"25"
Nueva York es sinónimo de ruido, contaminación lumínica y rutinas apresuradas. Un pie fuera de casa, y te topas de frente con gritos enfadosos, personas corriendo de un lado a otro, y otras tantas vociferando una horda de malas palabras si tu intención es tomar un taxi fuera del aplicativo y hay personas pretendiendo lo mismo que tú. Es difícil que los aislantes de sonido funciones, de una manera u otra el bullicio te encontrará.
Pero no aquí, en Great Lawn.
En el corazón de Central Park, rodeado de árboles de abundantes ramas y del tamaño de un gigante, conseguimos un espacio plano, muy verde y tan amplio que me chocó no haberlo visto antes. Aquí el escándalo se olvida y en el cielo se levanta un manto de estrellas. Grupos de amigos y parejas cariñosas, conversan de espalda al césped, admirando la belleza del pedazo de firmamento estrellado único en la ciudad.
Como hace Eros, como hago yo.
El frío de la noche es fiero y cruel, podría compararlo con la sensación de estar sumergido en una piscina poblada de hielo, como esa vez que la vecina en un desesperado intento por bajarme la fiebre de cuarenta grados, me metió dentro de un balde con agua helada mientras mamá iba por mí. Estoy aquí, castañeando los dientes, escondida dentro de tres capas de ropa, bufanda, gorro y guantes, una exageración parangonado al único abrigo de Eros, quién se ha quitado la gabardina para cubrirme las piernas y poder echarme a contemplar el cielo sin que los temblores me afecten la vista.
—Nunca había estado aquí de noche, no sabía que se podían ver tantas estrellas en esta ciudad—menciono, ladeando el rostro para ojear la línea ahora a oscuras de arbustos—. Es precioso, da miedo y escuché que de noche es peligroso, pero sigue siendo hermoso.
Siento su mirada caer en mí, devuelvo la vista al costado, encontrándome con sus ojos cargando el destello del cielo en sus pupilas dilatadas.
—Lulú me lo recomendó.
¿Le preguntó a Lulú por un sitio dónde tener una cita? Me resulta extrañamente... tierno. El latigazo de vergüenza en mi pecho asciende a mi semblante, si podía sentirlo así de recio, más que seguro que él puede verlo.
—¿Si?—sondeo, regresando la atención a las alturas—. Le fascinan las estrellas, es extraño que no nos haya traído hasta acá.
—Tú lo has dicho, es peligroso—repone, le percibo removerse, por el rabillo del ojo reviso que se ha volteado sobre su estómago—. Las noches en Wallberg, una montaña en los Alpes, tienen tanta iluminación del cielo, que incluso en invierno con toda esa neblina espesa se pueden ver el destello.
Desciende el rostro hasta rozarme la mejilla con la punta de su nariz, enloqueciendo mis pulsaciones, calentando esa fracción de piel con la tibieza de su respiración liviana. Me pregunto si el frío cesará si me besa y transmite el calor de su cuerpo. Presiona más, erizándome los vellos de la nuca, me cuesta mantenerme quieta y rehuir de la necesidad de voltear la cara y tomar sus labios, pero todavía no me sentía acorde, no tenía la confianza para ir por él, aunque sabía que sería bien recibida.
Conocemos del otro más que la textura de los labios, mucho más que eso físicamente, de seguro, y aún me quedo de piedra siempre que deseo iniciar el contacto en otras circunstancias fuera de lo sexual.
—Debe ser un espectáculo—contesto, un escalofrío me toma el cuello cuando deja un beso cerca de mi nariz antes de apartarse—. Hera me ha dicho que tienen un castillo como el de Disneyland allá, Neu... algo.
—Neuschwanstein, pertenecía al Rey Luis II de Baviera—proclama—. Le apodaron el Rey Loco, le diagnosticaron esquizofrenia paranoide, pero los locales dicen que todo fue una tetra para arrebatarle el trono. Su muerte levantó muchas sospechas.
Giro el cuello con tanta fuerza que puedo sentir el estirón doloroso de un tendón.
—¿Eso por qué?
—Murió ahogado y se supone que era un nadador experimentado.
Formo un círculo de impresión con los labios.
—El poder distorsiona mentes.
Él niega levemente con la cabeza.
—El poder no, la envidia unida el rencor, por otro lado...—se interrumpe, profiriendo una risa suave, rozando la ironía—. ¿Te sigue doliendo el talón?
La pregunta es el alfiler que revienta la burbuja de calma. Un resquemor me nace en el núcleo del cuerpo y se extiende a mis extremidades cual ondas de disgusto. Remuevo el pie recordando la clase de deporte esta mañana, mientras corríamos como imbéciles en círculos, Stella depositó todo su ingenio en la basura cuando decidió que meterme el pie y hacerme caer al piso como estropajo remojado era la mejor idea.
Recuerdo el dolor agudo atravesándome la pantorrilla, las risas estúpidas del resto, el semblante de pena fingido de la teñida. Tenía tanto por reclamarle que no le dije nada, me limité aferrar los brazos entorno al cuello de Eros mientras me levantaba del suelo y con gusto y sin esfuerzo, me llevaba a las gradas. Me sentí como una completa idiota, rebosante de satisfacción eso sí, al verle trasformar la expresión a una de enojo cuando, Eros me brindó masajes en el tobillo, y yo disfrutando demás de la situación, le agradecí con un beso en la mejilla.
—Me duele más no haberle hecho lo mismo—replico con dejo ácido—. Lo hizo a propósito, tú lo viste.
Examina mis facciones, tomándose un tiempo extra en mi boca antes de anclar la mirada en mis ojos.
—Lo lamento—susurra, luciendo genuinamente avergonzado.
—¿Por qué te disculpas?—regreso, bufando—. No fue tu culpa, ella es la de los problemas, ¿le hiciste o dijiste algo para que se empeñara contigo?
Tocarla como te toca a ti.
Arrugo el ceño, desagradada ante la imagen que me he formado.
—¿El bolso?—inquiere confuso.
—Pues quítaselo—me apresuro a decir—, quizá el conjuro se rompa de esa manera.
