"20"
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"If he's as bad as they say, then I guess I'm cursed"
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No soy el tipo de personas que enfrenta sus propios problemas. Los del resto del mundo sí, me lanzo a capa y espada contra ellos, ¿pero los míos? mi cobardía me obliga a dar un paso atrás y dejar que se resuelvan solos, o en todo caso, olvidarme de ellos, hasta resultar en un acabose de emociones, consecuencia de la acumulación siniestra y perversa de la ansiedad.
Cuando ya es imposible esquivar el asunto, cuando las opciones se agotan y todas las salidas se clausuran, ese es el momento que tomo para actuar.
A estas alturas de la vida debería tener aprendida la lección, de reconocer que esa técnica evasora es mierda sobre mierda, pero no, yo sé que lo es, el inconveniente es soltarla. Incluso ahora mismo, en medio de Eros y mi hermano, maquino el escape más conveniente. En segundos pensé en fingir un desmayo, llorar desconsoladamente hasta que se harten de oírme y se larguen, correr fuera del apartamento, o hacer que he perdido la memoria.
El tiempo corre, el sonido del reloj regresa y la paciencia de mi hermano se agota.
Soy consciente y acepto mi culpa en no mencionarle a Eros las reglas de Martín, pero a mi favor—o muchísimo más en contra—, tengo la certeza de que Eros las habría roto de un modo u otro.
Giro de manera que los tengo a mis costados, el pálpito de terror al cuestionamiento de Martín cortándome la respiración. Escondo los labios retrasando el momento y dejo el plato con las empanadas en la mesa con la promesa de regresar por ellas.
Martín al fijarse que mi intención no es dar pie a las explicaciones, deja la salsa en la mesa y luego de proferir un suspiro exasperado, adelanta un paso.
—Tienes prohibido venir aquí, quiero creer que no te lo dijo—dice, clavando la mirada saturada de enfado y molestia en Eros—. Porque eres el tal Ares, ¿no?
Él sabe su nombre, lo ha llamado por el. La vena en el cuello de Eros se engrosa peligrosamente ante la sonrisa maliciosa de Martín. Coloco una mano en mi pecho, respirando despacio. El tórax me duele de tanto martilleo del corazón.
—Eros—le corrige en un siseo nocivo—. No, no me enteré y aunque ese fuese el caso, habría venido de todos modos.
Maldita sea, no dijo eso, no acaba de decir eso.
—Algo me dice que nos llevaremos muy bien—ironiza Martín, volteando hacia mí con la mirada repleta de acusaciones—. ¿Te vas a quedar callada todo el rato o cómo funciona esto?
Ese era el plan.
Paso el nudo de la garganta, esperando el desenredo de las cuerdas vocales. Sorteo la vista de uno al otro, procesando las palabras, filtrándolas y revisándolas dos y tres veces.
—Aclaremos algo, ni soy tu novia, no sé cuántas veces tengo que repetirlo—mi voz es un desvarío—, ni soy una mentirosa. Solo evadí información que pensaba revelar después.
Martín planea replicar, pero una luz le esclarece la mirada y enseguida temo por lo que vaya a salir de esa boca malintencionada.
—Ya que estamos aquí—sondea, reclinando un brazo sobre la superficie de la mesa—. ¿Le dijiste que Giovanni, tu ex novio, vivirá dos semanas contigo?
Tiempo de salir de aquí.
Giro sobre mis talones agachando la cabeza y apretando los párpados. Un paso es todo lo que alcanzo a tomar, pues Eros ciñe las manos a mis hombros y me hace volver a la posición. Sin lugar a dudas, esta es una buena lección de vida; afrontaré los próximos inconvenientes a la primera, atajarlos en el primer round y no cuando anoten carrera, los noquearé con mis decisiones que decreto, serán acertadas.
Pero no ahora, por favor, no estoy lista para cargar con el enojo de Martín y el de Eros también. No preparé un monólogo, al carajo con eso, no le pediría permiso, pero me como me hubiese encantado que se enterase por mi voz.
Pero el hubiera no existe, como la posibilidad de escapar de esta peculiar primera interacción libre de represalias.
—No, y me sorprende, conociendo que la sinceridad y comunicación son base en una relación—sentencia con tosquedad, como la expresión de su mirada.
Me abrazo a mí misma, huyendo del ímpetu de su mirada acusadora. Debería pensar mejor antes de creerme consejera, últimamente usan mis palabras en mi contra.
—Me acabo de enterar, de eso hablaba con mamá, te lo iba a decir mañana—una pobre justificación, pero era mi única defensa legítima.
—¿De verdad?—cuestiona entre incrédulo y satírico.
Afirmo una vez.
—De verdad.
—No te creo.
—No te pido que lo hagas, si te lo digo es porque es así y punto.
—Qué bonito, su primera pelea—Martin interrumpe el intercambio llevándose la mirada de ambos.
—Esto no es una pelea—replico mordaz.
