Gracias por la ayuda, Halsey.
—No se dan. Me lo paso pipa aquí— recoge sus cosas y deja el cubo con la fregona en una esquina del restaurante. Se despide con la mano de las personas que están a su alrededor y aprovecha que se topa con Ruby de camino a la salida para pararla—. Te veré esta tarde.
Halsey se va. Me arrimo a la chica de cabello rosado. Mi sonrisa lo dice todo. Ella intenta obviar este hecho y fingir estar demasiado concentrada en limpiar los cristales impolutos de las ventanas. Acerco mi cara a la suya y pestañeo un par de veces, mostrándome ansiosa por tener más detalles de esa quedada.
—Deja de revolotear a mi alrededor.
—Así que habéis quedado en veros esta tarde.
—Vamos a ir al cine. Hay una película de superhéroes que tenemos ganas de ver y hemos pensado en ir juntas.
—Eso es genial. Hace tanto que no voy al cine que ya se me debe de haber olvidado cómo pedir palomitas
—Puedes venirte con nosotras, si quieres.
Chasqueo la lengua.
—Creo que me quedaré en casa. Quizás a la próxima.
—Como quieras. Si cambias de opinión, ya sabes donde encontrarnos.
Me desplazo hacia la barra, donde está la chica francesa clasificando los paquetes echados a perder en una caja y en otra los que se han podido salvar. Anota las cantidades en una pequeña libreta que lleva consigo. Sonríe a modo de bienvenida. La ayudo a llevar a cabo dicha tarea.
—Estaba preguntándome si la caperucita sobreviviría al lobo feroz. Ya veo que tienes armas suficientes para defenderte.
—Sé sacar las garras cuando es necesario. ¿Qué tal las cosas por aquí?
—Exceptuando que ese garçon se pasa todo el día aquí, bien.
—Solo está intentando ayudar.
—Y por si fuese poco intenta levantar el ánimo haciendo grullas— frunzo el ceño, sin entender a qué se refiere. Abre un cajón y puede ver en su interior una generosa cantidad de figuras de papel que él mismo ha hecho con sus manos—. Yo no necesito un muñequito para ponerme de buen humor. A este ritmo tendré que comprar una trituradora.
—Está siendo amable, nada más.
—¡Pues su amabilidad está gastando las servilletas!
Le hago una seña al chico que está limpiando las mesas para que se acerque. Se pasa el dorso de la mano por la frente para eliminar el sudor. Deja el trapo sobre la barra y se sirve un vaso de agua.
—Nos está viniendo muy bien tu ayuda...
—Kai.
—Kai. Estás siendo realmente amable.
—No me cuesta nada. Además, ahora estoy desempleado.
—Lo siento mucho.
—Se podría decir que a mi jefe no le hizo especial gracia que me presentara en el trabajo empapado de agua de pies a cabeza. No da muy buena impresión de un exponente.
—¿Por la tormenta? — me doy cuenta de que el chico duda si contestar la verdad por estar presente la chica francesa, quien, a pesar de verse ocupada, tiene puesta la oreja.
Suelta una risita nerviosa y se acaricia la nuca.
—En realidad fue el día del cubo helado— a la chica rubia se le caen algunos paquetes al suelo al oír la respuesta. Se agacha de inmediato para ponerle remedio al estropicio—. Incluso fue un alivio para mí. Ese trabajo me estaba consumiendo. Así que, si la persona que me arrojó por encima aquellos hielos me escuchara, querría que supiera que no hay nada de lo que lamentarse. Puede que incluso le diera las gracias.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—Echar currículum hasta que me salga algo. El estar desocupado ahora es la razón por la que paso mucho tiempo aquí ayudando. Esto me mantiene entretenido y se agradece. No quiero desperdiciar tiempo dándole al coco.
—¿Por qué no trabajas aquí con nosotras? Podrías ocuparte de atender a las mesas y si te animas, ayudar a cocinar o emplatar en la cocina.
Devois sale de debajo de la barra y apoya con fuerza la caja en la superficie. Intercambio una mirada con ella en la que fluye información. Sus ojos verdes me revelan su inconformidad en relación con la idea que acabo de dar a la luz. Intento hacerle cambiar de parecer, presionándole un poco, mientras le señalo al chico.
—Los cupos ya están cubiertos.