La risa que suelta atrae un cosquilleo ardiente a ingle, mismo que sube de sopetón a mi rostro cuando su mano recubre mi mentón, me hace voltear hacia él, y pasa lo que vengo reprimiendo desde hace minutos. Me besa una sola vez, un contacto de un segundo, un beso fortuito que despliega raíces perennes en mi vientre. Vergüenza se asienta en mi estómago, me odio por convertirme en esa colegiala que experimenta los primeros toques del chico que le gusta y le provoca dar brincos en círculos chillando como animal lastimado.
Ahorrándome otro nivel de vergüenza, aprieto los labios sosteniendo la sonrisa lejos de mi boca.
Profundo silencio arropa el momento. Por instantes, creo encontrarnos solos en medio de la nada, no me acostumbro a no oír e, bullicio característico de la ciudad en pleno ajetreo. La parte de la cabeza apoyada en la grama comienza a dolerme del rato que llevo en la misma postura. Tomo asiento, fijándome que no hay nadie cerca, y observando a medias que la oscuridad se ha apropiado del contexto. Cuan asustada estaría si estuviese aquí, a esta hora, sin compañía.
—¿Le has dicho a tu hermano sobre el fin de semana escolar?—cuestiona de repente.
Sacudo las diminutas hojas adheridas a los guantes, riéndome con el mentón dentro del abrigo. El viaje a las montañas en diciembre prometido por Whitman a todos los graduandos, dos días de diversión en la nieve, historias de terror alrededor de una fogata y mucho chocolate cliente. O así lo intentar vender, ya me veo cayendo de una colina en la primera práctica de esquí.
—Lo dices así y se escucha como si asistiéramos al kindergarden, y sí, me dijo que sí, siempre que me cuide, le escribe y todo eso—giro a su rostro, enarcando una ceja—, ¿tú irás?
Rechista, copiando mi postura.
—Por supuesto, nada me motiva más que compartir habitación con un par de imbéciles de higiene precaria.
El vestigio de emoción que tenía por el viaje se desvanece con esa oración.
—¿De verdad no irás?—cuestiono en un murmuro.
Él enarca una ceja.
—¿Quieres que vaya?
Miro al frente, repentinamente cohibida a más no poder por el tonillo presuntuoso en su voz. Es más que obvio que quiero que vaya, no tiene nada que ver con los planes esos dos días, más bien porque me gustaría tenerle cerca, y hablar, y besarle y robarle calor con abrazos fuertes. No conocía el tamaño de mi anhelo por eso, hasta ahora, que me ha bajado las esperanzas y tengo que tragarme la decepción para no parecer desdichada por eso.
Me enojo de hombros, quitándole la importancia que si tiene.
—Darán dos puntos extras en la materia más baja—digo con voz pausada—. Y tomaremos chocolate caliente mirando la nieve, y...
La risa ronca que surge de su boca me interrumpe.
—Está bien, Sol, no me lo tienes que pedir con tanto fervor—se burla, pinchándome las costillas con un dedo.
El tacto y la vergüenza de haber quedado como tonta me sacan risas nerviosas. Él ríe conmigo, sus dedos engarzados a mi abrigo aumentan las cosquillas, le aparto la mano, soportando las carcajadas.
—Idiota—mascullo, obstaculizando su mano con las mías—. Deberíamos ir saliendo, ya no se mira nadie cerca.
Barre la extensión del campo en segundos, sorpresa invadiendo sus facciones. Creo que el tiempo le ha pasado sobre la cabeza y él no se ha dado cuenta, pues revisa la hora en el reloj en su muñeca, ceñudo y descolocado. Me arrebujo dentro de su gabardina, aspirando la esencia de su piel pegada a la tela. Despego la nariz en cuanto levanta la cara, lo último que necesitaba era que me consiguiese oliendo su ropa.
—¿Decidiste qué quieres de cenar?—cuestiona, poniéndose de pie.
—Hamburguesa y una ensalada para equilibrar—contesto sin vacilar, me tomó más de una hora decidir—. Me toca a mí comprar la cena esta noche.
Incluso en las sombras, pude verle revirar los ojos.
—Siento que llevarte la contraria es perder tiempo.
Comienza a conocerme.
Mirando mi ademán por levantarme, se apura a extender los brazos buscando meter uno bajo mis rodillas, pero le detengo aleteando una mano.
—Yo puedo sola, ya casi no duele.
—Sé que puedes sola—dice entre dientes—. Te quiero ahorrar el esfuerzo.
—Me da vértigo si me cargas.
Me contempla unos segundos, relamiéndose los labios en medio de una sonrisa.
—Súbete a mi espalda—pide, volteo por completo el rostro, ignorando lo que ha dicho—. ¿Qué pasa?
¿Cómo puedo explicarme sin sonar como una estúpida? No hay forma, no hay vía de salva. He visto demasiadas películas de romance situadas en esta misma ciudad, dónde las citas acaban así, con la chica viajando en la espalda del chico, y me causaba tanta gracia y vergüenza ajena que tenía que apartar la vista de la pantalla. Que pueda pasarme, es como si las productoras me escupieran a la cara. Exagerado, sí, pero así me sentía y no quería por nada del mundo, sentirme como la tonta más grande del mundo.
Eros continúa mirándome, esperando una respuesta. Carraspeo, sin devolverle el gesto.
—Eso es muy íntimo—digo con un hilo de voz, siento la agudeza de su mirada en mí, siento la abertura de mis poros en las mejillas—. No me veas así, yo me entiendo.
Ríe, un sonido ligero, mientras se agacha lo necesario para quedar a centímetros de mi rostro, la explosión de calor en mi rostro me indica el sonrojo formándose en mis pómulos.
—Sol, te he metido la lengua en el coño, ¿qué más íntimos podemos ser?
Clavo mis ojos en él, la vergüenza calándome tan hondo que consigue hacerse un espacio en la parte más distante en mi interior. ¿Por qué tiene que ser siempre tan... él? Lo más descabellado de todo, es que no me gustaría que fuese de otra manera.
—Que vulgar eres.
—Sí, ¿y?
La cercanía de su rostro me pone en alerta. Los vellos se me erizan y podía percibir el corazón pulsar a través de mis oídos. Mis sentidos nítidos, embaucados en su anatomía, aroma, mirada escrutadora. Embelesada en el momento, admiro la diminuta sonrisa prevalente en su cariz, hermosa y siniestra a partes iguales, incitándome a terminar la distancia entre su boca y la mía.
