X

¿En dónde quedaba Mana? Esa pregunta se quedó estancada en su cabeza aun cuando ya habían entrado al palacio y estaban sentados cara a cara con la Princesa en una especie de vestíbulo.

Quienes habían estado hablando hasta ese momento eran Mahad y Mana, dando un resumen de todo lo que había sucedido y de lo que probablemente estaba a punto de suceder.

Al final, Teana asintió.

—Comprendo lo que dicen.

—Entonces, ¿ayudarás? —Mana se inquietó.

Teana le sonrió a Mana, pero lo miró a él cuando comenzó a decir:

—Me gustaría hacerlo, pero yo sola no puedo movilizar a un ejército, que destinado a la protección de mi reino, para la guerra de otro.

—No pedimos que sea toda tu gente —aportó Mahad —. Ni siquiera tienen que ser soldados.

—¿Eh? —la princesa pareció confundida.

—Uhm... Los sacerdotes Shada y Shimon están buscando apoyo en Egipto mismo —incluso Yūgi empezó a participar. Atem se sentía tan fuera de lugar —. Y estoy seguro de que mi madre, el sacerdote Karim y la sacerdotisa Isis están haciendo algo desde donde sea que estén.

—Así que... ¡Por favor, princesa! —Mana insistió —. No sabemos a quién más pedir ayuda. Tú dijiste que-...

Teana alzó una mano y Mana se detuvo. De hecho, fue un acto tan solemne y llamativo que fue imposible que no le prestaran atención.

Atem se preguntaba si, de haber sido criado de la misma manera, él podría hacer lo mismo. Mirar sus propias manos, mientras escuchaba discusiones políticas, sin duda no ayudaba en lo absoluto.

—No me malentiendan, por favor —dijo, entonces, la princesa —. No es que no quiera ayudar. No puedo. Mis padres son los reyes, no yo. Además-...

—Entonces aboga por nosotros, Teana.

Todos los pares de ojos lo miraron sorprendidos. Él mismo lo estaba. Pero quedándose en silencio no iba a resolver nada. Quería liberar a Nebet, ayudar a Mahad y Mana, vengar a sus verdaderos padres... Obtener el reino sería una consecuencia con la que tendría que vivir, estando preparado o no, Atem simplemente no podía quedarse callado y aceptar todo lo que viniera sin aportar nada a cambio.

Él era el dueño legítimo del Rompecabezas.

El verdadero Faraón.

Tenía que demostrarlo.

Aun cuando tuviera que dejar de lado sus sentimientos más profundos.

—Aboga por nosotros frente a tus padres, princesa Teana.

—Príncipe Atem...

La miró a los ojos, pero el sonido de pasos firmes y puertas abriéndose los interrumpieron.

—Espera, Teana-...

—¡Su majestad!

Tan pronto como aquella voz hizo eco en el lugar, tanto Mahad como Mana saltaron de sus asientos y se arrodillan con respeto.

A penas un segundo después, Yūgi hizo lo mismo, dándose cuenta de frente a quiénes estaban.

El rey y la reina de Dióminia habían ingresado a la habitación.

Sin embargo él no se arrodilló. Muy en el fondo de sus recuerdos, algo le decía que un Faraón jamás debía agachar la cabeza frente a alguien más.

—Oímos de los criados que habían visitas —comentó la mujer de elegante porte, hacia Teana —. No pensé que se tratase de la realeza de Egipto.

—¡Madre!

—Mahad, Mana, ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos encontramos aquí.

—Así es, Su Majestad, perdone la intromisión —saludó el sacerdote, aún sin levantarse. Mana asintió.

Entonces, la afilada mirada del rey se posó en él. Atem mentiría si dijera que no se sintió intimidado por tanta... majestuosidad.

Pero mantuvo la mirada, con los hombros firmes y la barbilla en alto, como su padre, Aknamkanon, alguna vez le había enseñado.

Pasaron varios segundos hasta que el Rey pareció notarlo.

—Por los Dioses, mis ojos me están engañando, ¿o acaso...?

—No, padre —Teana se acercó con pasos decididos y se ubicó a su lado —. Es él. El hijo de tu mejor amigo —luego sus ojos se desviaron hacia Yūgi —. O los hijos, debería decir.

Tan sorprendidos como estaban, los reyes de Dióminia miraron hacia la tercera persona arrodillada. Por sus miradas, Atem podía decir claramente que estaban anonadados.

El hombre se aclaró la garganta. Incluso los guardias no sabían qué hacer.

—Levanten la cabeza. Todos, continuaremos esto de manera oficial en la sala Real.

