"61"
He pasado horas, montones de horas en este despacho, aprendiendo, escuchando, leyendo y memorizando todo lo que el hombre, postrado en la silla frente a mí, metido de cabeza en esos papeles que me complican la vida, me ha estado enseñando.
Ni hoy, ni ninguno de estos días pasados que he tenido que venir, ha sido por eso.
La vergüenza se adhiere a mi semblante. Cosa buena que en sus momentos de concentración, se le olvide que hay más personas en la oficina, porque me cuesta mantenerle la mirada. A pesar de que no me ha recriminado más mi falta de suspicacia y rebosada confianza, la tensión plasmada en cada movimiento, me dicen que todo sigue reciente.
Aunque hayan pasado más de dos semanas desde que salí de Alemania. Casi un mes desde el quince de abril.
Aprovecho el mensaje que envía Hunter al chat grupal, mencionando que pasaremos la noche del baile de graduación en casa de su abuela, bebiendo lo que sea y comiendo lo que se atraviese. Ninguno tiene el espíritu festivo. Contesto que esa idea me agrada más, enseguida la palomita se colorea azul. Hera ha abierto los mensajes, pero como se ha vuelto frecuente, no participa.
Todavía no está preparada para volver.
Bloqueo el aparato, echándolo de regreso al bolsillo del abrigo.
—Dame dos semanas y te regreso los papeles con el nuevo apellido—anuncia Andrea, separando la vista de la carpeta negra.
Se ha dedicado a releer el contrato de Tiedemann Armory, buscando una falla, laguna o trampa. No ha conseguido nada, más que soy dueña de un porcentaje del total de las acciones de Eros. Una pequeña parte, ha dicho, pero que convertido a dinero para mi mayor entendimiento, ha arrojado una cantidad que a primera vista no podría descifrar.
—El proceso ha sido rápido—mascullo, volteando a mi derecha, observando a Valentina hacer muecas extrañas mientras lee lo que parece, un guión de teatro.
—Pagando todo es veloz—repone el abogado. Retuerzo los labios, como cada vez que mencionan algo que implique dinero—. Ni te preocupes, Eros asume los honorarios.
Eros, mi... ¿ex novio-esposo? ¿Cómo debería llamarlo? Ni yo entiendo en qué postura nos deja esto. Porque no estoy con él, pero si unida a él.
—Gracias por su ayuda, señor—digo a media voz, levantando la mirada de mis manos.
Andrea apoya la espalda en el asiento, cruzando los dedos encima de su barriga prominente, reparando en mi cara. De repente, los libros detrás de él se han vuelto interesantísimos.
—¿Qué decisión tomaste?—cuestiona voz grave.
Hace una semana que los resultados de la prueba fueron dados. Fui aceptada en tres universidades, una de ellas la NYU, claro, al leer la palabra 'admitida' lloré al instante de la alegría. Pero unos segundos después, con las cuencas inundadas de lágrimas como ya se ha hecho costumbre, al leer más abajo, casi al final y en letras diminutas, informaban que la beca había sido denegada en su totalidad. Para las tres instituciones.
Toda felicidad se desvaneció como la luz al presionar el interruptor, dejándome a oscuras, perdida. La cólera se fue contra mí como una bestia gigante que no supe dominar, me abatió y me hizo soltar lágrimas el doble de gruesas, porque eso me confirmaba que él tenía razón.
No podía culparlo, puesto que la decisión fue tomada antes del matrimonio.
Cómo me lo dijo.
Es decir, que tenía el doble de razón.
Martín está al corriente, claro, tenía toda la fe puesta en mí, me esperaba un regaño monumental y que fuese corriendo a decírselo a mamá. No fue así, me dio una semana para que piense que hacer.
El plazo vence hoy.
Yergo la espalda, pasando un mechón de cabello rebelde detrás de la oreja.
—Iré al Brooklyn Collage, pero—aspiro un soplo de aire, retrayendo el llanto—, me tomaré un año para trabajar a tiempo completo y ayudar a mi hermano con la matricula. Mi hermano podría pedir un préstamo al banco.
Andrea achica la mirada, por lo que deduzco por su expresión adusta, en desacuerdo, pero su hija le gana la palabra.
—¿Cuánto cuesta la carrera? ¿Trescientos mil dólares? Hera tiene bolsos así de costosos, por Dios, Sol, las cosas se hicieron de cierta manera por algo—intervine Valentina, olvidándose del libreto—. Además, basándonos en que las acciones son tuyas, no le estarías quitando nada a nadie.
Uno los labios en una línea. Por supuesto que he pensado en eso, la tentación de tener todo ese dinero a mi disposición y necesitando de el, pone a cualquiera a dudar de sus principios. Sin embargo siento que al bajar la guardia y aceptarlo, es una forma de decirle que lo que hizo es correcto, porque no es así.
—¿No vas aceptar el dinero de Eros?—cuestiona Andrea, arrugando el ceño con extrañeza.
Anclando los ojos a la carpeta negra, sacudo la cabeza.
—No, señor.
Creí haberme hecho a la idea de que ese sueño de asistir a la NYU no se cumpliría, estos días me lo he repetido cientos de veces, engañándome a mi misma con esa maldita frase que detesto, de que si no pasa, alguna razón de peso habrá. No ha funcionado, porque aquí me encuentro, con la sensación de haber perdido algo que en realidad nunca tuve.
—No deseo que Eros pague tu matrícula—decreta Andrea, con deje enfadado bastante marcado—. Es más, no quiero que te pague nada, lo último que deseo es que sientas que le debas algo. Es él quién te debe a ti.
Asiento despacio, maldiciendo cuándo su rostro se distorsiona a consecuencia de las lágrimas acumuladas.
—Lo sé, señor, yo tampoco lo quiero—musito, sorbiendo aire.
Me tiemblan los labios, en la garganta se me forma un bulto caliente que me sube a los ojos. Evitando que me vea moquear, desciendo la mirada a mis pies. Toma todo mi esfuerzo esclarecer mi mente, pero los recuerdos estancados en mi cabeza, y que no pretenden moverse de ahí, son los más tortuosos.
