• El cazador, el capitán y la princesa •
Hildebrandt vio a sus soldados abandonando la palestra de entrenamiento en el patio lateral, y por un momento tuvo la intención de preguntarles a dónde exactamente creían que estaban yendo. Era demasiado temprano para que se tomaran un descanso. Le constaba que no habían acabado con las lanzas ese día y que muchos de ellos necesitaban practicar sus posiciones con la espada. Algunos de ellos le echaron miradas de aprehensión y apretaron el paso antes de que Hildebrandt pudiera regañarles.
Pero apenas miró por encima de sus hombros y vio quién estaba parado delante de los muñecos sospesando las espadas de madera, todo tuvo sentido. Con un suspiro, Hildebrandt se acercó al Cazador Real.
—Lo cierto es que no me agrada que despidáis a mis hombres de esa manera, milord.
—Necesito la palestra para un entrenamiento privado— contestó Lord Weidmann con toda la tranquilidad del mundo.
El capitán no preguntó a quién iba a entrenar. La primera vez que había visto a la princesa ataviada con pantalones y una camisa de hombre, sudando y moviéndose por el patio como uno de los reclutas, había estado escandalizado. Pero la princesa le había ordenado guardar silencio, ¿y qué otra cosa podía hacer? Si ella se sentía más segura defendiéndose por sí misma, no le iba a quitar eso. No cuando si su hermano hubiera sido un mejor luchador, no hubiera perdido contra Violette Riding Hood.
—Los dejaré entonces— dijo Hildebrandt.
—De hecho, esperaba que te quedaras, capitán— dijo Lord Weidmann—. Eres un experto espadachín. Estoy seguro que Goldie podría aprender un par de cosas de ti.
Hildebrandt hizo una mueca por la manera informal en que el cazador se refería a la regente, pero de nuevo, no protestó. Esos dos tenían su propia manera de hacer las cosas.
—Y aquí viene ella misma— dijo Lord Weidmann sin darse la vuelta.
El hombre debía de tener un oído extraordinario, porque Hildebrandt no la había escuchado acercarse. Se veía extraña sin las faldas voluminosas y con el pelo recogido en trenzas firmes y prácticas que se había atado en la cabeza. Pero Hildebrandt le hizo una reverencia de todas maneras. Lady Locks le echó una mirada suspicaz.
—Esperaba hablar contigo a solas, Joha— le dijo.
—Si eso querías, hubieras venido al bosque donde nadie nos escucharía— replicó Lord Weidmann. Acababa de seleccionar dos espadas de madera y le arrojó una a la Kronprinzessin. Estaban diseñadas para ser igual de pesadas que las espadas normales, pero ella la atrapó en el aire sin esfuerzo de ninguna manera —. El capitán está aquí por pedido mío. Si quieres que se marche, díselo y estoy seguro que te obedecerá como buen soldado que es.
Hildebrandt mantuvo el rostro inexpresivo, aunque por dentro se enfadó por el tono burlón. Era como si la estuviera desafiando a hacerlo. Tendría que mostrar un poco más de respeto, aun siendo el Cazador Real y más o menos oficialmente un miembro del Consejo. Con más razón por eso mismo.
Pero Lady Locks solamente suspiró.
—Está bien.
Apuntó la espada hacia abajo y se inclinó, tal como lo haría un duelista delante de un contrincante.
Lord Weidmann se abalanzó hacia ella con la espada en alto. Sin aviso, sin ningún tipo de retraso, cuando ella todavía tenía la vista en el suelo. Hildebrandt tuvo el impuso de correr hacia él y arrojarlo al piso antes de que le hiciera daño (las espadas no eran reales, pero sus golpes sí que podían serlo), pero Lady Locks se movió más rápido. Simplemente se hizo a un lado, dejando que el propio impulso y el tamaño de Lord Weidmann hicieran el resto. El Cazador se tropezó, pero consiguió mantenerse en pie. Tras unos segundos, recuperó el equilibrio y se dio vuelta con una carcajada.
