Capítulo 27


Coloco sobre mi cabeza unas gafas de pasta amarilla que combino con una blusa de este mismo tono y unos vaqueros azulados. La chica del espejo me devuelve la sonrisa. Sobre la cama el equipaje hecho, listo para recoger cuando sea la hora de tomar el vuelo con rumbo a Nueva Orleans.

Ivar Lathgertha aparece justo detrás de la chica del cristal. Está abrochándose uno de los botones de la camisa blanca que ha decidido ponerse. Levanta su mentón y me lanza una profunda mirada, con sus labios perfectamente sellados y sus ojos ensombrecidos a causa del juego de luces de la habitación.

—¿Preparada para dar la última vuelta antes de volver a Nueva Orleans?

—Extrañaré muchas cosas de aquí. Pero es innegable la paz mental que voy a ganar en cuanto dejes de estar en la habitación de al lado.

—Luego me echarás de menos.

—No me dará a lugar. Tendré que verte en el restaurante todos los días.

—Qué cruz.

Le hago entrega de la tarjeta de la habitación para que cierre al salir. Espero a que se reúna conmigo en la soledad del pasillo. La planta de arriba sigue reservada. Quienes estén alojándose en ella deben estar pasándoselo pipa. No les envidio. En Nueva Orleans, trabajo en la calle con más marcha de la ciudad, y estar en constante contacto con las celebraciones se acaba haciendo pesado.

—Espero que ese proyecto al que vamos a dar luz verde no sea un tostón.

—Me atrevo a decir que te gustará.

—Qué seguro estás.

—Te conozco lo suficiente como para afirmar que cualquier plan que lleve emparejado la palabra adrenalina es lo tuyo.

Echa a andar hacia el ascensor. Le miro desde mi posición, sin seguirle inmediatamente, sorprendida ante su perspicacia. En este tiempo ha podido conocerme un poco más. Ya no somos completos desconocidos que se profesan odio mutuo. Ahora conocemos un poco más del lado vulnerable del otro.

El coche de alquiler yace junto a la puerta de entrada al hotel. El aparcacoches se ha preocupado de trasladarlo hasta ahí gracias a la petición de Ivar Lathgertha. Los cristales ya no adoptan el vaho de anoche. El corazón que dibujé ha desaparecido. Aunque promete volver con la llegada del frío.

Mi boca está a la altura del suelo. Pestañeo, incrédula. Ante mí yacen unos todoterrenos en color azul marino en fila, perfectamente alineados. Sus ruedas son diferentes a los neumáticos que estoy acostumbrada a ver. Estas cuentan con varios huecos que se comunican entre sí. Un hombre saluda a Ivar con un apretón de manos y le hace entrega de unas llaves.

—¿Todoterrenos?

—Estuve trabajando en un diseño de neumático adecuado para conducir sobre las dunas del desierto. La teoría y la ejecución están hechas. Ahora toca la parte divertida: la práctica.

—¡Esto es una pasada! —Le arrebato las llaves de las manos y pulso el botón. Un coche hace parpadear sus luces y eso me permite localizar el auto a tomar—. Yo conduzco.

—Nieth, esto no es un juego. Puede ser peligroso si no estás acostumbrada a conducir sobre dunas.

—Siempre hay una primera vez.

Salto sobre el asiento, introduzco la llave en la ranura y agarro el volante. Ivar se sitúa a mi lado con cara de pocos amigos y lo primero que hace es asegurar que el cinturón de seguridad es cien por cien eficaz.

—Daremos una vuelta sobre las dunas con él y volveremos, ¿de acuerdo?

—Lo que tú digas, jefe.

Suelto el embrague poco a poco y acelero progresivamente, en dirección al lugar donde da comienzo las dunas. Comienza con un descenso de varios metros. Freno ligeramente mientras esbozo una amplia sonrisa al presenciar cómo el coche se inclina ligeramente hacia adelante, dando la sensación de que volcará en cualquier momento.

Una vez en terreno firme, aprieto el acelerador y el coche se desplaza con brusquedad sobre el irregular terreno que tiene por delante. Eso hace que nuestros cuerpos se balanceen de un lado a otro. El coche patina en cada giro que efectúo con brusquedad y en ocasiones se asienta en dos ruedas.