Con Eros siempre me hallo en esa disyuntiva de quererle a él, pero nada de él. Estas semanas sin verle me he sentido dos personas en un solo cuerpo.
Quiero odiarle por lo que hizo, por no consultármelo y tomar decisiones en mi nombre que no le corresponden, sin importar que sus intenciones se originen de su preocupación. Un matrimonio es cosa de dos, y él se ha casado solo.
Pero no lo odio, en lo más mínimo y me doy vergüenza a mi misma por eso. Me acuesto y levanto con la preocupación de saberle detenido. Puede que Andrea vaya muy confiado con su caso, pero eso no me exime que mi corazón se prense al imaginarle durmiendo tras unos barrotes, en una cama que es más resortes que espuma, y la única cobija que le permiten tener.
No le odio. Le quiero, amo y deseo, podría jurar que con más intensidad que hace un mes, pero aunque digan que no hay sentimiento más fuerte que el odio y el amor, he descubierto que sí, que existe y se llama decepción.
—Sol, eres como mi hija—comenta Andrea, levantándose y yendo al pequeño bar en la esquina, escondido tras un archivero.
—Es cierto—le secunda Valentina, empolvándose la nariz a toquecitos con una brocha de los más singular—. Se lo dije en abril.
El abogado asiente, como meditando, sirviendo un trago de coñac en una taza. Siempre me ha parecido extraño que haga eso, así que una tarde me atreví a preguntarle la razón, y me respondió que era para engañarse a sí mismo, que es café y no licor, y luego de reírse casi un minuto, agregó que no le funciona, pero ya se acostumbró.
Centrado en sus cavilaciones, bebe un sorbo antes de mirar al techo por un breve momento.
—Mi sueño era trabajar hombro a hombro con una de mis niñas, hacer un equipo, ya sabes. Por cosas de la vida, las tres tomaron caminos distintos, y no te reclamo, corazón, adoro lo que haces—modula, y de regalo para Valentina quién se mueve como un cachorro emocionado, dibujando una sonrisa modesta que duró un latido—. Me dolió ver tu firma allí, esto es algo que no esperaría de Valentina, Sigrid y Patricia, menos de ti, que tantas veces te he dicho que leas todo, hasta el empaque del agua que te vas a beber. Pero eres joven y estás enamorada. Te lo repito, en temas legales, en quién más debes desconfiar, es de tu círculo cercano—espeta, recostando la cadera en el escritorio, a tres pasos de mi—. Te diré que tienes una agudeza que ni siquiera veo en muchos de mis colegas, sería un desperdicio que rebajes tú futuro por un error que puede ser remediado, porque viva estás y de milagro.
Respondo como me he estado comunicando estas semanas, con gestos de la cabeza. La conmoción redujo su impacto en mí, pero de alguna manera, se había hecho un lugar en mi interior, creando una barrera que no me permite asimilar del todo lo que ha ocurrido, y que me ha sustraído las ganas de hacerlo.
Andrea abandona la taza en la mesa y se enfoca en mi cara, desde su altura, puede verme el perfil cubierto por la cortina de cabello.
—Yo me haré cargo de tus estudios—decreta firme—. Lo más complicado fue obtener el cupo, trabajaste duro por el, no podemos permitir que tu esfuerzo sea en vano.
Cierro los ojos exprimiendo las gotas en mis orbes. Un sollozo se me cuela fuera de la boca, porque de nuevo, confirmo que él ha tenido razón. Otra vez.
Escribió que esto pasaría en la carta, lo predijo exactamente así, como un profeta que aún destilando pecados, acierta.
Quiero zarandearle de los hombros y decirle que es un completo imbécil, uno que amo con vehemencia, pienso con constancia y extraño como demente. No tenía que hacer todo esto, no tenía que ponernos en esta situación, que rompernos para tener este resultado que me rebosa de felicidad, pero sigue teniendo el amargo sabor de la decepción.
—¡Ay si!—chilla Valentina, aplaudiendo de esa forma peculiar, con la punta de los dedos índices.
Seco las gotas engarzadas en mis pestañas con el cuello del suéter. Aprieto los párpados sintiendo mis pulmones crecer. Las ganas de llorar son casi inaguantables, pero en medio de la bomba de emociones, el sonido quebrado de una risita inaudible se despega de mi garganta y se desvanece con la respiración agitada.
—Señor...—suspiro, agitando la cabeza suavemente.
El sueño construido sobre una pila de inseguridades, presión y sobre todo ilusión que creía roto, se levanta como una fortaleza encima del despojo de lo que fue. No tenía que ser así, a su manera, no puede jugar con la vida de las personas como si de un cuadro de ajedrez se tratara.
—¡No llores, por favor! Hay que tomarnos la foto del día—medio grita Valentina, quitándome el cabello pegado a la cara.
Y de nuevo, el dilema de si aceptar o no...
Pero no me lo pienso mucho, porque no quiero hacerlo, si lo hago, me voy a degradar y perderé la oportunidad. Me aterroriza seguir mi vida con la sombra de un error de esa magnitud.
—No debería aceptar, o no lo sé, pero señor, no estoy en condiciones para negarme a eso—digo con un hilo de voz—. Se lo prometo, no volveré a fallar.
Levanto la cara dando con la mirada pasiva de Andrea, él rebota la cabeza, por fin, esbozando una sonrisa libre de ironía en mi dirección.
—Ven, dame un abrazo—pide, agachándose con dificultad a mi altura—. Somos una familia, la familia se quiere, se apoya y se le reprende sus errores también.
Una emoción bulliciosa proyectada en mis latidos se mezcla con la vergüenza. Valentina se adhiere a mi costado y su padre nos abraza a ambas, su cabeza justo encima de las nuestras unidas. Andrea refriega la mano en mi brazo como un mimo de consuelo, y por primera vez en meses, quiero llorar, pero de júbilo.
—¡Ay si!—grita Valentina, otra vez.
—¿Tú no sabes decir otra cosa?—inquiere el hombre con matiz jocoso.
—Ay no.
Él profiere una risa gruesa, decidiendo que ha sido suficiente demostraciones de afecto por hoy. Coge de vuelta la taza y retoma su posición frente a nosotras, tosiendo para aclararse la garganta.
