Capítulo 8


Ivar pone fin a la nube de pensamientos en la que me hallo sumergida de lleno, con su simple aparición, penetrando en mi campo de visión. Pestañeo un par de veces y le miro sin muchas ganas de entablar una conversación con futuro a acabar en discusión. Estoy demasiado entristecida por la noticia que me han dado. Ahora necesito estar a solas.

—Si vas a abrir la boca para soltar alguno de tus comentarios despectivos, ahórratelo. No estoy de humor.

—¿Problemas en el restaurante?

—Nada que no se pueda solucionar— bajo del taburete en el que estoy subida. Descalza, camino hacia adelante. Dispuesta a pasar de él, atravieso las losas que se abren paso a su izquierda. Él agarra mi brazo para retenerme un poco más.

—¿Hay algo que pueda hacer?

—¿Puedes sacarme de aquí? — formulo la pregunta y le escruto detenidamente. Menea la cabeza. No es algo que me sorprenda. Ya esperaba ese tipo de contestación—. ¿Asumir los costes de los daños producidos en el restaurante de forma desinteresada? — la respuesta sigue siendo la misma—. Entonces, no puedes hacer nada.

—Quizás debas enfocarte en el lado bueno.

—Ah. ¿Hay algo bueno?

—Te será más sencillo deshacerte del restaurante, porque no tendrás otra opción.

Esas palabras me duelen en el alma. ¿Cómo es posible que sea tan duro? Ese restaurante lo significa todo para mí. Es mi sueño, además de la oportunidad con la que cuento para ayudar a que tía pueda recuperar su salud perdida. Y, además, es la razón de mi felicidad. Es la razón por la que cada mañana me levanto emocionada y no con ganas de quedarme en la cama, añorando un pasado que jamás volverá a ser presente.

—Esperaba poca empatía viniendo de ti, pero con esto te has columpiado. Tienes el sentido de amabilidad desdibujado por completo.

—Intento ser amable contigo, teniendo en cuenta que nos esperan unas horas juntos, pero es prácticamente una odisea.

—Alguien con el corazón de piedra no puede ser amable.

—Quiero zanjar esta situación conflictiva de una vez por todas— va hacia un mueble de madera y abre el primer cajón. Saca un talón de cheque junto a una pluma de apariencia costosa y escribe con letra parsimoniosa—. ¿Qué te parece?

—¿Medio millón de dólares?

—¿Te parece poca cantidad? — escribe otra cifra en una nueva hoja de papel y me la tiende. La cifra ha aumentado hasta el millón de dólares. Niego con la cabeza—. Dime una cifra que te parezca justa y estará hecho.

—Cero— él deja de estar apuntado con la punta de la pluma al papel y alza la vista para intercambiar una mirada cargada de contradicción conmigo—. No tiene precio. Y si lo tuviera, no podrías pagarlo. No quiero tu dinero. Así que puedes seguir incrementando la cifra que mi respuesta seguirá siendo la misma.

Suspira fuerte.

—¿Puedes intentar, por un momento, ser racional, y dejar de lado los infantilismos? — abro la boca, sorprendida por su descaro, y apoyo con fuerza la mano en el mueble para que sea consciente de que me ha molestado—. Soy muy competitivo. Cuando algo se me mete en la cabeza no paro hasta conseguirlo. Ese local va a ser mío por mucho que te opongas. Te aconsejo que seas inteligente, cojas el dinero que te ofrezco y lo emplees en abrir un nuevo restaurante en otra parte de la ciudad.

Estoy cansada de que siempre me defina con esa palabra. No soy infantil. Intento defender lo que me pertenece y eso él es incapaz de entenderlo. Ivar es un hombre de negocios, entiende mucho de fajos de billetes, relaciones sociales y de esfuerzo. Su mente lúcida le ha llevado a la cúspide en lo profesional. Pero si se tratara de usar el corazón, no habría dado ni el primer paso.

—¿No querías que fuera infantil? Pues prepárate para conocer esa versión de mí.

—Yo no he dicho que buscara que lo fueras.