—No, es una discusión—está enfadado, no hace falta ni mencionarlo—. ¿Tu ex, Sol? ¿Aquí?
Reviro los ojos. Lo último que deseo es discutir con él sobre estos temas con mi hermano de testigo. Eros se cruza de brazos y las palabras se me atascan en la garganta al ver el filo de su mandíbula tensionarse.
—No es la gran cosa, dormirá en el sofá y ya está.
—Eso mismo dijiste en vacaciones y en la mañana lo encontré saliendo de tu habitación—proclama Martín, disparando el calor de un sonrojo en mis mejillas.
Eros aprieta todavía más la mandíbula, el hueso sobresaliendo demás, semblante rojo de la rabia contenida.
—Martín—digo susurrante—. Eso no viene al caso.
—Claro que sí—repone, señalándome un dedo—. Te compro las píldoras anticonceptivas por tu síndrome, no para que te vuelvas una libertina y metas hombres a la casa, respétame.
Hombres. En plural.
Quiero gritar, muy fuerte.
—No hay problema, ahora se las compraré yo—precisa Eros, disparando el enojo de Martín cual detonador.
Mi hermano toma un paso más cerca, su pecho chocando contra mi hombro, ira escociéndose en su temple severo.
—Chico, estás en mi casa y hablas de mi hermana, cuida tus palabras.
—¿O qué?
Eros adelanta un paso, dejándome apretada en el centro del caos, con los cabellos en lo alto de mi cabeza embrollados por la fuerza de sus respiraciones alteradas.
Me estoy asfixiando.
—Eros—susurro, pero el llamado pasa de largo.
—Te recuerdo que Sol es menor de edad—increpa Martín, presionando con más fuerza—. No te conviene hacerme enfadar, porque no perderé tiempo cayéndome a golpes contigo, una demanda por estupro será toda la respuesta que recibas de mi parte.
—Creo que nos estamos excediendo—mi voz es un temblor nervioso, pero ninguno me ve o siquiera escucha—. Y creo que no estás enterado, pero en este estado la edad de consentimiento es desde los diecisiete años.
Eros empuja de nuevo, comprimo los dientes perdiendo el último soplo de aire.
—Me gusta que dejes las cosas en claro desde el inicio, por lo que te daré el mismo trato: no dejaré de venir, porque Sol me quiere aquí—dice con petulancia—. Así que te aconsejo que le bajes a las amenazas porque si en algo soy bueno, es en eso y también en cumplirlas.
Martín lo toma del cuello de la camisa y por reflejo, Eros copia su acción. Se dedican miradas de muerte y aún postrada en el centro del lío, no comprendo justificativo al actuar de los dos. Fue mi culpa por no avisarle a Eros, quizá con el conocimiento de las reglas de Martín, se hubiese quedado en la habitación, pero eso jamás lo sabré y ahora la llama diminuta inicial se ha extendido hasta acabar en un incendio.
Ninguno tiene la intención de ceder, la ropa atrapada en los puños obtiene más arruga de lo apretada que se encuentra, los ovarios se me suben a la garganta, los sentidos se me agudizan y mis clavículas adoloridas ceden a la coacción de la presión que ejercen ellos contra mí.
—¡Ya basta!—grito, tomándolos de las muñecas—. Eros, suéltalo.
Nada pasa. Empiezo a entrar en pánico, las manos me sudan y las rodillas me fallan, como estos dos empiecen a golpearse y yo siga en medio...
—¿Quién carajos te crees para venir a mi casa a amenazarme?—expresa Martin con crudeza, acercándose un paso a Eros, como si yo no existiera—. A mi tu posición económica me la suda, si te digo que no eres bienvenido en mi casa, te mantienes afuera, fin del asunto.
Siento el vibrar de la risa taimada de Eros en mi hombro. Martín refuerza el agarre en la camisa de Eros, mis alarmas ya no están encendidas, están descompuestas.
—¿Qué más? Para añadirlo a la lista de cosas que no me interesan ni tampoco lo harán.
Martín cede al agarre en la camisa de Eros, el respiro de alivio no consigue salir de mi boca, me atraganto con el y el chillido de terror arrancado de mi garganta al oír el choque de hueso contra hueso del puño de mi hermano contra la boca de Eros.
Retrocedo un paso chocando contra la mesa, no siento los dedos, los brazos se me han adormecido, y es que el golpe no ha sido contra mí, pero me ha anestesiado.
Contemplo sumida en el estupor del aturdimiento el hilo de sangre resbalando por el mentón, ocultándose detrás de los vellos de la barba, pero él solo sonríe, no hace ni el ademán de devolverle el golpe, solo estira los labios, masoquista, casi como si pidiese otro puñetazo.
—¡Martín!—exclamo alterada cuando puedo reaccionar. Jamás había visto a mi hermano golpear a alguien, nunca—. ¡Se lo voy a decir a mi mamá!
