CAPÍTULO SIETE

[ THE NEW WOMAN ]

CAPÍTULO SIETE

❛le daba tanto miedo querer y dejarse querer❜


    EL FRÍO DE LA NOCHE me golpeó el rostro en cuanto salí de la torre. No sabía qué hora era, pero la madrugada estaba presente entre las calles vacías de la ciudad. No había nadie, ni un coche transitando las carreteras, ni un perro callejero. Ni siquiera los menos afortunados se cobijaban en esta noche tan helada y solitaria. Tan solo me encontraba yo y los semáforos que cambiaban de color ante una población fantasma.

Me sentí completamente estúpida una vez que pisé la calle, preguntándome en mi fuero interno qué intentaba conseguir huyendo de la habitación como si fuera una presidiaria en peligro por la pena de muerte. Lo había tenido claro mientras bajaba por el ascensor, habiendo ignorado los gritos de mis compañeros; pero ahora cualquier plan se había disipado.

Sola y bajo un manto oscuro de inexistentes estrellas, caminé con un anorak y un chándal viejo que había estado usando de pijama. No quería imaginar las pintas que llevaba, así que me limité a ignorar el reflejo que me devolvía cualquier escaparate o espejo por el que pasaba.

Me encontraba pensando, no en el sueño o pesadilla anterior, sino en Peggy. Mis pensamientos se dirigieron automáticamente en ella. Era tarde para que el hospital recibiera visitas, ni siquiera me dejarían estar fuera de su habitación. Seguramente me mandarían a casa o acabarían llamando a seguridad, lo cual encarrilaría tener que encontrarme de nuevo con Steve y el resto.

No sabía cómo iba a mirarlo a la cara después del anterior episodio. Tenía miedo. No de él, sino de mí misma. Mi propia mente estaba jugando conmigo, estaba haciéndome creer que una persona como Steve podía llegar a ser como Rumlow, y eso era prácticamente imposible. Las alucinaciones estaban desequilibrándome mentalmente y ya no estaba poniéndome en peligro a mí misma, sino a los de mi entorno. Había herido a Steve, por el amor de Dios. Y no era la primera vez que sucedía.

No entendía por qué esto estaba afectándome tanto, porque Wanda Maximoff había hecho de mi cabeza un nuevo infierno para mis antiguos demonios. Tony también había visto algo, a él le había hecho pasar por lo mismo. ¿Pero por qué yo estaba tan tocada de la cabeza?

Estaba volviéndome loca. Loca de remate.

Tan loca que ni siquiera recordaba cómo ni cuánto había tardado en llegar al hospital y cruzar las puertas de éste pasando desapercibida. La planta en la que se encontraba Peggy normalmente estaría siendo vigilado por algún guardia de seguridad o inclusive por los propios enfermeros de dicho turno, pero no había nadie, por lo que tuve vía completamente librea la habitación de mi hermana.

No hice ruido al entrar, pues sabía que dormiría. Me senté en la butaca contigua a su cama, donde yacía con los ojos cerrados y el cabello blanco esparcido por la almohada. La poca luz nocturna que entraba desde la ventaba convertía sus hebras en ríos de plata. La miré, deseando retroceder aunque fueran treinta años en el tiempo. La habría encontrado cuerda, consciente de su entorno, con la memoria fresca y la vitalidad por la que siempre se le había caracterizado. Treinta años atrás, pero estando yo con ella, como si nada me hubiera ocurrido. Treinta años atrás y podríamos estar hablando juntas, fueran las tres de la mañana o las cinco de la tarde. Treinta años atrás, santo cielo, qué daría yo por poder ir treinta años atrás.

Su mano colgaba del borde de la cama, y con cierto miedo, la cogí. Temí que despertara sin recordar mi cara, mi nombre, sin que se recordara a sí misma, pero su sueño siguió impasible. Y por un momento la envidié. Deseé que la memoria se me nublara, aunque solo fuera por momentos, y todos los demonios de antaño desaparecieran.

Mi mano tembló ante el mínimo recuerdo que mi cabeza enviaba, por lo que despejé la mente y me centré en la piel arrugada y manchada por la edad de Peggy. Me pregunté cómo reaccionaría al despertar, al verme a su lado. Si sabría quién soy, si le podría contar lo que estaba ocurriendo conmigo. Me pregunté si la Peggy de la mañana siguiente sería la misma de antaño o aquella anciana que me recibió entre lágrimas al veme por primera vez en setenta años. Tenía miedo, tenía mucho miedo de que se olvidara completamente de mí.