—Vamos demasiado rápido. Písale al freno, no va a morderte.

—Me gusta sentir la adrenalina. Yendo a paso de tortuga no lo disfrutaría la mitad de lo que lo estoy haciendo ahora.

—Ten cuidado. Hay una bajada.

Hago todo lo contrario y eso hace que el coche vuele por los aires unos metros antes de caer con fuerza en el terreno, levantando una nube de polvo a nuestro alrededor. El corazón me late violentamente contra las costillas. Las ruedas se han resentido, aunque todavía son capaces de funcionar.

—Tienen unos buenos amortiguadores.

—¿Sabes que tienen también? Ganas de contar con luz verde, así que haz el favor de ir con cuidado.

—¿Qué puede ser lo peor que puede pasar? ¿Cambiar los neumáticos? Solo tendrías que chasquear los dedos y el problema estaría resuelto.

—Nieth...

Giro el volante y lo mantengo. El coche traza círculos sobre sí mismo, levantando una generosa cantidad de arena que casi nos sepulta. Bajo los neumáticos va formándose un hoyo en el que las ruedas se amoldan con gran facilidad. Ivar se aferra a la manija con fuerza y mantiene la mandíbula apretada.

Para cuando quiero dar por terminada la diversión y seguir todo recto, me encuentro con que las ruedas no se mueven por mucho que apriete el acelerador. El coche hace un ruido sordo, como si se estuviera ahogando. Con las manos aferradas al volante, los dientes chirriando, y con un ojo entrecerrado, miro al chico de mi lado.

—No se mueve.

—Menuda sorpresa.

Abandona el coche en primer lugar y suelta un bufido. Cierro detrás de mí poco después y tomo un poco de distancia para poder apreciar el problema que hay. Los cuatro neumáticos están completamente enterrados en la arena, con sus agujeros sellados y ocultos en una zona profunda.

—Hemos encallado.

—No es el fin del mundo. Habrá algo que podamos hacer.

—Así funciona siempre contigo, ¿verdad? —suelta con rabia. Tiene los brazos en jarra y una mirada amarga. Lanzo una ojeada a mi alrededor. No hay nadie en las proximidades. Y tampoco hay ningún tipo de negocio al que poder ir a pedir ayuda. Como si eso no fuese suficiente, en el cielo se están formando unas nubes muy feas—. Te lanzas a hacer las cosas sin pensarlas y luego intentas remediarlo.

—Si no te gusta cómo soy, entonces no debería haberme pedido acompañarte a este estúpido viaje de negocios.

—Te he repetido una y otra vez que tuvieras cuidado. Y, ¿Qué has hecho tú? ¿Me has escuchado? No. Has hecho lo que has querido. Míranos ahora. —Traza una media circunferencia con sus manos, manteniendo los dedos índices señalando el cielo, a su alrededor—. Estamos aquí, en medio de la nada, por uno de tus caprichos.

—¡No voy a permitir que me hables en ese tono! —le advierto, apuntándole acusatoriamente con el dedo.

A continuación, le doy la espalda y echo a caminar hacia una de las ruedas delanteras. Hinco mis rodillas en el suelo y trato de abrir paso a los neumáticos, apartando arena. Ivar se remanga la camisa hasta la altura de sus codos y me hace sombra con su persona. Está como un pasmarote detrás de mí.

—¿Así es cómo piensas solucionar el problema? Con suerte, saldremos de aquí, pasadas unas cuantas de horas.

—¡Estoy intentando arreglar este desastre! Y tú ni siquiera has movido un solo dedo para ponerle remedio cuanto antes.

—Desastre. Eso es lo que siempre ocasionas. No sé cómo lo haces. De verdad que me encantaría saber si te entrenas a fondo para ello o simplemente es espontáneo.

—No voy a tolerar que me faltes el respeto cuando intento ayudar. De todos modos, no iba a servir de nada mi contribución más que para empeorarlo todo, ¿no es así? — sacudo mis manos y camino hacia el horizonte, sin rumbo fijo. Una repentina brisa que se ha levantado hace ondear mi cabello.

—¿Adónde vas?

—¡Me largo!

