"8"

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"It's so sweet, swinging to the beat,
When I know that you're doin' it all for me..."
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         —Maldita semana asquerosa, estoy a la espera de que nos mate un meteorito del tamaño de Canadá—continúa quejándose Hunter, dejando un café frente a mí, otro a Hera y un jugo de manzana a Lulú. Toma asiento junto a la pelinegra, soltando insultos a la nada. Lulú ríe, llevándose su atención—. ¿Y tú qué? ¿No te dije que no me hablaras? Vete con tu nuevo mejor amigo Eros.

Lulú se ahoga con el café.

—¿Todavía sigues enfadado porque me llevó a casa y tú no?—Hunter le atraviesa el alma con la mirada—. Te dije que no lo supe hasta que llegamos a casa, ¡debería ser yo la molesta! Me dejaste sola cuando estaba borracha por irte a bailar.

Hunter le echa un vistazo de reojo condescendiente, negándose aceptar la verdad.

—Te dejé con Sol.

—Otra borracha—replica Lulú y la mandíbula me cuelga.

—¡No estaba borracha!

Tres días han transcurrido desde el beso y nada ha pasado. No es que lo esperase, incluso me alivia que sea así. Existe esa tensión extraña tirando como cuerdas entre nosotros, nunca se ha ido, pero el hecho de que no hemos estado a solas ni un minuto desde entonces, nos hemos limitado a comportarnos como si nada hubiese acontecido.

Al menos la mayor parte del tiempo, cuando no cruzamos miradas y el corazón me salta pretendiendo escaparse por mi boca.

—Bien, dejemos el tema Eros de lado—acepta Hunter, tomando del jugo de Lulú—. ¿Cuándo pensabas decirnos que tu papá perdió el juicio? Si no es por ese moratón en tu mejilla, no nos enteramos—se da cuenta que ha hablado para casi toda la cafetería, por lo que baja la cabeza y entre susurros añade—. Lulú, tienes que hablarnos sobre esto, es importante.

Ella siente el enojo que desprendemos los tres. Se encoje en el asiento, evadiendo dar explicaciones y el si quiera devolvernos la mirada. Mis ojos viajan al moretón que intenta ocultar con capas y capas de base y corrector y que aún así, se trasluce a través de eso.

Es el segundo en dos semanas.

—La semana pasada cuando te preguntamos por el estatus de tu caso, nos dijiste que se había aplazado
—Hera, por mucho que quiera contener el tono acusador, no puede—. Nos mentiste. Eso no es propio de ti, de Hunter, de Sol, incluso de mí sí, pero no de ti. ¿Puedo saber por qué? Jamás nos habías ocultado algo como eso.

—No quise preocuparlos, papá y yo quedamos en no pedir por la apelación—pretendo objetar esa decisión, pero Lulú cubre la mano que levanto con la suya—. Escuchen antes de saltarme al cuello. Dentro de poco cumplo la mayoría de edad y en unos meses termino el bachillerato, estaré fuera de casa antes de un pestañeo, en serio. Las cosas se han calmado.

—Si venir a clases con un hematoma en la cara quiere decir que se han calmado, no quiero saber si pasa lo contrario—rebato. Lulú baja la mirada, las esquinas de su labio desciende, una mueca de tristeza que me rasga el corazón—. No estás sola, me tienes a mí, a Hera, a Hunter, incluso a Eros, no tienes porque escondernos estas cosas. Nosotros te vamos apoyar en lo que sea.

Dejo el café a medias frente a mí, la situación no me deja consumir ni un pensamiento claro en paz.

—Cambia de abogado, Andrea puede conseguir uno que si valga la pena.

—No tenemos el dinero—refuta Lulú.

—Soy Hera Tiedemann, Lucrecia, el dinero es lo último que te tiene que importar.

Ella niega con la cabeza, su cabello moviéndose contra las mejillas.

—Mi papá jamás aceptaría dinero por el que no haya trabajado, Hera—gimotea.

—Dile que te lo has ganado por un concurso de literatura o qué sé yo—murmura Hunter, atrayéndola hacia él.

Lulú sonríe, pero no es un trazo feliz.

—No lo hará, lo conozco.

—¿Ni siquiera por tu bienestar?—cuestiona Hera, enarcando una ceja filosa.

Se le queda mirando, aguardando un suspiro en sus cachetes inflados.

—Hablaré con él—accede luego de casi un minuto, exhalando el aire contenido.

—¿Seguro?—inquiere Hunter.

Lulú, quien mantiene la cabeza en su hombro, asiente.

—Seguro.

—¡Hera!—el grito viene de alguna parte a mi espalda. Antes de que pueda rodar los ojos al reconocer la voz, ella ya se encuentra parada junto a la mesa, con Eros su costado—. ¿Tendrás un minuto?

Subo la cara para mirarle tomar asiento junto a su hermana, dejando a Stella sin lugar. Clavo la vista en el café rehuyendo de sus orbes intrusivos. Me hago la desentendida, arrastrando la punta de un dedo en el borde del vaso caliente, percibiendo el ímpetu natural de su mirada sobre mí.

Se había vuelto su costumbre, más yo aún no me acoplo.

—¿Qué quieres?—Hera no se va por las ramas.

Stella, sin embargo, no desiste en la sonrisa apretada que muestra con mucho orgullo.

—¿Podemos hablar un minuto?—inquiere, usando una inflexión mucho más fina de lo normal.

—Estamos hablando—repone la rubia, mirándole inexpresiva.

Stella me mira de reojo.

—A solas.

Hera ladea la cabeza, el amago de una sonrisa cínica sondeándole la boca.

—Ya sé que quieres, y la respuesta es no.

Stella resopla.

—Ni siquiera he preguntado nada, ¿cómo puedes saber que quiero?