No titubeo demasiado, a fin de cuentas, ¿quién era yo para negarme a disfrutar de lo que él me ofrecía y yo anhelaba?
~
—¿No tienes fotos tuyas de bebé aquí? No he visto ninguna, poca de Hera.
Me remuevo encima del mullido cojín, acoplándome a la postura de indio frente a la chimenea, luego de pasar las últimas dos horas con la espalda apoyada a los pies del sofá, percibiendo el calor de las llamas atrapadas detrás de la lámina oscura de protección. Encima de ella, empotrado en la pared se halla el plasma, reproduce los créditos de la película que no alcanzamos a terminar anoche, Crazy Stupid Love.
Una hamburguesa y media, dos raciones de papa frita y un vaso grande de refresco después, exhalo el aire atrapado en los pulmones, la presión de la comida no me deja espacio ni para aguantar un respiro.
—No—dice Eros con firmeza—. Ni las habrá.
Rechisto, enrollándome bajo la cobija que ha traído de su habitación, impregnada en su aroma.
—Que pesado, seguro eras tiernísimo, con tus ojos grandes y mejillas rojas.
—Si tú lo dices—murmura en medio de una risa—. ¿Tienes estómago para unas copas de vino? Le quité una botella a Helsen hace poco.
—Se la robaste—le corrijo, él se encoje de hombros ensanchando la sonrisa.
Se pone de pie con movimientos perezosos, la carga de comida seguro le ha causado el mismo efecto de adormecimiento que a mí. Reparo en la anchura de su espalda adentrarse a la cocina alumbrada por las luces de la ciudad traspasando el inmenso ventanal.
Oigo el refrigerador abrirse y el tintineo de cristales, solo opacados por la fila de notificaciones entrando a mi celular, lo tomo apresurada en el quinto tono confiando que son de parte de mi hermano, pero es el chat grupal con los chicos, enviando emojis, en medio de la marea de corazones rotos y animales, pesco un solitario mensaje de Hera, pidiendo que le corra la voz a Eros que pasará la noche con Hunter, Lulú y Jazmín.
Eros regresa, toma asienta de vuelta encima del cojín, apoyando la botella y las copas en medio de los dos.
—¿Hera?—pregunta, con dejo indiferente, vertiendo el líquido oscuro en la copa.
Asiento, tecleando la respuesta.
—Ha dicho que no vendrá esta noche—comunico, leyendo la respuesta inmediata de ella, un gracias en mayúsculas—, se quedará en una súper pijamada con Lulú, la abuela de Hunter y él.
Silencio el móvil y lo dejo olvidado en algún lugar del piso.
No pasa al siguiente trago, abandona la botella y con las cejas unidas, toma su celular escondido entre la gamuza de la alfombra, como yo, teclea un mensaje y al fijarme que estuve mirando fija al aparato, llevo la mirada a las llamas, previendo una malinterpretación al escrutinio de su privacidad.
Aún concentrado en el móvil, toma la copa servida y me la ofrece. Mientras prueba el primer sorbo, suelta el celular y relaja el ceño.
Tomo el segundo trago, dando por sentado el regaño que me voy a ganar, puesto que hace minutos debí volver a casa y aquí estoy, decidida acabarme la botella con él. Me reitero que por una noche Martín no va dejar de quererme, ni el trabajo se me va acumular porque ya lo hice todo. No era un de vez en cuando, era una vez. Trato de atar esos pensamientos a mi psique, instigando a la ansiedad acumulada en el centro de mi cuerpo a soltarme por lo menos estas horas.
Observo a Eros tomarse el primer sorbo el tiempo que me toma beberme hasta la última gota, sellando un pacto estúpido pero efectivo conmigo misma con una palabra. Fluir.
—Sírveme más por favor, está muy rico—pido, extendiéndole la copa vacía—. ¿Cuál es tu comida favorita? Nunca me lo has dicho.
Fuerzo una sonrisa en cuanto su mirada se concentra en la mía. Esa pregunta se ha sentido como cualquier cosa, menos fluir. Un poco más de transparencia y nota el cuestionario en mi mente; pero él se lo toma con humor, rellena mi trago, sin soltar esa sonrisa contagiosa que mantiene cálido mi corazón.
—Cualquier cosa con papa, ¿la tuya?
No me lo pienso mucho.
—Las hallacas—proclamo, tomando la bebida de vuelta. Él ladea el rostro, perdido con mi respuesta—. Es masa de harina de maíz con muchas cosas ricas adentro, se comen en temporada navideña en Venezuela, pero si fuese por mí, las comería todo el año.
Él asiente repetidas veces, lamiéndose la esquina de la boca.
—¿Tiene papa?
—Algunas sí, me gustan con papa.
—Quiero una con papa—decreta, agrandando la sonrisa.
Me bebo a sorbos gigantes el contenido del trago, tratando erradicar la inescrupulosa y ferviente sensación que me asedia el pecho al divisar las llamas reflejadas en sus pupilas. Ni siquiera la oscuridad logra atentar contra el resplandor de su mirada, centellando como las estrellas que contemplamos hace un rato.
—Te daré dos si me sirves más—exijo, inclinando la copa a él.
Ríe con soltura contagiosa, accediendo sin quejas ni contrademandas.
Escaneo de nuevo el ambiente, encandilado por el fulgor de las flamas y el tenue relumbre de la ciudad que no descansa. Es impresionante como sin tener ni una lámpara encendida, podías caminar de aquí para allá sin tropezar con nada ni trastabillas. Se me hincha el pecho de emoción por estar aquí, bebiendo vino al filo de una chimenea en compañía del chico con la perversa capacidad de hacerme igualar la temperatura que emite las llamas. Se repite ese sentimiento de pertenencia que solo me embarga cuando el abdomen y las mejillas me duelen de tanto reír con las personas adecuadas.
Con Eros sentía lo mismo, sin necesidad de asfixiarme a punta de carcajadas, con un beso bastaba.
—¿En qué piensas?—cuestiona antes de beber otro sorbo.
En ti.
—En que esto me recuerda a esas veces que hacía pijamadas con mis amigas de primaria—digo lo primero que me cruza la mente—. Dormíamos en el recibidor, veíamos todo el rato a la cocina esperando encontrarnos un fantasma.
