EXTRA III
"Abrazar a la muerte"
No estaba bien, algo no era acorde al ambiente.
La siniestra y extenuante sensación de tener unos malditos ojos clavados en la nuca la padezco desde hace mucho, mucho tiempo. Al inicio no me jodían, crecí y continúo llevándome la atención de millones de ojos, de toda clase de intención.
Pero estos, estos no son cualquiera, estos no me mira desde abajo, estos me observan desde una posición que no considero a mi altura, nunca la alcanzaría, pero se le acerca peligrosamente.
No recuerdo el momento exacto, porque se ha vuelto costumbre. El problema, es que ni estando lejos, era libre de ello.
Paseo la mirada lentamente por la estancia, el ruido de las voces y estallidos de risa por encima del sonido de la orquesta. Cuento las caras que me interesan, todo podría estar acorde a lo esperado, si paso por alto que ni Lulú ni Helsen se encuentran a simple vista. Es entonces que regreso la vista a Sol, una cabellera castaña que asumí, era la de Valentina, captura mi atención.
Agudizo la vista tratando de recordar de dónde se me hace conocida, nada viene a mi mente. Perdería el interés por ello, si mi recién nombrada arbitrariamente esposa, no tuviese esa mueca de incomodidad en los labios, maquillados de rojo.
La desconocida se da la vuelta, y el rostro de Guida me trae recuerdos que mucho tiempo sepulté. Por un instante, su mirada choca con la mía, ella baja la cara, como si no soportase verme, y se pierde entre la multitud. ¿Le habrá dicho a Sol sobre...? No, no soltaría un detalle como ese a alguien que no conozca, quiero creer.
La desazón que me ha dejado la presencia de la chica, se agrava al divisar la cabellera rojiza del payaso de Meyer dirigirse directo a Sol. Jamás me había caído tan pésimo que un hombre se acerque a ella, hasta el momento que el hijo de Dietrich lo hizo. Observar como la recorre con la mirada me causa náuseas, como si fuese algo que él tiene la posibilidad de comerse. Detesto que converse con ella, me asquea que compartan el mismo ambiente, el mismo aire...
—¿Estás de acuerdo, Eros?
La voz de Ulrich me trae de regreso a la conversación, muevo los ojos a su cara, tensa, conteniéndose de mandarme al demonio. No tengo cabeza para esto, necesito estar enfocado en acabar la fiesta con todos sanos y a salvo, necesito volver a Nueva York, enfrentarme a lo que sea que venga con Sol, y en conseguir las pruebas que necesito.
Cerrar un maldito contrato que ni siquiera mi firma requiere, es lo último en mi lista de prioridades esta noche.
—Perdonen—digo, pasándole a Ulrich por un costado, ignorando las balas que me dispara con los ojos.
Me apuro a llegar a ellos, contando números del diez al uno, apaciguando el ardor que me quema la razón.
—Ah, muchas gracias, no hacía falta—escucho a Sol decir.
Antes de que Meyer le responda, doy un paso al costado ingresando al campo de visión de ella.
—Sol—digo, extendiéndole la mano—. ¿Vamos a bailar?
Ignoro la existencia de Meyer, el vaso de resignación diario de paciencia se me agotó al sacar a Jamie a patadas de aquí, y dudo que agarrarme a golpes, sea lo que la abuela espera de mí esta noche.
Ella recibe mi mano de inmediato, me da la impresión de que luce aliviada por eso. Me adueño de su cintura, guiándola a un costado del montón de personajes haciendo el ridículo. Paso de ellos también, llevando las manos de Sol a mi cuello, abrazándola contra mi pecho, cerca, tan cerca, pretendiendo fundirla en mi piel, aspirando la mezcla perfecta de su perfume y el mío, componiendo la más sutil y exquisita fragancia.
Ella aprieta con esmero los brazos como boas constrictoras alrededor de mi cuello, disimulando con el resto, el olfateo a mi ropa. Lo hace desde que le conozco, se hace la desentendida, pero incluso puedo percibir la hinchazón de su pecho al llenarse los pulmones, aunque ella cree que no me doy cuenta.
Yo sería el último en juzgar el extraño gesto, porque me voy a un nivel más... privado, al correrme en su ropa interior cuando llego a casa luego de quitársela.
Desprendo un beso en el costado de su cabeza, presionando su cintura entre mis brazos, y espero que sea ella quién de comienzo el movimiento, porque yo sé de armas, granadas, fusiles, no como iniciar un jodido baile.