—Niña, tienes una foto de Carolina Herrara en las manos, ¿qué mas querrías de mi que un puesto en el equipo?

A tu hermano.

Stella cierra la boca de súbito, reforzando el agarre en la hoja impresa con la cara de la diseñadora, arrugando el papel. Los ojos críticos de Hera se mantienen en el rostro de la chica, analizando cada uno de sus gestos. Stella parece estar a un suspiro de expulsar humo por las orejas, sin embargo, encuadra los hombros y estira los labios en una sonrisa de fingida afabilidad.

—Me descubriste—suelta una risa escasa de gracia que busca ser encantadora. Revolotea las pestañas, descansando la mirada en Hera—. ¿Entonces? ¿Qué dices?

La carcajada áspera que suelta Hera hace que me estruje la sien. Esto ya me está causando vergüenza ajena.

—Que no, obviamente—contesta la rubia con firmeza—. Además, no es como si yo tomara las decisiones. Te diría que envíes la solicitud, pero la verdad es que será tiempo perdido.

El rostro de Stella se descompone, a pesar de eso, su postura permanece erguida.

—Entiendo, están completas—declara, descansando una mano en la mesa. Baja unos centímetros la cabeza, acercándose a Eros—. En ese caso, ¿podría enviar solicitud a Tiedemann Armory?

Desde mi posición no puedo ver su cara, pero por el tono meloso rebosante de drama que utiliza, ya me imagino cual debe ser. Eros plasma una sonrisa sardónica y temo por su respuesta. ¡No quiero toparme con ella en la compañía!

—No—su respuesta es contundente.

Stella más ofendida que otra cosa, me señala como si quisiera acusarme de algo.

—¡Aceptaron a Sol! ¿Por qué a mí no?

Hera la observa arqueando las cejas, es obvio que goza rechazarla por partida doble.

—¿De verdad quieres una respuesta? Yo que tú me lo pienso...

Stella vuelve a su posición de hombros derechos, salteando rabiosa la vista de Hera a mí, con la sombra del rechazo oscureciéndole el semblante.

Alza una ceja, una mueca irascible asediándole las facciones.

—Vine en son de paz, pero contigo jamás se puede mantener una conversación educada—resopla, comprimiendo los puños sobre la mesa—. Nos vemos.

Desliza la mano sobre la superficie, derramándome el café sobre la camisa.

Para mi suerte la temperatura se había reducido. Stella toma las servilletas que yacen en la mesa, en un intento por ayudarme a secar el líquido oscuro que con cada segundo se vuelve más grande. Habría creído que fue un accidente si no mostrara esa sonrisa taimada extendiéndose por su cara.

Antes de apartar sus manos de mi, Eros se pone de pie y la aparta él, fulminándola en un solo vistazo.

—¡Intento ayudarla!—grita ella, Eros señala la puerta del cafetín.

—Ya fue suficiente, lárgate.

—Pero...

—¡Fuera de aquí, zorra maloliente!—el grito de Hera resuena por todo el cafetín.

Las miradas de las personas que ocupan las mesas cercanas se dirigen al espectáculo en el que nos hemos convertido.

—¡Zorra maloliente!—chilla Stella indignada—. ¡Seré zorra, pero maloliente jamás!

Cierra la boca al darse cuenta de lo que acaba de decir.

Tras arrojarme una última mirada orgullosa, se da la vuelta ondeando los finos mechones rubios tras ella. Entre Hera y Lulú tratan de sacar la mancha, pero las servilletas no alcanzan, antes de que se terminen, agarro una y meto la mano por debajo de la camisa, pasándola por mi estómago, quitando el rastro pegajoso e incómodo empezando a formarse.

—¿Estás bien? ¿Quieres ir a la enfermería por un gel?—pregunta Lulú, dejando las servilletas usadas en la mesa.

Sacudo la cabeza negando.

—No estaba caliente, no te preocupes.

Dobla los labios insegura, pero no me contradice.

—Deberías cambiarte de camisa, tengo una en el casillero del equipo, ¿quieres que vaya por ella?—sugiere Hunter y yo asiento.

—Por favor.

En el momento que Hunter se levanta, Eros también lo hace.

—Mi auto está más cerca, tengo una allí—informa. Engarza su mano en mi brazo—. Apresúrate.

No, no. O si, si por favor.

Alcanzo a lanzarle una sonrisa agradecida a Hunter antes de que Eros nos saque del cafetín con dirección al estacionamiento frente a la fachada del instituto.

No va corriendo, pero tampoco a paso pausado. Al llegar a la camioneta, Eros abre la cajuela, me detengo a su lado, observando una mochila de marca con lo que alcanzo ver, artículos de higiene y ropa deportiva. El pensamiento de que es la que lleva al gimnasio cruza mi mente.

La piel de los labios me cosquillea, la presión en el ambiente demasiado espeso para ignorarle.

—Quítate la camisa—ordena, abro la mirada, sintiéndome fuera de balance.

—¿Aquí?

Eros me observa empequeñeciendo la mirada.

—Claro, frente a medio instituto. Qué buena idea, Sol—da un largo suspiro y hace sonar el seguro del auto por segunda vez—. Entra.

Recibo la camisa que me extiende y brinco a los asientos traseros. Cierro la puerta tras de mí, soltando la energía acumulada en un larguísimo suspiro. Me saco la camisa manchada y la dejo a un lado, reviso la camisa de Eros.

Es grande, mucho para mí cuerpo delgado. Quizá tenga que arremangarla a mi cadera para no verme como si vistiese un pijama. Y procurar que no me caiga ningún otro café encima, no hay que ser demasiado inteligente para saber que Eros no compra su ropa en la tienda de segunda mano donde lo hago yo.

La camisa rueda por mi cuello cuando la puerta, sin aviso, es abierta. Un grito se construye en mi garganta, pero por la misma vergüenza que siento lo reprimo, y en cambio, lo que se escucha es un singular graznido.