El color del cielo contrasta con el de la arena que piso. Las enormes nubes se desplazan demasiado rápido en mi dirección y no tienen una forma definida. Detengo mi caminar cuando he avanzado unos veinte metros y miro hacia arriba. Pequeños granitos de arena golpean mis mejillas, arañándolas. Entrecierro los ojos y uso mi mano a modo de visera para ver mejor. No son nubes. Es una tormenta de arena.

Retrocedo para alejarme lo antes posible y las prisas me juegan una mala pasada. Tropiezo con mis propios pies y caigo irremediablemente al terreno, llenándome de arena. Granitos de tierra se han acunado en mis párpados y me impiden poder ver con claridad. Me escuecen terriblemente los ojos. La tormenta me engulle. Trato de incorporarme y echar a correr, echándose un pulso a la avalancha que me persigue.

—¡Nieth! —grita una voz masculina con fuerza. No puedo verle. Uso mi brazo para proteger mi cara de los granos de arena que me están golpeando. Mis brazos y manos están plagados de pequeños rasguños. Toso al sentir cómo un puñado de arena se aloja en mi boca seca a causa del esfuerzo—. ¡Nieth! ¿Dónde estás?

La fuerza del viento me deja caer. Con la mitad de la cara enterrada y con la piel herida, levanto ligeramente uno de mis brazos para que pueda verme. Le pierdo la pista en cuanto la tormenta le engulle a él también. Estoy a punto de dar por hecho que ambos vamos a sufrir un fatal desenlace cuando alguien pasa por encima de mí una manta azul marino que recubría los asientos del todoterreno, con el nombre ligthweight wheels en letras blancas.

Pasa su brazo por mi cintura y me pone en pie. Estoy tan desorientada que simplemente acomodo mi cabeza en su hombro y me dejo guiar hacia cualquier lugar. A pesar de la falta de visibilidad, mi salvador se las ingenia para orientarse y encontrar el coche que dejamos unos metros más allá.

Como puede abre el maletero. Los asientos están plegados, lo que aumenta el espacio disponible en el interior del automóvil. Me coge en brazos, como aquel día que me salvó de la inundación de Nueva Orleans y se adentra conmigo en el interior, cerrando a las apuradas la puerta del maletero detrás nuestra. Inevitablemente una generosa cantidad de arena se cuela en el coche.

—Nieth, ¿estás bien? —pregunta, preocupado, mientras agarra con dulzura mi mentón y me invita a mirarle a los ojos. No puedo abrir mis párpados. Él se da cuenta de ello y pasa un pañuelo húmedo sobre ellos—. ¿Te has hecho daño?

Ladeo mi cara hacia mis brazos y él repara en las heridas. Quiere acariciarlas, pero cuando sus dedos van a entrar en contacto con ellas, aparta esa idea de su mente. Cuidadosamente, pasa el pañuelo sobre ellas, dando pequeños toquecitos superficiales. Contraigo el gesto y me quejo emitiendo un sonido con la garganta.

—Te pondrás bien—asegura con un tono aterciopelado mientras acaricia mi pelo. Muevo mis labios para tratar de decir algo, pero las palabras no me salen. Él pone todo su empeño en descifrar qué intento decirle—. ¿Agua? ¿Quieres agua?

Asiento.

Aún conmigo entre sus brazos, meciéndome en ellos como si fuese un bebé, me incorpora ligeramente y acerca la boquilla de la botella a mis labios. Con sumo cuidado vierte una pequeña cantidad en mi boca. Espera a que la asimile y trague lentamente, para ofrecerme un poco más.

La tormenta sacude con fuerza el coche, enviando fuertes ráfagas de viento mezcladas con arena, a los cristales de las ventanas. El automóvil se tambalea ligeramente. Las ruedas atrapadas en la tierra se han convertido en nuestra salvación. Ivar me recuesta sobre los asientos plegados, sujetando mi nuca y mantiene la manta sobre mí. Lejos de mantener las distancias, decide acurrucarse a mi lado.

Estoy tan agotada por el esfuerzo de antaño e incapacitada para ver temporalmente, que opto por tratar de descansar un poco. No consigo conciliar el sueño. El ruido exterior no me lo permite. Pero permanecer inmóvil por largos minutos hace creer a mi acompañante que me he quedado dormida.