Capto la sonrisa entretenida antes de verla desvanecerse cuando toma otro trago más. Los labios manchados de vino, la camisa abierta a la mitad y el cabello revuelto, le brindan el aura desorganizada, extraña en él, que tiende a ser lo opuesto.
—Hera tuvo problemas para dormir sola en casa, decía que veía sombras detrás de la cortina, acababa durmiendo en mi habitación, que también le daba terror, toda la residencia—acota pensativo, meneando el líquido—, pero tenía compañía.
Hera nunca nos ha contado cómo es su casa en Múnich, tampoco le preguntamos. Es de las personas que te dejarán saber tanto de su vida como ella así lo desea, indagar aunque sea por el hecho inocente de querer conocerla más a profundidad, nunca es buena idea. No le gusta que esculquen sus cosas, menos su vida. Lo tomará como un movimiento de dobles intenciones.
Creí que era la persona más enigmática que podría conocer, como un libro de misterios hecho en persona, del que conoces pista por pista, al final cuando todo sea dicho, las piezas encajarán, incluso aquellas explícitas a las que no le brindaste la suficiente atención.
Eso, hasta conocer a Eros.
—¿Te daba miedo a ti?—sondeo, preguntándome que tan poca resistencia al alcohol tengo para sentirme ligeramente mareada. Y solo llevo dos copas.
—Nunca.
Encontré intimidante el voltaje de su mirada, un segundo antes de rellenarse la copa. Consumimos lo mismo, pero no estamos en el mismo nivel, él luce tan colectado que me doy vergüenza.
—¿Qué te causa miedo?—cuestiono, prendida del contacto de sus labios tintados al borde de la copa.
—Si te lo digo, lo podrías usar en mi contra—dice con cierto acento malicioso, que me alborota las hormonas.
Rechisto, atiborrándome de vino y la tórrida vista del resplandor del fuego en su mirada.
—Bueno, ya sabes que para matarme de un infarto, solo tienes que levantarme en braz...
—Hagámoslo—me interrumpe, bajando la copa a la alfombra.
Miro a los costados, perdida en la conversación.
—¿Qué?
La esquina de su labio subió como si la hubiesen halado con un hilo.
—Te voy a levantar, como el imbécil ese de la película que ofrece trago a cambio de un recostón—dice con simpleza, bebiéndose lo que restaba de su traga, manteniendo sus orbes fijas en mí.
Enarco las cejas, su mirada vehemente traspasándome el rostro. Esa propuesta... no me la esperaba, ¿Eros realizando un acto como ese? Tan romántico que roza lo estúpido. No lo comprendo, como si el pensamiento fuese cuadrado intentando encajar en mi cabeza con forma de círculo, ilógico.
Él continúa a servirse otra copa, estira la botella a la mía, el chirreo de cristal contra cristal me extrae de la breve ensoñación.
—¿Cómo Jacob a Hannah, dices?—la pregunta es tan tonta que incluso me causa gracia—. No...
—¿Por qué no? ¿Te da miedo?—replica con avidez, remarcando el reto tácito con una sonrisa ladina.
Frunzo los labios, despidiendo aire en medio de ellos. Miedo a una caída no, miedo a que me arruine mi película favorita, mucho. Si las cosas, lo que sea que esté pasando entre nosotros, se desarrollen torcidas, recordaré este momento con desagrado y quién sabe, rencor. Me sé los diálogos al pie de la letra, podría recitarlos mirándola, da igual el humor que cargase, siempre conseguía sacarme risas sin importar las cientos de veces que la he visto.
Podría ser una estupidez, pero una que me hacía dudar.
—No es eso—digo, escondiendo la duda—, ¿seguro que puedes?
El gesto de suficiencia que esperaba como respuesta asedia sus facciones.
—Tu duda es una ofensa—susurró, el borde de la copa empañándose con su aliento.
Era una tontería de tamaño astronómico, pero yo quería cometer esa tontería con tanto anhelo que sentía el pecho agrietarse al no ser capaz de contener mi emoción. Continúa disfrutando del vino, sabía que paladeaba el sabor al verle contraer la mandíbula sin dejar de escrutar mi semblante con tanto ahínco que me tengo que arrebujar todavía más bajo la cobija al sentirme expuesta.
Me empino la copa hasta vaciarla.
Al carajo, le echaría la culpa a Dirty Dancing, no a Crazy Stupid Love.
—Quítate la camisa, voy a poner la canción.
Suelto la frazada, siguiendo la sonrisa siniestra invadiendo su semblante. Se acaba el trago y procede apoyar la copa junto a la mía, a su vez se pone de pie, copio el movimiento, percibiendo la anticipación florecer en cada poro de mi cuerpo. Recojo el celular, entro a la aplicación de música y busco Time Of My Life, pasando por alto las notificaciones de mensajes y llamadas perdidas. Respiro hondo, manteniendo a raya la ola de arrepentimiento amenazando con asentarse en mi pecho. Luego resolvería con Martín.
La fuerte emoción y profunda vergüenza me arrolla los nervios, al divisar la camisa de Eros caer sobre la alfombra, le oigo ir al extremo opuesto, por el rabillo del ojo doy con él cerca de la esquina del ventanal. La mezcla de alcohol, sensaciones y la música me despegan una marea de carcajadas gruesas de la garganta.
—No puedo creer que vaya hacer esto—murmuro para mí—, que vergüenza...
No estoy lo suficientemente borracha para hacer esto sin sonrojarme, pero actuaría como que sí.
Giro sobre mi eje, la sangre me corre espesa al reparar en su torso desnudo adornado por suaves relieves, libre de vellos e iluminado por las luces de afuera. Encuadro los hombros y me siento realmente estúpida, es solo un brinco, no una carrera olímpica. Calculo la distancia entre los dos, al menos diez metros, en cuatro pasos largos le alcanzaría, solo tendría que sumarle un salto si pretendo restarle peso, pero...
—¿Qué tanto piensas?—exclama, y comprimo los dientes tratando de cortar la hilera de risas.
—¡No hables! Me desconcentras—grito de vuelta—. ¿Seguro qué pue...
—¡Sol!
Reacciono y luego pienso.