—¿Por qué tardas tanto?—inquiere Eros como si nada, asomando la cabeza entre la ranura libre.

Empujo la camisa hasta lo que da, evadiendo su mirada. Agarro la camisa sucia y bajo del auto con los ojos anclados al piso. Me ha visto en sostén, justo hoy, que decidí ponerme el más antiguo y deshilachado de todos.

Paso de largo por su costado, susurrándole un gracias entre dientes y cuando pensé que saldría airosa de la situación, Eros aferra una mano a mi muñeca, obligándome a que gire y lo enfrente.

—Lindos pechos—dice en un tono juguetón que me sabe agrio.

Se está burlando de mí. Lo sé, porque no tengo pechos bonitos. Mis senos son la parte de mi cuerpo que mas conflicto me genera cada maldita vez que me veo desnuda frente al espejo, cada vez que decido comprarme ropa interior o un traje de baño. Jamás consigo un conjunto que se ajuste a mis medidas, cuando la parte de abajo me calza, la de arriba no y viceversa. Estoy vacía, es la realidad, y que me diga eso me destruye la seguridad.

Si no fuese por el hecho de que si me quito su camisa quedaría con el torso al descubierto, ya se la hubiese arrojado a la cara. La sonrisa de Eros cae, imagino que mi temple vulnerable no le va en gracia.

Quito su mano de mí y con una terminante mirada, me retiro trotando de regreso al instituto, dejándolo a medio aparcamiento con el susurro de una maldición bailando en el aire.







Media hora atrás, Andrea terminaba su jornada en la compañía, recogía sus cosas y salía de la oficina de un humor bárbaro. Algo relacionado a algún caso ha dicho, Cecil fiel creyente en el horóscopo y las energías, se ha quedado acomodando los escritorios, con una melodía de un cuenco tibetano amenizando el ambiente y un incienso de alguna hierba para purificar la mala vibra que Andrea ha dejado.

Tuvo que abrir la ventana que pega del techo para darle salida al humo, no consiguió llave de la otra y aquí estoy, encima de una silla sin zapatos, grabándole videos a mamá de la ciudad.

Le hago zoom a los edificios que le llaman la atención, aunque tengo el tórax prensado por la altura y el cabello revuelto por el viento. Le escribo que elija uno más y ya, tengo muchas ganas de volver a casa y dormir. Necesito descansar la mente antes de ir a mi primera entrevista de trabajo en una cafetería, lejos de casa, pero es el único sitio de dónde me han llamado.

—Que nervios verte allí, hijita, ten cuidado—alerta Cecil—. Iré por un sándwich al cafetín, ¿vienes conmigo? No te vayas con el estómago vacío.

Deslizo la mirada a la mujer de pie junto a la silla, sostiene el monedero en las manos, observando a la ventana con precaución. Todavía el olor a quemado transita en la oficina y sus alrededores, me preguntó qué pensará Andrea de eso, conociendo que detesta los olores fuertes, el mismo lo ha dicho cuando vino esta mañana escupiendo blasfemia después de una corta reunión, sobre lo terrible del olor a cigarro en la oficina de vicepresidente.

—No, está bien, muchas gracias—contesto de la manera más afable que puedo—. Ya me voy, comeré en casa.

No se le ve muy de acuerdo, pero se echa un rizo gris rebelde de vuelta al montón de tirabuzones asintiendo con la cabeza.

—Muy bien, nos vemos el próximo viernes, cuídate—se despide dándome un golpecito en la pierna con el monedero, sale de la oficina tarareando una canción.

Le aviso a mamá que el juego terminó, entro a la conversación de papá para enviarle una foto, recordándole esos libros que me regalaba de niña, dónde había que buscar a un tal Wally, un chico de lentes y camisa a rayas blanca y roja.

Las ilustraciones tienen tanto detalle que se parece a la Nueva York caótica desde las imponentes y atemorizantes alturas.

—¿Qué tanto haces?

La llegada sin aviso de Eros me hace brincar del susto. Un segundo presionaba enviar, al otro, el celular se me resbala de las manos.

La conmoción de lo que acaba de pasar me deja pasmada contra el cristal, procesando que me he quedado sin celular. En un mísero segundo, ya no tengo nada.

Estiro el torso sobre el borde, vuelvo adentro con el corazón a mil por hora, al confirmar que el aparato se ha estrellado contra el concreto veintiocho pisos más abajo. Desciendo de la silla y un frío me toma la cara.

—No puede ser—balbuceo, con una mano en la boca—. Coño de la madre.

—¿Qué pasa?—pregunta Eros.

Me digno a verle y maldigo que este ataviado en un traje de saco y pantalón gris semi formal, porque se ve tan bien, tan apuesto, que por poco se me olvida su irrespetuoso comentario de ayer.

Tomo asiento en la silla y rápido me calzo las botas. Entre la pérdida del celular y su presencia me han masticado y escupido los nervios, si quiero mantener los que me escasean, lo idóneo es huir de aquí.

—Mi celular, se me cayó—informo, cerrando la cremallera del zapato.

—Suicidio—dice, profiriendo una ligera risita inaudible.

Me le quedo viendo sin mover un músculo de la cara.

—No es para reírse.

Se encoge de hombros, las manos dentro de los bolsillos del pantalón.

—Lo sé, por eso me río.

Ruedo los ojos poniéndome de pie.

—Martín me va a matar—susurro para mí.

No digo nada más, paso de él, no estoy de humor para su extraño trato.

Recojo mi libreta, bolígrafo y lo hecho a las carreras dentro de la mochila. Me guindo la correa en el hombro, maquinando una manera de decirle a mi hermano que he perdido el aparato sin sonar como una imbécil. No encuentro forma.