Así que cerré los ojos, calmando mi respiración ahora levemente agitada, tratando de controlar los nervios en mi estómago, la aridez en mi garganta. Tenía muchas preguntas corriendo y revoloteando por mi mente, qué me depararía al día siguiente cuando tuviera que volver a la torre, pero estaba tan cansada de seguir pensando que me obligué a ser egoísta y a repetirme lo bien que estaba durmiendo cogida de la mano de mi hermana.

Cuando desperté mi mano seguía unida a la de Peggy, que desde su cama, me miraba. Sus párpados caían en pliegues sobre sus ojos, pero estos estaban lo suficientemente abiertos como para saber que me observaba. Me erguí incómoda sobre el sillón, sintiendo los músculos engarrotados y los muelles del mueble crujir ante mi peso, confundiéndome por un momento por si se había tratado de mis propios huesos.

Intenté tragar saliva, humedecerme los labios, pero tenía la garganta totalmente seca. Miré de nuevo mi mano unida a la de ella, y con miedo, la solté, pensando que se pondría a gritar y a delatar mi presencia como una extraña.

─¿Qué estás haciendo aquí tan temprano? -se limitó a preguntar, sorprendiéndome. Me quedé callada, no solo por no saber qué decir, sino porque no podía- Sharon, son las seis de la mañana.

─¿Estás aquí? -inquirí.

La pregunta sonó estúpida al formularla en voz alta y por un momento pensé que para Peggy también había sido así, pero mi mirada y la suya se entendieron perfectamente. Sabía a lo que me refería. Su memoria estaba en el siglo XXI, en 2015, justo en esta habitación.

─Sí -asintió. Sonreí, aliviada y alegre de tenerla conmigo. Solté su mano, haciendo crujir los dedos de la mía- ¿Y bien? ¿Cómo te han dejado entrar a estas horas? Ni siquiera es horario de visitas.

─Llegué anoche -respondí rascándome la nuca, volviéndome a erguir sobre el sillón y estirando la espalda como un gato.

─¿Anoche? Pero, ¿cómo?

─Es una larga historia -dije negando con la cabeza.

─Tengo tiempo.

Entendió el otro lado de sus palabras, ella misma sabía que aunque quisiera no tendría todo el tiempo que quisiera tener, que de un momento a otro podría olvidarse incluso de con quién estaba hablando. Y por eso tampoco quería contarle nada, preocuparle por mis cosas. Ella sabía por lo que había pasado, por lo que Hydra me había hecho, pero no sabía la mella que habían dejado en mi interior.

No quería hacerlo, no quería contárselo más que nada para no pasarle a ella mi propio tormento. El peso de mis demonios era mío y de nadie más, no quería que nadie cargara con mis tormentos. Pero en ese momento, en ese preciso instante estaba ante mi hermana Peggy, la que me había escuchado llorar y quejarme durante horas cuando ambas éramos más jóvenes. Quizá debía aprovechar el tiempo que tuviera, el tiempo que le quedaba a la Peggy cuerda de antes.

Me escuchó. En algunas ocasiones creía que la perdía, su mirada en blanco me asustaba, pero pronto volvía a asentir con la cabeza, a aferrar más mi mano a la suya, a sonreírme.

─No sé si le tengo más miedo a mis recuerdos o a lo que éstos pueden provocar en mí -terminé diciéndole, dejando escapar un sonoro suspiro- Steve solo quiere ayudarme y yo no hago más que herirle y alejarlo más de mí.

─Sé que no es fácil, pero debes aprender a racionar tus miedos -contestó- Sabes que no son reales, pero que están ahí. Haz como has hecho siempre, traga saliva y sigue adelante. No dejes que el pánico te domine.

─Peggy, parecen tan reales -le insistí, haciéndole saber que no era cuestión de controlarme o no.

─Pero tú sabes que Steve no es Rumlow -dijo- Él nunca te tocaría de la misma forma en que esa escoria lo hizo. Steve no te haría daño.

─Lo sé.

─¿Entonces por qué te dejas llevar por el miedo? -inquirió- ¿Por qué lo admites delante de mí pero con Steve te alejas?

─Tengo miedo de volver a hacerle daño.

─Algún día ese miedo se irá, pero no si sigues huyendo de él. Hay que afrontarse a ellos.

