00 | princess' freedom





PRÓLOGO
LA LIBERTAD
DE LA PRINCESA











El gris nunca fue mi color favorito.

Incluso antes de que se convirtiera en lo único que veía al acostarme, pero tal vez esa era la razón por la cual lo detestaba aún más. Y por la que, al igual que las otras veces, me giré hasta reposar de lado, para así evitar observar el techo sobre mí.

Fruncí el ceño. ¿Por qué esta vez no estaba funcionando?

Cerré los ojos. Puse mi mayor esfuerzo en pensar en cualquier otra cosa, y el día anterior pareció ser la elección perfecta. El rostro de mi madre aparece en mi mente, y casi de una manera inconsciente, mi mano se aferra a mi cabello tejido en una trenza.

Siempre me había encantado que me peinara, porque sus manos eran suaves y sus movimientos tan delicados como ella misma. Y a ella también parecía gustarle, porque mientras tejía mi cabello me contaba historias: desde cuentos de hadas hasta anécdotas de su juventud. Cambiaban a medida que iba creciendo, pero, por supuesto, mis favoritas siempre serían las primeras.

Esa ocasión, sin embargo, el momento estuvo cargado de algo nuevo: silencio. No entendía por qué, y recapitulaba una y otra vez su actitud al momento en que atravesó la puerta para saludarme, solo para recordar su habitual sonrisa y, realmente, nada extraño. Probé girar un poco la cabeza para observarla por el rabillo del ojo, pero era inútil, pues si alcanzaba apenas a ver un poco, era completa neutralidad y enfoque en trenzar y trenzar.

Pero había algo. Sabía que no estaba delirando, pues tal como no podía verlo, tampoco podía oírlo.

—¿Está todo bien, mamá? —me atreví a averiguar.

Sus dedos pararon un segundo, tal vez sorprendidos, y al siguiente reanudó su tarea como si nada.

—Claro que sí —afirmó, luego de aclararse la garganta—. ¿Por qué no lo estaría?

Pero era inútil tratar de ocultarlo más, pues ya me lo había confirmado.

Sentí el tejido caer sobre mi espalda, y supe que esa era mi oportunidad para verla a la cara. Me levanté del suelo, y volví a su lado sobre mi incómoda cama.

—¿Por qué siento que hay algo que no me estás diciendo?

Busqué su mirada, mientras la suya me rehuía. Entonces observé su mandíbula temblar, antes de que sus labios se separaran. Una débil sonrisa adornó sus delgados labios.

—No es nada. De verdad —me asegura, pero sus ojos me dicen otra cosa cuando se atreven a mostrarse; algo que me es difícil descifrar. Como si fueran ventanas empañadas, en las que tengo que esforzarme para ver a través.

Y cuando más cerca me siento, ella les coloca cortinas. Pone sus manos en mis hombros y me pega hacia su cuerpo.

—Ven aquí.

Accedo a abrazarla, porque extrañaba su calidez y consuelo, pero ni siquiera sus caricias en mi cabello pueden hacerme ignorar la inquietud que se ha instalado en mi pecho. Ella sabía algo que yo no, y esa incertidumbre me atormentó la noche entera desde el momento en que nos despedimos. Y hasta ahora.

Pero por más que me he devanado los sesos tratando de averiguarlo, no me siento cerca de saber ni un poco.

Suelto un bufido, frustrada. Abro los ojos y me enderezo sobre el rígido colchón. No quisiera pensar más en ello, pero como mi cerebro no encuentra alguna otra fuente de entretenimiento, no puedo reprocharle el interés.

De pronto, es el sonido de la puerta el que me hace pegar un brinco fuera de mis pensamientos. Mi cerebro encuentra por fin algo de su interés, y más aún, de preocupación.

La puerta metálica queda completamente abierta, revelando a un guardia al otro lado.

—Ponte contra la pared —ordena, su voz fría y autoritaria.

Mis latidos se aceleran.

Mi tiempo ha llegado.

Como si de una máquina se tratara, mi mente empieza a atar cabos. ¿Será esto lo que tanto preocupaba a mi mamá? Ella sabía que mi final estaba cerca. No podía hacer nada para evitarlo. Eso significaba que él tampoco.

Estaba tan atónita que no me opuse a las instrucciones del guardia. Me puse de pie y caminé hasta estar frente a la pared, sintiendo mi respiración cada vez más rápida y superficial.

El guardia se acercó y me colocó un brazalete en la muñeca, para después empujarme fuera de la celda. No emití queja, ni sonido alguno, durante el proceso.

Hasta que lo ví.

De pie, con las manos tras su espalda, me observaba mi padre. Su rostro era una máscara de emociones contenidas.

—No tuve otra opción —fue lo único que dijo, evitando que sus ojos se encontraran con los míos.

Y sus palabras fueron lo último que necesité para confirmar mis sospechas: mi final había llegado. Después de dos años, ningún privilegio podría evitar que la justicia del Arca cayera sobre mí. Ya era tiempo, después de todo.

Me sentía como un completo torbellino de emociones, incapaz de hallar una sola que encapsulara lo que sentía justo ahora.

Tenía miedo, no iba a mentir. Me iban a flotar. Iba a morir.

Sentía mucha tristeza, ¿por qué tenía que acabar así, sin despedirme de las personas que amaba?

Sentía rabia: yo no fui la que sellé mi destino, y había sido encarcelada sin más, sin oportunidad alguna de luchar.

Recordé las palabras de mi padre en todo momento mientras el guardia me arrastraba con él. Odié que su cara se sintiera como lo último que recordaría, así que me esforcé en concentrarme en otra cosa. ¿Pero en qué? ¿En qué se supone que debes pensar antes de morir? ¿Acaso debes elegirlo?

Sin embargo, para el momento en que doblamos una esquina, ni mi padre, ni la idea de morir, fueron mis mayores preocupaciones.

De repente estaba rodeada de personas, jóvenes como yo, probablemente delincuentes, que de igual manera eran escoltados por guardias, que nos hacían colocarnos en largas filas.

No entendía nada. ¿Acaso a ellos también los flotarían?

Miré a mi alrededor en busca de respuestas, pero la única que obtuve, cuando la fila hubo avanzado lo suficiente como para permitirme verla, me dejó aún más desconcertada que antes.

Una nave.

Nos estaban llevando hacia una nave.

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