—Sol—me llama Eros al dar el primer paso.

Inhalo hondo, girando el cuello para mirarle a mi espalda.

—¿Qué?

Adelanta un paso certero, a pesar de que su semblante peca de lo contrario.

—Tranquila, bajamos, lo encontramos y le damos sepultura—bromea, blanqueo los ojos moviéndome un paso más a la puerta—. ¿Te apetece un batido?

—No—replico, a poco de alcanzar la salida, me toma de la muñeca. Volteo de nuevo, deshaciendo el agarre—. ¿Qué quieres?

Mira aquí y allá, buscando algo en mi expresión.

Su indecisión me pone ansiosa, quiere decir algo pero no termina de hablar, le cuesta hacerlo. Toma una bocanada de aire rascándose la cabeza, camina hasta detenerse a menos de un metro de mí, creo avanzar en mis reacciones ante él, pues no me siento intimidada, por el contrario, en este momento siento que soy yo la que tiene el control de la situación.

Levanto el mentón instándole a que diga lo que sea que tiene en el borde de la lengua, a pesar de que creo saber a lo que viene, temo que salga con otra tontería.

Se da por vencido, soltando una palmada en el regazo antes de ponerse las manos en las caderas.

—Por esto no me agradas, Sol—plantea con dejo acusador, lo que me deja en un estado de confusión más grande.

—¿Perdona?

Sus ojos llenos de intensidad.

—No me agradas por esto—repite, haciendo ahínco en el último término—. Por las ganas que tengo de disculparme, y yo nunca me disculpo.

Aguardo a que añada algo más, por ejemplo, la razón de esas ganas de disculparse, porque si con decirme eso piensa que ya está hecho su trabajo, uno de los dos está equivocado y no soy yo.

Se mantiene imperturbable.

—¿Esta vez lo haces por...?

Siento que le hago la tarea, sin embargo, enarco una ceja esperando que entienda el mensaje. Expele el aire lentamente, como quién se proclama perdedor.

—Por decir que me gustan tus tetas—suelta por fin, ahí caigo en cuenta que no estaba para nada preparada para escucharle decir eso.

La vergüenza me supera, percibo el estallido de vasos sanguíneos por todo mi rostro.

Giro sobre mis talones con la meta de salir de una buena vez y olvidarme del beso, de las ganas que le tengo y su comentario, él contrariando mis planes, corre y obstaculiza la puerta con la anchura de su espalda.

Doy un paso al costado buscando salir por el espacio libre bajo su brazo, se fija en eso y rápidamente se interpone, llenándome la cabeza de sangre caliente.

—No fue lo más decente que pude haber dicho—se excusa, tratando de que le mire a los ojos—, pero lo decía malditamente en serio.

Reparo la punta de mis zapatos, verle en este momento sería demasiado para mis nervios desgastados.

—Por la paz, deja el tema hasta aquí—casi suplico, hundida en la vergüenza. Hablar de mis senos no es un tema que me apasiones, menos con él.

—¿Por qué te cuesta creerlo?—inquiere y pude, de una loca manera, escuchar su sonrisa—. Sol Herrera, tus senos son preciosos.

Mi pecho se aprieta ante la sinceridad de esa declaración. Sello los párpados con fuerza, cada segundo que pasa más agitada. Paso la mano por mi sien, evitando caer en el abismo de sus ojos.

Joder, que situación más extraña e incómoda, ni siquiera con ese beso me sentí tan expuesta como ahora y no podría culpar al alcohol como quise y no pude, en ese momento estaba más que consiente.

—Ni siquiera los has visto—pronuncio y el arrepentimiento me abofetea con crueldad.

El soplo de su risa fugaz roza la cúspide de mi cabeza en tanto toma un paso más cerca de mí, tan cerca que el cuello de su camisa toca mi frente.

Respiro un poco, despacio, llenándome, impregnándome las fosas nasales de su aroma adictivo.

—Muéstramelos y te doy una opinión más concreta—pide, su proximidad generándome  calientes retorcijones más allá de la ingle—. Muéstramelos y te prometo que te hago quererlos.

El galope incesante de mi corazón me dificulta respirar, aprieto los puños hincando las uñas en las palmas, intentando inútilmente de evadir la sensación abrasadora que la conexión de sus manos en mi nuca me produce. Como esa noche hace una semana, alza mi rostro y en un segundo que se me hace eterno, une su boca a la mía, esparciendo el calor establecido en mi vientre al resto de mis extremidades blandas a causa de las sensaciones.

No sabía si era erróneo, y si lo es, ahora no me explico la razón y si la hay, no me importa tampoco. El único pensamiento asentado en mi mente, es que deseo que me toque y lo haga más profundo que el simple pero febril contacto de sus labios devorando los míos.

El agarre en mi nuca aminora y el de su boca aumenta. El beso se torna demandante, me cuesta acoplarme al vaivén insistente de su boca, mi limitada experiencia le queda chica, pero las ganas, por la forma que sus dedos apretujan mi cintura y su lengua me saborea y succiona mis labios, nivelan las suyas.

Rápido sin dobles pedidos, el deseo férreo e intenso se construye en medio de mis muslos, casi me ahogo con el gemido que me trago cuando presiona las caderas contra mí, permitiéndose sentir su evidente emoción empujándome hacia atrás y tan pronto mi espalda baja toca el borde del escritorio del abogado, la cordura me recuerda el lugar dónde nos encontramos.

Me cuesta una vida separarme de su boca, porque se niega a soltarme como yo a él.

—Cecil regresará pronto—digo, el susurro tan agitado como mis latidos percibidos en más de un sitio.

El beso me ha dejado tan frustrada que duele.

Eros asiente como si lo repitiese en silencio, se pasa una mano por el cabello y los labios hinchados, despidiendo una fuerte bocanada de aire.