─Ya me enfrenté a Rumlow -le recordé- Casi pudo conmigo.

─Pero no te enfrentaste a lo que éste quiso hacer de ti -añadió- ¿Quieres seguir siendo como un pañuelo sucio y tirado? Porque así es como él quería que te sintieras. Sucia, utilizada, rota.

Sus palabras, temblorosas y en un agudo susurro, hicieron mella en mí. Calaron tanto como sus constantes caricias en mis manos, como su mirada acuosa y por momentos perdida.

─Deja que la gente te ayude.

Le sonreí. Sabía que tenía razón y quizá esas no habían sido las mismas palabras, pero yo de un modo u otro me las había empleado mentalmente. Tenía que afrontar mis miedos, aún si mis miedos era tener miedo. Porque sí, le tenía miedo al miedo. Tenía miedo de lo que éste podía hacer de mí. Y debía enfrentarme a ellos.

Besé las manos ásperas de Peggy y de nuevo su mirada volvió a perderse más allá de mi rostro.

─¿Sharon? -preguntó en un hilo de voz, abriendo los ojos sorprendida, con una sonrisa surcando de sus labios agrietados- ¿Qué haces aquí? ¡Es temprano!

─He venido a ver a mi chica favorita -contesté guiñándole un ojo.

─Pero los guardias te echarán -dijo en un divertido susurro, tratando de no delatarme- No es horario de visitas.

─Los echaremos -le dije entre risas, sintiendo como los ojos empezaban a humedecérseme.

─Oh, Sharon -rio, dejando caer la cabeza en la almohada, negando como una madre hace ante una locura de sus hijos- Sharon.

Respondí a sus carcajadas, inclinándome hacia ella y besando de nuevo su mano. Sus ojos se centraron en los míos, al límite de las lágrimas, las cuales acabaron rodando y cayendo en mi sonrisa.

Ahora el tiempo lo tenía yo para ella.

ººº


Volver a la torre se sintió tener que acudir a tu madre cuando anteriormente le habías perjurado que no la necesitabas para nada. Estaba avergonzada por el espectáculo que llevaba montando las últimas noches y temía mirar a la cara a Steve después de haberle hecho tanto daño. No me merecía lo que estaba pasándome, pero él tampoco. Una parte de mí se sintió aliviada al no toparme con él al llegar, aunque la culpabilidad se cernió sobre mí al oír las palabras de mis compañeros.

─Se volvió loco -explicó Romanoff- Completamente. Tuvimos que obligarlo a quedarse, no sabíamos dónde habías ido así que era una estupidez que saliera en su estado a buscarte.

─Es el Capitán América, pero sigue siendo un hombre con corazón -dijo de pronto Thor, tomándome completamente desprevenida.

─¿Dónde está? -inquirí empezándome a preocupar, la culpa carcomiéndome.

─Con Wilson -respondió Tony- Necesitaba despejarse.

Su contestación no produjo la reacción que esperaba. No me alivié en absoluto, pues lo que ellos entendían por despejarse para Steve era quebrarse la cabeza en un intento por encontrar a Barnes. No es como si estuviera discriminándolo, pero esto era típico en Steve. Siempre le sumaba uno más a sus noventa y nueve problemas. Yo era los noventa y nueve, seguramente. Quería llamarlo, pedirle que viniera y arreglar las cosas, explicarle cómo me sentía y jurarle que iba a cambiar, no solo por mí, sino por él; pero no podía obligarle ni exigirle nada después de todo. Necesitaba su espacio y yo le estaba coaccionado la poca libertad que tenía.

─Oídme -los llamé- Sé que no tengo derecho a pediros nada, pero si Steve apareciese por aquí decidle que estaré en el gimnasio.

Ninguno respondió, ninguno asintió. Supuse que estaban demasiado confundidos con mi comportamiento. Todo parecía estar bien conmigo hasta que de pronto llegaba la noche y me convertía en una completa extraña, en una histérica. Les atacaba, les gritaba y salía huyendo para desaparecer durante horas y luego volver sin dar explicaciones y como si nada hubiese ocurrido.

Sí, yo estaría igual que ellos. Tampoco les estaba explicando realmente lo que ocurría. Debían tener una idea en mente, terrores nocturnos, pesadillas; pero no se acercaban a la mitad de la realidad.