—Siento cómo te he hablado antes. No estaba siendo honesto. Es de humanos cometer pequeños desastres. Y, aunque odie admitir que incluso yo puedo equivocarme y que no tengo el poder de controlarlo, no nos definen—empieza diciendo. No puedo verle, pero puedo sentir su mirada clavada en mi rostro. Con sus dedos ubica un mechón de mi cabello tras mi oreja—. Tu manera de vivir la vida me saca de quicio y, en ocasiones, me mete en serios problemas. Pero no es un desastre todo lo que haces. Aprendo de ti mucho más de lo que crees.

Entreabro un ojo cuando siento que su respiración se aleja de mí. Está mirando hacia una de las ventanas del coche, con la mirada consternada, entreteniéndose, admirando la majestuosidad de la tormenta de arena. Elevo mis comisuras, originando una pequeña sonrisa.

Quizás el mayor desastre, haya sido conocernos.

Finjo despertar de un breve pero profundo sueño. Frunzo el ceño y arrugo mi nariz a la par que froto mis nudillos sobre mis párpados. Lanzo una mirada a mi alrededor. Ivar Lathgertha se ha incorporado y sentado, adhiriendo su espalda a una de las puertas. Aún estoy envuelta con la manta azul que, ahora, desprende aroma a colonia masculina.

—¿Estoy en el infierno?

—Yo también me alegro de verte.

—Espero que no hayas estado todo este tiempo ahí sentado, mirándome. Da mucho cringe.

—No te creas tan importante—dice sin mirarme. Está mintiendo. He sido consciente de cómo clavaba sus ojos chocolateados sobre mi persona en todo este tiempo—. ¿Qué tal estás?

—Estoy nuevamente atrapada en tu compañía. ¿Cómo quieres que esté?

—Técnicamente, dos de nuestros encierros han sido provocados por ti. Cualquiera podría pensar que lo haces a propósito.

Sonrío.

—No van a ser los encierros los que acaben conmigo sino tú. Si por mí fuera, abriría ahora mismo esa puerta y me metería de lleno en esa tormenta.

—¿Y por qué no lo haces?

—Porque esta noche sirven tarta de tres chocolates en el bufé y quiero estar ahí. —Ahora es él quién sonríe ampliamente. Menea la cabeza y mira hacia el cristal frontal, que está prácticamente cubierto por una capa de arena—. Y, además, no serías capaz de salir de aquí sin antes estrellarte contra una pirámide.

—Localizarte fue sencillo.

—Te guio el tufo del odio que te profeso.

—Sí. Debió ser eso. —La tormenta enviste con fuerza el techo. Me deshago de la manta y camino a gatas sobre los asientos plegados hasta alcanzar la guantera. La abro y en su interior localizo una bolsa repleta de caramelos—. ¿Cuánto durará la tormenta?

—Puede que unas horas o tal vez días.

Carraspea.

—No podemos estar días aquí atrapados. No tenemos comida y tampoco agua. Y, por si fuese poco, nuestro avión sale hoy.

—Una serie de acontecimientos catastróficos. —Vuelvo a mi lugar de origen y me hago con un caramelo que desempapelo antes de llevármelo a la boca. Es de fresa y nata. Sabe realmente bien—. Y te equivocas. Yo sí tengo comida.

—¿Unos caramelos? Eso no es comida.

—No pienso compartirlos contigo cuando cambies de idea. —Rueda sus ojos y mira la hora que marca el reloj de su muñeca—. ¿Sabes qué es lo mejor? Que tú serás el primero en caer. No tendré que soportarte mucho tiempo.

—¿Y en qué te basas para afirmar algo así?

—En lo seco que eres. Sin duda, tu cuerpo tiene menos agua que el mío. Ya pareces un desierto.

Mueve de arriba abajo la cabeza mientras muerde su labio inferior.

Agarro la botella vacía del suelo de la que anteriormente bebí y la atraigo hacia la mitad de la distancia que nos separa a Ivar y a mí. Aburrida y con el caramelo en la boca, juego a darle sucesivas vueltas.