—Muchas gracias, señor—musito, con la voz tomada por la efusiva felicidad repentina trabada en el pecho.
Andrea solo afirma con la cabeza, reuniendo el desastre de papeles desperdigados por la superficie, en uno sobre otro. La tentativa de preguntarle cuándo será el juicio de Eros me cuelga en la punta de la lengua, más no quiero dañar el momento. Morderme el interior de la mejilla y aguantarme unos días más es la opción que me queda.
— Y no le dije nada, que conste, ¿eh?—murmura la chica directo a mi oído, frunzo el ceño, aunque entiendo a lo que se refiere. Se aclara la garganta, guiñándome un ojo—. Deberías vivir conmigo, el campus queda a quince minutos caminando, y caminar es bueno para la salud—sugiere trazando una sonrisa que rápido se le cae—. O sea, yo no lo hago, pero lo he leído.
Se le nota la ilusión que le hace en las pupilas dilatas y brillantes. Irme de casa es una posibilidad que se me ha me cruzado por la mente, sobre todo al recordar que mi familia no sabe del problema legal en el que estoy involucrada.
Tengo el dinero, tengo incluso un penthouse con vista exclusiva al puente de Brooklyn, el lugar de mis fantasías más locas. Todo tiene mi nombre en esos papeles, pero no lo siento mío.
La idea de Valentina tiene buena pinta.
—¿Cuatro mujeres en un apartamento?—pregunto con sorna, enarcando una ceja.
Valentina se echa a reír, otorgando golpecitos indoloros en mi mano puesta sobre el reposabrazos.
—Sigrid vive en Milán y Patricia en la calle—espeta burlona, ganándose una mirada agria de parte de su padre. Ella abre los ojos como un búho, torciendo la boca antes de agregar—. Meyer es mi único roomie pero es como si no lo fuera, nunca está en casa.
Bueno, la idea ya no tiene buena pinta.
—Deberías considerarlo—Andrea toma parte de la conversación. Parece recordar algo que le exalta y le produce una sonrisa de oreja a oreja—. No, ¿sabes qué? Es requisito. Es bueno que pienses en independizarte, ¿no es lo que los jóvenes quieren?
—Obvio no—se mofa Valentina.
Por supuesto que quiero, pero sacando cuentas rápidas, mi sueldo de medio tiempo no me alcanzará para mucho más que comida y servicios básicos. Aunque compartiendo gastos la carga se divide y...
Suspiro largo y tendido, bien, la idea se me ha incrustado entre las cejas. No hay vuelta atrás.
—Tendría que consultarlo con mi familia—comunico y Valentina aplaude otra vez con los dedos.
—¿Le has comunicado lo del matrimonio?
Niego con la cabeza, tragando el bulto lacerante atorado en la garganta, ese que reaparece cada vez que la palabra matrimonio y el nombre de mamá se juntan en la misma oración.
—Hoy hablaré con mamá—enuncio, sintiendo una onda helada desplazarse por mi cuerpo.
—La pasaremos genial, ya lo verás.
Asiento distraída, el temor producido de imaginar cientos de posibles escenarios—ninguno alentador—me atrapa con cuerdas imaginarias, cortándome la respiración. Los papeles llegarán pronto, el trámite universitario lo tendré que hacer con el nuevo apellido, no puedo retrasarlo más.
—Ya lo creo.
Entro al apartamento con taquicardia y las manos sudorosas. El olor a comida me inunda los pulmones de inmediato y el calorcito que sale despedido de la cocina me insta a quitarme el abrigo y colgarlo en el perchero junto a la puerta. Si me sintiera a un segundo de sufrir un colapso, el estómago me rugiese como un animal enjaulado.
Restriego las manos contra el pantalón, evocando la valentía que estuve recolectando estos últimos días. Tiene que ser ahora que Martín trabaja, tengo que sacarme esta mierda encajada en el pecho que no me deja avanzar, que no me permite siquiera respirar.
—¿Quién llegó que no habla?
Comprimo los dientes, exhalando el aire retenido.
—Mamá, acércate un segundo, necesito hablar una cosa contigo—pido y me sorprendo al sonar tan pacífica.
Sale como un rayo de la cocina sosteniendo un tenedor. Lleva el cabello revuelto recogido en la cima de la cabeza, embutida dentro de una camisa vieja de Martín que le queda como una bata por debajo de las rodillas. Se ha reducido por los menos, cinco centímetros.
—¿Qué pasó? ¿Te duele el hombro?—cuestiona ansiosa, colocándose una mano en la cadera.
Sacudo la cabeza en una negativa, con el corazón hinchándose cada segundo que pasa.
—No, es otra cosa—repongo, apuntando al sofá con una mano—. Vamos a sentarnos.
—Dale rápido que se me van a quemar las lentejas—apremia.
Toma asiento cruzando las piernas y se me queda mirando esperando a que me digne a hablar. Copio su posición en el sofá individual, tenerle demasiado cerca empeora el estado de mis miserables nervios.
—Pero tranquilízate, ¿sí?—musito, aferrándome al borde del asiento.
Ella descruza las piernas y como si un mareo arremetiera en su contra, se sostiene del mueble asentando la punta de los pies en el piso. Se le nota aturdida por la manera en la que expande los ojos y todo color desaparece de su semblante en cosa de milisegundos.
—Verga Sol, estás preñada—acusa, llevándose una mano a la frente.
Ahora es mi turno de ensanchar la mirada, con una mano en el corazón.
—¡No!
Mamá suelta el aire con hosquedad, lanzándome una de sus miradas paralizantes.
—¿Entonces para qué me asustas?
¿Estoy segura de hacer esto? ¿Será posible ocultar los documentos hasta...? El temblor de mis manos se adueña de mi anatomía completa al tiempo que el nudo angustioso en mi estómago se tensa y las palabras me queman la garganta, clamando salir.
—Estoy casada—confieso antes de que la cobardía me atrape.
Pero Isis no me cree. Chasquea la lengua y se pone de pie alterada, el rostro cobrando el rosado de siempre enmarcado por un ceño profundo.
—¿Cuál es tu guachafita? No estoy para chistes.
