I: Los tres sonidos
Recuerdo aquel día como si fuese ayer, no solo cambió mi vida por completo, me cambió a mí. En ese entonces tenía 16 años, mis padres me llamaron así que fui a dar con ellos. Estaban sentados en el sillón, mi padre tenía una expresión seria y mi madre estaba prácticamente igual pero con una cierta mueca de temor y tristeza. Sabía que pasaba algo, así que me senté esperando que todo acabase rápido, odiaba ese tipo de situaciones.
Es increíble como mi memoria guarda hasta el más intimo detalle de aquel día, y sin embargo no recuerda las palabras exactas que dijeron, solo recuerdo sentir una fría punzada en el corazón, como si me hubiesen atravesado con un puñal. Varias lágrimas recorrieron mis mejillas, cayendo directamente al cuero del sofá, no podía mirarles, así que mis ojos se centraban en las grietas del suelo. Recuerdo escuchar tres sonidos en ese momento, las palabras sordas que salían de mis padres, el latir de mi corazón, y el ruido de la lluvia; recuerdo escucharla como si estuviese
atravesando el techo y me empapara por completo, ese era el ruido principal, la lluvia. Y no sé por qué pero lo tomé como una señal. Me levanté, cogí mis cosas y salí del piso, ni siquiera sé si mis padres me siguieron, o sí se quedaron allí tendidos pensando que lo mejor era dejarme solo por un momento.
Nunca había visto un día con tanta lluvia, nada más salir al exterior sentí como si estuviese empapado, pero no como antes, lo de antes era más bien una sensación, ahora lo estaba de verdad. Mi llanto era silenciado por el ruido de las gotas cayendo en la carretera, contra las placas de aluminio, y contra las pequeñas cascadas formadas en los tejados. Salí de allí corriendo. No sé si por desgracia o por fortuna encontré en el muro que nos separaba del verdadero y real exterior una pequeña brecha por la que podía pasar. Lo hice, salí. Es increíble como una decisión de milésimas, aparentemente sin importancia, puede determinar toda tu vida.
Seguí corriendo, no por miedo a que los guardias me viesen, sabía que con la que estaba cayendo era prácticamente imposible, tampoco era por miedo a que mis padres me siguiesen, durante el tiempo que estuve corriendo me dio tiempo a reflexionar y no, no lo harían, mi padre siempre decía que un hombre debía ser consecuente con sus acciones, así que en ese momento tuve que ser consecuente con mi huida. Y corría porque era el único modo de saciar la ira y la tristeza que me estaban carcomiendo por dentro.
Cuando volví a estar consiente observé delante de mí un edificio no muy grande, imposible de identificar, estaba medio derrumbado, y la parte que todavía seguía en pie estaba plagado de enredaderas. Tuve que escalar por los escombros para entrar por el tejado, ya ni sabía lo que hacía, solo me movía por puro instinto, y desde ese día no he vuelto a confiar en él. Para bajar al suelo tuve que dar un salto mayor del que esperaba desde ahí arriba, caí al suelo sin ningún daño aparente, pero había caído en un charco de agua que se había formado. Alcé la vista al escuchar chillidos estridentes, no sé cuantos habían, pero eran demasiados. Desenfundé mi pistola y disparé al primer corredor que pude ver, una bala, dos, tres, cuatro... Gasté todo el maldito cargador y no acerté ni una sola bala, ni una. Todos corrían hacía mi posición, así que huí con el corazón a mil revoluciones, entré en un pasillo que parecía no tener fin, me tropecé con una baldosa que estaba levemente levantada del suelo, alcé la vista y pude observar el fin del pasillo, una puerta roja. Me puse de pie mientras rezaba por que estuviera abierta, y lo estaba, cerré la puerta con toda mi fuerza y eché el pestillo. Golpearon la puerta con más fuerza de la que yo había empleado para cerrarla.
Estaba desesperado, enojado con mis padres, conmigo mismo. Sentía tristeza y temor, con ese tipo de miedo que te hiela la sangre aún cuando recuerdas el momento décadas después. Me temblaba todo el cuerpo, sentía mis músculos débiles y mis huesos tiritar. Un frío helado recorrió mi espina dorsal y entonces, como puro instinto, de nuevo, cogí mi pistola con dificultad, pues el tembleque de mi mano no me permitía agarrarla con fuerza. La llevé a mi rostro, apunté directamente al cráneo mientras decenas de lágrimas eran expulsadas de mis ojos, mi dedo, temblando con más fuerza que una rama en un vendaval, apretó el gatillo.
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