—Da, da, da— pronuncio, golpeando mi lengua con el paladar, y tapándome las orejas con mis manos para no oír nada de lo que tenga que decir—. No te escucho, cara de cartucho.

—Contigo no hay forma de dialogar— hago el sonido de antes y él se muestra enfadado por mi impertinencia—. Vas a arrepentirte más adelante y será entonces cuando vengas buscando la misma oferta. Y ahí te rechazaré con todo el placer del mundo— le insto a callarse con los monosílabos de antes. Desaparece escaleras arriba, dejándome sola por un par de minutos, tras los cuales vuelve con unas mantas y una almohada—. Buenas noches.

Ivar se va a la planta de arriba para dormir un poco. Voy hacia el interruptor de la luz más cercano y lo apago. El sofá se ve demasiado cómodo. Acomodo la almohada doblada sobre él y me acuesto sobre los asientos, cubriéndome con la sábana hasta la cintura. Giro mi cuerpo hacia un lado y suelto un suspiro cargado de tristeza.

Las luces se encienden nuevamente. Levanto un poco la cabeza y miro a mis espaldas. El chico de antes está cruzando el salón para ir al pasillo que acaba en la cocina. Tiene la cabeza bien alta y una expresión seria capaz de asustar a los fantasmas.

—Había olvidado mi botella de agua.

Le lanzo el cojín que esquiva ágilmente. Sube nuevamente por la escalera, dejando todas las luces encendidas. Fastidiada, me pongo en pie y voy pulsando todos los interruptores hasta que nuevamente reina la oscuridad. Me acuesto en el sofá y escondo mi cabeza bajo la almohada.

Trato de dormir algo, aunque me es difícil, pues estoy en casa de alguien que, además de ser un desconocido, es un enemigo, y no me siento lo suficientemente cómoda. Aún así consigo pegar ojo algunas horas, despertando pocas veces en la noche. Es a las seis de la mañana cuando me agarra el sueño profundo.

Las persianas automáticas se levantan sin consideración alguna y la luz del nuevo día penetra por los cristales hasta llegar a mí. Mis ojos casi se fríen como dos huevos fritos ante ese inesperado contacto. Tapándome con una mano, me incorporo un poco y miro a mi alrededor. Ivar está enfundado en un chándal negro. Pasa de mi mirada envenenada y comienza a hacer flexiones con el mueble de madera.

—Esto tiene que ser una broma— digo casi en un susurro para mí misma—. ¿De verdad era necesario levantar las persianas a las seis de la mañana?

—Escotofobia, ¿recuerdas?

—De paso, podrías encender toda la ciudad.

Sube las escaleras una y otra vez hasta que consigue marearme de tanta ida y venida. Le dejo haciendo su entrenamiento para ir al servicio a asearme un poco. Lavo mi cara con agua tibia y recojo mi pelo en una cola trenzada, dejando un par de mechones sueltos y acariciando mis mejillas.

En una balda del mueble donde él cogió el botiquín para curarme ayer, localizo un pintalabios de un tono carmín. Dispuesta a averiguar qué hay detrás, tiño mi boca de dicho color, repasándola una y otra vez para que quede un terminado perfecto. Quito el exceso con ayuda de un papel y le guiño un ojo a la chica que me mira a través del cristal.

Bajo los peldaños de la escalera, ya vestida con mi ropa del día anterior, pisando fuerte, y encargándome de no pasar desapercibida por el chico en cuestión. Meneo mi trenza al pasar junto a la pared donde está haciendo sentadillas. Pierde momentáneamente la concentración. Me sigue con la mirada al pasar por delante suya.

—¿Pasa algo? — le pregunto, mientras abro uno de los muebles de la cocina en búsqueda de la barra de pan que ayer descubrí mientras me hacía la cena. Ivar está al otro lado de la fila de encimeras, señalándome con el dedo—. ¿Por qué me miras así?

—¿De dónde has sacado ese pintalabios?

—¿Por qué? ¿Te gusta cómo me queda? — se pone erguido y cruza sus brazos. Sus bíceps trabajados se dejan ver más allá de las mangas de su camiseta. Por su cuello corren pequeñas gotas de sudor—. Lo encontré en el mueble de las medicinas mientras me curaba la herida.