Paso saliva como si me tragara una docena de agujas. Niego, mojándome los labios.
—Estoy siendo completamente sincera.
Aprieta los labios, atravesándome la cara con la mirada filosa. Tengo la urgencia de bajar el rostro, porque nunca he soportado la magnitud de la suya en ese estado, pero sé que si lo hago, la hará enfadar el doble.
—¿Es en serio?—cuestiona con los dientes oprimidos.
Asiento con la cabeza una vez.
—Lo es.
Aparto la carpeta del pecho, mostrándole la copia del acta y su traducción al castellano sujeta a ella. Isis la recibe retornando al sofá, pasa la primera hoja, ojeando el papel con la expresión congelada. Se toma el tiempo de leer, y releer, asegurándose de que sea mis datos lo que allí están inscritos.
Contando la cuarta vez que examina el documento, descansa la mano abierta encima de el y pasa lo que más temía: no dice nada.
Cierro los ojos para no echarme a llorar. Hubiese elegido mil veces un regaño a gritos y recriminaciones que esto, la decepción convertida en silencio. El pecho se me contrae, el raudo resonar de mis pulsaciones martillea detrás de las orejas, atestándome la mirada de lágrimas.
—Dime algo, lo que sea—pido susurrante, aproximándome a la orilla del asiento.
Ella gira la cabeza, sosteniéndome la mirada por un lapso que percibí eterno.
—¿Firmaste por voluntad propia?
Comprimo los labios, afirmando con pesantez.
—Sí.
De súbito, el destello en sus ojos verdes se apaga. Olvida la carpeta en el asiento contiguo y tras endurecer el viso, se pone de pie, barboteando un breve resuello.
—Entonces no tengo nada que decir—sentencia, colocando una mano sobre su corazón—. Si tú sientes, hija, que tomar estas decisiones sin consultarlo y sin meditarlo, porque si lo hubiese hecho estoy segura que no estarías en esta situación, es apropiado, prefiero guardar mis pensamientos bajo llave porque mayor de edad eres y legalmente no puedo hacer nada, por más que te lo exija e incrimine—masculla, y en su tono reconozco un indicio del enojo que siente, disfrazado con una calma ficticia—. Sol, yo sé que he fallado como madre, no he estado contigo estos últimos años y en mi corazón siento que más que el bien que creí hacerte al enviarte aquí para un futuro próspero, ha sido lo contrario.
Sacudo la cabeza, inspirando hondo para tragarme el llanto. Esto era lo que no quería que pasara, que se culpara por algo de lo que es inocente.
—No mamá—mascullo, asfixiándome con todo eso que quiero decir, pero que no toma coherencia.
El verdor de su mirada se torna cristalino, decepción tallada en su rostro sonrojado.
—¿Qué tan distinto hubiese sido, teniéndome a tu lado?
La culpa adosada a sus palabras es el detonante que derrumba la muralla que contenía el llanto. Se me escapa un gemido furiosos porque estoy cansada, harta de llorar.
—Nada lo sería, estoy segura, porque no es tu culpa—asevero, presionando las mangas del suéter contra mis ojos.
En contadas ocasiones he visto a mamá quedarse sin palabras, otras menos, que ese hecho le supere. Como entrando a un lugar desconocido, luce perdida, sin saber si sentarse en el mueble, el suelo o irse y dejarme sola.
—Reprenderte es lo mismo que hacerlo con una pared. Me he dado cuenta de que por mucho que te diga, de la forma que sea, tu terminarás haciendo lo que te cante, ya me he quedado sin voz—espeta, apoyando la mano en el brazo del mueble—. Cuándo nació tu hermano, tuve que congelar los estudios por dos años para hacerme cargo de él, todo lo que quería, era evitar que repitieras mi historia y te lo dije, Sol, que tus estudios tenían que ir por encima de quién sea—rechista, sacudiendo la cabeza con una mueca de desagrado en la boca—. Pero hablamos de un matrimonio, no conlleva para nada la misma carga de un hijo; claro, a menos que tu esposo te pida lo contrario, y puedes ser ingenua para ciertas cosas, pero no para ceder ante eso, es lo que espero.
Casi se me sale una risita irónica, pero la atajo a tiempo mordiéndome el labio, porque no deseo que ella piense que esto me lo tomo a chiste.
—Mi carrera es mi prioridad, eso no cambiará—apostillo luego de aclararme la voz.
Podría haber sido peor, podría haber sido mucho peor. Di por sentado que esto traería una bomba a la familia, claro que sí. Llegué a pensar que los regaños serían lo peor de todo, pero resulta que la falta de eso me duele el doble.
—¿Qué planeas hacer ahora que está preso?
Ni yo sé cómo proceder. El día del juicio, ¿le exijo a los cuatro vientos el divorcio? ¿Le digo que si no se compromete a firmarlo en un año, testifico en su contra? Otra risa me asalta, eso ni yo misma me lo creo.
—Todo seguirá igual, mi meta es la universidad, no...
—Vas a irte con él, ¿no? Porque por eso te casaste—me corta con deje enfadoso.
Niego con un movimiento de la cabeza. Arquea una ceja bastante extraña.
—Quiero terminar mis estudios primero.
Cede lugar al silencio, posicionando su mirada inquisidora en mi cara ladeada. Ya lo sabe, y me ha creído, ahora, ¿por qué sigo sin comprenderlo? Mucho me temo que hasta no hablar con el autor de esto, eso no ocurrirá.
—No puedo creer que hayas hecho eso, perdóname, pero no tiene ningún sentido. Ninguno—escupe sin pizca de indulgencia.
—Lo lamento.
—No lo haces, no me digas mentiras—replica de mala manera—. Tendrás que hablar con tu papá y tu hermano, yo no voy a dar la cara por ti.
La mención de Martín me cae como una piedra en el estómago. Si Martín tiene algo distinto a Isis, es que él no se queda callado nunca, ni siquiera en su peor estado de decepción. Tener a dónde irme en caso de que se torne peor de lo que espero, lo considero ayuda divina.
—Lo haré el domingo, quería decírtelo a solas primero a ti—comento, limpiando el rastro húmedo que ha dejado el llanto.