Despacio, con ella teniéndome toda la paciencia de puto mundo, adaptándose a mis pasos vacilantes, adiestrándome el pausado compás.
La apego más a mí, eliminando el resquicio de distancia entre los dos, si es que quedaba alguno, y me permito envolver por la grata tibieza que desprende su cuerpo, como estar resguardado en casa, rodeado del calor del verano. El nudo de la ansiedad cede, solo un poco, al sentirla cubierta por mis brazos insuficientes para aplacar el miedo voraz escociéndose en mis entrañas.
Disfrutaría de esto, de ella, ahora, para reproducirlo cuando me haga falta sentirla otra vez.
Soy un cobarde, lo acepto sin orgullo. Pero no puedo perderme este momento por pedirle subir e intentar por segunda vez en la noche contarle lo que he hecho, como abusé de su confianza de la manera más rastrera, pero no puedo, no tengo las bolas para enfrentarme a su ira tan pronto, sin ningún tipo de protección más que para ella, una insulsa razón.
Le temo más a la decepción de su mirada, que a la misma muerte.
—Conocí a Guida—habla, luego de un minuto de balanceo en silencio.
Aspiro hondo, preparándome para el interrogatorio.
No quiero que me vea a la cara, le saco provecho a la diferencia de estatura, agachando la cabeza, recostando el mentón en la cima de la suya. El aroma de su cabello se adhiere a mi nariz, cierro solo un segundo la mirada, grabándome por enésima vez su divino olor.
—¿Felicidades?
—Gracias—replica con tanto sarcasmo, que me es imposible no reír—. Dice que te conoce muy bien.
Esas últimas palabras me advierten que Guida si le ha dicho algo que ha tomado a mal. Pero el que no agregue nada más, me dice que lo que sea que le haya dicho, no es nada relacionado a aquel momento.
—Millones creen en deidades inexistentes, Guida no es distinta a ellos—me limito a contestar.
Para mi gran suerte, ella se olvida del tema. Preservando el mutismo, oculta la cara en mi pecho, y se deja llevar por la música, y yo por ella.
Trato de mantenerme alerta, intento no rendirme al calor de su cuerpo, al dulce aroma de su cabello, a la textura delicada de su piel, pero Sol con solo existir me eclipsa el resto del mundo, me tiene para ella, y yo, que me reconozco débil cuándo de ella se trata, me dejo embaucar, porque como ella misma me lo ha dicho horas atrás, el presentimiento de que algo malo se avecina, jamás se va.
—No recuerdo el nombre de nadie, son muy raros.
Me causa gracia que lo diga, es lo mismo que pienso cada vez que me habla de su familia.
—Es porque no son importantes. Apuesto lo que sea que el mío no se te iba de la cabeza—menciono, despidiendo un beso en la cumbre de su cabeza—. Ahora no puedes dejar de gemirlo.
Le escucho reírse, una melodía que saca de ambiente el estruendo de la orquesta. Me pica la boca por besarla, y no me inhibo, tomo su rostro entre mis manos apartándola de mi pecho e inclino su cabeza hacia atrás, desesperado por sentirla, permitiéndome desprender un apacible beso en sus labios carmesí, y otro, porque no es suficiente y luego otro más, porque nunca lo será.
Las ganas rápidamente se convierten en necesidad, no me despego de su boca, menos cuando me corresponde con la misma intensidad, difuminando el contexto con pinceladas de sus labios, sus uñas, hincadas en mi nuca, atrayéndome hacia ella, reducen el sonido. Nos aislamos en medio de la caterva de gente, vagamente consciente del juicio de las miradas intrusivas, compartiendo el mismo peso e importancia de una pluma.
Me adueño de su nuca, despeinando levemente el recogido de cabello. Saboreo su labial, presionando los dedos en su piel, sus manos descendiendo por mis brazos, anclándose en ellos cual estacas imposibles de remover.
Percibo su pulso frenético bajo mis pulgares, golpeteando duro y recio como el mío, probando su aliento en un lento quemar deliberado y feroz.
No sé qué pasará al volver a Nueva York, ni en un día más, ni una hora, pero estoy saturado de certeza de que extrañaría esto como un desquiciado, porque ya lo hago, abrazándola como nunca, deseándola como a nadie. Tampoco sé si sería capaz de labrar el camino de vuelta a su vida, de la manera que lo quiero, la punzada como un puñal clavado en el pecho, me hace cernirme sobre ella. Desconozco si lo que hice fue un acierto con fachada de yerro, mi catapulta a su desprecio, pero tenía que intentarlo.