Justo cuando Mana y Mahad alzaron la vista, el Rey y la Reina dieron media vuelta y regresaron por donde vinieron. Yūgi, por otro lado, tardó un poco más en ponerse al día.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó.

Teana suspiró y le sonrió con tranquilidad.

—Querían la atención de los reyes... —miró por el pasadizo —. Pues ya la tienen.

Atem tragó saliva cuando todos empezaron a ir por delante de él. ¿Qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Rogar? ¿Ordenar?

Sintió un leve empujón en su espalda. Mana le sonrió.

—Solo di la verdad. Sé tú mismo, Príncipe.

—Mana...

No supo por qué, pero sus ojos verdes, llenos de afecto y cariño, lo ayudaron.

—Sé que es difícil. No perdamos la fe todavía —apoyó Mahad.

No perder la fe todavía. Atem se rió mentalmente de sí mismo. Recién comenzaba a saber lo que tenía que hacer, a envaletonarse por ello, no iba a perderla tan fácilmente.

Asintió.

—Vamos.

°°°

—Entiendo sobre la inminente guerra civil en Egipto, pero ¿por qué mi gente debería sacrificarse? —cuestionó el rey mirándolos desde lo alto de su trono —. ¿Por qué debería ayudarlos, cuando Egipto no parece tener verdaderos problemas? ¿Por qué no entregar el Rompecabezas y terminar con esto de una vez? Todo sería más sencillo.

La sala real era grande y bien decorada, en cada columna que sostenía al techo había un guardia, los criados esperaban pacientemente las órdenes desde la puerta, y los tres tronos; uno para el rey, otro para la reina y el último para la princesa, estaban en fila frente a ellos.

Mahad, Mana y Yūgi se habían detenido a un paso de él, por lo que era Atem quien ahora encaraba a los soberanos de Dióminia.

Tomó aire.

—Porque para el resto, Egipto puede no tener problemas, pero la realidad es otra. Estos diez años he estado viviendo como cualquier campesino. He trabajado y he sido testigo de las injusticias del actual Faraón, si es que se le puede llamar así. Los recursos, las ganancias, el 80%, si no más, va hacia las personas del abandonado pueblo de Kul Elna. Mi gente se muere de hambre, la mujer que me cuidó probablemente está siendo torturada, mis padres fueron asesinados... Sí, todo eso causó este Rompecabezas, pero... —alzó la vista del objeto milenario hacia los reyes —. Pero es por eso que debo ser yo quien solucione este problema. Me salvaron, más de una vez, es momento de que yo devuelva ese favor al pueblo que mi padre hizo crecer.

No supo si fue su imaginación, pero por un momento, sólo por un segundo, el rey pareció interesado.

—¿Y qué te hace creer que debes ser tú, y no el chico que es tu hermano de sangre?

Atem negó.

—Yūgi es mi hermano, sí, pero él no tiene el conocimiento que mi padre me dejó. Que, aunque pocos, sé que todavía están en mi mente y alma.

—Entonces demuéstralo —la reina se levantó de su asiento —. Demuestra los conocimientos que tu padre te dejó.

—¿Eh?

—Ten un duelo con el rey.

Mahad, por muy respetuoso que se mostraba, de pronto dejó su puesto para ponerse al frente de él.

Mana, por otro lado se ubicó a su lado y Yūgi a su espalda.

—¡Un momento, el príncipe no ha tenido el entrenamiento adecuado! ¡Su poder innato, junto al Rompecabezas del Milenio, podría-...!

—Respire tranquilo, Sacerdote Mahad —lo interrumpió el rey con una mano en alto y una mirada serena —. Sé lo peligrosa que es la magia. Yo pido un simple duelo de espadas.

—¿De espadas? —se le escapó a Yūgi. Atem comprendía su confusión, no había tocado nunca una espada de verdad.

—Si es como el príncipe dice, entonces recordarás aunque sea las posturas básicas que mi buen amigo Aknamkanon te enseñó cuando eras un infante —el rey se levantó de su trono, al instante dos criadas aparecieron para quitarle la capa —. Vamos a comprobarlo.

Atem tragó saliva cuando sintió la cálida mano de Mana apoyarse en su brazo. ¿Cómo habían llegado a eso? ¿Por qué espadas y no magia?

—Lleven ropa nueva a la habitación del Príncipe —ordenó Teana de pronto —y un arma.

—Princesa...

—Lo siento, Mana, es necesario —la interrumpió la princesa mientras se acercaba.

Observó a los cuatro con una sonrisa y luego lo miró directamente a los ojos.

—No te estreses. Siempre has sido mejor que yo. Tienen hasta el mediodía para estar listos.

Y dicho eso, la princesa continuó su propio camino.