—Creo que después de pasar medio día sin saber una palabra sobre ti luego de saber que habías muerto diez minutos, me desgastó las emociones—manifiesta incrédula, ni ella misma se traga esa inusitada tranquilidad—. Espera una semana a que todo regrese a la normalidad. Volveremos hablar de esto, porque no es normal, Sol, no lo es.
Con acciones en una compañía cuyo manejo desconozco al cien por ciento, dinero para prender una fogata y que no se mueva ni un dígito en la cuenta, y un esposo tras rejas que no reconozco como tal, a la espera de un juicio.
Para este capítulo de mi vida, la normalidad se encuentra sobrevalorada.
Mamá retoma su momento en la cocina, escucho la grosería que vocifera al encontrar la comida quemada, y yo, sin entender del todo mis emociones, agarro la carpeta y me meto en la habitación, sintiéndome tal y como dejé Alemania. Como dos Sol compartiendo el mismo cuerpo.
Luego de lanzar los papeles encima del escritorio, tomo un post it, y esta vez solo escribo una oración que me viene taladrando la cabeza desde el comienzo de esto. Una, dónde esa disyuntiva que no me permite ser colida:
A mi manera, como debió ser, la correcta.
~
EROS
Múnich, Alemania.
La enfermera sella la sutura dando la puntada final, me permito despedir el aire contenido. Limpia la abertura con solución y cubre con gasa a las premuras, en perpetuo silencio. Recuerdo la última vez que me cerraron una herida sin anestesia, recuerdo cada detalle con exactitud, porque lo tengo presente como un tatuaje en la memoria.
En el instante no era relevante, incluso llegué a pensar que el dolor era reflejo de la pesadilla en que sostenía en brazos. Supe que algo había mal conmigo, en el momento que quise llevármela y no fui capaz de levantarla.
He fallado muchas oportunidades, no tengo problema en reconocerlo, pero esa noche que me necesitaban más alerta y firme que nunca, lo hice una y otra vez. No disparar primero, fue el primer error, ser incapaz de tomarla en brazos, el segundo, no matarlo ese momento que lo tenía cerca y acabar con este juego sin sentido, el tercero.
La cruz colgando del cuello de la enfermera roba mi atención por dos razones. Una, que no puede trabajar en un sitio como este, con ese tipo de accesorios. Podría tomarla por allí y causarle daño, otra vez. Segundo, la imagen tallada en madera del señor que pregona cumplir tus milagros, el que antes lo pensaba un charlatán, pero después de sostener a Sol muerta en mis brazos y pedirle a quién me escuchase que me la trajera de vuelta, le he recobrado un poco, solo un poco la fe.
—No deberías tener eso.
Ella levanta la cara, ni siquiera el gorro protector puede domar su cabello afro, varios rizos se asoman por la abertura, rebotando en sus hombros. Sabe de lo que hablo porque mueve la mano a su cuello, la marca todavía presente en su piel morena.
—Él nunca me abandona—manifiesta con un regocijo que me hace rodar los ojos.
—Se olvidó de ti hace dos días—replico, sentándome en la camilla.
Ella sonríe como si le hubiese contado un puto chiste y no le estuviese recordando el abuso que estuvo a punto de sufrir.
—Por eso lo envió a usted.
El repiqueo impaciente de los tacones, pasos que reconocería en dónde sea bajo los efectos de cualquier sustancia, se acercan como si disputara una carrera en el angosto pasillo. Tres segundos más tarde, la puerta de la enfermería se abre de golpe.
Mamá aparece en el recuadro, escondida bajo un vestido marrón holgado, arropada con una gabardina beige y guantes de cuero. Permanece pasmada en el umbral con la respiración acelerada. Se arranca las gafas oscuras, agudizando la mirada brotada de lágrimas en mi dirección.
¿Habrá venido volando en escoba? Hace media hora que ocurrió la pelea y ya está aquí.
—¡¿Qué te han hecho?!
Corre a mi posición extendiendo los brazos, gimoteando como una cría. Sharik se hace a un lado cediéndole paso al diminuto remolino que se echa contra mí, lloriqueando incoherencias. La enfermera se quita los guantes, los echa a la basura y se retira detrás del guardia quién gesticula 'veinte minutos'.
—Estoy bien, no es nada—digo, palmeándole la espalda que vibra debido a los violentos sollozos.
Se aparta del abrazo sin forma, restregándose los ojos con el paño que extrae de un bolsillo. Esas ojeras continúan manchando su rostro, no ha descansado, a kilómetros se le nota.
—Un navajazo no es nada—manifiesta entre dientes, soplándose la nariz—. Casi me muero de la angustia.
—Para eso Ulrich es el contacto de emergencia.
Me observa rabiosa con el entrecejo encogido.
—Soy tu madre. Fui, soy y seré siempre tu contacto de emergencia—replica, arrojando la gabardina a mis pies.
¿Cómo explicarle que fue una cortada? En el estado en el que se encuentra, todo lo que le diga lo exagerará, toda la vida ha sido así. Con cuidado extremo, levanta la orilla de mi camisa y pasa revista de la herida. No pasa los cinco centímetros y sin dudas carece de la profundidad que parece, pero a sus ojos preocupados, debe verse como la abertura al infierno.
De la cartera saca lo necesario para asear la herida, lo coloca en la bandeja junto a los de la mujer y me da golpecitos en el pecho.
—Deja esa mierda, la acaban de curar—le informo, ella gruñe pateando el piso.
—¡Déjame hacerlo! Lo quiero hacer—contradice a gritos—. Recuéstate.
No lo discuto, con ella alterada es lo mismo a rondar una granada sin seguro y no estoy para gritos.
Se deshace de la gasa, comienza a examinar la zona hinchada y enrojecida, emulo su proceder, pero con ella. Cabello prolijo apenas sostenido por una coleta, piel traslúcida de venas remarcadas en las mejillas y libre de maquillaje. Se ve preciosa, por supuesto, por algo es mi madre. Sin embargo, no parece ella. Es probable que sea la aflicción que proyecta su postura, la manera en la que se cubre el labio superior y mirada abierta. Parece estar en alerta constante.