—¿Quién es la persona más gruñona del mundo? —El plástico gira sobre sí gracias a la fuerza cinética que le transmito. Poco a poco va ralentizando el ritmo hasta detenerse, mirando hacia Ivar—. Sabe lo que hace.

—¿Por qué no le preguntas por la más inconsciente?

—No estás invitado a jugar.

—¿Cuánto tiempo más vas a seguir siendo tan hostil conmigo?

—Por y para siempre.

—Sé que estás enfadada conmigo, pero ahora mismo tenemos que unir nuestras fuerzas. Tenemos que salir de aquí como sea o acabaremos sepultados en la arena.

—En eso estamos de acuerdo. Debemos apartar la tierra de alrededor de las ruedas y, mientras uno arranca y acelera, el otro deberá empujar el coche desde atrás.

Asiente, convencido.

—Por cierto, dale una súper luz roja a este proyecto. Las ruedas no están a la altura de las circunstancias.

—Lo estarán.

La tormenta parece mostrarse más debilitada. Aprovechamos su vulnerabilidad temporal para abandonar a la par el coche y asignarnos dos ruedas por cada uno. Luchamos a contratiempo. Apartamos la arena de alrededor de los neumáticos al mismo tiempo que se acumula más. Lo hacemos realmente rápido para que se agrupe el menos material posible.

Voy hacia la parte trasera del automóvil y presiono con todas mis fuerzas. Ivar está al volante y se las ingenia para usar esa propulsión para desencallar el coche. La arena golpea con violencia mi cuerpo y me impide ver con claridad. No desisto. Continúo empujando tanto como mis músculos me lo permiten. El coche consigue salir del hoyo que él mismo se había cavado.

Corro a toda pastilla. Ivar abre la puerta para que pueda acceder. Cierro detrás de mí y me acomodo a las apresuradas en el asiento. Pisa el acelerador y una oleada de tierra se levanta a cada lado del coche. A pesar de estar accionado el limpiaparabrisas, la arena continúa amontonándose. La tormenta no da tregua y lo complica todo.

—No vayas tan rápido o conseguirás que me maree. —Intercambia una mirada conmigo ante el tono burlón que he empleado. Enarco ambas cejas, expectante, y simulo con mi mano la acción de pisar el pedal situada más a la derecha—. Pisa a fondo el acelerador a menos que quieras quedarte atrapado nuevamente conmigo por más tiempo.

Obedece. Las ruedas se deslizan sobre el terreno con gran facilidad. El recorrido a trazar es muy irregular y eso ocasiona que sea incómodo el viaje. Con tanto vaivén temo que pueda conseguir una contractura.

La falta de visibilidad provoca que Ivar no alcance a ver a tiempo el final de una enorme duna y esto provoque que el coche yazca suspendido en el aire por unos lacónicos segundos antes de caer en tierra firme. Instintivamente mi cuerpo se inclina ligeramente hacia adelante y los pelos se me amontonan en la cara. Le miro, entre aterrada y sorprendida por el riesgo corrido.

—Creía que no te gustaba la adrenalina.

—Daños colaterales de pasar demasiado tiempo contigo.

Sonrío, satisfecha.

Su teléfono móvil comienza a sonar. Lo saca del bolsillo de su pantalón y le echa un vistazo a la pantalla. Descuelga y se lo lleva a la oreja para responder.

—¿Qué pasa, Halsey?

—No puedes hablar por teléfono mientras conduces. —Le arrebato el móvil ante su atónita mirada y lo pego a mi oreja—. Hola, Halsey.

—Nieth—dice al escuchar mi voz—. ¿Estáis bien? He leído la noticia acerca de la tormenta de arena.

—Hemos sufrido un pequeño percance, pero estamos ambos bien.

—¿Un pequeño percance?

—La tormenta nos sorprendió en medio del desierto. Pero pudimos resguardarnos en el coche en el que viajábamos. Ahora vamos camino del hotel.

—Joder, qué chungo.

—Sí. No sé si me ha dado más miedo la tormenta o compartir espacio con el arrogante, esnob y maleducado de Ivar Lathgertha.

—Sin duda, lo segundo me ha puesto los pelos de punta. Oye, si todo va bien, el avión de vuelta podréis tomarlo mañana mismo.

—Si no podemos estar de regreso mañana mismo, te juro que me pego un tiro.

