Capítulo 21


Para el almuerzo con Rashidi Abdel opto por una vestimenta que logre cubrir prácticamente todo mi cuerpo. No quiero miradas intimidantes. Al igual que tampoco quiero exponerme a que alguien me reconozca y se corra la voz por cada rincón de El Cairo. Eso sería peligroso para mí. Debo cuidar cada paso que doy.

Le lanzo una mirada a la chica del espejo. Un vestido holgado de color negro, de mangas largas, y cinturón de tela en color dorado alrededor de la cintura. En mi cabeza un turbante oro que queda enmascarado bajo un pañuelo oscuro que oculto prácticamente todo mi rostro. Mis ojos, en sombra naranja, y delineado egipcio, ganan protagonismo.

Llamo a la puerta de la 614 y espero a que me abra el huésped. Ivar, al principio, no me reconoce, así que siente cierta desconfianza en cuanto a permitirme la entrada. Me quito el pañuelo de la cabeza para que le resulte más fácil identificarme.

—¿Por qué vas así vestida?

—Es lo que manda la tradición. Además, no quiero ser el centro de miradas indeseadas.

Él asiente una sola vez y se abrocha los puños de la camisa gris que lleva puesta, delante de la ventana. Contempla las vistas desde las alturas. Su semblante está iluminado por el sol que se alza en el horizonte,

—Dame un segundo y estaré listo.

—De eso nada. Cámbiate ahora mismo.

—¿Cómo dices?

—No puedes ir a una reunión tan importante así vestido. La cultura egipcia manda ir, a poder ser, en traje.

—Tengo algún traje en el armario.

—Yo te diré cuál deberías ponerte. Vamos.

Él me guía hacia el armario donde ha colgado su ropa. Espera a mis espaldas a que ojee todo lo que tiene y busque con mis manos el conjunto que le sentaría de maravilla. Dudo un par de veces antes de elegir una prenda. Ivar cada vez está más pegado a mi espalda. Casi puedo sentir su respiración molesta en mi nuca. Así que le hago una seña para que retroceda.

—Ponte este traje azul.

—Había barajado la posibilidad de ser socios, pero jamás la de que te convirtieras en mi estilista.

—No durará mucho.

Se encierra en el baño para cambiarse de ropa. Tomo asiento sobre su cama y deposito mis manos sobre la colcha. Un libro de poemas, con un marcapáginas blanco, llama mi atención. No quiero ser indiscreta, pero me llama tanto la atención, que no me resisto, y lo abro por esa misma página para leer.

Es un poema en inglés que no tardo en traducir a medida que leo:

Nunca pensé que pudieras

Amar a alguien tan

Profundamente en un instante

No lo supe hasta que la vi

Había algo en la forma en la que

Podía ver la belleza donde todos

Solo veían la ruina

La forma en la que miraba a su

Alrededor como si estuviera

Mirando el mundo más perfecto

Que podría haber

Me recordó a un pájaro

Atrapado en una jaula cuando

Todo lo que quería hacer era volar

Te amo gorrión, desde que te vi

Ariana Poetess

Ivar Lathgertha sale del servicio con el traje azul que le he recomendado, y con una camisa blanca de lino bajo su chaqueta. Se abrocha un único botón a la altura de su estómago y camina de un lado a otro de la habitación como si pretendiera lucirse.

—¿Un libro de poemas de amor?

—Fue un regalo de cumpleaños.

—¿A caso alguien ha descubierto que tienes sentimientos?

—¿Tan interesada estás en saber la respuesta?

—No.

—Lo suponía. ¿Nos vamos?

—Después de pasar por el bar de abajo. Rashidi Abdel agradecerá que llevemos una caja de bombones con nosotros. Es tradición.

Asiente.

—Tendré que pedirte que te conviertas en mi mano derecha. Estoy perdido en todo cuanto tiene que ver con la cultura egipcia y tú eres una fuente de conocimientos.

—No sé si podrás seguir mi ritmo.

—Puedo intentarlo.

Abandono la habitación con el pañuelo en la mano. No quiero hacer uso de él hasta que las circunstancias lo requieran. Espero en el pasillo a que Ivar Lathgertha cierre la puerta de su habitación y se reúna conmigo. Al girarse, por un instante, se me queda mirando intensamente. Eso hace que me sonroje y carraspee.