—Tienes las mismas tiritas de ayer. Lo sé porque te puse una de ellas un poco torcida. Así que lo siento, pero no te sirve de coartada— estoy untando queso crema en una tostada cuando aparece por mi lado, después de haberse adentrado en la zona rectangular de encimeras, y admite mientras coge algunas piezas de frutas para prepararse un batido—: No está bien husmear en las casas ajenas.

—No me hagas hablar de las cosas que no están bien porque te aseguro que me llevas la delantera.

Enciende la batidora a modo de venganza por haberle impedido hablar ayer. Echo nueces troceadas sobre mi tostada y le doy un pequeño bocado. Ivar, a mis espaldas, vierte el contenido en un vaso y se lo bebe antes de que se pierdan las vitaminas.

—¿De quién es el pintalabios? No tiene pinta de ser tuyo. Y, para serte sincera, incluso me sorprende que una chica viva contigo.

—Yo no he preguntado por tu vida privada. Aplícate el mismo cuento.

—Qué humos.

—Tengo una reunión telemática. ¿Es mucho pedir que no armes alboroto?

Esboza una sonrisa cerrada. Voy hacia el frigorífico, lo abro en búsqueda de zumo de naranja y, cuando doy con él y me dispongo a cogerlo, alcanzo a ver colorante alimenticio en una de las baldas. Eso me da una idea. Ya sé cómo voy a divertirme el tiempo que pase en casa del aburrido e insoportable Ivar Lathgertha.

—Voy a quitarme el pintalabios. Creo que el tono no me viene bien— señalo a mis espaldas y él se queda mirándome, cuestionándose si espero a que diga algo. Encoge sus hombros y eso es toda señal que necesito para salir pitando.

Busco su habitación. Con lo reservado que es, dudo que use el servicio al que entré ayer para cambiarme de ropa. Tampoco es misión imposible dar con su cuarto pues ha ido dejando luces encendidas por toda la casa. Y, si esta no fuese pista suficiente, su colonia está por todos lados.

La cama está perfectamente hecha, sin una arruga, y con un montón de cojines colocados sobre ella. La persiana subida, las ventanas abiertas, con las cortinas ondeando. Libros alineados en la estantería blanca que yace más allá del cabecero de la cama. En una de las paredes un cuadro que refleja una de las playas de Seychelles.

El servicio es casi tan grande como el otro e incluso me atrevería a decir que cuenta con más espacio. Voy hacia la ducha de hidromasaje porque deduzco que, con lo apurado que irá para preparar la reunión, no querrá perder tiempo dándose un largo baño. Cojo el bote de champú y echo una generosa cantidad de colorante alimenticio amarillo y azul. Agito el producto para que se fusionen ambas tonalidades y den el verde como resultado.

Dejo las cosas en su sitio y me marcho.

—No te has quitado el pintalabios.

—Es que me he dado cuenta de que me queda genial.

Frunce el ceño, contrariado. Deja el bol de cereales que se estaba comiendo en el lavavajillas. Pasa por mi lado y, al verme sonriente, desconfía un poco de mí. No le da demasiadas vueltas puesto que tiene varias cosas de las que ocuparse a lo largo de la mañana, así que ignora este hecho y va al servicio.

Paso mis dedos por el escritorio donde tiene preparado el portátil para comenzar la videollamada, con la pantalla suspendida, junto a una libreta para tomar apuntes y su teléfono móvil perfectamente alineado. Agarro este último. Es uno de esos teléfonos que él mismo vende.

Miro a mis espaldas para cerciorarme de que no hay nadie al acecho. Doy rienda suelta a mi próxima trastada. Me saco una generosa cantidad de selfies con el móvil, posando con morritos, sonriendo, sacando la lengua, mirando con hastío una foto suya que tiene en un mueble, fingiendo que soy él mientras trabaja, entre otras.

