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"En la oscuridad de las pérdidas y los intereses ocultos, solo los verdaderos lazos familiares iluminan el camino hacia el amor genuino."

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Habían pasado dos semanas desde aquel día que cambió todo para los Montgomery. Robby estaba prófugo, desaparecido sin dejar rastro. Miguel e Isabella permanecían en coma, cada uno librando una lucha silenciosa por sus vidas. Y en el hospital, la más inocente de todos, la bebé, se encontraba en una incubadora, dependiente de las máquinas que la mantenían estable.

Alexander Montgomery, con 24 años, estaba sentado en la sala de espera del hospital, intentando mantener la calma. Su mirada estaba fija en un punto indeterminado, como si quisiera apartar todos los pensamientos que lo atormentaban. A su lado, Juliana, de tan solo 12 años, no apartaba los ojos del piso, moviendo las piernas nerviosamente.

-¿Cuánto tiempo más tenemos que estar aquí? -preguntó finalmente, con la voz apagada.

Alexander desvió su mirada hacia ella, tragándose el cansancio que lo abrumaba.

-El tiempo que sea necesario. No vamos a dejarla sola.

Juliana levantó la cabeza, sus ojos reflejando más madurez de la que le correspondía a alguien de su edad.

-¿Y mamá y papá? ¿Por qué no están aquí?

Alexander apretó los dientes, tratando de contener su frustración.

-Porque tienen otras prioridades -dijo secamente, evitando dar más detalles-. Pero no importa, Juli. Estamos nosotros.

El silencio volvió a instalarse, hasta que una puerta se abrió y un médico entró.

-Familia Montgomery, pueden pasar a verla. Solo uno a la vez por ahora.

Alexander miró a su hermana menor y asintió.

-Ve tú primero.

-¿Yo? -preguntó Juliana, dudando.

-Sí, Juli. Es tu sobrina. Ella necesita sentir que no está sola.

Juliana respiró profundamente antes de ponerse de pie. Siguió al médico por el pasillo, sintiendo un nudo en el estómago mientras se acercaban a la unidad neonatal. Entraron en una sala en penumbra, llena de incubadoras y el constante sonido de monitores.

El médico señaló una de las incubadoras. Juliana se acercó despacio, sus pasos vacilantes, hasta que llegó al cristal que la separaba de su sobrina. La bebé era tan pequeña, su piel parecía frágil bajo las luces cálidas. Tenía varios tubos conectados y, a pesar de todo, parecía increíblemente tranquila.

-Es tan... diminuta -susurró Juliana, llevando una mano a su boca.

Una enfermera que estaba cerca se acercó con una sonrisa tranquilizadora.

-Es fuerte, ¿sabes? Está mejorando, poco a poco.

-¿Puedo... tocarla?

-Claro, puedes colocar tu mano en el cristal, en esta zona de contacto. Ella podrá sentir tu calor.

Juliana colocó su mano cuidadosamente en el lugar indicado, con lágrimas llenándole los ojos. La bebé movió uno de sus diminutos dedos, como si intentara responder al contacto.

-Hola, pequeña -dijo Juliana en un susurro tembloroso-. Soy tu tía Juliana. ¿Sabes? No tienes que preocuparte por nada. Estamos aquí contigo. Te lo prometo.

Se quedó un momento junto a la incubadora, observando cada pequeño movimiento de su sobrina, hasta que la enfermera le indicó que debía regresar con Alexander.

De vuelta en la sala de espera, Juliana se lanzó a los brazos de su hermano mayor.

-Es tan pequeña, Alex... tan indefensa -dijo entre lágrimas.

Alexander le dio unas palmaditas en la espalda, con una expresión grave.

-Lo sé, Juli. Pero si está peleando, nosotros también lo haremos. Vamos a cuidarla, no importa lo que haga falta.

Juliana asintió, apretándose más contra él. Aunque todo a su alrededor parecía un caos, ambos sabían que la bebé no estaría sola. Era lo único que podían prometerle en ese momento.

La sala estaba llena de murmullos y miradas desafiantes. Padres de los estudiantes, miembros del consejo escolar y algunos docentes se habían reunido tras los incidentes ocurridos durante la pelea que había puesto en riesgo la seguridad de los estudiantes. La tensión era palpable en el aire.