Solo sé que le adoro, le quiero y le amo, que el amor lleva por título su nombre y apellido, que así sería siempre, y eso, también lo sé.
Me siento tan colmado de ella, tan rebosante de sentimientos vívidos, de sensaciones cautivadoras, de emociones que actúan con ferocidad, que se me hace cuesta arriba apartarme y dejar que siga su camino, lejos de mí. Una parte dentro de mí me grita, me exige que cancele el proceso, que pida calcinar los papeles y deshacerme de las cenizas por el váter, la abrazaría cuando descubra que todas las jodidas noches en vela, con las arterias atestadas de cafeína, no sirvieron para nada por elegir permanecer a mi lado, ella no lo sabría.
Pero su contraparte, aún no sé si de naturaleza maldita o bendita, me susurra que no sea tan frágil, si deseo verla en la cima, tenía que tener una base debajo sosteniéndola, aunque sea, los escombros de lo que fuimos.
—Decoro, joder.
La voz de Hunter rompe la burbuja, en tanto su maldita mano se escabulle entre los dos, obligándonos a separarnos.
El susurro de la aglomeración regresa paulatinamente, como subirle el volumen a un radio descompuesto.
—Cállate—escupo, la voz distorsionada por los dedos de Sol limpiándome los restos de maquillaje del contorno de la boca.
La abuela menciona algo antes de arrastrar a Hunter a la cocina. Al parecer Sol se percata de las miradas adheridas a nosotros, sobre todo, la del grupo de mocosas al pie de las escaleras, escondiendo las risas tras las manos. Aparta la mirada, el bochorno desplazándose en forma de un leve sonrojo a través de su semblante.
La presiono de vuelta contra mi pecho, su frente tocando más abajo de mis clavículas.
—Somos la comidilla del pueblo—masculla, pesarosa.
—Somos lo más interesante que tienen para hablar.
No dice más. Ladea la cabeza, presionando la oreja allí, donde el pulso alebrestado evidencia los estragos de su cercanía, me abraza con mayor fiereza, sellando los párpados, su rostro enmarcado por la fría pesadumbre y el castigo de la preocupación.
Percibo su ansiosa inquietud, el desasosiego de las últimas horas. No sé en qué punto de mi vida comencé a preguntarme de que manera podría cargar con los miedos ajenos. Deduzco que desde la noche que levanté a mi hermana del suelo, llena de tierra, lágrimas y sangre. Me lo replanteé al sentir el inicuo temblor de Lulú al alzarla del áspero asfalto, envuelta en terror, con la ropa rasgada manchada de su sangre, encaré la interrogante las mañanas que Sol cabeceaba en clases, consecuencia de una noche sin descanso, y me lo repito justo ahora, al divisar la severa angustia atrapada en su mirada cristalina, cuando le obligo a levantar el rostro.
—¿Qué pasa?
Una pregunta incoherente, pero quiero que me lo diga, para que lo deseche.
Ella, terca como ninguna, sacude la cabeza.
—¿Irás al baile de graduación conmigo?—la sonrisa pequeña adulando su semblante, consigue persuadirme.
—¿Pensabas llevar a otro o qué?—replico, arrugando el entrecejo.
—Si, a Patrick, obviamente—sé que lo ha dicho en broma, pero el disgusto es el mismo. Ella revira los ojos, estallando en carcajadas—. ¡Estoy jugando! Dios, que poco sentido del humor tienes.
Suelto un bufido, apretando los dedos en su espalda.
—No te preocupes, yo me llevaré a Kira a Nueva York para que trabaje en el penthouse—le regreso el chiste sin gracia, encogiendo los hombros.
La risa se esfuma de su boca de ipso facto, deja de abrazarme para cruzarse de brazos. Me tengo que morder el interior de la boca para no reírme de su berrinche.
—Hazlo, verás cómo se acaba esta relación.
¿Cómo decirte, mi amor, qué estamos parados sobre el borde del final?
El crudo pensamiento me abre una herida en el pecho, la atraigo contra mí otra vez, esperando que su pecho mantenga encajada la pieza que pretende abandonarme. Me inclino sobre su rostro, despidiendo un beso en su mentón.
