II: El ángel melancólico y el demonio enfurecido

Idiota, hace un minuto habías malgastado todas las balas en un caminante que ni siquiera pudiste matar. Tiré la pistola con tanta fuerza que casi me llegó de vuelta al tirarla contra la pared del frente. No tenía escapatoria. La puerta iba a ceder tarde o temprano. Estaba a punto de cumplir mi segundo mayor temor, ser devorado por los infectados y convertirme en uno de ellos, para siempre. Mi primer y mayor miedo ya se había cumplido, la soledad.

Las lágrimas me impedían ver con claridad, aún así pude divisar un esqueleto en la habitación, diría que era un hombre. Recuerdo perfectamente como iba vestido, unos vaqueros, una camisa de cuadros roja y negra y una gorra azul. En su mano tenía una daga, y alrededor de él había mucha sangre seca. Se había cortado las venas. Ese hombre estuvo en la misma situación en la que yo estaba en ese mismo instante, y decidió exactamente lo que yo había decidido, la vía fácil; la única diferencia está en que él lo logró y yo no.

Me levanté vacilante, entonces me di cuenta de que hasta las piernas me temblaban. Me agaché para coger la daga, me pareció preciosa, y lo agradecí pues era lo que me iba a quitar la vida, la que eliminaría mi existencia de este mundo sucio y cruel, quería que fuese bonito, en su cierto sentido. Seguía sintiendo esas dos emociones tan poderosas dentro de mí, la ira y la tristeza. Dios... Todavía recuerdo perfectamente esa sensación, era como tener a dos titanes luchando en mi interior, el ángel melancólico y el demonio enfurecido, luchando a muerte para ver quien se sentaba en el trono de mi corazón, para siempre.

Mis pensamientos y emociones habían ensordecido los golpes a la puerta, aunque no la lluvia, la lluvia siempre estaba ahí presente. Me coloqué enfrente de la puerta, apretaba con tanta fuerza la empuñadura de la daga, que pensaba que la iba partir en dos. Las lágrimas no frenaron, mas mi expresión sí lo hizo, fruncí el ceño con violencia y tensé cada músculo de mi cuerpo. La puerta cedió. Poco recuerdo de lo ocurrido, todo pasó muy rápido. Acabé con todos, o con casi todos; observé los cadáveres, recogí la pistola que tenía uno de los corredores en la cintura, escuché como un chasqueador se acercaba desde la lejanía del pasillo, y disparé la última y única bala del cargador, haciendo que su cabeza volase en pedazos.

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