Un padre, claramente molesto, fue el primero en hablar.

-¿Dónde estaban los maestros cuando esto sucedió? ¿Qué estaban haciendo mientras nuestros hijos se estaban golpeando y poniéndose en peligro?

Uno de los miembros del consejo, una mujer con gafas y una actitud tranquila, respondió rápidamente.

-Lo sabemos, y es una situación lamentable. Pero debemos ser claros, los maestros no pueden meterse físicamente en las peleas de los estudiantes. Su labor es garantizar la seguridad de todos de la manera que puedan.

Otro padre, con el rostro lleno de frustración, levantó la mano para intervenir.

-¿Y qué nos asegura que esto no volverá a pasar? Porque, francamente, estoy preocupado de que nuestros hijos sigan siendo víctimas de esta locura.

El presidente del consejo, un hombre de expresión severa, suspiró antes de hablar.

-Por eso hemos propuesto una nueva iniciativa. "Abrazos, no golpes." Queremos fomentar un ambiente de paz en el que los estudiantes puedan expresarse sin recurrir a la violencia.

Un padre, claramente escéptico, se cruzó de brazos y soltó una risa sarcástica.

-¿De verdad? ¿Lo que sugieren es que los chicos se abracen entre ellos? ¿Esa es su solución?

La consejera, con una calma envidiable, levantó la mano para restablecer el orden.

-De hecho, sí, lo están haciendo.

Un miembro del consejo intervino rápidamente.

-Lo que la consejera intenta decir es que no habrá más actividades relacionadas con el karate. Los estudiantes estarán más enfocados en la cooperación y en métodos alternativos para manejar sus emociones.

Daniel LaRusso, que se encontraba entre la multitud, no pudo evitar levantarse.

-¿No más karate? -dijo, sin poder ocultar la incredulidad en su voz-. ¡Eso no es justo! Cuando yo era joven, me hacían bullying y fue el karate lo que me dio fuerza para defenderme. No es el problema. El problema es la violencia, no el karate.

Un padre a la distancia lanzó un comentario fuerte y claro.

-Ah, sí. Claro, el karate. He escuchado que tú también eras un acosador. ¿Lo escucharon todos?

Los murmullos en la sala crecieron en volumen, mientras Daniel se volvía más rojo de la ira. Un miembro del consejo, al ver que la situación comenzaba a descontrolarse, pidió calma.

-¡Calma, por favor! Todos debemos calmarnos para manejar esto de la manera más apropiada.

Amanda, furiosa, tomó la palabra.

-¿Apropiado? ¿Apropiado, me dice? ¿Cómo es apropiado que mi hija sea suspendida mientras que Freddy Krueger casi le arranca la cara a mi hija?

El silencio invadió la sala por un momento, hasta que una voz surgió desde el fondo.

-Es porque estaba con el novio de ella.

Amanda se giró rápidamente.

-¿Quién dijo eso? ¿Quién lo dijo?

Pero nadie respondió. La multitud mantenía sus miradas bajas, o directamente evitaban hacer contacto visual con ella. Daniel intervino entonces, defendiendo a su hija.

-Mi hija no tuvo nada que ver con eso. No sigan difamándola sin pruebas.

Un padre, con tono acusador, miró a Daniel directamente.

-No se haga el inocente. Fue usted quien les enseñó a sus alumnos el karate de Miyagi. Fue su alumno, Robby, quien lastimó al hijo de Díaz y a la chica embarazada, Montgomery. No pueden seguir excusando esta locura.

La sala estalló en una serie de comentarios entre los padres. Las voces se levantaron y chocaron, acusaciones por todas partes. Algunos padres señalaban a Daniel, otros defendían su postura, y las discusiones aumentaban cada vez más en volumen.

Finalmente, la conversación se descontroló por completo, y el presidente del consejo tuvo que golpear el martillo en la mesa para imponer silencio.

Pero la sala estaba tan agitada que, en ese momento, parecía imposible que la situación mejorara. Las puertas de la discordia se habían abierto. La pelea había empezado, y no solo entre los estudiantes.