Ivar me arrebata de nuevo el teléfono.

—Halsey, ¿puedes enviar el recibo de la factura que hablamos a mi domicilio? Muchas gracias. Nos vemos a la vuelta.

—Déjame adivinar. La factura de la luz vuelve a ser altísima. Consecuencias de tener miedo irracional a la oscuridad. Aún me sorprende que no hayas inventado un sol artificial para que te alumbre las 24 horas del día.

—¿Quién te ha dicho que no estoy en ello?

El aparcacoches nos hace una seña para que nos detengamos en la entrada. Tiene pensamiento de llevar el vehículo a un aparcamiento subterráneo donde esté a salvo de los rasguños que pueda causarle la tormenta de arena. Ivar se pone en contacto con el hombre que le dio las llaves del todoterreno para pedirle que refugie el coche de alquiler hasta que puedan hacer el intercambio.

Entramos en el hotel y cerramos la puerta detrás nuestra. Hay un rastro de arena acumulado en las relucientes baldosas, que es barrido por un miembro del personal de limpieza. El ascensor está precintado para que nadie pueda subir o bajar con tal de evitar incidencias con la tormenta. No nos queda de otra que subir una cuantiosa cantidad de peldaños para llegar a la sexta planta.

—¿Podrías ir más lenta? Estoy agotado.

—Quiero perderte de vista cuanto antes. Vamos, mueve el trasero.

—¿Es que nunca se te acaban las pilas?

—Pilas Duracell.

—En realidad, la pila más duradera del mundo es la Panasonic.

—¡Ugh! Deja de alardear sobre tu lado polímata.

Asciendo el último peldaño, con la lengua fuera, y giro hacia la izquierda para adentrarme en el pasillo de las habitaciones. Camino a prisa por él, sin detenerme una sola vez para evaluar cómo se encuentra el chico que viene detrás de mí. Voy hacia la 613, introduzco la tarjeta y abro la puerta.

—Espero no tener que verte en mucho tiempo.

Cierro de un portazo. Voy hacia el baño y me echo agua en la cara para hacer desaparecer los granitos de arena incrustadas en mi piel. Apenas han pasado dos minutos cuando unos nudillos tocan en mi puerta. Algo molesta por la interrupción, dejo lo que estoy haciendo y arrastro los pies hasta la entrada.

Ivar está al otro lado, en el pasillo, con su maleta echada a la espalda y el dedo índice a modo de garfio, del que pende el cartelito del picaporte de su habitación.

—¿Qué quieres ahora?

—¿Puedo quedarme en tu habitación?

—¿Estás de broma?

—No. Uno de los cristales de mi habitación ha estallado. Está todo lleno de arena y de fragmentos de vidrio.

—¿Y no puedes pedir otra habitación?

—No hay más habitaciones disponibles. Nadie va a desalojar la suya mientras continúe la tormenta de arena.

—La cosa no puede ir a peor.

Vuelvo adentro y le dejo pasar. Él deja su equipaje junto a la puerta. Voy al baño para continuar acicalándome delante del espejo cuando, a través del cristal, puedo ver que se dispone a tomar asiento en el sillón que yace junto a la cama.

—Ni se te ocurra—le advierto, volviendo al dormitorio—. No te vas a sentar hasta que te des una ducha.

—Está bien. Iré a dármela.

—Tendrás que esperar tu turno. Yo voy primero. —Cojo una blusa con hombros al aire en color celeste, con pequeños puntitos blancos repartidos por toda la prenda, y una falda larga blanca con una abertura en la pierna izquierda. Ivar tiene los brazos en jarra y me mira con la nariz apuntando al suelo—. Quédate ahí. No te mueves de esa loza hasta que yo salga. Desplázate un milímetro y te vuelves a tu habitación.

—¿Algo más?

—Sí. Cósete la boca.

Me encierro en el baño y echo el pestillo. Dejo la ropa sobre una de las baldas del mueble de madera y me desvisto con cierto pudor ante el hecho de tener en la habitación contigua a la persona que más problemas ha traído a mi vida desde mi llegada a Nueva Orleans. Intento no darle demasiadas vueltas y simplemente centrar mis sentidos en relajarme, tomando un baño de espuma con sales.