—Estoy engordando muy rápido, ¿no es cierto? Pareceré una ballena en poco tiempo, ya lo verás—menciona, pasando la gasa húmeda encima del corte.
Desciendo la vista a su abdomen esperando encontrar un bulto, pero solo tiene una ligera curva usual que a primera vista pasa desapercibido.
—Estás embarazada, es lo esperado—comento, arrugando el ceño al sentir el jalón de un punto.
Rechista, botando la gasa hecha bola. Ahora más calmada, se ha dado cuenta que más cuidado no puede estar.
—Lo saludable es aumentar diez kilos, con Hera y contigo llegué a pesar trece—masculla, concentrada en recortar un rectángulo de cinta perfecto—. Me temo que con este pasará lo mismo, o incluso peor.
—¿Por qué? ¿Te cuesta dejar de comer?
Mueve la cabeza de un lado a otro, adhiriendo la última tira a la nueva venda.
—Porque son dos—revela, trazando una sonrisa cálida que le inunda la mirada de brillo—. Guárdame el secreto, quiero que sea una sorpresa.
Ella ha hablado claro y alto, soy yo el que se toma un momento para procesar la información.
Dos. Dos fastidiosos bebés que por cuestiones de la vida, resultan ser mis hermanos. Hacerme a la idea de uno fue un desastre, de dos, no, ese trabajo se la dejo a Hera. No tengo cabeza para eso, que se encargue el padre. Para mi será solo uno hasta escucharlos chillar a los dos.
—¿Ya sabes qué son?—pregunto solo porque el tema le hace sonreír, y a mí me gusta que lo haga.
—Mis hijos—contesta, ambientando la soledad de la recámara con la suavidad de su risa. Estira la mano pidiendo la mía, ya sabe que tengo los nudillos lastimados—. Es muy temprano para saberlo, pero creo que serán dos niños. Así lo siento.
No. ¿Qué podría ser peor? ¿Dos Heras o dos copias mías? Porque de esa piscina de genes, la actitud de Ulrich es lo primero en apropiarse del ADN. Existen dos solemnes pruebas vivientes.
—No quiero que se llame Helios—proclamo, una maldita punzada me atraviesa el tórax—. Ninguno.
Ese es el nombre que debí tener yo. Quiero ser el Titán del Sol, no el maldito Cupido.
—Fue aprobado por tu abuela, ya no hay vuelta atrás—refuta, regalándole un beso a mis nudillos después de limpiarles minuciosamente la sangre reseca—. No deberían encerrarte con maleantes, Andrea pedirá que pases la espera del juicio en casa, estos guardias no se preocupan en revisar si llevan armas encima antes de meterlos en esa jaula.
Suelto una risa satírica. Lo sabían muy bien, no les interesó.
—Mejor ladrones que homicidas, ¿no crees?—interpelo, ella retuerce los labios al oír ese término—. Deberías traerme una, así podremos estar al mismo nivel.
Aprieta los labios con fuerza, percibo la tensión de su cuerpo como una ola de calor. Pasa a la herida en el labio, con una precaución que le pone a temblar los dedos.
—Tus bromas nunca son graciosas.
Se ocupa de quitar la sangre del mentón, ceja y pómulo concentrada en nada más que eso. Me jode que no diga nada, los lapsos mudos se atiborran de recuerdos que ahora, que escaseo de seguridad de saber cuándo se repetirán, son un jodido tormento. Andrea es la única persona que tiene contacto con Sol y conmigo y todo lo que me escupe a la cara cada vez que puede, es que no quiere saber nada de mí.
Miente. Ella quiere saber, más no por las razones que deseo.
Pero de algo estoy seguro y a eso me aferro cada noche antes de caer en las mismas pesadillas, es que el amor no se desvanece por obra de un deseo, por muy ferviente que lo sea. Para ganancia mía y cólera de ella no funciona así, y como le recalqué en esa última carta, que me siga extrañando, porque de mi no se va a olvidar.
Yo siempre encuentro la manera.
—¿Cuánto tiempo te tomó perdonar a Ulrich?
Mi pregunta la toma al descuido. Cesa el movimiento un instante en el que un desconcierto subleva sus finas facciones. Hace el amago indeciso de hablar, no lo hace, apretuja los labios gravitando la mirada por el suelo con esa interrogante atrapada en los ojos.
—Eso no tiene perdón, Eros—murmura, levantando una mano a mi cara—. Pero al sostenerte contra mi pecho por primera vez, Ulrich pasó a otro plano. No importaba más, me lavaste la cabeza, lo sé, pero te convertiste en mis razones y nunca abandonaste ese puesto.
En sus labios se alza una sonrisa colmada de compasión y benevolencia. Ladeo la cabeza, permitiendo que continúe con las caricias en mi barbilla.
—Esa noche me dijiste que no son ejemplo, pero son la esperanza que tengo.
Exhala, todo buen sentimiento desaparece de su semblante dándole paso a una súbita molestia, descuidando el toque en mi rostro.
En pocas palabras, mi situación es peor que la de Ulrich. Sol no tiene ni siquiera un cachorro que la una a mí. Un matrimonio sigue siendo un papel, y como todos, sencillo de disolver, ¿no?
No. Porque Sol no es Agnes y yo no soy Ulrich. Sol conoce clínicas, y yo mis límites. Y ya los he sobre pasado.
—Mamá.
No se despega de mí, lloriquea escondida en mi cuello, paseando las manos gráciles por toda la extensión de mi espalda amoratada.
—Dime.
Sorbo un suspiro, acogiendo el pellizco doloroso en el centro del pecho.
—¿Crees que Sol me perdone?
Una maldita amargura me embarga la boca de pensar en esa próxima vez que la tenga frente a mí, yo muy listo para tenerla de vuelta, ella preparada para soltarme. Prefiero sentir cientos de cortadas más que padecer la tortura de verla con otro. Me como la cabeza imaginando escenarios como esos, porque en esta situación dónde ni siquiera la vida es garantía, hay espacio a todas interpretaciones.
Si eso llegase a ocurrir, ¿podría aceptarlo?
No, y no porque no me sienta capacitado para seguir sin ella, claro que puedo hacerlo, el problema es que no me da la gana.
