012
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"Ella no necesitaba un castillo ni un vestido de cuento; lo único que anhelaba era la libertad de decidir sobre su propia historia, incluso si estaba llena de errores."
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La puerta de la habitación de Isabella se abrió lentamente, dejando entrar a Juliana, su hermana menor. Juliana llevaba un aire de complicidad, aunque en su rostro se podía leer una mezcla de nervios y preocupación. En sus brazos cargaba una sudadera negra, un pantalón oscuro, una gorra y unas gafas de sol.
—Mamá dijo que te pongas esto —murmuró, acercándose con pasos cautelosos—. Tenemos que salir pronto.
Isabella estaba sentada al borde de la cama, abrazándose las rodillas. No alzó la mirada.
—No voy. No voy a ningún lado hasta que pueda estar con Robby.
Juliana suspiró mientras colocaba las prendas a su lado.
—Isa, no es para fastidiarte. Es para que nadie te reconozca en la calle. ¿Sabes cuántos rumores hay ahora mismo? Esto es por ti, para protegerte.
Isabella levantó la cabeza, su mirada desafiante.
—¿Protegerme? Mamá solo quiere ocultarme porque piensa que soy un problema.
Juliana negó rápidamente con la cabeza y se agachó frente a ella, poniendo una mano en su rodilla.
—Eso no es cierto. Lo hacemos porque te queremos, Isa. Además, esto es sobre el bebé, ¿sí? Vas a saber si es niño o niña.
Isabella apartó la mano con brusquedad y se levantó, cruzándose de brazos.
—No. No sin Robby. No pienso fingir que todo está bien cuando él no está conmigo.
Juliana abrió la boca para intentar convencerla, pero en ese momento, la puerta se abrió de golpe. Entró su madre con una expresión firme y seria, como un general listo para dar órdenes.
—Isabella, basta. Esto no es una discusión. Ponte la ropa y baja ahora.
Isabella la enfrentó de inmediato, con los ojos brillantes de rabia contenida.
—¡No voy a ningún lado! No sin Robby.
La madre de Isabella dio un paso adelante, su tono tajante.
—Esto no es una sugerencia, Isabella. Es una orden.
Isabella apretó los puños, respirando profundamente para no estallar. Miró a Juliana, buscando en ella algo de apoyo, pero su hermana bajó la cabeza, incómoda con la situación. Finalmente, Isabella tomó la ropa que Juliana le había traído y la lanzó a los pies de su madre.
—¡Si tanto quieres que vaya, llévame a rastras!
Por un segundo, el cuarto quedó en completo silencio. Finalmente, la madre de Isabella suspiró y cruzó los brazos.
—Juliana, sal de aquí un momento.
Juliana dudó, pero asintió rápidamente y salió, cerrando la puerta tras de sí. Isabella y su madre quedaron frente a frente, dos voluntades firmes chocando en el reducido espacio de la habitación.
—Isabella, voy a darte cinco minutos para calmarte. Después de eso, espero que estés vestida y lista. No me hagas repetirlo.
Sin esperar respuesta, su madre se giró y salió de la habitación, dejando a Isabella con los puños temblando y el aire cargado de frustración.
Isabella caminaba detrás de su madre, vestida con la sudadera negra, la gorra y las gafas oscuras que le había llevado Juliana. La ropa incómoda cumplía su propósito: esconderla. Sus manos estaban apretadas dentro de los bolsillos mientras luchaba con las emociones que bullían en su interior.
Cuando entraron al consultorio, Isabella observó al hombre detrás del escritorio. Su corazón dio un vuelco cuando su madre lo saludó cálidamente:
—Doctor Miller, muchas gracias por recibirnos.
El hombre, de semblante amable, estrechó la mano de su madre con la confianza de quien era un viejo conocido de la familia. Isabella sintió cómo la poca esperanza de escapar se desvanecía.
—Siempre es un gusto ayudar a su familia, señora Montgomery. —Luego dirigió su mirada a Isabella—. Por favor, siéntete cómoda. Vamos a asegurarnos de que todo esté en orden.
El tono profesional del médico no la tranquilizó; al contrario, la hizo sentir aún más atrapada.
—Pasa a la camilla, Isabella —ordenó su madre.
Isabella no protestó, aunque su mirada era un puro fuego de resentimiento. Se quitó la sudadera sin demasiada delicadeza y se recostó en la camilla fría, enfrentándose a su madre con un desafío silencioso.
El doctor sonrió, intentando romper la tensión evidente en el aire.
—No te preocupes, Isabella. Esto no tardará nada. Vamos a ver cómo está el bebé.