—¿Te cuento un secreto?
La cuerda atada a mi corazón estira los extremos.
—Por favor.
Te vas a ver tan hermosa usando tus sudaderas con el nombre de la universidad, como tanto lo deseas, como tanto lo soñaste y trabajaste.
Un soplido de desconsuelo se cuela entre mis dientes, tenso como la cuerda cada vez más estirada en mi pecho.
—No creo que resulte así de fácil, mi Sol.
—¡Acérquense, por favor!
El grito de la abuela me hace levantar el rostro, aturdido por la sobre carga de emociones en un instante.
Ha regresado con Hunter, un despliegue de camareros reparten copas, la multitud aglomerada me asfixia y pone a la defensiva, Sol sigue a mi lado, Hera y Lulú frente a Maxwell y Helsen. Mamá, por otro lado, prefiere mantenerse al margen y Ulrich permanece a su lado. Un mesero transita frente a línea de vanguardia, le quito una copa sin esperar a que me la ofrezca, bebo un sorbo, halando el vestido de Sol para acercarla a mí.
Todo a la vista luce acorde, pero no se siente como tal.
—Esta noche es una muy especial, esta noche celebramos los cumpleaños de mi adorada nieta Hera y mi querida amiga, Sol—una horda de aplausos inunda el lugar—. Señoritas cuya inteligencia supera su belleza, con solo darles una ojeada, entendemos que son las chicas más inteligentes de este mundo. Mis deseos para ustedes, es que sean todo eso que yo no fui, y mucho más, en su honor—la abuela termina el discurso, levantando la copa—, ¡prost!
La copa de la abuela no toca sus labios, tampoco se completa el brindis, un desperdicio de cristales y champaña a sus pies le distrae del cañón apuntándole a la cara, borrándole la sonrisa cuando el disparo le atraviesa el entrecejo.
Mi corazón detiene su andar un milisegundo, todo ocurre en un pestañeo.
El cañón apunta a mi dirección, un frío se me adosa a los huesos de mi columna al sentir el ardor en el brazo, poco puedo hacer más que empujar a Sol fuera del alcance y extraer el revólver del pantalón, abrumado por los gritos de terror, y el trepidante bullicio de dos descargas más, antes de caer de espalda al suelo cuando consigo apretar el gatillo, perforándole el centro del pecho.
Bajo la mirada al piso, la visión del vestido de Sol desparramado en él me cala tan profundo como contemplar su cabeza tocar el suelo.
Mis piernas ceden, me arrodillo a su lado, tomando su rostro pálido. Aparto los mechones de rostro de su cabello, examinando su cuerpo, un dolor agudo me punza el corazón al atisbar la herida un centímetro sobre su clavícula y otro en el antebrazo. Mi mente modula, asimila y toma la información necesaria en cada latido de mis latidos azorados, el más frívolo de mis miedos entre mis manos.
—Sol, abre los ojos, mi amor—presiono dos dedos en su cuello, su pulso débil descendiendo—, Sol.
Reconozco el grito de Hunter pidiendo ayuda y los gritos de dolor de mamá.
Un par de manos pequeñas tratan de tocarla, las de Lulú. Sus sollozos se transforman en llanto cuando Ulrich levanta del piso y la arrastra a la salida, junto a mamá, pero ella no le quita la mirada a Sol, patalea con rabia, pero no la suelta.
—¡Vete con él!—le grito, tratando de alzar a Sol del piso.
Pero no puedo.
El ardor me ha adormecido los nervios del brazo, la desesperación toma terreno, cada segundo transcurriendo consolidando el incisivo pavor en mis venas. Rasgo jirones de su vestido y le cubro las heridas, mis manos temblorosas, la vista cubierta por un manto de lágrimas.
Esto no puede estar pasando. No está pasando.
—Sol, despierta, maldita sea, no me hagas esto—las lágrimas apenas me permiten ver mis manos llenas de su sangre—. ¡No me convertiste en tu imbécil para dejarme! ¡Te lo prohíbo, joder!
Acomodo su cuello en la coyuntura del brazo, dispuesto a ponerme de pie a como dé lugar, casi caigo de vuelta al duro suelo con ella, cuando unas manos con anillos similares a los míos la atajan a tiempo.
—Dámela—gruñe Helsen, me cuesta dejarla ir—. ¡No puedes con ella! ¡Se está desangrando!
