# If I killed someone for you

Cerró los ojos, sintiendo cómo el agua corría por sus manos. Era tibia, casi caliente, algo raro en una noche tan fresca de otoño.
El sonido de el liquido chocar con la superficie del lavabo, yéndose por el resumidero. Su cabeza estaba en blanco, apenas podía procesar que sus manos olían a metal, que sus nudillos dolían, y que el agua que se deslizaba por sus dedos no dejaba de pintarse en rojo.

Respiró hondo, estirando la espalda; su cadera dolía después de el esfuerzo que hizo unos minutos antes, algo difuso pero que una parte de su cabeza no dejaba de tratar hacerle ver, que la alarma en ella brillaba con fuerza, algo estaba mal.
Pero Gustabo lo ignoró, porque estaba haciendo lo correcto, porque así le quitaba de encima una molestia a su amado. Su Horacio no podía vivir con alguien tan asqueroso a su alrededor, y como si le estuviera haciendo un favor, usó sus mejores cartas para traer hacia él a aquel sujeto y ponerle fin a su maldita mierda de actitud hacia su pareja.

Si existía un problema había que arrancarlo de raíz, más con alguien tan terco, que le dejó hecho un desastre su chaqueta favorita con su repugnante sangre. Secó sus manos con una toalla, yendo a su habitación para coger un cambio, y empacando un par más en una mochila.
De repente su corazón se agitó, sus latidos resonaron al punto de que sintió que le faltaba el aire. Se apoyó en la pared; no era nada, solo tenía que respirar con calma y seguir con lo que estaba haciendo.

Terminó de guardar ropa, y buscó más cosas que podrían ser importantes, como otras que necesitaba como su teléfono, billetera y las llaves de la casa. Cerró cada una de las puertas al igual que las ventanas, revisando que todo se viera en su lugar. Llegó a la entrada, tomó las llaves de su auto y puso la mochila que cargaba en el asiento de al lado, pues con el invitado atrás no podía colocarla ahí.

Condujo unos minutos, en silencio, solo con el viento sacudiendo los árboles al lado de la carretera y los animales que estaban despiertos todavía. No tardó mucho en llegar a la costa; se estacionó entre la maleza y se acomodó su pasamontañas, ajustando sus guantes. Salió de el auto, yendo a la puerta de atrás y con todas sus fuerzas jaló desde sus tobillos cubiertos por plástico negro, sacando el cuerpo inerte de ahí y con el mismo ritmo le arrastró hasta la orilla, en donde el oleaje golpeaba con agresividad, una que presagiaba el mal clima que se vendría.

Descansó un segundo, tomando aire, viendo como el agua pasaba por debajo de el bulto en el suelo. Cansado de agacharse, usó sus pies, pateando y empujando con ellos, sacando también con ello la poca ira contenida que tenía aún.
El cuerpo pronto llegó a un punto en el que la marea se encargaría de llevarselo, quizás a donde fuera casi imposible encontrarle, no lo sabría con seguridad hasta que pasaran los días.

Regresó a su auto, encendiendolo y saliendo de ahí con precaución; lo siguiente que quería hacer era ir a un almacén que tenía fichado para quemar las cosas que había utilizado, por si le investigaban como sospechoso, al menos fuera tardado.
Pero tenía la urgencia de ir a verle, tomar su mano y apreciarle de cerca, porque de repente su corazón se encontraba inquieto, y Horacio era lo único que le hacía calmarse, con la tranquilidad y seguridad que le despertaba ya se había vuelto su refugio cuando todo se salía de control.

Sopesó ambas opciones, decidiendo hacer lo del almacén rápido, pues no aguantaba más tiempo sin sentir a su pareja cerca. El cielo era tan oscuro, casi abrumador para su desordenado pensar.
Su visión se volvió borrosa, y su garganta se sintió apretarse, ¿acaso era él que volvía para depurar sus pecados?; no, todavía era muy pronto. Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, frías e incontrolables como las palabras que murmuraban en sus oídos cuando detonó aquella arma. Sus nudillos dolieron de nuevo cuando apretó el volante, limpiándose con la rasposa tela de la chaqueta que había tomado en remplazo a la otra.

Lo iban atrapar, todo iba a romperse, y lo alejarían de su lado.

No podía arrepentirse, no quería arrepentirse, porque todo lo hizo por él, y lo volvería a hacer sin dudarlo.

¿Entonces Horacio apreciaría su gesto?, ¿sería capaz de hacer lo mismo por él?; se amaban, y por amor separarías aguas y montañas. En todo el recorrido siguiente, aquella voz le calmó, dándole la razón con falsa sinceridad, queriendo mantenerlo a raya para que la angustia y dudas no salieran a flote.

— ¿Gustabo? — Murmuró, preocupado por su cara perturbada y por su ropa que se veía desarreglada, acercándose a él en cuanto abrió la puerta, y acunando su rostro con cariño preguntó: — ¿Qué te pasó?, ¿te peleaste? —

Negó, acariciando su mano.
El hedor de estas pronto fue captado por el teñido. Aguantó la respiración, tratando de mantener la calma.

— ¿Q-Qué hiciste? —

Sus ojos se encontraron.
Un par precioso, verde y café que podía apreciar toda la vida, brillantes y gloriosos. Mientras que los zafiros del más bajo eran apagados, sin muestra alguna de sentimientos, como si la poca vivacidad en ellos hubiera desaparecido de la nada.
Su querido Gustabo, sabía de lo que era capaz, sabía de donde venía ese olor porque más de una vez lo olió en sus ropas con las incontables heridas que tuvo y sabía que la sonrisa que se estaba dibujando en sus labios no era realmente suya.

— ¿De verdad quieres saber, Horacio? —

Un estremecimiento recorrió su espalda, y las manos le temblaron levemente, cosa que lo hizo sonreír con gracia. Quiso dar un paso hacia atrás, pero el rubio le siguió con cautela y suavidad. Bajo sus ojos la cara aterrorizada de su novio era más hermosa que la sangre que pudiera escurrir en sus manos.
Sus pies tropezaron entre sí, mandándolo al suelo.
Gustabo rió, cerrando la puerta atrás de sí; disfrutaría de sus gritos y lloriqueos, porque él sí sabía que pensaría Horacio de lo que hicieron, y estaba extasiado por ver sus lágrimas caer y ver su cuerpo deshacerse bajo su atenta mirada.

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