IV. Nico Di Angelo.

Alcé el pincel y en un rápido y errático movimiento hacia la izquierda, la parte inferior del lienzo se llenó de salpicaduras rojas, casi sobre los trazos del barco color marfil y el mar azul oscuro.

No era mi intención terminar pintando lo que menos quería pensar, pero la imagen se proyectaba en mi cabeza una y otra vez. Las palabras de Beryl Grace resonaban en mis oídos y no era capaz de callarlas de ninguna forma. Cada pincelada sólo parecía avivar una escena, la que me había imaginado y la cual era peor cada vez que cerraba los ojos para concentrarme. Mis párpados temblaban cada vez que lo hacía, y las líneas terminaban por ser gruesas, cargadas e irregulares.

No estaba preparado para tales noticias, seguramente. Tan sólo unas horas antes Thalia y yo habíamos salido a dar una vuelta en bicicleta, la había logrado convencer de salir unos minutos. Los conserjes, residentes y personas en la calle se mostraban sorprendidas de ver a Thalia Grace en las calles de Seattle con un chico que le daba amistosas palmadas en el trasero para que aumentara la velocidad de la bicicleta.

Reímos. Recordé los viejos tiempos y me sentí feliz. Por supuesto, eso fue antes.

Tiré la paleta junto con los pinceles a una pared al terminar mi obra, a la cual no le tomé la más mínima importancia, basta con decir que no me importó firmarla. El lienzo junto el caballete de madera también acabaron en el piso. La pared se impregnó con manchas de pintura y no pudo importarme menos.

Me restregué el rostro con brusquedad, no me importó la pintura que terminó en él. Grité una palabra malsonante sin preocuparme de que alguien me escuchara. Nadie lo haría, nunca nadie lo hacía.

Recargué la espalda contra la pared, creando patrones con la respiración mientras intentaba controlar algunos temblores de mi cuerpo. No resultó y sólo conseguí empezar a sudar, jadear por aire que no conseguía meter a mis pulmones.

El teléfono sonó a lo lejos.

Acerqué una silla a mi lado y me senté pegando las rodillas a mi pecho, me abrazaba las piernas.

Cuando el aparato dejó de emitir sonido, un beep me avisó sobre alguien dejando un mensaje en el buzón.

La suave y mágicamente tranquila voz de esa persona me otorgó un poco de paz. Dejé de mecerme y traté de recordarla aún más, susurrando una canción, imaginando que ella me la cantaba.

–Hola, Nico... ¿cómo estás? Estoy preocupada por ti. Sé como te sientes, en verdad... –su frase tembló al final. Oí un sollozo contenido y luego Bianca tomando una gran respiración. El pecho se me retorció y me mordí los nudillos–. Si quieres compañía solo... dime, ¿de acuerdo? Estamos juntos en todo, ¿verdad? –asentí–. Nos vemos... llámame, soldatino.

La tranquilidad que tuve al escucharla fue efímera. A los pocos segundos comencé a susurrar disculpas cada vez más alto. La culpa me invadió. Bianca debía estar igual, ¿yo qué sabía? Thalia, la señora Grace... todas debían estar peor, y yo sólo me había refundido en un piso, desquitando toda la furia y la tristeza con los muebles. Mientras debía estar ahí, con ellas. Diciéndoles que ese por de idiotas estarían bien en medio del jodido pacífico junto a una tripulación y el oh, gran señor Zeus.

Tomé una gran respiración antes de levantarme poniendo las manos en los reposabrazos, las piernas me temblaban y unos escalofríos me recorrían la espalda hasta terminar en mi nuca. Quería pensar que era más importante llegar a la puerta y reunir el maldito valor para ofrecerle al mundo apoyo moral que mi ridiculez.

Pero dar un paso se veía como una jodida misión imposible, llegar a la puerta un sueño lejano y ofrecer una buena vibra cuando era lo que menos poseía, hundido en algo que se suponía ya tenía dominado... eso era algo así como algo patético. Sonaba tan estúpido.

No me detuve a observar demasiado al rededor, tuve que buscar entre mi basural las llaves y un celular de la época de los dinosaurios lo cual fue un poco más difícil que llegar a la puerta.

Cualquiera que entrara a ese departamento se hubiera convencido de que ahí vivía un asesino en serie. Con todo y las imágenes de sus víctimas en la pared, pegadas con sus alfileres, además de todo el desorden para cubrir las evidencias; y me percaté malditamente tarde de lo deprimente que era ese pensamiento. Lo irónico, cierto y deprimente que era.

Creí escuchar mi voz burlándose de mi patética situación, o de lo ridículo que debía verme arrancando las fotografías en las paredes, intentando desvanecer aquel escenario. Luego tuve el incontrolable impulso de ordenar.

Corrí a la mesa tropezado y acomodé papeles, puse en fila unos libros, traté de sacar una mancha de vino de la madera, no salió. Y me comencé a desesperar. Usé las uñas hasta que me sangraron y al hacer un fuerte movimiento hacia delante, ese esfuerzo se volvió a ir a la mierda cuando la taza de café que sin querer empujé se volteó.

Debí suponerlo, aún no estaba recuperado, nunca lo estaría. ¿Desde cuando los asesinos a sangre fría se recomponen? ¿desde cuando la psiquis vuelve a estar en su debido orden y tranquilidad en una persona así? ¿desde cuándo maldita sea, había tenido una esperanza en volver a la normalidad? No era especial, yo no era la jodida excepción. No lo era, en verdad que no.

Tal vez me negaba a creer por completo que era un asesino sin corazón. Cabía la pequeña posibilidad de que escuchara una vocecita, la cual me susurraba con serenidad y comprensión que no era mi culpa, que debía dejar de condenarme por ello, que yo no era así. Y muy probablemente debí escucharla por más susurro que fuera, porque la voz que resonaba en mi cabeza lo decía, esa persona en el recuerdo me lo dijo con una sonrisa de lado y con la mayor honestidad que alguien puede tener.

También debí escuchar con más atención a Bianca en el teléfono, quien me contaba cosas para distraerme, decía lo que yo necesitaba oír de... cualquiera. El momento en el que la llamé se suprimió completamente de mi cerebro, al igual que el momento en el que caminé hasta la ventana para sentarme a la orilla y balancear los pies de adelante hacia atrás.

Bianca contó un chiste y sé que me hizo reír sobre los sollozos.

Y si antes, los recuerdos se habían borrado de mi cabeza, lo que sucedió entremedio de todo aquello y después sólo se transformó un borrón de cosas que no pude diferenciar entre temblores, lágrimas, ideas que no debía tener en la cabeza y gritos.

Cuando volví a tener algo de lucidez, logré visualizar luces azules y rojas, además de personas con chaquetas naranjas rodeándome, a las cuales quizás les grité que se alejaran de mi miserable existencia.

|∞|

Bueno, si queda alguien aquí, hi.

Lamento la tardanza, espero que el capítulo valga el tiempo que esperaron (ah, lo dudo)

Whatever, espero que tengan un buen día, tarde o noche desde el lugar en que me lean.

–E

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