Escuchar unas fuertes pisadas seguidas de un grito me confirma que ha ocurrido lo que esperaba. Dejo el teléfono en su lugar correspondiente y espero pacientemente a que venga el anfitrión de esta discusión, con las manos en la espalda, y una de mis mejores sonrisas.

—¿Qué te ha pasado en el pelo? — pregunto en tono burlón al verle aparecer con el cabello castaño teñido de un poderoso color verde. Tiene los orificios de la nariz bien abiertos a causa de las grandes respiraciones cargadas de furia que está haciendo—. Jamás hubiera adivinado que buscabas un cambio de estilo tan extravagante.

—Quiero que arregles esto ya.

—¿Arreglar yo? Lo siento, pero soy una humilde camarera. No me atrevería a destrozarte, aún más si es posible, el pelo.

—Tú has provocado esta situación. Es tu obligación sacarme de ella.

—¿Sabes qué pasa? Yo solo ayudo a las personas que son amables, que se portan bien conmigo. Y, sobre todo, que piden las cosas por favor. Y todavía no he visto ninguna de esas tres cosas venir de ti.

—Estás colmando mi paciencia. La única razón por la que continúo consintiendo todos tus infantilismos es porque necesito desesperadamente tu ayuda ahora mismo. Por favor, ¿podrías ayudarme a solucionar este desastre?

Asiento levemente.

—Haré lo que pueda— salvo la distancia que nos separa y con mis manos sostengo algunos mechones de su cabello. Él permanece inmóvil, respirando con fuerza, mientras examino la trastada que yo misma he protagonizado—. ¿Cuántas veces te has lavado la cabeza?

—Tres. Y desearía no tener que volver a hacerlo.

—¿Por qué no miramos el paquete del colorante alimentario?

—¿Haz puesto colorante alimentario en mi champú? — encojo mis hombros a modo de respuesta y echo a andar hacia la cocina. Él me sigue de cerca. Hace una pausa para admirar su aspecto en uno de los espejos del corredor y se horroriza—. Recuerdo que dejé algunos frasquitos sin usar.

—Qué considerado por tu parte.

Abro el frigorífico y busco la cajita. Aún permanecen el color rojo y el morado en su interior. Busco el modo de empleo para recoger más información acerca del problema que tenemos por delante a resolver. Ivar está de pie junto a las encimeras, con los brazos extendidos sobre ella y las manos entrelazadas.

—¿Qué dice ahí?

—Te vas a reír.

—Te aseguro que no.

—Pues pone que tarda en irse de 24 a 36 horas.

—A cinco minutos de la reunión y el único remedio efectivo y a tiempo con el que cuento es cortarme la cabeza. Gracias.

Guardo el colorante de nuevo y bordeo la fila de encimeras hasta llegar a él. Le doy una palmadita en la espalda y, al ver que me mira con desaprobación ante el hecho de estar invadiendo su espacio personal, retiro lentamente mi extremidad. Aprieto los dientes y dirijo mi atención hacia un lado.

—Encontraremos una solución— suelto, animada. Él pone en duda mis palabras. Se deja vencer por la situación. Le doy al coco todo lo veloz que puedo para remediar este problema antes de que sea demasiado tarde. Y es entonces cuando se me ocurre una idea genial. Doy una palmada a modo de triunfo—. Ya lo tengo. Sé cómo vamos a solucionar este percance.

—¿Percance? ¿Así llamas a poner intencionadamente colorante en mi champú?

—¿Quieres seguir atentando contra mí o prefieres oír lo que tengo que decir? Elige. El tiempo corre en tu contra.

—Te escucho.

Sentado en la cama, y contemplándose en un espejo de mano que sostengo delante suya, evalúa la genial idea que he tenido. Aunque no es exactamente lo que esperaba, sí es una solución justo a tiempo. Ivar aparta el espejo, indicándome que lo aleje de él. Lo dejo nuevamente en el baño y salgo para reunirme con él.

—¿Qué te parece?

—¿Un gorro? Es una idea genial. Sí. Sobre todo, teniendo en cuenta que estoy dentro de una casa y que no hace frío para cubrirse la cabeza.