El ultrasonido comenzó, y después de unos momentos, el sonido de un pequeño corazón latiendo llenó el silencio del consultorio. Isabella apretó los dientes, negándose a mostrar la mezcla de emociones que sentía. Ese sonido siempre la golpeaba, por mucho que quisiera mantener su escudo.
—Todo está perfectamente, —dijo el doctor con tono sereno. Luego miró a ambas—. El bebé está creciendo sano y fuerte. ¿Quieren saber el género?
Isabella pensó en negarse, pero su madre fue más rápida.
—Por supuesto que sí.
El doctor observó la pantalla, ajustando los controles.
—Es una niña.
Isabella parpadeó, sintiendo el aire quedarse atrapado en sus pulmones. Cerró los ojos por un segundo, asimilando lo que acababa de escuchar: iba a tener una hija.
Abrió los ojos y miró directamente a su madre. Aunque su expresión mostraba calma, su mirada era afilada como una navaja. La mujer le devolvió la mirada con una sonrisa satisfecha.
—Una niña, Isabella. Qué bendición.
Isabella desvió la vista hacia el techo, sus emociones arremolinándose sin control. La noticia, aunque significativa, no aliviaba el peso que cargaba. Una niña. Su realidad acababa de volverse más palpable... y más difícil de sobrellevar.
Isabella permanecía en su habitación, el encierro casi asfixiante, pero su orgullo y enojo eran demasiado grandes para permitirle salir. Su madre la había llevado al médico días atrás y desde entonces no podía quitarse de la cabeza el ultrasonido donde le confirmaron que estaba esperando una niña. Sin embargo, esos pensamientos siempre terminaban en la rabia hacia su familia, especialmente hacia Alexander, quien había sido pieza clave para traerla de vuelta contra su voluntad.
Un suave golpe en la puerta la sacó de sus pensamientos.
—¿Qué quieres? —gruñó, sin molestarse en mirar.
Alexander apareció en la entrada, vistiendo su habitual aire despreocupado, pero con una enorme bolsa de una boutique de lujo en la mano. Isabella giró los ojos al verlo.
—¿Ahora qué? ¿Vienes a jugar al hermano preocupado?
Alexander ignoró el tono y dejó la bolsa sobre una silla cerca de ella.
—Traje algo para mi sobrina —dijo, sacando un diminuto vestido blanco con detalles dorados—. Es de la mejor calidad, claro.
Isabella se cruzó de brazos, su mirada helada.
—¿Crees que eso cambia lo que hiciste?
Alexander dejó escapar un suspiro, pasando una mano por su cabello.
—No vine a discutir, Isabella. Lo único que quiero es que entiendas que hice lo que hice por tu bien.
Ella se levantó de golpe, sus ojos fulminándolo.
—¿Mi bien? —repitió con incredulidad, avanzando hacia él—. Me sacaste de mi vida, Alexander. Me trajiste aquí como si fuera una prisionera, como si no tuviera derecho a decidir por mí misma. ¿Y ahora crees que puedes arreglarlo con ropa cara?
Él levantó las manos en un gesto de rendición.
—Es para la bebé, no para ti. Pero, siendo sincero, ¿de verdad crees que dejarte sola hubiera sido lo mejor?
—No te interesa lo que creo —espetó ella, señalándolo con un dedo—. Eres tan controlador como mamá, y eso me enferma.
Por un momento, Alexander pareció afectado por sus palabras, pero pronto recuperó su compostura.
—Mira, entiendo que estés enojada. Pero no puedes cambiar el hecho de que estoy aquí, y voy a seguir aquí.
—No necesito que estés aquí —le dijo con firmeza—. Ni yo, ni mi hija necesitamos nada de ti.
Él tomó aire, buscando una respuesta, pero al final solo recogió la bolsa y dejó el pequeño vestido sobre la cama.
—Tú puedes pensar lo que quieras, Isabella, pero yo estoy dispuesto a ser parte de la vida de mi sobrina, aunque no me lo hagas fácil —dijo antes de encaminarse a la puerta. Antes de salir, se giró para mirarla una última vez—. Aún eres mi hermana, y voy a cuidarte, te guste o no.
Cuando se fue, Isabella se dejó caer en la cama con frustración. Sus ojos vagaron hacia el vestido que Alexander había dejado. Por un instante, acarició el suave tejido con los dedos, pensando en la bebé que llegaría pronto. Pero enseguida apartó la mirada, recordándose que no pensaba ceder ante su familia, ni siquiera por gestos aparentemente inocentes.
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