—¿Hay algo que quieras decir?

—Nada— concluye.

Bajamos al bar. El interior es muy elegante y acogedor. En la barra sirven en vitrinas algunos pasteles con pinta deliciosa y pequeñas cajas de bombones. Selecciono la que más me convence y el hombre me la tiende después de que Ivar pagara con el dinero suelto que tiene en el bolsillo de su pantalón.

No es un taxi el que está esperando nuestra llegada sino un Volkswagen Passat en color gris del que acaba de bajarse un aparcacoches que hace entrega de las llaves a mi acompañante. Abre la puerta del copiloto para que pueda sentarme sin problemas. Le miro, sorprendida por su caballerosidad. Se asegura de que mi vestido no queda fuera y cierra con suavidad. Rodea el coche por la parte delantera y se acomoda al volante.

—¿Algo más que deba saber?

—No introduzcas el tema trabajo de primeras. No es bien visto. Es muy probable que, antes de ahondar en ello, Rashisi se preocupe por saber con detalles cómo está tu familia.

—Es un tema que me gustaría evitar.

—Deberías pensar en algo. Y, si vas a mentir, asegúrate de que suene convincente. Si lo descubren podrían cortar cualquier lazo contigo.

—No sospechará nada. Puedo ser muy convincente.

—Veamos cómo te desenvuelves.

Las calles están animadas a pesar de ser la hora del almuerzo. Algunos niños salen de la escuela y van de regreso hacia casa mientras juegan a patear y pasarse una piedra. Miro a cada mujer oculta bajo su vestimenta con la esperanza de reconocer en alguna de ella los ojos de mi madre. No dejo de pensar en ella desde esta mañana. Necesito verla y comprobar que está bien.

—El almuerzo es en casa de Rashidi. Además de su familia, también estarán presentes algunos amigos cercanos, entre los que se encuentra uno de sus socios.

—Tendré tiempo de sobra para aburrirme.

—Lo dudo. Estoy seguro de que estarás entretenida con cada metedura de pata que cometa a lo largo de la comida.

—Te pondré a prueba. Y te advierto que soy una maestra muy exigente.

—¿Cuánto me das hasta ahora?

—Un tres. Y da gracias a que soy generosa.

—Agradezco tu gratitud.

Sonrío y ponga la radio. Suena Osad Einy de Amr Diab. Una canción en árabe que habla sobre el amor hacia una persona especial, a quien jamás renunciarás, sin importar quién pueda estar frente a tus ojos. Un canto al amor verdadero y a las sensaciones tan bonitas que despiertan en uno mismo.

Ivar desconoce la letra pues no sabe árabe.

—Es una canción muy bonita.

—Ni siquiera entiendes la letra.

—Pero la sensación que me transmite es buena. ¿Por qué no cantas la letra traducida para que pueda entenderla?

—Supongo que no tengo nada que perder.

Tenemos que encontrarnos

Incluso si estamos separados

Seguro volveré

Incluso si nos separan países

Tú estás frente a mis ojos

En todas partes

Seguro volveremos otra vez

Estoy enamorado y lleno de pasión

Nunca renunciaré a ti

No importa quién esté frente a mis ojos

No puedo soportar los días

Y no hay palabras para describir mi amor

Cada noche y cuando duermo

Tu estás frente a mis ojos

En todas partes

Un día volveremos a estar juntos

Porque hay promesas entre nosotros

Seguro que la esperanza todavía existe

Canto con dulzura cada palabra, con la mirada perdida en el horizonte, donde el sol se alza imperioso, abrazando con calidez a la ciudad de El Cairo. La canción es muy profunda y me hace sentir tristeza. Ivar Lathgertha no puede apartar sus ojos de mí. Ha detenido el coche frente a la casa a la que nos dirigíamos y ninguno de los dos se ha percatado de ello.

