Prólogo
MUCHOS AÑOS ATRÁS
Érase una vez un chico...
El chico estaba triste y se sentía perdido, sabía que su inocencia le había sido arrebatada, pero se negaba a permitir que también le arrebatasen la vida.
Los gritos lo despertaron nuevamente esa noche, ya había perdido la cuenta de cuantas veces su sueño había sido interrumpido debido a sus peleas.
No podía moverse.
Ni siquiera un pequeño músculo. Y temía que cambiar de posición lo delatara. Y delatarse significaría convertirse en el centro de su furia.
El olor nauseabundo de la habitación era más fuerte que nunca, por eso prefería dormir, en sus sueños no vomitaba sobre su cuerpo semidesnudo, debido a su ropa hecha harapos y tampoco escuchaba su llanto.
Pero esa noche fue diferente.
Sabía que lo peor estaba por venir.
Así que permaneció encogido, escondido en el pequeño armario, esperando. Siempre esperando que viniera a por él.
Todos sus huesos se contraían, rogando por estirarse, por movimiento. Quizás estaba a punto de morir. Morir era preferible a vivir de esa forma. Pero entonces el monstruo ganaría y no podía permitir eso.
Así que siguió respirando.
Esperando.
Entonces pudo escucharlo.
—Tan jodidamente rota. ¿Te has visto? ¿Has visto en lo que te has convertido? Eres un desastre. Das tanto asco. ¿Crees que puedo permitir que mis amigos te vean así? Llora. Las malas esposas merecen llorar. Sigue. Quiero ver más de esas dulces lágrimas.
Palabras oscuras y viles llegaron a sus oídos. Palabras destinadas a ella.
Las cosas cayeron y se fragmentaron, cristal arañó el suelo, entonces ella tendría que limpiarlo a la mañana siguiente. Y diría que nada sucedió, porque necesitaba hacerle saber que estaría todo bien. No sabía como darle el futuro que deseaba y debido a ello le estaba arrebatando su presente.
—¿Cómo puedes ser tan inútil, mujer? —gruñó la bestia— ¿Quieres que me desquite con él? Esa mierdecilla no hace nada útil, solo camina por la casa como si le perteneciera, ya va siendo momento de que conozca su lugar.
Ella gritó. El ave enjaulada y encadenada comenzó a liberarse. Las cadenas se partieron y la jaula reventó. El grito que siguió no fue sobre miedo, era acerca de protección. De una madre protegiendo a su hijo. Por primera vez. Por única vez.
—Si le haces daño... te... arrepentirás —jadeó, el dolor fragmentando su cuerpo roto.
—Maldita perra, ¿te atreves a amenazarme?
Otro grito.
Otro fragmento de vidrio.
Pero... no tocó el suelo.
Él salió de su escondite. Sabía que no debía. Que corría peligro. Pero no pudo evitarlo. Necesitaba ver qué sucedía.
Entonces... lo vio, saliva teñida de rojo, como tela, deshilachándose, cayendo de su boca. Su cuerpo se balanceaba, buscando estabilidad. Sus manos se movieron en el aire, buscando... buscando algo y luego se cerraron en puños, aferrándose a la nada y cayó... cayó... cayó...
—¿Hael? Cariño...—la voz de su madre estaba rota, por los gritos y el llanto.
—¿Sí? —respondió él, aun sin saber cómo reaccionar.
—¿Puedes esperarme fuera? Mamá saldrá pronto.
El pequeño asintió en silencio y caminó en dirección al porche.
No pudo evitar pasar cerca del monstruo, su cráneo estaba fracturado, el contenido de su cabeza derramado en el suelo.
Fuera, hierbas secas de un jardín descuidado le dieron la bienvenida, empuñó su cabello, halándolo con fuerza, una vieja costumbre difícil de deshacer.
Su corazón dolía y no sabía por qué.
Finalmente la pesadilla había terminado, eso fue lo que siempre deseó.
Detrás de él una mujer se aferró a su pequeño cuerpo con todas sus fuerzas. Le pidió perdón por la vida que le dio. Por no haberlo protegido. Por ser una mala madre.
A su lado, todos sus miedos descansaban, <<sobrevivimos>> gritaron, ¿pero a qué precio?, señalaron sus sueños.
Por encima, un dios furioso frunció el ceño ante lo que ella fue capaz de hacer.
Por debajo, el diablo encantado abrió los portones del infierno.
En la distancia... luces rojas y azules parpadearon, las sirenas sonaban, el futuro lloraba y el destino gritó: aún hay tiempo.
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