Echo a correr a ciegas, un, dos, tres segundos, abro los ojos en el momento justo que Eros se agacha y en lugar de levantarme como esperaba, me echa al hombro y camina de vuelta a la chimenea soltando risas como nunca se las escuché. La sangre se me acumula en la cabeza, palpitando a cada paso de Eros. La presión de su hombro contra mi estómago me devuelve la carga de comida, el ardor en el esófago me sube la bilis y empuja fuera del trance que el cambio brusco de planes en segundos me metió; me tapo la boca con una mano y con la otra le doy palmaditas en la zona baja de su espalda.
—Bájame, te voy a vomitar encima.
Accede una vez ha pisado la alfombra, me baja paulatinamente, levantando mi suéter al rozarme los costados, y solo me suelta cuando mis pies tocan el suelo. Vuelvo al suelo en el segundo verso de la canción, partiéndome de la risa sin razón. Caigo de espalda percibiendo el calor del piso atravesar el material de felpa, mi cuerpo sacudiéndose acorde a las carcajadas colándose fuera de mi boca, tratando de apaciguar la quema de emociones arraigada a mi pecho.
Eros ubica los pies a cada lado de mis piernas, mirándome como un halcón a su presa desde la cima de una montaña.
—Ese movimiento gustó más—declaro con sinceridad al disminuir el fluir de las risas, él no mueve ni un músculo de la cara—. ¿Qué?
Levanta las manos en señal de confusión.
—¿Quieres un revolcón conmigo sí o no?
Arqueo una ceja.
—¿Si? ¿Desde qué te conozco?
La presunta seriedad sombreando su rostro se quiebra con la irrupción de una sonrisa inmensa.
—Truco de mierda, no funciona—rezonga, recogiendo la camisa del suelo.
—Pues conmigo no necesitas trucos—respondo como si fuese lo más obvio. Y es que lo es—. No te pongas la camisa, Jacob no se la pone.
Con la prenda a medio poner, entrecierra los párpados intensificando la mirada y se señala el pecho con un dedo.
—Eros—dice, emulando el tono de Jacob al aclararle su nombre a Hannah.
Es que si expandía más la sonrisa se me partirían los labios. Quiero tomarle las mejillas y estrujárselas hasta que ya no pueden colorearse más, y quiero desprenderme los labios a besos suyos, como quiero abrazarle tan fuerte que los huesos me crujan. No es justo para el bienestar de mi cuerpo su actitud afable y juguetona, no acostumbro a tratar con ella por tanto tiempo, la adoro, como adoro la fervorosa mezcla de emociones viajando de mis pies a cabeza, enardeciendo las fibras bajo mi dermis, exaltando mis latidos, agitando mi respiración.
En resumen, adoro lo que Eros provoca en mí.
Él vuelve a sentarse en el cojín, hago lo mismo, tomando la copa para acercarla a él.
—Más.
Podía servírmela yo, por supuesto, pero que lo haga él me da otra especie satisfacción. Escurre el sobrante de la botella, advierto la última gota caer, deseando que no sea la última de la noche.
—Voy a devolverte borracha a casa—susurra, advierto la dilatación de sus pupilas al enlazar su mirada en la mía.
—No me importa—replico, tomándome un trago—. ¿Sabes lo que estuve pensando hoy?
Inclina la cabeza a un lado, elevando las cejas y una esquina de su boca.
—¿En mí?
Sí.
Paso otro esa respuesta con otro sorbo.
—En que no me has dicho que quieres estudiar, o si es que quieres—trato de desviar la respuesta, entiendo que no funciona al ver su sonrisa taimada reaparecer.
—En mí—reitera, articulando una risa suave. Se rasca la nuca, retorciendo los labios—. No me apasiona pensar en ingresar a la universidad tanto como a ti, pero me gustaría aprender la parte técnica del armamento—deja caer la mano sobre su muslo—, ingeniería mecánica, Columbia tiene mención en balística y protección.
A pesar de no tener ni la más remota idea de lo que diría, su respuesta no me sorprende, se ajusta a su perfil tan bien que lo que si me sorprende, es no haber pensado en eso con anterioridad. Noto que ha mencionado Columbia, asumo que aceptará el cupo de Helsen, espero acertar en eso.
Thinking Out Loud de Ed Sheeran empieza, pulso la opción de siguiente, desentona por completo con el ambiente. The Real Slim Shady de Eminem se acopla mucho mejor.
—Interesante, aunque me causa pánico pensar en ese montón de números—rechisto—, ¿tu papá estudió eso?
Se delinea la línea del labio inferior con la punta del dedo, enfocándose en mis labios.
—Economía.
Más números aún. Desvanezco el desagrado del pensamiento terminando con la copa. Debo tener el cuerpo adormecido, pues el frío desapareció.
—Debe ser extraordinario ser el favorito del Dios de los números—murmuro—. ¿Y no tienes un hobby? Como tocar la guitarra, surfear, nadar con delfines, acariciar gatos callejeros... el mío sería resolver sopas de letras, laberintos y leer, sobre todo libros de fantasía.
Ladeo el rostro, remojándose los labios en vino. Mis ojos se anclan en la curva de su hombro decorado por las cientos de pecas abarcando el contorno y más abajo, a lo largo de su espalda.
¿Cuántas pecas tendrá? ¿Cien? ¿Ciento veinte? Podría contarlas, una a una, podría dar con el número exacto.
—¿Cuál me recomendarías?
—La saga de Percy Jackson, tiene elementos de la mitología griega y romana, no son libros pesados—contesto enseguida, ni siquiera lo pienso—. Pero dime tu hobby, ojalá no sea yo.
Frunce el ceño, pensativo.
Si comienzo desde la solitaria detrás de su oreja, sigo esa línea... dos, cinco, trece...
—Soy muy bueno en el ajedrez, me interesa conocer cómo funcionan las cosas y también estudiar idiomas.
Pestañeo deprisa, perdiendo el conteo. Consumo un sorbo pequeño, tratando de alargar el sobrante.
—¿Cuántos sabes?
—Mi madre se dirigía a mí en francés, Ulrich en alemán y mi nana, la madre de Jamie, en Holandés—responde, acomodando su peso encima del codo—.Tengo conocimientos de ruso, algo de japonés y mandarín en menor medida, no podría mantener una conversación respecto al negocio, eso es lo que pretende. Hace mucho no recibo clases.
Mis ojos se abren en desmesura, impresionada.
Una, dos, tres... quince, dieciocho...