—¿Vamos por el batido?—inquiere con ronquera en la voz—. Como muestra de mi infortunado pero sincero comentario.

No.

—Sí.

Maldita sea.

—Y por la estatua de la libertad—agrega como si nada.

Me ha dejado colgada.

—¿Qué?







Casi una hora después, un batido de vainilla a la mitad en la mano y la estatua de la libertad completando la maravillosa vista, me pregunto qué hago aquí.

No, con quién estoy aquí. Es decir, claro que sé, el problema es que me gusta la situación más de lo acostumbrado.

Eros quiso conocer esta zona de la agitada ciudad, yo ya había venido varias veces a Staten Island porque el viaje en ferry es gratuito y mientras sea así, me tendrán merodeando las aguas que se miran sucias, pero que no opacan la imponente vista de los rascacielos, los puentes de Brooklyn y Williamsburg y por supuesto, el centro de atención de la ciudad, la señora estatua.

Escondo el cabello dentro del abrigo, el viento me golpea de lleno en la cara y me lo disfruto, aunque al desembarcar tendré la piel del rostro seca y tiesa a causa del frío.

—Siento que vivo en una ciudad distinta cada vez que me subo aquí, mira—comento, apuntando a la isla, llevamos la mitad del camino recorrido—, no he paseado por allí, llevo casi tres años aquí y solo conozco Brooklyn y poco más.

Levanto la vista al cabello de Eros, el gel mantiene los mechones controlados, exceptuando un rizo rebelde que baila al son de la brisa. Controlo las ganas de subir la mano, enrollarlo en un dedo y conocer la textura de sus hebras relucientes.

—Son distintas perspectivas, el vivir que visitar—dice, su mirada se mezcla divinamente con el cielo despejado—. Múnich rebosa de turistas todos los días y no noto el encanto.

Le observo de reojo un tanto incrédula. Si abundan turistas, algo bueno debe tener, ¿no?

—Que tú te canses del encanto no le quita el mérito de tenerlo—alego, doblando los labios—. Por eso los pasajeros se llevan la mejor experiencia, porque el que convive ya no ofrece el mismo trato.

A pocos metros, una pareja simula estar en el titanic, sería una desgracia que uno se caiga y el ferry lo aplaste.

Eros ocupando mi flanco derecho aleja el vaso de la boca húmeda, tentada a pararme de puntas y probar la bebida de fresa de sus labios, sorbo de la mía fijando la vista al horizonte, percibiendo sus ojos delinear con interés e intensidad mi perfil.

—La misma filosofía aplica a los matrimonios.

Eso captura mi atención. Evito mirarle de frente, soltar que estuve revisando sobre él en internet y que sé de lo que habla sería el pináculo de la vergüenza.

—¿Estuviste casado?—bromeo, mordiendo el sorbete.

Se inclina hacia mí, su cabeza paralela a la mía.

—Estuve con casadas.

Una sonrisa se desliza por mis labios.

—Oh—es todo lo que logro pronunciar—. Volviendo al tema, Hera me ha dicho que tienen un castillo muy bonito. Neu... algo.

—Neuschwanstein, de un supuesto rey loco, si—concede—. Los Alpes son rescatables, son una belleza natural.

Y tú también.

Le miro esperando que eso haya salido de mi boca, al verle con su máscara imperturbable usual, respiro de nuevo. O puede que si lo dijese y me da la oportunidad de no hacer que me muerda de vergüenza.

Rápidamente descarto esa opción, si fuese así, ya mismo estuviese burlándose de mi, ni siquiera entiendo la razón de mi duda.

—Tú lo has dicho, no es lo mismo vivir que visitar—repito su planteamiento, tocándole el brazo con un dedo—. Seguro que hay montones de cosas maravillosas por ver.

Por alguna razón, eso le arrancó una sonrisa que en menos de mes de conocerle, puedo calificar de sencillamente agradable, sin ápice de ironía en ella.

Caemos en el mutismo, solo rellenado por el ruido de las conversaciones ajenas, a pesar de estar este sitio casi vacío.

Trato de no pensar mucho en lo extraño que es estar acá a solas con Eros, como si él no encajase conmigo y viceversa en el sentido amistoso de la palabra, pero a la vez, me encantaría que pudiésemos encajar en otro aspecto más carnal y estaría bien si no fuese el hermano de Hera, temo que si llegase a pasar, las cosas se volviesen raras.

Quiero creer que tenemos la madurez para que eso no pase, pero nunca me he enfrentado a algo como esto, no sé cómo sería para mí eso de pasar un buen rato y nada más sin que me afecte. Puedo decir una cosa ahora, pero no tengo ni un atisbo de idea como resulte después de eso.

—¿Extrañas tu país?

La pregunta me saca de balance. Suena tan distinto al matiz prepotente que habita a usar, ahora se escucha pacífico, incluso amigable. Frunzo al entrecejo al notar que se las ingenia para extraer un cigarrillo de la caja y encenderlo aún contra el viento recio.

—Sí, claro—contesto de forma automática, me consigo con la voz rasposa, por lo que carraspeo para aclarármela.

—¿Qué es lo que más extrañas de allá?

Tengo en la punta de la lengua un '¿por qué te interesa?' Pero está siendo amable, puedo serlo yo también.

—A mis padres—menciono, visualizando la cabellera rojiza de mi mama y la piel morena de papá. Evoco una de las mañanas en casa, y casi puedo sentir el calor del budare dónde Isis prepara las arepas y el delicioso aroma a café negro que Francisco se preparaba en las madrugadas—. Sábana Grande y el metro, lo cual es gracioso, porque odiaba tener que subirme en el todos los días. Si mi yo de hace cuatro años me escuchase decir que extraño el metro de Caracas, me ahorcaría con el cargador del celular.

Celular que ya no tengo.