Hubo varios segundos de inquietante silencio.

—¡Lo siento! —dijo entonces Mana —. Si no hubiese sugerido-...

—No es tu culpa —él le sonrió lo mejor que pudo con toda la incipiente preocupación en su interior —. Esto es solo el inicio.

—Sí... En algún momento iba a tener que usar una espada —apoyó Yūgi antes de suspirar —. Pero contra el mismísimo Rey, huh... Hermano, será mejor que seas cuidadoso.

Justo entonces, un criado apareció con una espada enfundada. Se acercó con torpeza y algo de miedo, el objeto seguramente pesaba, pero Atem no lo sintió cuando alzó el arma blanca.

—Eh... Todos esos días de llevar y traer canastas llenas de legumbres funcionaron —bromeó para aligerar el ambiente.

Mahad observó la espada con curiosidad. Medía alrededor de 90 centímetros, quizá, el mango era de oro decorado y tenía una extraña inscripción en egipcio.

—¿«El elegido»? —leyó Mana.

Atem parpadeó.

El Rey quería decirle algo.

°°°

Por más que los criados le llevaron alimentos, Mana se vio incapaz de comer aunque sea un bocado de pan sin temer vomitarlo. A las justas había podido cambiar sus ropas sin tropezarse.

Estaba nerviosa. Sus manos sudaban y sus labios se secaban, no podía quedarse quieta —aunque ese podría ser su estado natural —y ni siquiera era ella la que iba a pelear.

—Vas a hacer un agujero si sigues caminando como león enjaulado —oyó a sus espaldas —. No sería la primera vez.

Pese a todo una sonrisa se le escapó a Mana.

—En mi defensa, tenía cinco años y tú me retaste a probar ese hechizo —replicó dando media vuelta y encarando al Príncipe de su nación. Atem, aseado y preparado, como un verdadero rey, la miraba con una extraña mezcla de nostalgia y cariño, sin parecer preocupado en lo más mínimo, aun cuando todo el futuro de Egipto descansaba sobre un duelo de espadas. Mana no podía soportarlo —. Lo siento, Príncipe. Si hubiera sabido que-...

Sin embargo, Atem la interrumpió moviendo la cabeza de un lado al otro, tranquilamente, y se acercó a ella hasta ponerle las manos sobre los hombros.

—Ya te lo dije: no es tu culpa.

Mana llevó sus manos sobre las de él.

—¡Pero-...!

—En algún momento voy a tener que luchar, Mana. Sinceramente, no sé qué está planeando el rey, pero no voy a perder tan fácilmente. Ten un poco más de fe en mí.

—¡Tengo fe en ti! —Mana no pudo evitarlo —. Es solo que... Ya no sé si lo que estamos haciendo está bien.

Tragó saliva y se alejó de su amigo con lentitud. Lo había dicho. ¿Pero había querido decirlo realmente? ¿Qué estaba esperando?

¿Qué deseaba?

No lo sabía con exactitud.

—Cuando oí sobre ti —continuó ella —, no pensé en lo peligroso que sería. De verdad, no lo pensé y ahora...

—Mana, basta —una vez más, él la detuvo y tomó su mano para que quedaran cara a cara. Mana había olvidado la expresión determinada de Atem. Después de segundos en silencio, continuó: —. Es cierto que todo fue tan... rápido y no puedo negar que estaba enojado con el mundo, con ustedes y con los Dioses, pero ahora estoy decidido. Quiero recuperar el reino, no sólo por mis difuntos padres y hermanos... Sino por ti y por Mahad, por la gente inocente como Yūgi... Por los que siempre han creído en mí.

Mana lo miró a los ojos. Habían tantas emociones reflejadas en sus amatistas que no estaba segura de cuáles eran suyas y cuáles no.

—Príncipe...

No había garantía de que lo pudieran lograr. Ambos podían perder y morir, dejarlo todo a las manos de los Dioses y del Destino.

Pero ahora estaban tan cerca...

Y Mana estaba perdida en la mirada de Atem, así como estaba segura de que él estaba perdido en la de ella.

—Mana, yo-...

—Príncipe, ya es hora.

Entonces, con la voz de Mahad, se separaron. La habitación se llenó de un incómodo silencio, que sólo fue interrumpido cuando Atem aceptó y se despidió.

No la volvió a mirar a los ojos y ella tampoco lo intentó.

Una vez que Mahad y ella quedaron solos en la habitación, Mana fue consciente de la mirada de su maestro.

Analítica y tranquila, pero muy expresiva.

—Mana...

—Lo sé, lo sé —ella intentó sonar como si no fuera importante.

¿Pero qué sabía realmente?

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