—No nos vendría mal contratar a alguien más. Tenemos mucho trabajo y, a veces, nos sobrepasa.
—No es momento de contratar a nadie. Aún no tenemos ingresos suficientes y lo que ganemos tendrá que ir para pagar los daños de la tormenta.
—Ella tiene razón. No creo que sea lo mejor. Pero agradezco el gesto.
Agarro a la francesa del brazo y la arrastro hacia un lado. Ella se libera de mi sujete y cruza sus brazos sobre su pecho.
—Se lo debemos. No solo ha perdido el trabajo por aquel arrebato que tuviste, sino que además está ayudándonos mucho. Esta sería la forma de recompensarlo.
—Yo no me siento cómoda teniéndole cerca.
—Dale una oportunidad, April. A nosotras nos la dio Susan. Y, si te arrepientes, siempre estás a tiempo de dar marcha atrás.
—Está bien, pero no te prometo nada.
Volvemos junto a Kai, que parece desanimado por esperar una negativa de nuestra parte y a punto de darse el piro para no causar molestias. Trato de adivinar quién de las dos va a dar la noticia, pero al ver que la francesa parece no estar por la labor, tomo las riendas del asunto.
—¡El puesto es tuyo!
—¡Muchísimas gracias! ¡Prometo que no os arrepentiréis! ¡Trabajaré muy duro! — se abalanza sobre la barra para darme un abrazo que recibo entre sorpresas. No se lo niego pues sé que está compartiendo su felicidad conmigo. Sin embargo, cuando se dispone a tener esa muestra de afecto con April, ella se aparta.
—Mejor sin abrazos.
Asiente una sola vez y no deja que su sonrisa se desvanezca. De la cocina sale tía, caminando todo lo rápido que puede, con una radio entre sus manos.
—Nenas, tenéis que escuchar esto— lo dice con tanta urgencia que no dudamos en seguirla allá donde va. Coge un mando a distancia y se sitúa bajo el televisor de pared, y hace zapeo, en búsqueda de un canal en concreto—. Estaba en la cocina, limpiando trastes, mientras escuchaba la radio.
—¿Vas a ponernos una rola, tía?
—No es una rola, pero sí es una cancioncita que se nos está repitiendo.
En televisión aparece una periodista dando una exclusiva de última hora. Está delante de la oficina tecnológica Aterna. Sostiene un micrófono a pocos centímetros de su boca del que se vale para potenciar su voz. A sus espaldas se puede apreciar la puerta giratoria, rotando, a causa de la entrada de los trabajadores.
—Aquí en noticias de Nueva Orleans. Hace relativamente poco tiempo hemos sido informados de que el director de la empresa de la tecnología e información Aterna va a dar una rueda de prensa— expone de voz clara y concisa, sin indicio de nervios—. El señor Ivar Lathgertha va a hablar, por primera vez en público, sobre su próximo proyecto. Una idea que asienta sus pilares en el número seis de la calle Bourbon.
—Esto se va a poner muy feo, nenas. Pero no vamos a rendirnos. Lucharemos por lo que queremos. Nadie va a robarnos este sueño— hace una seña para que le sigamos a la cocina. Incluso Kai se anima a venir, pues ahora es un trabajador más del restaurante. Susan abre muebles—. Ese señor nos quiere callados, sumisos. Pero nosotros vamos a hacer mucho ruido.
—Voy a por los cucharones.
—Vamos a organizar la mejor cacerolada que haya visto— concluye tía, entregándome una enorme cacerola. Le dedico una sonrisa. Intento enmascarar mi preocupación ante el hecho de que Ivar no se eche atrás—. Este restaurante se queda aquí. Así nos tengamos que encadenar a él.
Y así es como acabamos a unos metros de la puerta giratoria del enorme edificio blanco de estructura circular. La prensa empieza a dar parte acerca de nuestra protesta. Golpeamos con fuerza las cacerolas con ayuda de los cucharones al grito de: «No a Aterna, Pink up se queda». Kai y Ruby se han encadenado a unos pilares.
—¿Os importaría informarnos acerca de cuál es el motivo de vuestra protesta? — dice acercándose un periodista. Doy un paso al frente y me pongo delante de las cámaras para revelar la verdad.
—Tenemos un restaurante en el número seis de la calle Bourbon. Es el mismo local que quiere adquirir el señor Lathgertha, Quiere, por todos los medios, rescindir el contrato de alquiler para tener vía libre. Y no lo vamos a consentir.