Quizá hacía falta una charla en grupo, una reunión para sincerarnos. Necesitaba eso, abrirme, hablar. Sabía que una vez que lo hiciese todo sería más fácil; pero como siempre, una cosa es pensarlo y otra hacerlo. Me conocía de sobras, o al menos eso creía hacer, pero en esto estaba segura: por mucho que quisiera y deseara, nunca podría abrirme a esa gente.

Steve era el único que realmente merecía conocer mis demonios. Se merecía que los enfrentara con él y por él. Y por mí.

Me cambié la ropa de la noche anterior, me recogí el cabello y me dirigí al gimnasio, donde empecé a golpear los sacos de boxeo al mismo tiempo que repetía las palabras de Peggy en mi mente. Cuánta más cuenta me daba que tenía razón, más fuerte golpeaba. Cuánta más cuenta me daba que no sabía si sería capaz de afrontarme a mis miedos, más se impulsaba el saco de boxeo.

Steve no era Rumlow. Las manos de Steve no eran las de Rumlow. La voz de Steve no era la de Rumlow. Steve no era Rumlow. Y lo quería, lo quería tanto... tanto que me daba miedo. Cada vez que intentaba acercarme a Steve, más me alejaba, y todo por no querer darme cuenta que Steve no era Rumlow. Nunca lo sería, eso era un hecho. Nunca me tocaría como él lo hizo. Nunca me miraría como él lo hizo. Nunca me hablaría como él lo hizo. Él nunca podría hacer nada, ni siquiera la mitad, de lo que Rumlow me hizo. El daño ya estaba hecho y aunque dependiera de mí acabar con él, sabía que no podía sola.

Quería dejar de temerle, quería dejar de confundirlo con él, quería dejar de obligarme a no sentir.

Quería querer, querer sin miedo; quería que me quisieran sin miedo a tenerles yo miedo. No quería miedo, lo quería a él, a Steve. Quería abrazarlo y besarlo y sentirlo y amarlo. Y quería y quería tanto, con tanta fuerza, con tanta rabia, con tanto miedo.

El chasquido de las arandelas al romperse me devolvió a la realidad. El saco de boxeo yacía a unos metros de mí, abierto en canal y con la arena esparcida por doquier. Me limpié el sudor con el dorso de la mano enguantada, jadeando y sintiendo el pecho explotar como una bomba de relojería. Los nudillos me palpitaban con dolor, así que me quité los guantes y retiré el vendado de ellos, topándome con la piel enrojecida y ligeramente herida.

No dolía tanto como el miedo a querer.

Hoy iba a quererle. Hoy y mañana y el otro y el siguiente. Le iba a querer como le quería antes, antes de todo esto, antes de ser quien soy.

Las manecillas del reloj indicaban que las horas habían pasado y que Steve aún no había llegado o simplemente no había acudido al gimnasio tal y como les había pedido a mis compañeros que hicieran. Recogí mis pertenencias y me dirigí a la habitación, deseando toparme a Steve ahí, pero de nuevo, me encontraba sola.

Estaba empezando a preocuparme de verdad. A preocuparme por haberle herido de verdad, a haberle espantado, a haberse rendido conmigo justo cuando menos quería que lo hiciera. Lo necesitaba y lo quería a mi lado ahora más que nunca. No podía apartarlo cuando la única manera de sanar era estando a mi lado.

La ducha no me sentó tan bien como esperaba. En lugar de apaciguar mis nervios los incrementó, por lo que cuando me senté en la cama a esperar a que pasaran las horas me dediqué a acabar con las pocas uñas que había dejado crecer. Habría empezado a mordisquearlas hasta hacerlas sangrar de no fuera por el ruido de la puerta abriéndose.

Me levanté de golpe, topándome por fin con Steve.

Él me miró, me miró como aquella vez en la que intentaba huir de Shield, siendo rodeada por sus agentes y apuntada por sus respectivas armas. Me miró con miedo y amor, con alivio y temor. Me miró pidiendo ayuda y ofreciendo la suya. Me miró con tanto dolor y con tanto cariño que no supe si llorar por él o por mí.

─Lo siento -me adelanté a decir tratando de que aquellas dos simples palabras no sonaran tan rotas como parecía estar yo por dentro- Lo siento muchísimo.

Steve no respondió, su silencio fue una bala atravesándome el pecho. Se deshizo de la chaqueta, dejándola colgada en el respaldo del sillón. Me miró durante el proceso, como si no se creyera que estaba ahí, que había vuelto, que era real. Sus ojos brillaban, pero por el cansancio. Dos bolsas oscuras e hinchadas pesaban bajo sus orbes azuladas. Se rascó la barbilla y el ruido de una barba incipiente me advirtió que aquella mañana no se había afeitado. Se quedó de pie delante del sillón, no sabiendo si sentarse o seguir erguido, mirándome detenidamente.