—Aún estás a tiempo de ir con esos pelos verdes. No sabes lo que me alegra que estés tan agradecido conmigo por esta ayuda.

—Perdóname por ser tan desconsiderado. Gracias por haber arruinado la reputación que he cosechado durante años.

Se levanta, sin quitarse el gorro de lana de color negro que tiene en la cabeza, y baja nuevamente al salón para iniciar la videollamada. Tomo asiento en la cama durante unos eternos segundos.

—Gracias, Nieth. Has sabido arreglar la cagada que tú misma has ocasionado. Agradezco tu esfuerzo— imito una voz parecida a la suya—. Si publicara una biografía suya se llamaría: Ivar Lathgertha y su infinito orgullo.

Salgo de su habitación antes de que decida volver para sacarme de ahí con alguna reprimenda acerca de husmear en casas ajenas. Bajo a la planta inferior, enfadado por lo descortés que ha sido conmigo, y voy hacia la cocina. Me he quedado con un poco de hambre, así que me preparo un tazón de cereales con leche.

La videollamada ya ha comenzado. Ivar está saludando a los compañeros que se van incorporando. Pequeños rectángulos van apareciendo en la pantalla, dentro de cada uno de ellos una persona perteneciente a la empresa tecnológica Aterna. Paso por un lateral para evitar ser vista.

Dejo el cuenco sobre la mesa más fuerte de lo que me gustaría y se derrama un poco de leche junto al ordenador. La limpio con ayuda de una servilleta que he traído conmigo. Me acomodo en la silla más alejada, con el cuenco descansando sobre mi abdomen, y pongo las piernas sobre la mesa.

Ivar se inclina hacia un lado para no salir en la cámara y me dedica una mirada inquisitoria. Sujeta por un extremo la libreta que estoy sepultando y tira con fuerza hasta conseguir hacerse con ella. Continúo comiendo como si nada. Está concentrado explicando una nueva metodología de trabajo cuando hace una seña con su mano.

Miro detrás de mí por si alguien ha decidido venir a socorrernos, pero no hay nadie además de nosotros. Vuelve a hacer el mismo gesto. Es como si su mano intentara escupir algunas palabras. Me señalo a mí misma y él asiente ligeramente. Le devuelvo el mismo gesto sin tener ni idea de qué quiere decirme.

Se remueve nervioso en la silla.

—¿Qué?— susurro. Escribe en su libreta algo que luego me muestra: «estás desconcentrándome al comer con la boca abierta». Le muestro los dedos pulgares hacia arriba e intento masticar lentamente, haciendo el menor ruido posible.

Un compañero de trabajo le pregunta porqué lleva un gorro puesto.

—Tengo un poco de frío. Debo haber enfermado por la tormenta de ayer.

—Es mejor que no te abrigues demasiado o te subirá la fiebre.

—Estoy bien así.

—¡Eh, jefe! A mí el otro día me echó una buena reprimenda por llevar una gorra— dice alguien más.

Ivar está tan ensimismado pensando en una buena razón para acallar los comentarios de sus compañeros que no se da cuenta de que me he levantado y situado detrás suya. Con un ligero tirón le quito el gorro de la cabeza y sus pelos verdes afloran. Se gira, enfurruñado, e intenta atrapar mi brazo.

—¿Se ha hecho un cambio de look?

—Ese tono no va a pasar desapercibido para la prensa.

—¿Por qué has hecho eso? — formula tan pronto como se levanta. Tiene su dedo índice señalándome, acusatoriamente.

—No recuerdo que me hayas agradecido la ayuda. Eso lo traduzco en que no te gustó la idea del gorro y, si no te sientes cómodo llevando algo que no te agrada, no deberías hacerlo.

—¿No te ha dado una pista el que haya decidido dejármelo puesto? ¿Es necesario, de verdad, que te explique las cosas con canicas?

—No sé. Dímelo tú. Tienes una gran experiencia en eso de no entender las explicaciones que te dan los demás acerca de porqué no debes hacer algo. Claro que las canicas se quedan ridículas a tu lado.