—¡Muy bien! Siempre es mejor usar las estrategias del enemigo en su contra.
—Es que es muy difícil no verte venir, Joha.
Lord Weidmann se rio de nuevo y levantó la espada. Tras un par de intentos más, Hildebrandt se dio cuenta que había malinterpretado estos entrenamientos. Lord Weidmann no le había enseñado a Lady Locks como pelear: le había enseñado a defenderse. La Kronprinzessin, con lo baja que era, no podía hacer demasiado en contra de un enemigo que la superaba tanto en fuerza como en habilidad. Así que en cambio, había aprendido a moverse con agilidad, manteniéndose en las puntas de sus pies, esquivando los ataques de Lord Weidmann con la gracia de una bailarina. Solamente en pocas ocasiones levantaba la espada para frenar un golpe y luego inmediatamente retrocedía y esperaba el siguiente golpe.
Contra un enemigo individual, aquella táctica servía para vencerlos por puro agotamiento, aunque Hildebrandt no estaba seguro que sirviera de mucho si los atacantes eran múltiples. A los pocos minutos, Lord Weidmann estaba jadeando y sudando. Se apoyó en la espada de madera con un suspiro.
—Nada mal— la felicitó—. Pero no has estado practicando.
Era fácil de ver: Lady Locks estaba tratando de recuperar el aliento, demasiado cansada como para contestar a la pulla de Lord Weidmann.
—¿Y cuándo supones tú que podría practicar?— replicó, con aire indignado—. Tengo más responsabilidades que antes. Los Consejeros...
—No escuchan absolutamente ninguna de tus sugerencias, si lo que vi hoy en la Sala es alguna indicación. Me temo que no te has hecho respetar los suficiente, Goldie.
De nuevo estaba rozando la insolencia. Hildebrandt decidió que aquello ya era demasiado.
—¿Y tú la respetas?— soltó, olvidándose de tratarlo por su título formal—. La manera en que le hablas...
—La respeto lo suficiente para ser honesto con ella, que es precisamente lo que ella me pidió que hiciera.
—Es cierto— admitió Lady Locks—. Todo el mundo me trata como una niña incapaz de entender.
Su voz tenía tal amargura que era difícil reconocerla. Hildebrandt la observó sorprendido, pero Lady Locks levantó la espada con muy poco esfuerzo y apuntó hacia Lord Weidmann con ella.
—Exijo que tú no hagas lo mismo. Dime lo que sepas sobre Scarlett.
Lord Weidmann permaneció en silencio un momento. Luego, también él se puso en posición. El corto descanso no le había sido de demasiada ayuda: todavía seguía respirando con dificultad y cuando se movió, lo hizo con muchísima menos gracia que la Kronprinzessin. Sin embargo, el golpe que descargó contra la espada de ella resonó con tanta fuerza que Lady Locks se mordió los labios y Hildebrandt dio un paso al frente, listo para intervenir si le parecía que Weidmann cruzaba algún tipo de límite.
Pero nada de eso ocurrió. En cambio, Lord Weidmann repelió el ataque y dio unos pasos hacia atrás. Le hizo un gesto a Lady Locks de que esperara y sacó una cantimplora del interior de su chaqueta. Agua del lago, se recordó Hildebrandt. El cazador se negaba terminantemente a beber nada que hubiera salido de los depósitos subterráneos de la ciudad, como hacía el resto del pueblo.
Tras echar unos largos tragos, Lord Weidmann bajó la cantimplora y se limpió la boca con la manga de la camisa.
—Scarlett de Hood estuvo aquí la noche que murió el König. Nadie más te dirá esto. Pero esa es la verdad.
—¡Ahora estás diciendo locuras, cazador!— exclamó Hildebrandt, furioso—. ¡No fue eso lo que ocurrió y lo sabes!