—Aquí tienes el subway—declara, frunciendo los labios, como si no lo entendiera.

Una sonrisa que siento nostálgica me atraviesa el rostro.

—No es lo mismo—sacudo la cabeza—, no es lo mismo. ¿Tú no extrañas Alemania?

La interrogante, por alguna razón, le causa gracia. Observo como tonta la manera en la que su boca se curva para expulsar el humo amargo.

—No—responde con toda firmeza.

Eso sí que me sorprende. ¿Cómo podía decir eso? Ahora soy yo la que luce como si no comprendiera lo que ha dicho.

—¿Ni siquiera a tus padres?

Sonríe a medias, pero no se mira feliz.

—A mamá más que nada. Aquí tengo todo lo que necesito—sus ojos se enfocan en mi—, y lo que deseo.

La respuesta me deja una sensación fervorosa en el estómago. Aprieto el costado el batido, sintiendo el pecho llamear.

—¿Tu colección relojes, tu auto y a Hera?

Deja escapar otra nube de humo acompañado de una risa ronca.

—¿Quién te ha dicho esa tontería?

—Hera.

—Hera debe aprender a cerrar la boca.

Me muerdo el labio inferior sopesando que contestar. Eros continúa disfrutando del cigarro, concentrado en la vista. Tomo aire profundo, arrugando la nariz cuando el desagradable olor me quema la nariz.

—No me creo eso de que no extrañas nada—proclamo, girando mi cuerpo de tal forma que doy de frente con su perfil—. Tiene que haber algo, ¿una mascota?

—Nunca tuve mascota.

Eso es triste. Irónico, que yo solo tuve un pez que tenía que estar solo porque se devoraba al resto.

—¿Amigos?

Su expresión se torna sombría.

—Ninguno.

—¿Alguna novia?—suelto sin pensar en ello.

Eros ensancha la sonrisa, despidiendo humor por los orificios de la nariz.

—Jamás he estado en una relación.

Consumo un buen trago del batido, sus ojos fijos como ganchos inamovibles en los míos.

—Algo tienes que extrañar, no es normal que no—replico, empeñada en sacarle información. Esto se ha convertido en un caso de investigación personal—. ¿Tiene algo que ver con que te atrasaras un año escolar?

Su cara se transforma por completo. El lado amable que sale a flote en los momentos menos esperados, se esfuma, para dar paso a ese semblante hostil con el que carga todos los días.

—No, y ya deja de preguntar.

La quijada me cuelga de la sorpresa. ¿Por qué el cambio de humor tan de repente?

—¡Tu empezaste con las preguntas!

—Y yo las termino.

Regreso a mi posición con la mirada al frente, me siento insultada.

—Es una simple pregunta, ¿qué te cuesta responder?

—Ya te respondí.

—Pero no te creo, y ya que estamos curiosos, ¿en serio te tomaste un año sabático?—él asiente y yo achico la mirada—. ¿Por qué harías algo como eso?

Gruñe, lanzando la colilla al vacío. Le doy una mala quejumbrosa que obviamente ignora.

—Porque me salió de los huevos, Sol. Hablo en serio, deja de hacer preguntas cuyas respuestas no te van a gustar.

—¿Cómo puedes saber eso?

—Porque si—espeta con dejo severo.

Así es como una conversación toma un giro de ciento ochenta grados en diez segundos.

—Esa no es una respuesta aceptable, Eros.

—Es la única que obtendrás—finaliza sin espacio a replica.

Aprieto los dientes, de verdad quería contenerme pero decidí empujar su paciencia.

—¿Por qué? ¿Te avergüenza tu pasado? ¿Por eso no quieres hablar?

Toma un largo suspiro, apretándose el puente de la nariz.

—No me apetece, es todo.

¿Me había pasado? Sí, pero no me importa.

—Que injusto, yo si te respondí—me avergüenzo del quiebre que sufre mi voz a media frase.

—¿Y vas a llorar por eso?

—Que insoportable eres—mascullo, cruzándome de brazos—, lo poco que me agradabas, mira—chasqueo los dedos, causando que se ría de mi—. Murió.

Entonces, se agacha a mi altura mirándome a los ojos. Presiona el pecho roza levemente mi hombro, la escases de ritmo cardíaco termina por descender a cero al sentir la vibración de su risa altiva.

—Yo no te agrado, Sol, yo te gusto.

Sus palabras, tan directas como filosas, me hacen abrir los ojos de golpe. Se muestra tan seguro de sí mismo y lo que acaba de expresar que en lugar de bochorno, lo que me oprime el pecho y detiene por medio segundo las pulsaciones, es el enfado exagerado que de repente estoy sintiendo.

Pero no enfado por él, enfado por mí misma, por siquiera considerarlo. Aprieto los parpados, exhalando una bocanada sigilosa de aire.

—No me gustas—replico entre dientes.

Su rostro se ilumina por una sonrisa confianzuda. Gustar es un término que para mi tiene peso. No me gusta, me atrae, es distinto.

—No me mientas, ni te mientas a ti misma—su  voz consigue la forma de persuadirme a devolverle la mirada. Azul cielo, profundo y lúcido en su iris. Me sumerjo en ellos como quién busca paz en el infierno—. No después de besarme como lo hiciste.

El aire para de circular por mi cuerpo. De estar ruborizada como jamás en mi vida lo estuve, paso a sentir la piel helada y la sangre congelada. Eros inclina la cabeza a un lado sonriendo con un orgullo que hiere el mío, sin dejar de oscilar su mirada de mis ojos a mis labios, llevándome al borde de una insufrible crisis nerviosa.

—No puedes gustarme, te conozco hace menos de un mes—asevero, a la vez que aprieto los labios en una línea al darme cuenta que me he escuchado como si tratase de convencerme a mí misma.

Eros ríe con gusto y ganas.