─¿Dónde has estado? -preguntó de pronto, su voz sonando roca.

─En el hospital -su rostro se contrajo en una mueca de alerta, por lo que me apresuré en especificar- con Peggy.

Suspiró.

─Estaba preocupado -dijo.

Algo en mi pecho se contrajo, se contuvo y dejó de latir. Era mi corazón, que culpable murió en ese instante. Qué egoísta era, qué cobarde me sentía. Huyendo del hombre que me amaba por miedo a otro hombre que en ese momento ni era real. Tragué saliva, sintiéndose endurecer la garganta por el doloroso nudo que se había instaurado en ella. Bajé la vista, encontrándome sin querer con su mano vendada, la que yo misma me había encargado de electrizar. Cómo pesaba la culpa y cómo pesaba el querer quererle.

─Lo siento -empecé de nuevo- Por todo.

Su silencio gritó que continuara, que me acercara, que me abriera, que fuera yo: herida, culpable, avergonzada y asustada.

Contempló mis pasos, mi nerviosismo, mis manos temblar. Y no se movió.

─Siento tenerte miedo cuando nunca has hecho nada por merecértelo -susurré, evitando a toda costa mirarlo a la cara- Y por apartarte cuando lo único que quieres es ayudarme. Y por hacerte daño... en todos los sentidos.

Más silencio. Alcé la mirada, armándome de valor. Sus playas quemaban. Las olas de sus ojos eran océanos enfurecidos, clamaban respuestas, clamaban explicaciones, clamaban calma. Quería poder respirar a mi lado, tranquilo, sin temor, sin inquietudes.

─Lo he intentado -sollocé rindiéndome, dejando escapar las quebraduras de mi voz- He intentado arreglarme y me he dado cuenta que yo sola no puedo.

Abrió la boca. No dijo nada. Calló.

─Por favor no te rindas conmigo -le pedí, cerrando los ojos y apretándolos fuerte, fuerte, fuerte y evitar llorar- Ayúdame.

El silencio siguió sin romperse, pero sus manos se encontraron con las mías. Primero inseguras, reticentes a dejarme tocar; después seguras, cariñosas y piadosas. Me miró y lo dijo todo. Me gritó que me ayudaría, que me arreglaría, no porque fuera una inútil sino porque necesitaba parte de su ayuda. Estábamos juntos en todo, seguíamos juntos en esto, ¿no?

─Prométeme que no volverás a irte así.

No fueron sus palabras las que me lo suplicaron, sino sus ojos.

─Te lo prometo.

En ese instante no solo le prometí no abandonarlo de esa forma, despreciarle y temerle como si fuera un asesino, un violador... En ese momento prometí confiar en él, confiar en mí en no tenerle miedo, confiar en dejar de estar rota; prometí quererle y dejarme querer por sus labios, por sus ojos, por sus brazos, por sus palabras, no por las que temía confundir con Rumlow. Prometí dejarme llevar por él y no por el miedo. Él me prometió no rendirse conmigo y yo le prometí no rendirme con nosotros.

Apretó sus manos contra las mías y yo llevé ambas a mi mejilla, sintiendo el calor reconfortante de las suyas, la aspereza de la venda y los dedos tembloroso que no terminaba de saber si eran los míos o los de él. Cerré los ojos, sintiendo la proximidad de Steve, su pecho cortando la distancia, sus manos ahuecando ahora mi rostro, buscando mi mirada. La encontré y me encontré a mí misma en sus ojos.

Y lo quise, lo quise tanto en ese momento. Sin miedo, sin miedo a tenerle miedo. Lo quise con todo lo que le quería antes de romperme y con todo lo que le querría al arreglarme.

Lo besé. Lo besé porque tenía que empezar a dejarme llevar, a hacer desaparecer los demonios, las pesadillas. Lo abracé y dejé que me rodeara con sus brazos, dejé que sus manos tocaran mi piel. Cerré los ojos con fuerza como si así no pudiera ver las manos de Rumlow posarse por encima de mí. Cerré los ojos para no confundir la respiración de Steve con la agitada de Rumlow. Cerré los ojos para hacerlo desaparecer.