—¿Qué ocurrió entonces?— preguntó Lord Weidmann, volviendo su atención hacia él—. Cuéntalo tú, capitán. Estabas aquí, ¿verdad?
—La cazadora se infiltró en el castillo— dijo Hildebrandt. No podía creer que estuvieran revisitando aquel crimen después de todos aquellos años—. Mató al König.
—En el patio del castillo.
—Enfrente de la turba. Todos lo vieron— dijo Lady Locks. Sonaba como si estuviera recitando algo que apenas recordaba.
—¿Dónde estabas tú cuando ocurrió, Hildebrandt?— preguntó Lord Weidmann, sus ojos grises clavados en él, inexorables—. ¿Lo recuerdas? ¿Viste caer a tu señor?
Hildebrandt abrió la boca, pero de pronto un fuerte dolor de cabeza le atravesó el cráneo. Se frotó los ojos con fuerza. De pronto, le costaba pensar.
—No estabas allí— concluyó Lord Weidmann—. De haber estado cerca de él, te hubieras interpuesto. Habrías peleado con Hood hasta matarla o que ella te matara a ti. Era tu juramento, tu deber. Pero no estabas allí.
—Lo dejé solo— murmuró Hildebrandt, bajando los ojos con vergüenza.
—Pero, ¿por qué? ¿Dónde estabas? ¿Dónde estaban tus hombres?
Hildebrandt apretó los dientes. Si tan solo aquel dolor de cabeza lo dejara pensar...
—No lo recuerdo— admitió por fin—. La turba estaba atacando el castillo. Tenía que controlarlos. Supongo que...
El dolor de cabeza creció de golpe, como si un martillo lo hubiera golpeado justo en el centro del cráneo. Su visión se oscureció por unos segundos y perdió el hilo de sus pensamientos por completo.
...sangre sobre las sábanas blancas, grilletes alrededor de dos manos femeninas, ojos rojos inundados de odio...
El momento pasó y Hildebrandt se encontró apoyado contra la pared, con el corazón desbocado. Lady Locks estaba parada frente a él, con el rostro contraído por la preocupación. Su boca se movía, pero el zumbido en los oídos del capitán le impedía entender sus palabras. Se esforzó por tomar aire hasta que sus pulmones se sintieron llenos otra vez.
—Per... perdonadme, mi señora— masculló tras un momento. Su voz sonó ronca: tenía la garganta seca. Tanteó el bolsillo de su casaca y sacó un pañuelo para enjugarse la frente—. No sé qué me ha ocurrido.
—Una indigestión, quizá— sugirió Lord Weidmann—. Deberías cuidarte de los excesos en el almuerzo, capitán.
—Sí —murmuró Hildebrandt. Ahora que lo mencionaba, sí que se sentía un poco de náuseas. Se frotó el esternón, que le ardía con la bilis que apenas podía contener —. Sí, creo que tenéis razón. Me disculparéis. Me habíais preguntado algo, pero no consigo recordar qué era...
Lord Weidmann negó con la cabeza.
—No era nada importante. ¿Por qué no te vas a recostar hasta que te sientas mejor?
Hildebrandt miró a la Kronprinzessin. Lady Locks estaba mirando a Lord Weidmann, con ojos abiertos de par en par, como si estuviera muy sorprendida o alterada por algo. Sin embargo, asintió con la cabeza y se compuso antes de volverse hacia Hildebrandt.
—Sí — estuvo de acuerdo—. Creo que es una buena idea. Ve a descansar, capitán. Te relevo de tus deberes por el resto del día.
—Sois muy amable, mi señora— murmuró Hildebrandt.
Queríanegarse, porque el honor le impedía simplemente rendirse ante cualquier signode debilidad de su propio cuerpo, pero sentía la cabeza pesada y el estómagorevuelto. No iba a vomitar delante de Lady Locks, así que tras una reverenciamás bien torpe, se alejó de la palestra con los pies pesados.
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