—He dicho que te gusto, no que estés perdidamente enamorada de mi.

Alejo mis ojos de los suyos, verlos en este momento, es una dulce tortura.

—Fue un simple beso, no hace falta que hagas drama por eso. No te he visto hacerlo por el revolcón que tuviste con Mandy—eso último lo digo en un murmuro ácido—. Me ayudaste con Cruz, es mi agradecimiento.

Arruga el ceño, para nada contento con mi respuesta.

—¿Eso es lo que fue? ¿Tú forma de pagarme?

Asiento repetidas veces, agradeciendo haber llegado a tierra firme.

—Claro, ¿qué más sería?—suelto una carcajada seca. Quiero dármelas de dura, cuándo en el interior soy todo un volcán de emociones de todo tipo—. No se lo comentes a Hera, no quiero problemas innecesarios con ella.

Me encamino a desembarco como si eso fuese a salvarme de mi propio cuestionamiento.

—Sol—su voz es un susurro que se une al viento. Me atrevo a girar a verle y la determinación impetuosa que veo en su mirada, enciende cada una de mis terminaciones nerviosas—. No me gustan mentirosas.

Que mal, porque ciertamente, yo lo soy.


~

Feliz, dichosa y jubilosa, como sin jugarme la lotería me la hubiese llevado completa sin reducción de impuestos. Así me siento.

Entro a casa casi saltando de la alegría, la búsqueda de trabajo rindió frutos, excelentes y mucho más rápido de lo que esperé. A la tercera entrevista me aceptaron en una tienda de videojuegos como cajera, ¿qué idea tengo yo de juegos o si quiera el manejo de caja? Ninguno, pero estoy enfocada en ver una maratón de videos en internet para aprender. En ese mundo internauta hay tutoriales de todo.

Solo tengo que quitar un obstáculo en mi camino a la casi independencia y el ruido proveniente de la cocina, me advierte que el bulto de asfalto está en casa.

—¡MARTÍN!—grito, saltando hasta allá, me detengo de golpe al reparar en la asquerosa escena.

Maddie, su novia, reposa en su regazo, ambos tienen el cabello hecho un nido de pájaros y por más que intento ignorar que ella solo tiene una de sus camisas puestas, el asco me revuelve el estómago al saber lo que han estado haciendo en mi ausencia.

Maldita sea, cuando me fui se veían decentes.

—¿Por qué los gritos?

Una sonrisa me cubre la cara, entonces, sin preparación alguna, suelto:

—Conseguí trabajo.

Se queda pasmado en el asiento. Me clava la mirada como si fuesen dagas, pero no bajo la cara ni me acobardo ante él, una muestra de debilidad y perderé.

—Llama y cancela, no sé ni para que me lo dices si ya sabes cuál es mi respuesta.

Muevo la cabeza de lado a lado, firme.

—Me quedaré con el trabajo, son cuatro horas y media de lunes a sábado nada más, entro a las cinco, queda en el centro comercial Starplace, acá a la vuelta, ni tendrás que buscarme cuando salga.

—Que no, llama y cancela, no tienes mi permiso.

—Martín, bebé—interviene Maddie, acariciándole la barbilla—. Sol ya esta grande para tomar sus propias decisiones, tiene necesidades y es normal que quiera ganarse su dinero, ¿no te das cuenta lo grandioso que es eso? No es un parásito que quiere vivir a costa tuya, como mi hermano hace conmigo.

Esto era lo que quería, Maddie no es la mejor cuñada ni la más amable, pero me ayuda en los momentos justos y eso vale más que una tonta que me quiera caer bien a toda costa y termine siendo insoportable, ya ha pasado. La miro con agradecimiento para mover la vista a Martín, que la observa como si fuese la criatura más hermosa del planeta.

Qué bonito debe ser que alguien te mire como si fueses su mundo entero. Aparte de tu mamá, obviamente.

Martín escapa de la ensoñación, agitando la cabeza.

—No, tiene diecisiete, debería estar concentrada en sus estudios no trabajando.

Ella pone los ojos en blanco y se baja de su regazo.

—Mi primer trabajo lo tuve a los catorce, comencé siendo niñera de mis primos, me pagaban cinco dólares por hora. Sol no es una niña, necesita saber lo que es ganarse las cosas por ella misma.

—Es cierto—le apoyo, colocando una mano en la cadera—. Puedo ayudarte con el mercado y...

—Que no—corta tajante, la sangre me empieza a hervir.

—No voy a renunciar sin haber empezado, Martín—lloriqueo—. No interferirá en mis notas, te lo prometo.

Maddie cubre el labio superior, un puchero que a Martin le parecerá tierno, a mí, me causa pena ajena.

—Dile que si, además, tienes que darle crédito. Buscó y aprobó la entrevista, ¿eso no te dice lo mucho que lo desea?

Martín guarda silencio. Sus ojos viajan de Maddie a mí, considerando los puntos de vista. Estuve a nada de vomitar el almuerzo cuando Maddie se arroja sobre él, empieza a besar el cuello y él soltó un par de risitas estúpidas. Aparto la vista, la repulsa que me da el verlos así es demasiada, no sé cómo le hacen para hacer esas cosas conmigo en frente, es que por favor, un poquito de decoro no le cae mal a nadie.

—¿Si? ¿Sí?

—Está bien—cede Martín y yo lanzo un puñetazo al cielo—. Pero con la condición de que si llego a ver una mala nota, yo mismo iré a exigir que te echen, ¿estamos?

Asiento decidida, sin idea de cómo cumplirle, pero con la convicción de que lo haré, así sea hackeando el sistema del colegio para aumentarme el promedio.

—Te abrazaría, pero me das asco.

Martín me señala a modo de advertencia, pero termina riéndose.

—¿Dónde y en qué demonios se supone que trabajaras? Te di el permiso sin saberlo.

