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"A veces, el amor es el único plan que tenemos. Y aunque el mundo nos diga que no podemos hacerlo solos, es la voluntad de seguir adelante lo que nos define."

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Los segundos parecían estirarse en la pequeña habitación de hospital. Isabella observaba con frustración cómo las agujas del reloj avanzaban lentamente, como si burlaran su desesperación. Su hija llevaba semanas luchando por su vida, y todavía no la habían dejado verla.

—Ya no puedo más —murmuró, con los ojos empañados por lágrimas—. Es mi hija. Si no la traen, yo misma iré.

La enfermera frente a ella dejó de anotar en su libreta. La conocía suficiente como para notar que esta vez no estaba amenazando: hablaba en serio.

—Señorita Montgomery, la comprendo, pero su cuerpo aún no está listo para…

—Lléveme con ella. Por favor —interrumpió Isabella, su voz quebrándose al final de la frase—. Haré lo que quieran, pero necesito verla.

La enfermera vaciló un instante antes de asentir. Salió de la habitación con rapidez, dejando un silencio cargado de expectación. Minutos después, un médico y otra enfermera entraron al cuarto.

—Señorita Montgomery —dijo el doctor con calma—, estamos listos para llevarla. Pero su hija sigue siendo muy frágil. Tendrá que seguir estrictamente nuestras indicaciones.

—Lo haré —respondió Isabella con un hilo de voz, sus ojos aferrados a la puerta como si ya pudiera ver a su bebé detrás de ella.

La ayudaron a sentarse en una silla de ruedas. El camino hasta la UCIN fue corto, pero para Isabella, cada metro se sentía interminable. Cuando por fin llegaron, un nudo en su pecho se apretó al ver el cartel: Unidad de Cuidados Intensivos Neonatales.

Las luces eran tenues y el ambiente estaba impregnado de sonidos suaves: el pitido de monitores, el murmullo de las máquinas. Isabella levantó la vista y la encontró. Una incubadora al fondo de la sala, rodeada de cables y equipos, y dentro, su hija.

Pequeña. Frágil. Increíblemente hermosa.

Una mezcla de amor y dolor invadió su corazón. Los ojos de Isabella se llenaron de lágrimas mientras se acercaban.

—Ahí está su hija —dijo la enfermera, colocándose al lado de la incubadora—. Puede acercarse y hablarle. Es lo que más necesita ahora.

Isabella se inclinó hacia el cristal. La respiración le temblaba, las palabras atascadas en su garganta.

—Hola, pequeña… —susurró, y una lágrima rodó por su mejilla—. Soy yo… mamá.

Cerró los ojos un momento, tratando de contener las emociones que amenazaban con desbordarse. Cuando los abrió de nuevo, su voz estaba cargada de fuerza.

—Estuve tan asustada… Pensé que nunca iba a poder conocerte. Pero aquí estás. Mi pequeña guerrera. Te prometo que voy a cuidarte. Nadie te hará daño, nunca.

La bebé no reaccionó, pero algo en el aire cambió. Isabella sintió que la distancia entre ellas se hacía más pequeña, como si su amor pudiera atravesar ese cristal, los cables y las máquinas.

—Te amo, mi amor. Más de lo que las palabras pueden explicar.

La enfermera, que había permanecido a su lado en silencio, le pasó una caja con guantes esterilizados.

—Si lo desea… puede tocarla con cuidado, solo un momento.

Isabella asintió rápidamente, poniéndose los guantes con movimientos apresurados. Colocó su mano con suavidad dentro de la incubadora y rozó la diminuta manita de su hija.

Un suspiro salió de sus labios, y una sonrisa débil iluminó su rostro mientras sentía el calor frágil y pequeño contra su piel.

—Eres perfecta.

En ese instante, supo que, pese a todo lo que habían enfrentado, ambas lo lograrían.

Sin embargo, más allá de las paredes del hospital, las vidas de quienes amaban a Isabella y su hija seguían en movimiento, tejiéndose entre caos y lucha.

En la prisión, Robby se enfrentaba a un grupo de jóvenes, sus instintos de defensa llevándolo a aplicar todo lo aprendido en los años de entrenamiento. Cada golpe y cada bloqueo eran más que simples movimientos; eran una declaración de supervivencia en un ambiente hostil.

En otro lugar, los dojos de Cobra Kai y Miyagi-Do seguían su lucha constante, esta vez dentro de una sala de juegos, compitiendo ferozmente. La rivalidad entre ellos parecía haberse convertido en algo más profundo, una batalla de filosofías y emociones que nunca cesaba.

Y mientras ellos peleaban, Miguel continuaba su recuperación en el hospital. Su cuerpo aún estaba débil, pero su espíritu mostraba señales de fortaleza. No estaba listo para rendirse, al igual que Isabella no lo estaba.

El mundo seguía girando, lleno de confrontaciones, decisiones difíciles y rivalidades que definían el carácter de cada persona. Pero en aquel pequeño cuarto de la UCIN, todo se reducía al amor más puro y simple: una madre con su hija, luchando juntas en silencio.