—Quién la escribió debió sentir un amor muy profundo— dice pensativo, con las manos aún sobre el volante—. Es una lástima que esa clase de amor solo exista en tres minutos de canción. Es una dulce mentira. Crees en él por unos minutos, pero luego se desvanece. El amor no es así en la vida real.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Qué cómo lo sé? Basta con echarle un rápido vistazo a las estadísticas. El 95,8% de las personas se divorcian.

—Una cuestión de número. Debí suponerlo. Pero no es justificación. Ese otro 5,2% podrían estar enamorados y ser inmensamente felices. Tú podrías ser la excepción.

—No lo creo. El enamoramiento dura de seis a ocho meses, es decir, menos de un año. Después desaparece esa pasión y se consolida el amor de pareja. Y ahí empieza lo verdaderamente crudo. Ves a esa persona con todas sus imperfecciones. Ya no te pareces idílica y el amor se desgasta.

—No tiene porqué morir el amor si ambos lo cuidan a diario. No hay que dejar de luchar por la persona a la que amas por el mero hecho de tenerla a tu lado.

—Nieth, el amor es un proceso químico. Se origina en el cerebro. Si eres capaz de dominar tu mente, entonces, tendrás el control de todas tus emociones.

Parpadeo un par de veces.

—Podrá nacer en el cerebro, pero lo sentimos en el corazón. Y, lamento decirte que, aunque el cerebro sea semejante a un ordenador, no te permitirá ocultarte eternamente tras el escudo de la lógica racional. En algún momento las emociones escaparán del control que ejerces sobre ellas y no podrás hacer nada por impedirlo.

Bajo del coche, dando por finalizada la conversación. La brisa ondea el pañuelo de mis manos que procuro sostener con firmeza para colocarlo nuevamente en mi cabeza. Ivar Lathgertha cierra el coche y se reúne conmigo en la puerta de la enorme mansión donde habita Rashidi Abdel.

El Volkswagen Passet queda aparcado en uno de los extremos más alejados de la glorieta formado por una preciosa fuente iluminada con luz blanca. Una larga escalera de color blanca se extiende desde la posición de nuestro coche hasta la puerta de la mansión, atravesando un jardín de césped de un verde vivo sobre el que nacen flores rojas.

La casa es de fachada blanca, con árboles adosados a ella, y tejado gris. Cuenta con tres enormes ventanales en la planta superior y dos en la inferior, uno a cada lado de la puerta principal. Cuatro enormes columnas resguardan la entrada. Más allá de los más exteriores, continúa otra sección de la casa, con dos balcones por cada una y otro par de ventanas. La luz que escapa del interior es amarilla.

Un sirviente nos abre la puerta al vernos llegar. Con unas concretas indicaciones nos señala hacia dónde debemos dirigirnos para encontrar al anfitrión. La mansión es asombrosa. Su decoración al más puro estilo árabe. Cada estancia es más grande que la anterior. Me cuesta mantener la boca cerrada ante tanta belleza.

Atravesamos un pasillo que comienza y acaba en forma arqueada. El olor a comida delata que la cocina se encuentra en una de las estancias que vamos dejando atrás. Miro a mis espaldas y veo a una mujer vestida con ropa rosada, con la cara cubierta, entrando en el lugar del que procede ese aroma.

Desembocamos en el gran salón donde vamos a almorzar. Las paredes adoptan un tono rosado muy bonito e íntimo y el suelo es de madera. Una mesa alargada con múltiples sillas a su alrededor se alza a pocos metros de nuestra posición. La música está sonando en directo gracias a unos prestigiosos músicos contratados.

A un lado de la estancia hay una agrupación de sofás que alterna rayas blancas y anaranjadas, con un par de cojines de considerado tamaño adorándolos. Una mesa frente a ellos, a una misma distancia, donde descansa una bandeja con una tetera y tazas.

—Aquí están mis invitados— dice alguien a modo de saludo. Un hombre de piel morena, cabello negro como el carbón y ropa blanca, viene hacia nosotros. Estrecha la mano de mi acompañante y a mí me recibe con un asentimiento—. Rashidi Abdel para serviros en todo cuanto pueda. Deseo que vuestra estancia aquí sea satisfactoria.

—Ivar Lathgertha.

—Ella debe ser tu enamorada y futura esposa.