La atmósfera en el hospital estaba cargada de tensión mientras Juliana se encontraba junto al mostrador del personal administrativo. Su rostro mostraba signos de agotamiento, pero también de furia contenida al ver la escena que su madre había comenzado.

-Quiero que registren a mi nieta como Elizabeth Montgomery -exclamó la madre de Isabella, una mujer de apariencia severa, su tono autoritario dejando claro que no estaba dispuesta a ceder.

Juliana intentó respirar profundo, intentando controlar la frustración que le empezaba a hervir en la sangre. Sabía que su madre tenía motivos oscuros detrás de su demanda, pero aún así no podía dejar que las emociones de todos se vieran desbordadas por su intransigencia.

-Mamá, no hagas esto -dijo Juliana con tono calmado, pero con la voz claramente firme, acercándose a ella y colocándose a su lado.

La enfermera que se encontraba detrás del mostrador miró la situación con incomodidad, sin saber qué hacer. Luego, se giró hacia el encargado, un hombre serio, de unos 40 años, que trató de mantenerse neutral ante la presión de la mujer.

-Lo siento, señora, pero solo los padres biológicos pueden registrar oficialmente a un bebé -explicó el encargado con calma, buscando mantener la situación bajo control.

La madre de Isabella, sin embargo, no mostró signos de rendirse, su rostro endureciéndose como si estuviera dispuesta a luchar hasta el final por lo que quería. Volvió a repetir con autoridad:

-Mi hija está en coma y su padre es un fugitivo. Yo soy la única persona que puede hacerse cargo de ella en este momento. -Miró al encargado con intensidad-. ¿Me van a negar este derecho?

Juliana suspiró, apretando los dientes para mantenerse firme. Sabía cómo su madre podía llegar a ser manipuladora y dura, pero también era consciente de que lo que ella realmente buscaba no era simplemente un acto de "responsabilidad familiar".

-Mamá, esto no lo haces por la niña. Sabes lo que en realidad estás buscando. -Juliana le miró directamente, sus ojos llenos de decepción.

La madre de Isabella, despectiva, le devolvió una mirada de odio. Intentó ignorarla y centrarse en el personal del hospital.

-Si Isabella no puede hacerlo, ¿quién lo hará? -respondió con arrogancia, como si fuera obvio que ella debería tomar control de la situación. La mirada en sus ojos reflejaba puro interés: si lograba registrar a la niña como suya, tenía asegurado un derecho de herencia que de otro modo no pasaría a sus manos.

El encargado del hospital, manteniendo una postura impasible, repitió nuevamente:

-Señora, entiendo la situación, pero necesitamos el consentimiento de los padres para hacer el registro. No podemos proceder sin ello.

Juliana, sabiendo que su madre no cedería tan fácilmente, intentó intervenir nuevamente.

-Mamá, esto no lo estás haciendo por amor a la niña. -Se acercó, colocándose a su lado en un intento de calmarla. Pero la mujer la apartó con un gesto brusco.

-Deberías quedarte callada. Elizabeth necesita un futuro seguro, y yo voy a asegurarme de que lo tenga -respondió con una dureza palpable, ignorando completamente los sentimientos de su hija y de la bebé.

Juliana no sabía qué responder. Lo único que le importaba era que Isabella despertara y que, si no lo hacía, la bebé fuera criada en un entorno que la amara, no como una ficha en una jugada de poder.

-Esto no es lo que Isabella querría y nisiquiera se llama Elizabeth-susurró Juliana, mirando a su madre con ojos llenos de tristeza. Ya nada parecía ser suficiente para que su madre comprendiera las implicaciones de sus acciones.

Pero la madre de Isabella no escuchaba. De nuevo, su mirada solo reflejaba su deseo de tomar el control.

-Si Isabella no despierta, la única forma de que la herencia pase a alguien de la familia es que ella lleve mi apellido. El resto ya no me interesa. -A esta altura, su voz se había vuelto un susurro helado, como si realmente hablara más con su codicia que con cualquier sentimiento de afecto hacia la niña.