Isabella susurró suavemente, acariciando con su voz el aire que las separaba:

—No importa lo que pase allá afuera, mientras te tenga a ti, podemos superar cualquier cosa.

La respiración pausada de su hija fue su única respuesta. Pero para Isabella, ese leve sonido significaba todo.

El suave pitido de los monitores que rodeaban la cama de Isabela se mezclaba con el silencio tenso que la envolvía. Estaba sentada, recargada en los almohadones, mirando por la ventana del hospital, tratando de encontrar algo de calma entre todo el caos que había vivido. Su mente aún no se recuperaba completamente del coma, pero las preguntas seguían fluyendo, implacables, dentro de su cabeza.

La puerta de la habitación se abrió con suavidad y la figura de su madre apareció, cargando una bandeja con agua y medicinas. Al verla entrar, Isabela apenas la miró, sin ganas de hablar, pero luego una pregunta se le escapó.

—¿Dónde está Robby? —preguntó, su voz rasposa de tanto silencio, como si aún no creía lo que había sucedido.

El rostro de su madre se tensó de inmediato, una expresión de desaprobación evidente en sus ojos.

—¿Qué quieres saber de él? —contestó, dejando la bandeja sobre la mesa con brusquedad. La mirada de Isabela no cambió, solo la frustración que sintió por esa actitud.

—¿Dónde está, mamá? —insistió, forzando a su madre a enfrentarse a su realidad.

Su madre soltó un suspiro, parece que ya estaba esperando ese momento.

—Está en prisión, Isabella. Es un criminal. ¿Qué esperabas? ¿Que todo fuera fácil después de lo que hizo?

Las palabras golpearon a Isabella como un puño. Se tensó al escuchar aquello, un dolor profundo en su pecho.

—No tienes derecho a hablar así de él, ¡ni de mí! —dijo, con la voz quebrada, mientras su corazón latía más rápido—. Tú no tienes ni idea de lo que hemos pasado.

Su madre frunció el ceño, y en su mirada se leía la decepción más cruel.

—¿Sabes lo que yo he pasado, Isabella? —las palabras de su madre salieron mordidas, duras como una cuchilla—. ¿Te parece bien estar en coma mientras él...? ¿Mientras él está ahí, encarcelado y tú sin saber siquiera lo que va a pasar con tu vida?

El rostro de Isabella se tornó rojo por la rabia que comenzaba a consumirla. Sus manos temblaron con la impotencia, pero a la vez la determinación crecía en ella.

—Estoy en un proceso de emancipación. Yo ya no estoy bajo tu control. No puedes seguir imponiéndome lo que piensas —respondió Isabella, tratando de mantener la calma, pero su voz temblaba con la verdad de lo que había decidido: que su vida era suya.

Pero su madre no la dejó hablar más. Su mirada de autoridad llena de frustración se volvió aún más intensa.

—¿Y qué vas a hacer cuando salgas de aquí, Isabella? ¿Qué piensas hacer con una bebé prematura en el hospital y sin ningún lugar a dónde ir? —La voz de su madre se convirtió en un reclamo desgarrante—. Acabas de tener una cesárea hace unas semanas y ahora, estás recuperándote del coma, ¿crees que puedes hacer esto sola?

Isabella tragó saliva, el miedo y el rencor se mezclaban en su pecho. Tenía la sensación de que sus palabras no podrían deshacer lo que ya se había dicho. La verdad la golpeaba como un martillo.

La madre de Isabella hizo un movimiento para alejarse de la cama, caminando hacia la puerta, pero su voz resonó de nuevo, llena de juicio y preocupación.

—Cuando salgas de aquí, no me extrañaría que no tuvieras dónde dormir, y ni siquiera sé cómo vas a cuidar a tu hija. Te has metido en este embrollo, y las consecuencias no desaparecerán solo porque quieras ser independiente.

El silencio pesado en la habitación pareció ahogar cualquier respuesta que Isabella hubiera tenido. Ella cerró los ojos, la frustración desbordándose. Sentía un vacío dentro, pero las palabras de su madre permanecieron en sus pensamientos como una carga insoportable.

Isabella intentó hablar, defender su decisión, pero las palabras no salieron. Sabía que, en cierta forma, su madre tenía razón. Aunque deseara probar su independencia, el mundo real tenía sus propias reglas y, en este momento, las posibilidades parecían más limitadas que nunca.

Finalmente, la madre de Isabella se detuvo en la puerta y, antes de salir, la miró con una mezcla de dolor y despecho.

—Haz lo que quieras, pero no vas a salir adelante sola, Isabella. No sin un plan y sin pensar en lo que realmente necesitas.

Isabella la observó desaparecer tras la puerta. Un escalofrío recorrió su espalda, pero al mismo tiempo, una parte de ella sabía que la lucha apenas comenzaba.

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