—Bueno, yo solo sé español, inglés y muy poco de francés, no sé cómo te cabe tanto en la cabeza—pronuncio, perdiendo la cuenta por segunda vez.
—¿Qué tanto me ves?
Y la cuenta vuelve a reiniciarse. joooodeeerrrr...
—Estoy tratando de contar tus pecas, son preciosas, son como un laberinto de estrellas...—una idea me golpea la mente—. Se me ocurrió algo, espera aquí ¡y no te acabes el vino!
Me incorporo del piso, mi mente se mueve a las prisas, como una maquinaria trabajando arduo y forzado, demasiado para mi propio entendimiento, mucho más veloz que mis pies pesados y poco coordinados. Me sujeto a la baranda subiendo las escaleras, no me atrevería a dañar la velada con una fractura. Espero.
Me adentro a la recámara de Hera y rebusco el tubo negro entre el montón de maquillaje que poco usa, dejo todo como lo encontré y regreso a la sala, ardiendo de emoción, como cuando era niña y mis papás me llevaban a conocer un lugar nuevo lejos de casa, me avisaban por la mañana, pues descubrieron que si me lo decían días antes, no podría dormir por imaginar lo que esperaba encontrar.
Eros me espera con el torso erguido nuevamente, sus pies descalzos reposan debajo de él. Me mira expectante y confundido en el mismo nivel.
—Voy a unir tus pecas—declaro, su entrecejo profundiza la arruga.
—¿No?
—Sí, mira—insisto, mostrando lo que guardo en la mano—. Robé el delineador de Hera, nunca lo usa, luego le compro uno nuevo.
No se mira muy convencido, pero no disminuye mi emoción.
—¿La finalidad de esto es...?
—Ninguna—me encojo de hombros, retornando a la alfombra—. No todo tiene que tener un significado, lo haces porque quieres y te causa placer y ya está.
Su cariz se avinagra, la extrañeza se asienta en sus facciones masculinas.
—¿Unirme las pecas te causa placer?
—No el tipo de placer que piensas—objeto, revirando los ojos—. Es más como encontrar constelaciones en el firmamento, el año pasado tomé Astronomía y no recuerdo nada, pero eso de buscar los signos en las estrellas fue entretenido, ¿me dejas?
Enarca una ceja, atisbo un signo de desconfianza en su semblante, sin embargo, endereza los hombros y hace un simple gesto con la cabeza, invitándome a tomar arrimarme a su espalda.
Puede que al alcohol me atonte, obnubile, pero la situación, el sabor amargo del vino, el calor desprendido de las llamas atrapadas en la chimenea y su piel a mi disposición como un lienzo, me retuerce las emociones de regocijo.
Sus manos grandes se ciñen a mis tobillos, estira mis piernas, flanqueando sus caderas con ellas. Poso mis dígitos en su nuca, en la línea de su cabello naciente. Inicio un lento paseo por las compactas ondulaciones de sus músculos trapecios, oprimiendo en el camino los huesos de su columna, pasando los dorsales, finalizando en la cintura del pantalón.
Culpando los estragos de unas copas de vino, despojo un beso en su espalda, una sonrisa me atrapa la boca al percibir el ligero escalofrío recorrer su piel.
Remuevo el delineador esperando que no esté seco o dañado de moho, Hera jamás lo usa, no me sorprendería. Sus dedos proveen mis tobillos de caricias, al tiempo que pinto una línea en mi muñeca probando la espesura. Me enderezo hasta al alcanzar con dificultad la desolada peca detrás de su oreja, una, desciendo por la misma línea, dos, alcanzo la curva de su cuello, siete, ocho, nueve...
Pierdo el cálculo en el borde de su hombro, noto un minúsculos puntos más oscuros, otros más claros. Evitando realizar un soberano desastre de tinta negra, continúo uniendo puntos, pecas, como hacía en esos cuadernos de manualidades en el jardín infantil.
—¿Te la estás pasando bien?—puedo intuir su risa implícita en su voz.
—Como nunca—afirmo, riendo ligero—. ¿Te da cosquillas?
Asiente, consiguiendo un desvarío en mis líneas nada derechas.
—Un poco—acepta, guarda silencio unos segundos—. Me gusta el tacto de tus manos en mi piel.
Supe que responder, a mi me encanta tocarte, pero más que tener la certidumbre de que él lo sabe, estoy segura de que puede sentirlo.
—Tienes muchas pecas, una sobre otra, pasaría un día entero contando todas—murmuro, subiendo los trazos luego de alcanzar la última cerca de su pantalón.
Su risa me estrangula de alivio el corazón.
—Tómalo como tu nuevo pasatiempo.
Uno la línea del inicio con la final, terminando el recorrido.
Introduzco el fino pincel en el envase y remuevo las piernas. Eros libera mis tobillos, me arrastro hacia atrás, contemplando desde un ángulo abierto las delgadas rayas adornando la anchura de su espalda.
—Es un águila—digo, otorgándole forma a la silueta
—¿De qué hablas?
—Los trazos toman la forma de un águila de alas extendidas—menciono, delineando con mis uñas la extensa raya ya seca—. Claro, se vería más prolijo si quitara esta—presiono la marca detrás de su oreja—, de aquí.
Resopla, incrédulo.
—¿Cómo puedes saber que es un águila y no un pájaro cualquiera?
—Porque es idéntico al águila que veo todos los viernes—alego—. El que se muestra orgulloso encima del nombre de la compañía de tu familia. Solo que ese tiene dos cabezas, este una.
—Me parece que el vino hizo de las suyas en ti.
—¿No me crees? Te tomaré una foto y lo verás tú mismo, solo espera.
La música se detiene el instante que me toma capturar la imagen completa. Le extiendo el celular, la mofa se apodera de su mirada.
Me termino el resto de la bebida, extrañamente dulce en cuanto vislumbro su sonrisa.
—¿Ya ves? Es un águila—le doy un golpecito en el hombro con la copa vacía—. ¿Me sirves más vino?
Acaricia su barba con consideración.
—Me temo que no queda una gota más—una sonrisa cargada de malicia ilumina su expresión—. Pero sé dónde conseguir más.
Hace un minuto secundé la idea de Eros de ingresar a hurtadillas a la casa de su tío en busca de esa botella de vino. Ahora que el frío inclemente me cala los huesos y me tiene temblando entera, no creo que haya sido la mejor opción, y es que erróneamente pensé que al adaptarme al clima dentro de la cálida comodidad de su casa, lo haría al de las calles.