Me detuve, apartándome ligeramente de él. Me sentía sucia porque estaba besándolo para superar a Rumlow y no por besar realmente a Steve. Lo miré. Había abierto los ojos al sentir que ya no lo besaba. El azul en él brilló, brilló como la primera vez que lo besé hace más de setenta años, brilló como la primera vez que me vio al despertar en su apartamento, brilló como si de verdad estuviera viva. Y aquello me hizo sentir viva, por él, por mí y por nosotros.


─No voy a rendirme, Sharon -comentó de pronto, ahuecando mi nuca, haciendo que lo mirara- No voy a rendirme contigo.

Lo quise de nuevo y quise quererlo una vez más.

Volví a depositar mis labios sobre los suyos, no como antes, sino como nunca antes lo había hecho. Sentí la necesidad de los últimos días, sentí el cariño que le debía y que no había podido darle, sentí la comprensión que tenía sobre mí, sentí su amor y sentí el amor que le quería dar. Rodeé su cuello con mis brazos, alzándome contra su cuerpo, notando que ya no tocaba el suelo ya que sus brazos me retenían contra él. Algo nuevo me recorrió, algo que llevaba buscando hacía mucho tiempo: la libertad de quererlo.

Lo besé y me besó y dejé que nos besáramos. No pensé en otra cosa que en lo bien que me sentía y ya no tenía ni a Rumlow en mente. Ya no lo besaba por superar mis miedos, por querer hacer desaparecer el infierno de mi mente; lo besaba porque quería quererlo y dejarme querer.

Lo abracé y él me abrazó de la misma forma que nos abrazaron las sábanas al caer en la cama.

Y se detuvo. Se detuvo con el miedo en la cara, con la culpa y la preocupación.

─Sharon, no tenemos que hacer esto -dijo de pronto, apartando su rostro del mío unos ligeros centímetros, haciendo fuerza con los brazos- Tú...

─Yo...

Lo corté, me corté a mí misma, buscando su cara con mis dedos, acercándola a mí. Mantuvo la distancia, la poca que quedaba entre mis labios y los suyos.

─Ya no quiero tener miedo.

Selló mi promesa, mi objetivo, mi deseo. La selló con un beso, con dos, con otro más. Con un beso más lento, más rápido; con besos cargados de nervios, de amor, con besos que sabían a nuevos y a primeros, con más besos de amor.

Me besó y lo besé y nos besamos y en ese momento no tuve miedo. No tuve miedo cuando me acarició la piel desnuda y no tuve miedo al querer acariciarle la piel a él. No tuve miedo cuando su respiración agitó mi cuello. No tuve miedo cuando se posó en mí, cuando me abrazó y me besó y me susurró que me quería. Me quería y yo quería que me quisiera al igual que quería quererlo.

Lo quería y lo quería sin miedo.

Así, ahora y para siempre.

Me miró, unas gotas de sudor perlaban su frente, y entre besos se las aparté. Me rodeó el pecho con fuerza, reteniendo mi espalda al suyo. Me giré a mirarlo, pero su barbilla ahuecó la curva de mi cuello, y lo besé de nuevo. Arqueé el brazo hacia atrás, buscando su hombro. Su pecho latía en mi espalda. Lo acaricié, me besó y lo acaricié otra vez.

─Ya no quiero tener miedo -le dije en un susurro antes de cerrar los ojos.

Ni ahora, ni más tarde, ni nunca.


___________

[ sin editar ]

estoy temblando y llorando y sonriendo como una idiota porque este ha sido el capítulo que más he odiado y a la vez amado de escribir. es con el que me encallé durante dos meses y con el que por fin dejo liberar una nueva sharon.

no es de lo mejor que he hecho, no sé, no me siento muy segura de haberlo escrito bien, de haber reflejado todo lo que sharon guarda, teme y desea, pero no sé por qué igual siento que estoy orgullosa de haberlo escrito.

en serio os pido mil perdones por todo lo que he tardado, por no responder comentarios y por no ponerme cien por cien escribiendo, pero jamás de los jamases os abandonaré. ni yo ni sharon.

os quiero muchísimo, me siento súper agradecida de tener lectorxs como vosotrxs y de sentir este amor tan grande por sharon. 

muchos besos, muchísimos, casi o más de los que sharon y steve se han dado.

nos vemos pronto.

sharon a la mañana siguiente de tener fondue

pd: happy bday a la bebita de gemma que hoy hace 31 añitos.

-mina vega

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