En medio de la confusión y el agitado desconcierto, una mujer impecablemente vestida se aproxima con servilletas de tela que cambia por los trozos del vestido. Hunter se acerca con las manos en la cabeza, Helsen espera que la mujer haga presión para echar a caminar con Sol, cada latido más blanca.
Seguía perdido en la fantasía que en un par de minutos despertaría, esto no es real, mi abuela no está muerta, Sol no se desangra en brazos de Helsen.
El pálpito férreo de mi corazón desemboca en mi cabeza como martillazos, tomo la delantera, empujando cuanto cuerpo obstaculice la salida. Una puntada de dolor me toma el brazo, aprieto la herida exigiéndole que pare de joder. Afuera, detrás del tumulto de gente desquiciada, uno de los guardias abre la puerta de mi auto. La mujer entra primero, me empujo a su lado extendiendo los brazos para recibir a Sol.
—Conduce tú que conoces el camino—digo a Helsen, un segundo antes de cerrar la puerta.
Hunter ingresa al asiento del copiloto, Helsen al conductor, las puertas se cierran y la realidad me golpea con la fuerza de un huracán, arrasando de raíz la escasa fortaleza que me mantenía cuerdo.
Esto no es una pesadilla, esto de verdad está ocurriendo, frente a mí, en mis brazos, repletos de la grotesca unión de su sangre y la mía.
La estrecho contra mi pecho sin meditarlo, abrazándole con la idea de no romperle los huesos y respetar las manos de la mujer. El auto avanza, sale de la propiedad y no me siento listo para dejarla ir, quiero permanecer así, brindándole los resquicios de mi calor para reponer la pérdida del suyo. Quiero fundirla en mi, darle mis fuerzas y un pedazo de vida, así sea el último de la mía.
Un acto de desconsuelo, producto de la más pérfida sensación.
Acuno su rostro buscando sus ojos, pero le hallo con los párpados y labios entreabiertos, helada, el cruel desespero me arrebata un sollozo, el gélido temor abrazado a mí como cadenas de hielo de mil toneladas.
—¡¿Por qué no me mira?!
La mujer se sobresalta, suelta una herida y se apura a presionar los dedos en el cuello, decorado por la gargantilla de Sol.
—N-no consigo su pulso—tartamudea sin mirarme a los ojos.
—¡Tráigalo de vuelta, es una orden!—la zozobra y tormento dueños de mi voz—. No puedes dejarme, Sol, ¡te prohíbo que me dejes solo!
La mujer suelta las heridas, el reclamo se desvanece cuando me hace tomarlas.
—No deje de presionar.
Acomoda las rodillas en la alfombra y comienza aplastar las manos en el pecho de Sol. Un lío de brazos, viscosidad, lágrimas y sollozos. La imagen de mi abuela plasmada en mi mente, el cuerpo inerte y frígido de Sol, se confabulan para armarme un lento de suplicio de nunca acabar.
La herida en mi brazo punza y escupe más líquido denso, atravesando la rasgadura de la ropa. Concentro el dolor en retener la sangre, la desconocida le abre la boca y sopla con fuerza, mis latidos me taladran la caja torácica, loco de la expectativa.
Nada ocurre.
No puede ser demasiado tarde, me prometí no rozar esa maldita línea, no fallo en mis promesas. No lo hago.
—Despierta—la exigencia me escuece en la garganta—, porque no te va a gustar que vaya a buscarte, ¡es amenaza, advertencia y promesa!
La mujer sigue presionando con fervor el tórax de Sol, bocanadas cada ciertas repeticiones en su boca manchada del rojo del labial.
Azul es mi color preferido, el color que me representa, pero al ver la piel de Sol tornarse de ese tono mortífero, lo odie, lo detesté al punto de querer arrancarme los ojos para no toparme con ellos en el espejo nunca más.
Percibo paralizado por el terror la ausencia de luz en su mirada entrecerrada, como si no estuviese aquí. Es que yo no creo en dioses, ni paraísos ni almas, pero sentir su cuerpo ocupado por nada más que la crudeza del frío, me hace cuestionarme si esa ideología, es la correcta.
—No hay pulso.
No hay manera, no es una opción viable. No.
—¡Tiene que tener!—desespero crudo y filoso empañándome la voz—. ¡Quítese!
Escucho a Hunter llamarla y de refilón tomarle la mano, pero la aparto de un golpe, comenzando la reanimación yo mismo.