Vivo en un conflicto interno. Una parte de mi reconoce que lo he jodido a niveles estratosféricos, la otra, ni se inmuta de ese hecho, porque no puedo arrepentirme de algo pensado desde su beneficio.
—Creo que para que eso pase, debes darle lo que ella requiere—responde, distanciándose del abrazo—. Estuvo muy terrible lo que hiciste, y te lo dije, el amor no es una excusa y no me obedeciste. Estoy muy decepcionada de ti. No me has querido dar razones, hasta no escucharlas y saber que son coherentes, mi posición es la misma.
Me reservo la réplica, no será de su agrado.
—¿Andrea ya le ofreció hacerse cargo de su carrera?—indago, desviando la conversación.
Mamá saca de esa mochila diminuta en la que entra de todo un contenedor de crema, la misma que usa a diario desde que tengo memoria. Se llena una mano del contenido, se la refriega con la otra y se impulsa en la punta de los pies para restregármela por la cara.
Me alejo frunciendo la nariz, ese aroma a flores y primavera se adapta solo a ella.
—Sí, eso me ha dicho ayer...—menciona, hundiendo el entrecejo—. ¿Cómo sabes eso? ¿Él te lo dijo?
Niego con la cabeza, profiriendo un sonido molesto cuando me obliga agachar la cabeza con un jalón en la barba para aplastarme las mejillas con las manos rebosantes de crema. Contraigo el rostro al sentir lo pegajosa que me ha dejado la piel.
—Sabía que no le darían la beca, lo confirmé con el contacto de Helsen, ese que maneja el proceso de aceptación. El consejo estudiantil investiga por debajo de las piedras, ser extranjera le restaba probabilidades, aunado a eso, se enteraron de quién es novia, ni siquiera la tomaron en cuenta para un porcentaje pequeño—hablo con los dientes apretados, pero satisfecho. Esa era la noticia que esperaba oír—. Sol jamás aceptaría mi ayuda. Andrea es un pesado, no le permitiría depender de mí, pera tampoco la dejaría a la deriva.
Se lo dije, confío más en ella que en mi mismo. De una manera u otra lo iba a conseguir, esa mente suya no puede pasar desapercibida, yo no lo iba a permitir.
—¿Y para eso tenías que casarte?—recrimina, rellenándose las manos del maldito menjunje—. ¿No podías hablarlo con él y llegar a un acuerdo?
Podría reírme, pero Andrea me quita las ganas de todo.
—No conoces a Sol, si no es genuino el interés no lo va a querer—repongo, arrugando la expresión al sentir el frío del líquido en el cuello—. Sé que lo que hice está mal, pero dejarla sin opciones no era una para mí. Por mi perdió la beca, es cierto, pero por la mía tendrá una oportunidad que para ella si es viable. No va recibir nada mío, es una cabeza dura y la loca de su madre todavía más.
Por estar encerrado, desperdicié la oportunidad de decírselo mirándola a la cara. Es la primera en pedirle a Sol que decida por ella misma, Sol me lo ha dejado en claro, y no se da cuenta que le impone una presión asfixiante con respecto a la universidad.
Sol decidirá por su vida cuándo salga de casa y para eso ya tiene una propia.
—Ten respeto, Eros, es tu suegra—puntualiza como arrojando una advertencia.
El término me saca una carcajada.
—Para su desgracia—proclamo, torciendo la boca con desdén—. Puede gritar todo lo que quiera, pero lo hecho, hecho está. Que agradezca que no elegí el Fajardo, se iba a morir si se llegase a enterar que ahora su hija y apellido son míos.
Egocentrismo en todo su esplendor me atiborra de pies a cabeza. Porque lo es, es mía en cuerpo, alma y ahora legalmente. Sol es tan mía como yo suyo, puede negarlo, pero no ocultarlo. La conozco, este tiempo apartados no debilitará nada, por el contrario, obrará a mi favor.
—Fue muy apresurado, no debiste tomar una decisión tan importante sin consultarlo primero con ella—rezonga, embadurnándome los brazos también.
—No estoy para regaños—advierto de mala gana.
Mamá sube la mirada adornada por un halo irascible, sin mover un centímetro la cabeza gacha. El cariz le cambia por completo siempre que se propone imponerse por encima de quién sea.
—Es que no es cuándo lo decidas—replica, emulando mi tono.
Pide que me levante la camisa, siseo una grosería en el segundo que la crema fría me toca el abdomen.
Necesito salir de aquí. El encierro no es lo dispara mi ansiedad, lo es sentirme con las manos atadas porque no puedo confiar en cualquiera.
—Hasta no resolver este asunto no puedo dejarla a su suerte—la pérfida idea clavándose en mi mente—. Si me pasa algo...
—Ni se te ocurra mencionar eso—interrumpe, desparramando la loción por la espalda.
—Si me llegase a pasar algo—reitero, haciendo ahínco en cada palabra—. No quiero irme sin asegurarme de que nunca le faltará nada.
No quiero partir sin saber que nos pertenecimos en todos los sentidos.
—No le faltará nada, porque como tú mismo has dicho, ella es capaz por sí sola—proclama.
Un dolor punzante se acentúa en mi interior.
—Lo es, solo le reduje el camino.
Guarda silencio, asegurándose de que la crema termine de secar. Obtiene una respuesta positiva y no me contengo a rodar los ojos y tomar un respiro al verle sacar más loción. En un minuto paso de tener veinte años a tres. Como Ulrich se entere que me he dejado llenar de crema, las burlas perseguirán mis pasos hasta el día de mi muerte.
Pienso en Hera, en Sol. Entonces esos nombres aterrizan en mi cabeza y se incrustan en ella como una daga envuelta brasas. Todo cae por su propio peso y él ya no lo puede sostener, a fin de cuentas, las ratas son las primeras en abandonar el barco.
—No pueden irse con Maxwell a Francia—suelto de repente, buscando su mirada.
Introduce el envase al bolso, enarcando una ceja, intrigada.
—¿Por qué lo dices?
Podría enumerarles las razones, pero me desencanto por reducir la conversación. No es el momento ni el lugar.
—No es seguro.
Ella me lanza una mirada cautelosa. Algo le habrá dicho mi expresión que no me contradice.