Entre miradas furtivas y cargadas de intensidad la multitud empieza a inquietarse y, sobre todo, a preguntarse quién soy. Ivar, al sentir la presión de su equipo, busca una contestación que les contente y, a poder ser, sacie la curiosidad de una vez por todas.

—Es mi nutricionista particular.

—Pues tu nutricionista opina que te hace falta comer más espinacas— le golpeo con fuerza en el pecho para apartarle y él permanece inmóvil.

—Hoy me he saltado la dieta.

Esboza una amplia sonrisa para su equipo.

—Sueles saltarte muchas cosas, sí. Como un contrato de alquiler.

—Si no recuerdo mal, te has saltado, en toda regla, las presentaciones.

—Eso es porque para ti solo quiero ser tu nutricionista. Nada más— voy hacia el escritorio, agito la mano delante de la pantalla antes de cerrarla sin previo aviso, dando por concluida la reunión que apenas lleva unos minutos iniciada. Echo a andar a buen ritmo hacia una habitación cualquiera para evadirme—. Se acabó el trabajo por hoy.

—¿Qué crees que estás haciendo? Estás poniendo en duda mi profesionalidad.

—A ti te molestaba que desayunara mis cereales. A mí me incordiaban esas voces. Nuevamente estamos en igualdad de condiciones— suelto un suspiro y planto mis pies en la cima de la escalera—. Mira, no me des más la tabarra. Llevas desde ayer amargandome la existencia.

Se señala a sí mismo.

—¿Ahora soy yo el culpable?

Le cierro la puerta en la cara cuando venía a buen ritmo detrás de mí para impedir que pueda seguirme la pista. No caigo en la cuenta de que casi la estaba cruzando a mi misma vez y eso hace que la puerta se estrelle contra su rostro. Un sonido sordo se escucha en la estancia contigua.

Lentamente voy abriendo la puerta, asomándome con cierto temor. No sé qué voy a encontrarme al otro lado y eso me aterra. Ivar está tirado en el suelo, palpándose la nariz con ambas manos, aún algo desorientado por lo que ha pasado. Cuando aparto sus miembros puedo ver un hilo de sangre.

—Estás sangrando.

—Sí. Es lo que suele pasar cuando te estampan una puerta en la cara.

Me arrodillo a su lado en el suelo y aparto sus manos para poder evaluar el aspecto de su nariz. Está enrojecida y manchada de sangre. No parece que esté rota. Ivar vuelve a hacer amago de tocarse la cara, pero se lo impido dándole un manotazo. Lo considera como una doble agresión hacia su persona, lo sé por la expresión que refleja, y a modo de disculpa le regalo una pequeña sonrisa.

—Te limpiaré la herida.

—Espero que no me quede la nariz muy roja porque entre el pelo y ahora estoy voy a parecer un payaso.

Le llevo hacia los pies de la cama y me aseguro de que quede sentado ahí y no se mueva lo más mínimo hasta que vuelva con el botiquín conmigo. Él tampoco está por la labor de ir a ningún lado después del golpe que se ha llevado que, me atrevo a decir, le ha dejado un poco desorientado.

Tomo asiento a su lado y con ayuda de un poco de papel intento detener su hemorragia nasal, subiendo mi mano hasta su nuca para guiarla, pellizcando su nariz. Su barbilla casi toca su cuello. Respira por la boca para asegurarse de no tragar sangre. No le dejo solo en los próximos diez minutos.

—¿Te duele?

—¿Tú qué crees?

—Pues te fastidias. Te lo tienes bien merecido por ser un ogro conmigo.

—De payaso a ogro. La cosa empeora por momentos.

Sonrío con ganas y él también lo hace. Pero en cuanto se queja del dolor deja de hacerlo. Unto un poco de crema antiinflamatoria en su nariz con ayuda de mis dedos, dando pequeños y suaves toques para procurar no hacerle daño. La hemorragia se le corta poco después. Y ello pone fin a ese íntimo momento.

Él se enfrasca en la tarea de gestionar algunos temas prioritarios de su trabajo. Yo descuento las horas al reloj para por fin volver a casa.


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