—Nieth es solo una buena compañera de trabajo. No hay amor entre nosotros. Solo una fiel amistad.

—¡Oh! — exclama decepcionado—. Lamento mucho haber enviado a recogeros un avión con una única habitación. Pensé que, al deshacerte en halagos hacia ella, había una conexión más profunda.

—¿De verdad se ha deshecho en halagos hacia mí? — pregunto por primera vez. Ivar tensa sus hombros.

—¡Por supuesto que sí! Hablaba como si usted hubiera caído del cielo. Agradezco enormemente la ayuda que le ha prestado. ¿Es originaria de El Cairo?

Niego con la cabeza.

—Soy una amante de estas tierras y me informo muy bien acerca de su cultura.

—Egipto es un lugar mágico— hace una seña para que le sigamos hacia la mesa, donde está sentada una mujer con ropajes en color azul y un par de niños—. Les presentaré a mi familia. Ella es Fatema Abdel y ellos son nuestros retoños, Ali y Amil.

La mujer hace una pequeña genuflexión a modo de presentación. Los niños nos miran algo divertidos por ver a dos extranjeros y cuchichean entre ellos. Fatema les reprende en árabe mientras les señala con el dedo índice de forma acusatoria. La prole enmudece y mira el plato vacío de la mesa.

—Mi socio aún no ha llegado. Tenía un asunto del que ocuparse, pero pronto se reunirá con nosotros. Por favor, tomad asiento. Me gustaría saber un poco más de vosotros.

Tomo asiento junto a Fatema y ella me dedica una sonrisa con sus ojos. Ivar Lathgertha va a situarse a mi lado cuando presiono con la mirada para que no lo haga. En su lugar señalo un lugar más próximo al hombre con el que tiene negocios entre manos.

—¿Qué tal la familia?

—Muy bien. Están en Nueva Orleans.

—¿Mucho trabajo por allí?

—Bastante. Aunque, me encantaría que ellos pudieran en algún momento tomarse unas vacaciones y venir a visitar Egipto. Es un lugar muy bonito.

—Lo es. Aquí no estamos muy acostumbrados a recibir turistas, así que, siempre que nos visitan, pecamos de ser un poco pesados. Ya me entiende. Los vendedores ambulantes persiguen a los turistas para venderles sus productos a precios de oro.

Ivar asiente un par de veces, mostrándose comprensivo.

—¿Quién le espera allá en Nueva Orleans? ¿Algún amor especial?

—Únicamente mi familia. Hace algún tiempo que no tengo trato con ella. El trabajo no me permite verlos tanto como me gustaría.

—El trabajo es importante, pero también lo es la familia.

—Aunque estoy lejos de casa, la siento relativamente cerca. Nieth es una buena compañera de trabajo y, además, una estupenda amiga. Ella es lo más cercano a una familia que tengo aquí.

Le lanzo una mirada cargada de interrogantes.

—¿Qué tal su familia? — le pregunta Ivar.

—Muy bien. Todo bien. Mi mujer, Fatema, está esperando un tercer hijo. El Dios Min nos ha bendecido con este milagro.

—Eso es estupendo. Felicidades.

—Muchas gracias.

La mujer que vi antes viene hacia la mesa para servir té Shay. Se trata de té negro y con un fuerte sabor, al que se le puede añadir unas hojas de menta. El té está ardiendo. El humo escapa apresuradamente del vaso donde lo sirve. Está a mi lado, sosteniendo en alto la tetera, cuando reparo en un tatuaje de henna de una flor de loto en la zona de su muñeca.

—¿Por qué no vais sirviendo algunos aperitivos? — dice Rashidi a Fatema y a la mujer que está sirviendo el té, que se limita únicamente a asentir.

Fatema se pone en pie y espera a que yo haga lo propio. No dudo en hacerlo. Necesito hablar urgentemente con la mujer que sirve el té y que se apresura a volver a la cocina para continuar con la labor que le ha sido encargada. Ivar permanece en la mesa, acribillándome con la mirada, mientras pasa a tratar temas laborales con Rashidi.