—No me voy a mover de aquí hasta que el juez dicte sentencia a tu favor—cede, no obstante, agito la cabeza en una negativa.
—Ni siquiera después de eso.
Sostiene mi mirada, un atisbo indeciso se cuela en su iris.
—Tu hermana no estará de acuerdo—se humedece los labios, gesto que hace por instinto siempre que los nervios le surcan.
—Hera no está pensando correctamente.
O puede que sí.
Puede que el enemigo piense que duerme con la víctima y no su verdugo más probable.
Mamá pasa un peine por el cabello, la barba y vuelve a embadurnarme de esa mierda. No permito que una queja salga de mi boca, dejo que me atienda, más que quererlo, lo necesito.
—Mutti un dich—vocalizo, sin que la frase cruce el filtro en mi mente.
Lejos de lucir descolocada como me siento, puesto que hace años que le perdí apego al apodo, la boca de mamá forma un puchero. Arrugo el ceño, a lo que ella suelta un sollozo y de la nada comienzan a gimotear.
—¿Ahora por qué carajos lloras?—cuestiono, ella ríe entre la marea que le brota de los ojos, encogiéndose de hombros.
—Hace quince años que no me llamas así—logra decir.
Se arroja contra mí, pasando por alto la herida que se tensa y me escuece al recibir su peso en el abrazo que demanda. Corto el gruñido que se tambalea en la punta de mi lengua, aspirando el aroma a lavanda de su cabello idéntico al mío. El cuerpecito delgaducho de mamá desprende calor, o quizá soy solo yo que lo percibe así, porque es la carencia física más acentuada encerrado en una celda.
La puerta es abierta sin aviso. Faber regresa, sacando el pecho como el hijo de puta vanidoso que es. Sin razón, porque verle a la cara duele más que un trancazo en las pelotas.
—Terminó la visita—escupe, barriendo el sitio con una mirada petulante que me hace apretar los puños.
Mamá une las manos en el pecho, volteando hacia él con los ojos cristalinos.
—Un minuto más.
Él blanquea los ojos, empiezo la cuenta regresiva desde el veinte, aspirando todo el aire que puedo antes de expulsarlo, regulando las pulsaciones frenéticas.
—Señora, le pido amablemente que salga.
Cierro los ojos a la primera fractura de la coraza que me mantiene a raya. Me obligo a contar pollos, cabras, unicornio, mariposas y cuanta mierda se me ocurra. El cúmulo iracundo de emociones me quema las entrañas.
Todo se vuelve contra mí en un mero segundo infame. La muerte de mi abuela, el quiebre mental de mi hermana, la lejanía de Sol y nuestro futuro ambiguo. Detesto sentir que no hago nada, odio corroborarlo cuando hay tanto por hacer y lo máximo que avanzo son veinte metros de aquí a una celda de cuatro por cuatro.
—¡Son unos desgraciados!—brama mamá. Abro la mirada para conseguirla apuntándole al pecho con un dedo—. Si le tocan un pelo más, déjeme decirle que sé como disparar un fusil.
Ella que con suerte y un empujón de los tacones, se le acerca al pecho. El tipo se cruza de brazos, tratando de lucir intimidante. Payaso.
—¿Está amenazando a la autoridad?
—Sí, ¿qué le parece?—replica Agnes.
—Un delito.
Ella mueve la mandíbula, por un segundo tuve la impresión de que le ha dejado sin palabras, contrario a eso, retrocede hasta chocar la espalda contra el borde de la camilla.
—Excelente, aquí me quedo.
Recolecto el gramo de paciencia que me resta por el día frotándome los ojos.
—Mamá, ve a descansar—digo en un susurro solo para sus oídos.
Un sentimiento beligerante se apropia de mí, mirándole a la cara teñida de aflicción y pesadumbre. Sus manos pequeñas se aferran a mi cara, la suya se torna furiosamente rojiza al emitir un sollozo.
De puntillas, apoya la sien en mi mentón, dibujando espirales en mi piel con la punta del dedo.
—Me rompe el corazón dejarte aquí—gimotea—. Por favor cuídate, vendré el domingo, traeré mucha comida que preparará Moira, no te preocupes.
Se aparta de mí, la soledad me golpea con una hostilidad que me deja aturdido. De repente vuelvo a ser un niño que pide unas horas de descanso al lado de su madre.
Revisando mi historial, en cierta manera nunca dejé de serlo.
—Mamá.
—Dime—expresa con la voz grumosa.
Le observo ataviarse la prenda, con la ansiedad emergiendo desde los confines inexplorados de mi psique. Días barajeando la alternativa sin lograr una decisión, es atípico, nunca me ha costado decidir sobre nada. Lo rechacé por una razón, una poderosa. Tengo varias superior en peso que me guían al lado contrario.
La primera, yo mismo. Dicen que una vez que tocas fondo lo que resta es subir, pero hace mucho que estoy cavando en descenso.
—Dile a Hernann que venga.
La observo impasible, tenso hasta el apellido. La confusión resplandece como fuego grabado en sus facciones segundos antes de esfumarse ante la llegada de la dura preocupación.
—¿Te encuentras bien?
—Señora—apremia Faber.
La ira reverbera y bulle bajo mi piel. Me repito que es por esto que cedo, porque estoy harto de los dolores de cabeza, las miradas de juicio, la sarta de comentarios de ajenos, incapacitándome como si fuese un jodido desquiciado. Estoy cansado de los señalamientos por algo que se escapa de mis manos. Estoy obstinado de que me den el trato de un sin razón, cuya opinión carece de importancia, por algo de lo que muchas veces no tengo control.
Trago como si pasara una roca raspándome la garganta, sintiéndome como pocas veces lo he hecho, vulnerable, desasistido. Mirando los ojos de mi madre, esas joyas café que reflectan cientos de destellos ocasionados por el llanto cruel, recojo la resistencia de la que hago alarde y pronuncio:
—Necesito el tratamiento farmacológico.
Si llegaste hasta aquí porque te gustó el libro, porque no puedes dejar algo inconcluso o nomás criticar (no juzgo🫡)
Gracias, me siento acompañada en esta
promesa💙
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