Juliana apretó los puños con frustración, el peso de la situación presionándola, sabiendo que nada la haría cambiar de opinión. Finalmente, la madre de Isabella dio un último vistazo a los miembros del hospital y, viendo que nada cambiaría en ese instante, dio un paso atrás.

-Esto no se acaba aquí -dijo con frialdad, antes de dar media vuelta y salir del lugar, dejando atrás el ambiente cargado.

La enfermera y el encargado se quedaron callados, esperando que la tormenta de esa discusión pasara, pero Juliana sintió que en ese momento una línea invisible entre ellas dos se había marcado para siempre. No podía permitir que su madre destruyera lo que Isabella y su hija más necesitaban: paz.

La luz de la luna iluminaba tenuemente la sala de cuidados intensivos del hospital. Isabella yacía inmóvil en la cama, conectada a máquinas que parecían ser su única conexión con la vida. Su rostro, pálido pero sereno, estaba atrapado en un mundo silencioso, lejos de todo lo que amaba. Al otro lado del edificio, en la unidad neonatal, una diminuta vida luchaba por mantenerse en pie. La pequeña, envuelta en un diminuto gorro rosado, respiraba con la ayuda de una máquina, cada movimiento de su pecho una señal de resistencia y esperanza.

Dos semanas habían pasado desde aquella noche en que todo cambió. Dos semanas desde que el mundo de Isabella, Robby y su hija se derrumbó como un castillo de naipes.

Isabella no había abierto los ojos desde su llegada al hospital, y en ese tiempo, la bebé había permanecido en una incubadora, frágil y sin la calidez de los brazos de sus padres. Ni siquiera un toque, ni una caricia. Solo el frío aislamiento de los vidrios y las luces estériles que separaban el amor de los latidos.

Mientras tanto, a kilómetros de distancia, Robby encendía una pequeña fogata improvisada en un rincón del campamento donde ahora se refugiaba. El aire frío se colaba entre las rendijas de una lona desgastada que apenas servía como techo sobre su cabeza. Frente a él, un grupo de chicos de la Valle intercambiaban murmullos, planeando su próxima jugada para sobrevivir. Pero Robby apenas escuchaba; sus pensamientos estaban muy lejos de allí.

Sentado en un tronco, Robby sostenía entre las manos un diminuto zapatito que llevaba consigo el dia de la pelea. La tela estaba desgastada, pero era lo único cercano a un recuerdo tangible de la hija que ni siquiera había podido sostener en brazos. Una lágrima rodó silenciosamente por su mejilla, cayendo sobre el zapato.

-Deberías dormir, mañana es un día largo -dijo uno de los chicos, sacándolo de sus pensamientos. Pero Robby no respondió, manteniendo los ojos fijos en el fuego. Lo único que quería era estar con su familia, pero sabía que no podía. La policía lo buscaba, y cada decisión que había tomado parecía empujarlo más lejos de Isabella y su hija.

De vuelta en el hospital, Juliana se encontraba sola frente a la incubadora. Había pasado horas aquí, mirando a su sobrina, deseando que las cosas fueran diferentes. Con una mano temblorosa, tocó suavemente el cristal.

-Si al menos tu mamá pudiera verte... -murmuró, su voz quebrada por la tristeza-. Si al menos pudiera sostenerte una vez.

La bebé se movió ligeramente, como si respondiera al lamento de su tía. Juliana sonrió débilmente, pero su corazón estaba destrozado. No había consuelo en esas pequeñas esperanzas.

En la habitación de Isabella, el sonido constante del monitor cardíaco era el único ruido en la penumbra. Amanda LaRusso había dejado una flor sobre el buró junto a la cama, un gesto de apoyo en medio de la tormenta. Nadie sabía cuánto tiempo permanecería Isabella así. Pero la verdad era dolorosamente evidente: el tiempo no esperaba por nadie.

Robby, Isabella y su hija estaban unidos por hilos invisibles de amor y dolor, cada uno atrapado en su propio mundo de soledad. Mientras la luna seguía su curso por el cielo, tres corazones separados se aferraban a la vida, a la esperanza de que algún día se reencontrarían. Pero esa noche, solo quedaba el silencio y el inquebrantable deseo de volver a ser una familia.

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