—¿Creéis que es posible llegar a un acuerdo?
—Con el señor Lathgertha no se puede dialogar. Es imposible que podamos llegar a zanjar este conflicto de intereses con un acuerdo— miro a la cámara, consciente de que él pueda estar viéndome en estos instantes, desde el despacho de su oficina—. No cambiaría de parecer ni por todo el oro del mundo.
—¿Insinúa que le ha ofrecido dinero?
—Medio millón. Luego le sumó otros quinientos mil dólares.
La puerta giratoria se activa y sus cristales van sucediéndose, jugando con la luz solar que se proyecta sobre ellos, y dejan ver a una persona que se mueve entre ellos. Ivar Lathgertha abandona su empresa para reunirse con los periodistas que esperan ansiosos obtener respuestas. No dedica más de un segundo a intercambiar una mirada conmigo.
—Señor Lathgertha, ¿Es cierto que su futuro proyecto colisiona con las posturas de las dueñas del restaurante asentado en el número seis de la calle Bourbon?
—Confieso que hay cierto grado de incompatibilidad. Nada que no pueda solventar satisfactoriamente.
—Una de las chicas que trabaja en el restaurante, admite que usted le ha ofrecido dinero para tratar de cerrar este asunto y que está violando un contrato que hay de por medio.
—Cada decisión que tomo la consulto con anterioridad con la dueña del local, la señora Lea Tei. Somos buenos amigos. Y, si no me equivoco, es probable que todos los derechos que recaen sobre ese local vayan a llevar muy pronto mi nombre.
En un arrebato le lanzo el cucharón con el que estaba golpeando la cacerola. Este corta el aire como una flecha y va directo hacia su diana. Ivar mira en mi dirección y gracias a ello es capaz de localizar el peligroso objeto que va directo hacia su persona. Se agacha un poco y eso le permite esquivar el cucharón, que roza algunos pelos de su cabeza.
—Disculpen, hay un tema urgente que debo tratar— se despide de la prensa entre interminables preguntas que siguen formulando los periodistas con la finalidad de conocer más sobre este conflicto. Al pasar por mi lado agarra mi mano y tira de mí hacia el interior de la oficina.
—¿Adónde te llevas a mi niña? — le grita Susan, tratando de abrirse paso entre la prensa que, sin dudarlo, va hacia las chicas para bombardearlas a preguntas.
—¡Eh, toi!
—Pégale fuerte en los morros, Nieth.
—Defiende el restaurante ahí dentro, nosotros lo haremos aquí fuera— concluye el chico de cabello color zanahoria.
Asustada miro a las personas que dejo atrás, casi pidiendo ayuda con los ojos, temiendo lo que pueda ocurrir a partir de ahora. Ivar continúa agarrando mi mano y, me atrevo a decir, que emplea demasiada fuerza. Intenta asegurarse de que no iré a ningún lado. Tampoco tengo muchas opciones.
Tomamos al ascensor, aunque esta vez ninguno de los dos tienta a la suerte y desiste de pulsar el botón de stop. Las puertas se cierran delante de mí. Dejo de ver el mostrador de la recepcionista y la zona de los sofás. Comienza el ascenso. Volver a estar en un espacio tan reducido junto a él me hace sentir verdadera claustrofobia.
—Puedes soltarme. No voy a salir huyendo.
—Prefiero asegurarme personalmente de que no será así.
—No sé porqué estás tan enfadado conmigo. A fin de cuentas, solo he contado la verdad. Si te sientes amenazado por ello, quizás sea porque no eres muy honesto en el día a día.
—No era necesario meter a la prensa en esto.
—Meteré al papa en este asunto si es necesario con tal de que busques otro punto de la ciudad donde construir tus castillitos.
Las puertas se abren al llegar a la planta nueve. Una enorme pared de vidrio se erige a pocos metros del ascensor, con una puerta del mismo material, en el centro. Gracias al cristal puedo ver el despacho del director de la empresa. Es enorme. Su escritorio blanco, con una planta en una esquina, y un portátil, es lo primero que llama mi atención. Delante de este un par de sillones azules.