Cuento uno, cinco, veinte, exhalo dentro de su boca, repito el proceso, una y otra y otra vez, pero nada da resultado, parece... parece muerta, verdaderamente muerta.
No me detengo, no puedo hacerlo. Si Dios no pensaba ayudarme o aceptar un trueque, entonces yo me convertiría en uno, de la forma que sea, y la traería de vuelta, de cualquier manera, bajo cualquier costo.
—Sol Herrera-Tiedemann, como no vuelvas a mirarme, mato a Hunter—gruño, la herida de mi brazo doliendo a cada embate.
Cada segundo que pasa sin respuesta, sin un suspiro, ni siquiera un movimiento de las pupilas, destruye un trozo de mi integridad emocional. No me quedaría nada, absolutamente nada, si esto no funciona, si no da resultado, si no...
—No, joder, Sol, no me dejes—el ruego raspándome la garganta—, tú no, mi amor.
Una ola de suplicas me atestan la cabeza, dirigidas a quien sea que me escuche. El dolor del brazo era tanto que ya no lo sentía, mi cuerpo ha sucumbido, pero no me permito claudicar, no dejo nunca de tratar de traerla de vuelta, su rostro más azul que pálido se difumina por el goteo de lágrimas deslizándose por mis mejillas, cayendo sobre las suyas.
Saboreo la pérdida en su boca rígida, rugiendo cuando los músculos me piden clemencia. Sigo apretando, llorando como un crío desconsolado.
Trato de contener el llanto que solo me descoordinaba, pero era insostenible, era intrínseco del abatimiento de mis emociones rotas y descompuestas, es la respuesta ineludible del implacable dolor atravesándome como una estaca el corazón.
No registro ni un mísero suspiro, la perdía, se me escabullía como agua de las manos, imposible de retener.
—Por favor, por favor, por favor...
Soplo en su boca, la falta de aire quemándome los pulmones.
Yo me sé enamorado, no me cabía dudas de ello, pero desconocía de la raíz tan profunda que Sol significa en mi vida, y solo me doy cuenta de su tamaño y fortaleza, cuando estoy a un minuto de perderla.
La aprieto contra mí, un instante, uno, y se sintió como abrazar a la muerte.
Un gimoteo estrangulado me traspasa la voz como la cuchilla de una navaja, cuando pierdo la autonomía de mis brazos. Espasmos me toman las manos, la cantidad de fuerza ejercida causando estrago en mis nervios adormecidos, y cedo, decaigo, gruñendo una plegaria que debió ser ignorada, porque Sol no me miró en los segundos que le tomó a Helsen estacionarse a las prisas en la clínica.
Tres puertas se abren de inmediato, Helsen mantiene la puerta abierta para darle el paso a Hunter quien me quita a Sol de los brazos y la lleva a la camilla que un par de tipos empujan.
—¡Por aquí!—alguien grita.
Me muevo en medio del jaleo entre personal médico y una turba de gente más, las luces de una ambulancia me ciegan unos segundos, quito el camino de lágrimas, tropezando con cuanto idiota se atraviese.
Todo parece transcurrir en cámara lenta.
Sigo la camilla, cada paso forma un nudo más a la extensa cuerda tensa en mi pecho, mi cuerpo tirante no soporta un gramo de dolencia más.
Empujan la puerta doble, la tensión roza su cumbre cuando la pierdo de vista.
—No puede pasar—me detiene una mujer antes de desaparecer tras la puerta.
Intento ir tras ella, dejando la marca de la palma sangrienta en el material blanco. No consigo dar un paso más, una muchacha considerablemente más baja aparece de la nada.
—Señor, necesito examinarle—dice, señalándome el brazo.
Trata de acercarse, me retiro a un costado.
—No me toque.
—Está sangrando.
Trato de pasar de largo, contemplando la infausta y repulsiva escena de las tijeras cortando el vestido de Sol, ver su pecho expuesto sucio de sangre me saca de balance, me tengo que sostener de la pared, dejando la huella de los dedos sobre la pared blanca. La enfermera de nuevo se me acerca, retiro el brazo, tragándome la oleada de pesadumbre y congoja al divisar las agujas penetrando vilmente su piel, tres pares de manos trabajando en las heridas de borde ennegrecido de sangre coagulada.
Una mano me aprieta el brazo, me la sacudo sin ánimo de ser amable.
—Qué no me toque, ¿no entendió?—escupo, ella abre la mirada asustada, retrocediendo un paso.