—En un burdel, ¿dónde más?

Me arroja una mirada severa, a la vez que Maddie ríe a carcajadas.

—Sol Verónica—musite de manera soez entre dientes.

—En una tienda de videojuegos, seré cajera.

—¿Y tú qué sabes de videojuegos?

—Absolutamente nada, pero aprenderé, así que adiós, tengo cosas que hacer.

Escucho un gruñido y apresuro el paso antes de que cambie de opinión. Ya le quiero contar a los chicos, se van a caer de espalda al piso de la sorpresa.

A un paso de tocar la manilla de mi habitación, el timbre suena. Martín sale de la cocina con Maddie detrás de él.

—¿Vendrán tus amigos?

—Que yo sepa no.

Camina hasta la entrada para abrir la puerta, me quedo allí para saber quién podría ser, nunca recibimos visitas.

—¿Qué tal, Martín?—es el señor Walsh, portero del edificio. Tiene una caja en las manos y como sé que no he pedido nada en línea,  me giro para entrar a la recámara—. Llegó un paquete para la señorita Sol.

Me quedo de piedra en el sitio, pensando si se me ha olvidado alguna compra que hice o que nunca haya recibido, pero nada viene a mi mente. Martín acepta el paquete y firma el papel que le extiende el Sr. Walsh.

—Bien, eso es todo—Martín le da las gracias y cierra la puerta detrás él.

Me extiende el paquete, no hace falta que diga la acusación, su rostro habla por él.

—No me mires así, que no he pedido ni un lápiz nuevo.

—Ábrelo entonces.

Me devuelvo a la cocina en busca de un cuchillo que rasgue la cinta adhesiva. Martín me lo quita y él hace el trabajo. Hurga dentro de la caja, y saca otra más pequeña, blanca y con un signo de la famosa marca de equipos electrónicos en ella.

La pregunta no es '¿qué hice?' es '¿cuándo?' porque no recuerdo cuando gasté tanto en un aparato.

—¿Me explicas esto?

—Te lo juro que no lo pedí—digo con la voz temblorosa, porque es verdad. No he pedido nada, mucho menos un celular de ese precio—. Debe haber un error, ni siquiera me he metido en la página.

—Mira, hay una nota dentro—avisa Maddie, sacando un pedazo de papel azul. Me lo pasa y la garganta se me seca cuando leo lo que está escrito.



"Si tu instinto estuvo en lo correcto, estoy decidido a seguir el mío también"

E.T.T.W



El corazón me late desbocado al entender que es lo que pasa. Eros me ha enviado un celular, y no tengo idea de que decirle a mi hermano que me arrebata el papel de la mano y ahora me mira como si quisiera matarme, pero no sin antes escuchar una explicación.

—¿E.T? ¿Cómo el extraterrestre?—pregunta Maddie entre risas que se apagan en cuanto Martín se la come con la mirada.

—¿Me gustaría saber quién es E.T y por qué te envía un celular?

Me muerdo el interior de la mejilla pensando en una buena excusa que me saque de este problema. Martín nunca ha sido un hermano celoso, pero sí bastante protector. ¿Y cómo no? Si estoy a su cargo. Debe estar pensando que me he prostituido por el celular, o algo parecido, por la forma tan mordaz que me mira. Trago duro, mirando a todos lados menos a él.

—Debe haber una confusión—miento descaradamente—. Seguro se equivocaron de casa.

—¿Vive otra Sol Herrera en este edificio?

—No, pero puede que en el de al lado sí.

Martín se ha puesto rojo, presiona el puente de su nariz con los dedos buscando calmarse.

—No estoy para chistes, Sol—agarra la caja que contiene el aparato y se encamina a la ventana, lo sigo de cerca, asustada por lo que sea que tenga pensado hacer—. Te doy cinco segundos, si no me das una respuesta coherente, lo voy a tirar. 5... 4...

Si esa caja llegase a tocar el piso, no hay manera de poder devolverlo.

—Tres... Dos...

—¡Es el hermano de Hera! ¡Eros Tiedemann! ¡Él lo envió y no tengo idea por qué!

Inmediatamente Martín regresa la mano. Me permito respirar de nuevo, con el corazón a punto de salirse del pecho. Tengo el presentimiento de que esto se volverá un problema mucho mayor de lo que en realidad es, y no sé cómo salir airosa sin que se malinterprete la situación.

—¿No tienes idea de por qué?—cuestiona, sin dar crédito a lo que le he dicho—. ¿A qué se dedica él? ¿A la caridad? ¿Un buen samaritano ayudando a la amiga de su hermana?

—Martín—le llama Maddie, él la observa y enseguida se le bajan los humos, Maddie arquea una ceja delgada, casi como un regaño mudo—. Deja que hable.

Él regresa a mirarme, esta vez con el semblante pacífico y sin estrujar la caja en la mano.

—Te había dicho que el celular se me ha caído en la compañía—él asiente, instándome a que continúe—. Él es quién me ha asustado, debe sentirse culpable por eso.

Martín calla unos segundos que me parecen minutos, horas. En ningún momento despega sus ojos de los míos, como si así pudiese leerme la mente, o atraparme en la mentira. No es mentira, el problema acá es que referente a regalos, papá y mamá han sido estrictos, no permiten que extraños nos regalen cosas y menos así de costosas, según ellos, siempre traen dobles intenciones.

Una eternidad luego, Martin suspira con rabia.

—Mañana vas a devolverle el celular, con nota incluida y le dirás que no necesitas regalo de nadie, que para eso tu hermano trabaja, ¿todo claro?

Cierro los ojos, tan avergonzada que duele.

—Como el agua.

—Perfecto.











Esos viajecitos son gratis y yo pagué $20 porque no sabía.

La ignorancia es mala para el bolsillo😭

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