Esperando que el semáforo cambie, divisando las luces dobles y el caminar lento, anormal de la gente, confirmo que estoy más borracha de lo que pensé.
Aún faltando diez segundos para el cambio a verde, el auto más cercano está a más de una cuadra de distancia del rayado. Intento hacer que Eros camine, le jalo del brazo, pero él sigue parado detrás de la línea como una estatua de mármol.
—Ven, ¡no nos van aplastar!
Él me toma del brazo libre, sacándome del asfalto.
—Hay que esperar, no seas impaciente—repite como si me reprendiera.
—Eros, me estoy congelando.
—Cinco segun...
No le dejo terminar, reviso que el auto esté lo suficientemente lejos y me lanzo una carrera al otro extremo, con los vellos de los brazos y piernas erizados al enfrentar la gélida ventolera. Un segundo después, el gruñido de Eros y los pasos apresurados a mi espalda, me dicen que ha venido detrás de mí.
El alcohol me dobla la vista y rompe el sentido del humor, la mínima cosa, como las caras desencajadas de los transeúntes que esperan luz verde son causa de risas. Me ha dicho antes de salir que el edificio de residencia de su tío queda a dos cuadras del suyo, tomando en cuenta que las calles parecen ser de un kilómetro, dudo en si esa botella vale la pena.
Trato de mantenerme enfocada, no tropezar con nadie, pero mis pies acaban enredándose, más no pasa a mayores, consigo estabilidad en el mismo brazo que Eros enrosca en mi cintura para mantenerme en mi lugar.
La vergüenza me gana una risa, una terriblemente gruesa y destartalada, que le arrebata una risueña a él. Continúo el camino sintiendo la piel helada, pero con un hervidero de emociones dentro de mí.
Y un minuto después, Eros empuja la puerta transparente del recibidor, impulsándome ligeramente hacia adentro. No me importa la decoración, ni quién es el hombre que intercambia unas cuantas palabras con Eros, solo cierro los ojos unos segundos, refregándome los brazos al percibir el aire tibio de la calefacción a través del abrigo y el pantalón. Mi momento de relajación acaba cuando Eros vuelve a posar el brazo en mi cintura, abro la mirada, fijándome en la dirección que ha tomado, la del elevador.
No dice nada, el peso de su brazo a mi alrededor saca a relucir esos nervios que me carcomen desde adentro siempre que su piel entra en contacto con la mía. Me quiero reír, pero solo atino a morderme el interior de la mejilla, y si necesitaba una segunda confirmación del estado ofuscado de mis sentidos, el no sentir más que una perversa diversión por estar involucrada en el robo de una botella de vino al vicepresidente de la compañía que amablemente me aceptó para cumplir mis horas comunitarias, es la señal que esperaba.
—Tu tío nos mandará a la cárcel—susurro, mirando los números en verde cambiar al escalar cada piso.
—Es casi la medianoche, debe estar rendido, es un viejo ermitaño.
¿Y si no?
Veinte pisos más arriba, las puertas del ascensor abren, la imagen de negro, negro y negro sobre negro inunda la vista. No se debe a la carencia de luz, más bien a la elegante, cuidada y recatada decoración de cada rincón. Escaleras negras, piso gris, paredes negras... la casa de las penumbras existe y tiene de propietario a Helsen Tiedemann.
Me quedo de pie a tres pasos del elevador, observando a Eros caminar directo a la refinada bodega plagada de botellas bajo las escaleras. Cuando Eros enciende la luz, reparo de inmediato la sombra de un cuerpo descendiendo con cautela por los escalones. Claramente sé de quién se trata, pero el que cargue con un arma en la mano me quita un grado de borrachera, que me apunte con ella, otro más.
El grito de terror se pierde en el camino a mi boca al enlazar mirada con él. Reconocimiento y extrañeza le atesta el semblante, tan pronto como logro retroceder un paso, él baja el cañón, barriendo la estancia con la mirada.
—¿Buenas noches?—proclama, imprimiendo la confusión de su cariz en su voz.
Respiro hondo, colocando una mano sobre mi corazón, percibiendo los pálpitos sin control.
—Buenas noches, señor—el miedo escurriéndose fuera de mi anatomía apenas me permite modular.
Él relaja los hombros, torciendo el gesto.
—Helsen—me corrige estoico.
—Señor Helsen—devuelvo.
Él adelanta unos cuantos pasos, la luz de la fastuosa despensa le alcanza, dejando en evidencia su falta de ropa en el torso y un simple pantalón negro de pijama colgándole de las caderas.
El aire se me atasca en la garganta al pasear la mirada por su desnudez, atravesando los músculos divinamente trabajados de su abdomen, siguiendo la vía de vello desde su ombligo, perdiéndose bajo la ropa. Regreso la vista a su rostro y me arrepiento de hacerlo al darme cuenta que se ha dado cuenta de mi escaneo. Las mejillas me estallan de calor, me obligo a bajar la vista a mis pies, con la vergüenza acechándome y a un paso de devorarme.
Estoy borracha, pero no tanto.
—¿Estás borracha?—indaga él, rascándose la nuca con aires de incomodidad.
Muerdo duro recibiendo otra descarga de vergüenza. Fue un error, no debí pedir otra botella, no debí acceder a este plan de allanamiento, no debí salir del edificio. ¿Qué si llama a Martín? No me basta con pasar la noche fuera de casa sin permiso en día de clases, también se me ocurre invadir la propiedad del tío de mi mejor amiga por una botella de vino.
Repito, no estoy tan borracha para esto.
—¡Fue culpa de Eros! Él me dijo que usted estaría durmiendo—exclamo al borde del colapso.
Helsen frunce el ceño, profundamente confundido.
—¿Qué...
Se ve interrumpido por la salida de Eros del cubículo, con una botella en la mano. Él advierte la presencia de su tío, rápido se deshace de la postura laxa, tomando aquella olvidada horas atrás, hombros rígidos, encuadrados y espalda recta. La tensión mediando entre ellos pesa un planeta, allí la interrogante de como vine a parar aquí, si mi empeño era válido solo para trasnochar con el chico que me gusta.
—¿Qué te ocurre?