—Eros—llama Helsen—. Cálmate.
—¿Por qué no la cubren?—el reclamo se oye como un sollozo—. Debe tener frío, siempre tiene frío.
Ella no sabe qué responder.
Helsen hace el amago de observar a través de la otra ventana circular, lo aparto de ahí de un empujón.
—No veas—gruño, él retrocede con las manos en alto.
La respiración se me corta al mirar que se le llevan fuera de mi campo de visión. Entro en alerta, el frenesí que disponen en la carrera rebasan mi angustia, un mareo me nubla la vista.
Cierro los ojos y sacudo la cabeza, despejando la bruma.
—¿A dónde la llevan?—más que una pregunta, es una demanda.
—A cirugía, probablemente—contesta a media voz la mujer—. Usted no deja de sangra. Por favor, venga.
—No me voy a mover de aquí hasta saber que está fuera de peligro—bramo, torciéndome el hueso de la nariz por un tajo de serenidad.
—Señor, está perdiendo mucha sangre—su rostro se desfigura en una mueca de preocupación.
No aparto la mirada de la ventada, esperando que alguien salga de ahí y me informe que carajos le hacen.
—¿Por qué no entra y me dice qué demonios hacen con mi novia allá adentro?—devuelvo, la tensión generándome una falla en la respiración.
—Eros, Sol te necesita vivo y completo—sentencia Helsen—. Va a estar bien, está en buenas manos.
No en las mías.
Esas fallaron en levantarla, revivirla, cuidarla.
—No me voy a mover de aquí—decreto.
Mi expresión debió ser de piedra, para que no me contradijera de nuevo.
—Voy por los implementos.
Un par de minutos después, el proyectil descansa en una bandeja y la aguja quirúrgica perfora mi piel lastimada.
Estará bien, ha dicho un doctor.
Se han llevado a mamá a la maldita morgue, ha dicho Ulrich.
El dolor inmensurable de la pérdida y la incontenible ira, me ha incinerado todo por dentro, me ha secado las lágrimas, incluso. Puedo oír la jarana de periodistas rodeando la clínica, el llanto amargo de Hunter, la fuerte discusión de Helsen con algún oficial a través del celular.
El cierre de otro punto me hace apretar la mandíbula. La anestesia no ha rendido efecto, los bordes están tan maltratados, que la simpleza de la crema no pudo combatir los nervios. Lo sentía en carne viva, cada perforación, cada tirón, y ni siquiera de esa manera tan bruta de curar una herida, aplaca la que un par de puntadas y antibióticos, no pueden aliviar.
Mi abuela encima de un planchón en la morgue, Sol luchando por mantenerse con vida.
Trato de contener los quejidos, pero se desbordan de mi boca involuntariamente, derrotando la fachada de señor que puede con todo y todos, no lo soy, en este momento no me siento más que un trozo de ser con ansias de sacar de las cuencas con mis propios dedos los malditos ojos que no dejan de seguirme, y dárselos de comer con cucharilla.
La enfermera cubre la herida, sin decir más, me pongo de pie, con la sangre acumulada en la cabeza y el río de emociones siniestras fluyendo como lava.
Lo haría, ahora mismo, lo haría.
—¿A dónde vas?—inquiere Helsen—. Eros...
Doblo al siguiente pasillo, planeando ir al estacionamiento, pero choco de frente con tres hombres del cuerpo policial, al fijarse en mi presencia, dejan de conversar con la recepcionista.
No lo han dicho, pero sé a qué vienen. Tienen la misma mirada de aquellos que vinieron por mí, tres años atrás, en este mismo lugar.
—Eros Tiedemann—dice el del medio, retirando las esposas de la hebilla del pantalón—. Queda usted bajo arresto por el homicidio de Zane Müller, tiene derecho a guardar silencio, todo lo que diga puede ser usado en su contra...
Los flashes me deslumbran al salir del edificio, pero detrás de la manada de periodistas, alejado y vigilante de la situación, cruzo miradas con quien no apretó el gatillo, pero si lo ordenó.
Holi😇
A esta hora, en Alemania ya es 20 de diciembre, así que, ¡feliz cumpleaños, Eros!
No se me ocurrió otra manera de celebrarlo, que con una lloradita tuya😃
Se te aprecia, próximo a quererte, sé fuerte, lo necesitarás.
Con amor,
Mar💙
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