Estanterías con libros adornan las paredes blancas. Un robot está de pie en el lado opuesto de la estancia, con una bandeja plateada entre sus manos, con tazas, en las que vierte café cuando se le es ordenado. Una pantalla digital con una presentación con fondo verde está siendo proyectada. Una mesa de dibujo junto a la pantalla, con una silla negra, y un dibujo a medio terminar.
Ivar camina hacia las cristaleras que se abren paso más allá de su escritorio y le echa un vistazo a las vistas que le ofrece la ciudad, desabrochándose un botón de la camisa gris que lleva puesta para aliviar la ansiedad que empieza a comerle por dentro. Permanezco sentada en la silla con ruedas, jugando a dar vueltas.
—Llevo mucho tiempo tratando de mantener a la prensa alejada de todo asunto que me implicara. Esta es una de las primeras ruedas de prensa que doy desde hace mucho tiempo y, sí me he ofrecido a darla, es porque este proyecto verdaderamente me importa— explica, sin darse la vuelta para mirarme. Parece estar buscando consuelo en las preciosas vistas que contempla—. Hace tiempo tuve unas desavenencias con la prensa y lo último que me apetecía en el mundo era darles un buen motivo para despotricar sobre mí.
—A eso te expones cuando eres una figura pública. Si no te gusta, habértelo pensado mejor antes de haber montado toda esta parafernalia.
—Espero que estés contenta con lo que has conseguido. Ahora todo el mundo querrá saber cómo evoluciona esta enemistad. Estaremos en el punto de mira.
—Tú fuiste quién empezó este incendio. Yo solo le echo leña. Así que prepárate para la venganza. La diversión está servida— giro un par de veces en la silla—. Apuesto a que ahora mismo estaría presa si te hubiera dado con el cucharón de lleno en la cara.
Suspira, enfadado.
—¿En qué estabas pensando cuándo me lanzaste el cucharón?
—En que, con suerte, un golpe en la cabeza te conectaría bien los cables, y así dejarías de hacer tantos sin sentidos.
—¿Quién demonios va por ahí tirándole cucharones a la gente en la cabeza? — dice en voz alta, como una observación. Le fulmino con la mirada. Es una suerte que el dicho: «hay miradas que matan», no sea cierto, porque de lo contrario estaría muerto y enterrado.
—Agradece que fuese el cucharón y no la cacerola.
Giro y giro una y otra vez. Me siento algo mareada, pero saber que puedo llegar a incordiar así a la persona con la que comparto espacio, me motiva a seguir dando vueltas a mi alrededor.
—¿Puedes estarte quieta?
—Depende. ¿Vas a dejar que me vaya?
—De aquí no va a irse nadie hasta que este asunto esté zanjado— su teléfono móvil comienza a sonar como un poseso, moviéndose por el escritorio. Le lanza una mirada sin importancia a la pantalla y, cuando alcanza a ver el nombre del llamante, palidece y se apresura a cogerlo—. Señora Tei. Adivino el porqué me llama.
Bajo de la silla demasiado rápido y eso hace que me agarre el vértigo por unos segundos que se me antojan eternos. Casi a trompicones voy hacia el chico. Ivar se pavonea de aquí para allá, esquivando todos mis intentos de hacerme con el celular. Quiero escuchar qué tiene que decir Lea.
Él escucha atentamente mientras mira las vistas. Subo sobre sus pies con la idea de llegar hasta una altura razonable para poder escuchar la conversación. Ladea la cabeza hacia un lado cuando me dispongo a inclinar hacia adelante el cuello y eso ocasiona que nuestras caras se encuentren muy cerca. Suelto un suspiro a causa del esfuerzo y mis mechones revolotean hacia sus mejillas, acariciándolas.
Envuelve mi cintura con sus manos, me levanta en peso y deja nuevamente en el suelo. Hago por ir detrás de él, pero interpone su silla de escritorio en el camino. Él continúa caminando. Subo a la silla como puedo. Pretendo saltar sobre su espalda, pero se separa tan rápido de mí que no me da lugar.
Decidida y con la cabeza bien alta, camino hacia la puerta para abandonar el despacho y no darle el gusto de poner tenerme controlada en ese sentido. No me molesto en cerrar. Apenas me separan unos pasos del ascensor, que aún continúa en esta planta. Tres, dos, uno y...
—Lea Tei viene hacia aquí. Quiere hablar seriamente con nosotros. Ha tomado una decisión. Dentro de quince minutos saldremos de dudas.
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