Tal y como le pedí, continúa en el mismo lugar y posición, trazando un recorrido del dormitorio con sus ojos, que finaliza al verme aparecer bajo el marco de la puerta. Doy un par de pasos hacia el frente y mi falda ondea con el movimiento.

—Puedes entrar a ducharte, si quieres.

—¿Puedo dejar de estar en esta baldosa para coger mi ropa?

—Claro. Adelante.

Va a por su maleta para hacerse con un pantalón negro y una camisa vaquera de mangas cortas que piensa combinar con unos zapatos rojos. Espero a que se pierda en el interior del cuarto de baño para salir al pasillo y solicitar que barran la habitación. Las ventanas están protegidas con unos paneles para evitar que dañen los cristales.

Aprovecho la soledad para llamar a Marco en la sala de estar. Al segundo bip me coge el teléfono.

—Hola.

—Me moría de ganas de escuchar tu voz. He oído lo de la tormenta de arena. ¿Te encuentras bien?

—Estoy bien. Tan solo tengo pequeñas heridas en los brazos. —Camina de un lado a otro, sintiendo mucha felicidad—. Siento mucho no estar de regreso. Todo se ha complicado. Con las ganas que tenía de verte...

—Este pequeño retraso solo hará que aumenten esas ganas. Echo mucho de menos pasar por Pink up cada mañana y no verte en la barra, haciendo café, con esa sonrisa tan bonita.

—Pronto podrás volver a verla. Tengo una sonrisa enorme lista para cuando te vea.

—Me faltará tiempo para admirarla.

Sonrío ampliamente.

—¿Estás practicando la cena?

—¿Cómo lo has sabido? Te prometo que es la tercera tortilla de setas que hago y aún no le he pillado el truquillo. Se me pega a la sartén.

—Espera a que el aceite humee. Luego añades la mezcla del huevo y la patata y esperas unos segundos. Y da rápidamente un giro seco de un cuarto de circunferencia con el mango de la sartén.

—Así que ahora es se tira de los conocimientos de matemáticas del colegio.

—Sino puedes probar con una sartén antiadherente.

—A partir de ahora voy a convertirme en el rey de las tortillas. —Puedo escuchar como agita la mano y sopla—. La cuarta es la vencida.

Me acomodo en el sofá, subiendo mis pies y sentándome sobre ellos. Apoyo mi brazo flexionado en uno de los brazos del sofá.

—¿Qué tal todo por Nueva Orleans?

—Muy bien. Sigue con su tradicional juerga. ¿Y por Egipto? ¿Está Ivar Lathgertha portándose bien contigo?

—Hay de todo un poco. No está siendo tan desagradable como pensé que sería. Los dos estamos poniendo de nuestra parte para que este viaje no sea incómodo.

—Eso está bien. Me alegro de que, a pesar de las circunstancias, puedas estar disfrutando del viaje.

—Necesitaba hacer este viaje. —Escucho cómo Ivar abre la puerta del baño—. Marco, tengo que dejarte. Te veré mañana. Estoy deseando cenar contigo.

—Hasta mañana, preciosa.

Finalizo la llamada y me llevo el móvil a la barbilla. Ivar mira hacia la estancia en la que me encuentro.

—¿Hablabas con alguien?

—Sí. Con Satán. Trataba de venderle mi alma a cambio de colocarte muy lejos de mí.

—¿Y ha funcionado?

—No. Sigues estando aquí.

Voy hacia la cama para dejar sobre ella mi teléfono móvil. Tomo asiento en el borde y miro a punto indeterminado.

—Qué aburrimiento. No podemos salir del hotel. Necesito activarme.

—No podemos salir del hotel, tú lo has dicho. Pero podemos quedarnos en él y, si mal no recuerdo, en la planta de arriba están dando un fiestón.

—¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?

—Unámonos.

Mis ojos se iluminan como dos soles y salto de la cama felizmente. Ivar me indica con la cabeza que vayamos hacia la puerta de entrada de la habitación. No dudo en trazar el recorrido que me distancia de ella con unas zancadas.

—Cuando quieres, eres divertido. —Pellizco su mejilla con mis dedos y espero a que se reúna conmigo al otro lado del umbral.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top