En efecto, la cocina se encuentra en una de las estancias que dejamos atrás al atravesar el pasillo. Las paredes adoptan un tono color verde que combina con la superficie de las encimeras. La parte baja de los muebles es blanca. Hay un par de mujeres más a parte de nosotras tres. Cocinan platos tradicionales como el falafel y el shawarma entre fogones, protegiéndose del calor gracias a sus prendas.

Voy hacia un lado de la cocina para ponerme manos a la obra para preparar un postre típico egipcio— Basbusa— un dulce hecho de sémola remojada en almíbar y que suele servirse con un poco de coco. Tengo experiencia elaborando este postre. Mamá solía hacerse a menudo en casa y me encantaba ayudarle.

—Iré a por un poco de agua.

—Le acompaño— sugiero y ella se gira para dedicarme una profunda mirada. Asiente una sola vez y me hace una seña para que le siga hacia un patio interno. Recogerá el agua de una cañada.

No pronuncio ni una sola palabra en todo el trayecto hacia el patio. La mujer camina aprisa y me cuesta seguirle el ritmo. Ella está llenando un cubo bajo la cañada de agua cuando susurro una palabra clave.

—'um? — en árabe significa mamá y es la palabra más bonito y entrañable que he dicho en mucho tiempo.

La mujer de ropa rosada deja de prestar atención al cubo para mirarme a los ojos. Camino decidida hacia ella y, aprovechando que no hay nadie en las proximidades, aparto el pañuelo de mi cara para que pueda reconocerme. Sus ojos se anegan en lágrimas y no duda en derramarlas.

—Azeneth. Hija mía.

Envuelve mi cara con sus manos temblorosas para sentir que es real. Esta vez soy yo quien está llorando de pura emoción. Pongo mis manos sobre las suyas.

—Soy yo, mamá.

—Alá es grande. Ha cuidado de ti. Le pedí todos los días que no permitiese que te ocurriera nada malo.

—Te he echado mucho de menos.

—Y yo a ti. No te haces una idea de cuánto.

Nos fundimos en un apretado y cálido abrazo que ponen fin a todo el dolor que hemos soportado la una por la otra. Quedan atrás los malos recuerdos y los miedos. Ahora nos embriaga la paz y la felicidad de habernos reencontrado y haber podido comprobar que ambas estamos bien.

—¿Estás bien, mamá?

—Sí. Ahora lo estoy.

—He viajado desde Nueva Orleans hasta aquí solamente para saber de ti. Necesitaba encontrar la manera de descubrir que nada malo te había ocurrido.

—Ni todos los golpes, insultos y humillaciones del mundo podrían dolerme más que tu partida.

—Ese hombre no es mi padre. No voy a considerarle así después de todo el sufrimiento que te está causando.

Seca mis lágrimas con sus dedos.

—Azeneth, no puedes estar aquí.

—Sé que es peligroso y que me estoy exponiendo mucho.

—Tu padre está en esta casa. Y si te ve conmigo o sospecha lo más mínimo de que has estado aquí, se volverá completamente loco.

—¿Qué? ¿Por qué está aquí?

—Es el socio de Rashidi Abdel. Poco después de que te marcharas, ambos pusieron capital para adquirir un barco. Un señor llamado Ivar Lathgertha hizo una oferta con ellos que van a cerrar durante este preciso almuerzo.

—Lo sé. He venido con Ivar. Somos socios de un restaurante en Nueva Orleans, pero eso es otra historia— agarro sus manos y me las llevo a los labios para besar sus nudillos—. Mamá, vente conmigo.

Mira en otra dirección, apenada.

—No puedo. Te pondría en peligro y prefiero morir antes que hacerlo. Azeneth, te quiero con todo mi corazón. La distancia no hará que este amor se desvanezca. Al contrario, ayudará a fortalecerlo.

—Quizás algún día las cosas puedan ser diferentes.

—Quizás.

—Te quiero, mamá.

Volvemos a abrazarnos con la misma fuerza a la que te aferras a un clavo ardiendo. Lloramos de felicidad por el encuentro, a sabiendas de que volveremos a separarnos, y dejamos que sean las miradas y el silencio quienes hablen por ambas. Mamá se separa y cubre mi cara nuevamente con el pañuelo.

—No dejes que te descubra. 

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top