Que tu tío nos ha descubierto in fraganti, a mi me ha pillado queriéndole mirar el alma. Quiero contestarle, y casi se me escapa, a tiempo logro morderme la lengua.
Quiero echarme a llorar de pena. Eso estuvo tan desubicado, tan espantoso.
—Tiene una pistola—digo con gran obviedad, apuntando al arma.
Pero él no luce nada afectado por eso. Y me siento tonta al comprender que se ha criado con esos artefactos del demonio. Me arroja una mirada especulativa antes de regresar la vista a su tío.
—Me llevo esta—informa como si no pasara nada.
El hombre levanta un hombro, demostrando cuan poco le interesa.
—Me has quitado cosas más valiosas, no voy a discutir por una maldita botella—replica con inflexión desinteresada—. Agradecería que dejaras de entrar a mi casa sin informarme antes.
Lo ha dicho a manera de sarcasmo, y Eros siendo él, se suelta a reír con todo la cruel intensión de causarle malestar a su pariente, caminando a mi dirección. Al alcanzarme, presiona el botón y enseguida, las puertas se abren detrás de mí.
Todo salió bien, nadie pisó la estación de policía, ni obtuvo un disparo, ni fue despedido de las horas comunitarias y como regalo, logramos traer con nosotros la botella de vino.
Eros ingresa al elevador, en tanto Helsen asiente una vez con los ojos clavados en mí, ojos saturados de enigmas y cosas que no consigo descifrar.
—Sol—se despide Helsen.
—Sol—me llama Eros a la vez.
Ligeramente menos mareada, entro al ascensor retrocediendo tres pasos. No digo nada más, el contacto visual se corta al cerrar de las puertas, dejándome un remolino de sensaciones imprecisas en el pecho.
—Deja de sonreír así, sé que lo haces por él, no por mí.
La voz altisonante impregnada de enojo de Eros aplasta cualquier indicio de malestar que ha dejado el peculiar encuentro.
Me doy la vuelta encarándole presintiendo la satisfacción de tenerle conmigo floreciendo en mi pecho y mejilla. En mi estado de embriaguez todo perdía sentido, no veía que tan grave podría ser nada. Nada. Mañana cuando el hechizo se esfume, podría recibir las consecuencias, pero sin soltar el placer de que hoy, pude salir de la rutina y conocí aquello de lo Eros me habló.
Las rutinas son buenas, siempre que escapes de vez en cuando de ellas.
—Mi sonrisa es por ti—expreso sin vacilar, repasando el costado de la botella con la uña—. Y si en otra oportunidad nos encontramos en la misma situación, que te quede claro que mi sonrisa es por ti, por nadie más.
Dos horas más y la botella de la discordia reposa vacía junto a la chimenea. El espectro gélido de la noche desapareció dos copas atrás, recibimos la cálida madrugada hombro a hombro compartiendo cobija, historias y besos que seguro al despertar nos arrepentiríamos de contar, pero que la misma borrachera nos ha hecho soltar a bocajarro, como su primera vez sexual, con una chica cinco años mayor.
A diferencia de mí él si lo recuerdo, aunque le apetece borrarlo de su memoria. Creí que su deseo se basaba en la diferencia de edad, en cuantas rápidas él era solo un niño y ella una casi adulta, pero no, era por precoz.
Abrazo mis piernas y apoyo el mentón en las rodillas tomándome el descaro de contemplarle sin el hostil temor de sentir vergüenza por eso rondándome. Mantiene la vista adherida a las llamas desde hace minutos que sirvió los últimos tragos, no faltaba palabrerío innecesario, ni conversaciones rebuscadas, ni forzadas preguntas, luego de darle vueltas a esa sensación de llenura en el silencio, no doy con la respuesta.
—¿Qué te causa tanta gracias?—cuestiono a media voz—. No has dejado de sonreír.
Resopla una risa, luego se bebe un trago, desviando los ojos a los míos. Hace el ademán de hablar, al último segundo deja caer la cabeza a un costado, ensanchando la sonrisa, como si hablar fuese una travesura que él no se atreve a realizar. Toma otro sorbo, mirándome de una manera tan sobrecogedora que mi interior vibra de anhelo por él.
—¿Por qué no me cuentas cómo es Venezuela? No me has hablado de ella—pide y mi mente se transforma en un millar de vistas, recuerdos de aromas, texturas, sabores.
Tanto por decir, por contar, descargar. Me pierdo en hechos, vivencias, rencillas, felicidad, llanto y carcajadas, que no sé de qué manera expresarme, que palabras elegir, que descripción resumida ofrecer cuando el contenido de inspiración es tan vasto.
Bebo lo que resta de la última copa, deseando poder hablar sin el ardor del nudo en la garganta, sin la mirada bañada en lágrimas, sin el corazón apretujado. Me siento ridícula, ¿cómo es posible que una simple pregunta que podría responder con lo obvio, me genere tantísimos sentimientos encontrados?
Me sentía bien siendo el sol de Caracas, como de cariño me llama papá. Brillando todo el año. Es por esa razón que el frío y yo no nos adecuamos, porque cuando él se hace presente, los rayos desaparecen y me siento opaca, sin la mitad de mi esencia.
Ahí, en ese concepto obtuso radica mi gusto por Eros, el invierno personificado, pues a fin de cuentas, el frío también quema.
—Venezuela es desierto, selva, nieve y volcán, y cuando andas, según dice una famosa canción, dejas estela.
No me entendió a la primera, ni a la segunda, tampoco a la tercera, a la cuarta me abraza con vehemencia, manteniendo el calor en su auge y mi corazón en su sitio. Posa con delicadeza la barbilla en la cima de mi cabeza, allí descifro el porqué el silencio es tan nuestro, pues nuestra manera de comunicarnos es con gestos sencillos pero con tanto significado que las oraciones en muchas ocasiones sobran pues tenemos idiomas distintos.
No existe traducción exacta a esos sentimientos atados a mi cuerpo, porque ni siquiera puedo describirlo en mi idioma nativo.
Eros comprendía lo que yo sentía, a pesar de no compartirlo, sabía que lo hacía porque no me soltó, ni siquiera cuando el llanto desbordante e incesante comenzó, y al final, fue mejor maestro que mi voz.
Yo también uní pecas y también parece un pájaro🥹🫶🏻
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