—¡Tú te callas!—me grita furioso—. Me desobedeciste, te dejé bien claro que no lo quería aquí y apenas me doy la vuelta, es lo primero que haces.
—¡Lo siento!—chillo, con las manos unidas en el pecho—. Lo siento, pero cálmate por favor, podemos hablar como personas civilizadas.
—Eres una estúpida, ¿qué te cuesta mantener las piernas cerradas un maldito mes?
Si pudiese retroceder otro paso más lo haría, pues la crudeza de sus palabras respaldada por la nítida crueldad de su voz y la hoguera encendida en sus ojos me ha lanzado hacia atrás y tirado el corazón al piso. Mi hermano y yo no somos los más cercanos, pero nunca me había hablado de esa manera, jamás me había insultado y menos con ese arrebato.
Súbitamente quiero correr a mi habitación y encerrarme a llorar.
Y para completar el panorama desastroso, Eros le estampa un puñetazo en el pómulo tomándolo desprevenido. Me encojo antes el sonido en seco, cierro los ojos al oír la grosería que gruñe Martín. Espero que todo se acabe descontrolando, el choque de ego, la caída de mis emociones, el velo de lágrimas empañándome la vista, todo me sobrepasa, me bloqueo sin conseguir mi voz ni coordinación en mi cuerpo.
—¿Tengo que enseñarte a respetar a tu hermana en tu propia casa?—asevera Eros, lo oigo como un eco a la lejanía cuando está a menos de un metro de mí.
—¿Tú me vas a enseñar modales a mí?—devuelve Martín, y algo encaja en mi interior que me regresa la movilidad.
—¡¿Podrían callarse de una maldita vez?!—el grito me deja un leve escozor en la garganta—. Nadie va a denunciar a nadie, ¿bien? Ni a lanzarse golpes de nuevo. ¿Qué son, humanos sin raciocinio ni capacidad para pensar?—atisbo la marca de los nudillos de Eros en la cara de Martín—. Solo cállense, por favor, podemos...
—No—contesta mi hermano, señalando la puerta principal—. Fuera de mi casa.
Eros tuerce los labios, luciendo desinteresado. Si no me mata Martín, me matarán los nervios que este chico me está provocando.
—Sol, vámonos.
Me toma del brazo y me jala lejos de Martín. Mi hermano, sin esperar a que me aleje un paso más, me agarra del brazo libre. Y así quedo, otra vez, en medio de los dos. Me jalonean como si fuese cualquier otra cosa menos una chica de carne y hueso que siente. Por un momento soy un juguete, uno por el que los dos disputen por quedarse.
—Sol se queda y grábate esto en la cabeza: tiene prohibido verte—sentencia Martín llevándome a su lado.
—¿A los cuántos puñetazos entenderás que no me interesan tus restricciones?—devuelve Eros en un bramido, empujándome contra él.
—¿A los cuántos comprenderás que mi hermana es menor de edad y por consecuencia, tiene que atenerse a lo que yo diga?
Eros enarca una ceja, altanero. Mueve la cabeza a la puerta principal, y un mechón de cabello se escapa del rimero de risos revueltos en la cúspide de su cabeza.
—¿Salimos a la calle a ver quien entiende más rápido?
—¡Ya basta, joder!—grito, más alterada que antes. Me deshago de ambos agarres de un manotón. Las muñecas me duelen debido a la fuerza que los dos ejercieron sobre ellas—. ¡Me tienen hasta la mierda con esto!
—Por tu jodida culpa—vocifera Martín.
Eros adelanta un paso con la mirada hincada iracunda en mi hermano.
—Cuidado.
—¿Saben qué?—protesto con la voz autoritaria. El corazón me late frenético, si me tocara el pecho, lo sentiría golpeando contra mi piel—. Jódanse los dos, si no van escucharme y solo van a insultarme y tratarme como un trapo, no tiene caso que continúe aquí.
Salgo de la cocina con la faringe ardiendo y las emociones aplastadas. Abro la puerta de la entrada y me dispongo a salir cuando el grito de ambos me detiene.
—¡¿QUÉ?!
Los dos extienden una mano, apuntando a mis piernas desnudas.
—No llevas pantalones—informa Martín.
Hago todo mi esfuerzo en no levantar el dedo medio.
—¡Qué les importa!
Cierro de un portazo y camino a las escaleras descalza, con las manos empuñadas y la respiración intermitente. Si se matan, que lo hagan, mientras yo no esté presente todo estará bien.
La brisa helada que me recibe en la terraza casi me hace regresar a casa a buscar la calefacción en mi habitación. La vista desde acá no es ni de cerca maravillosa como la del penthouse; solo tengo de frente la vista de las escaleras negras de emergencia de otro complejo de apartamentos idéntico a este, pero funciona bien para mí.
Aspiro y despido el aire apaciguando los pálpitos desatados, recuperando la sensibilidad de mis brazos, organizando mis pensamientos. El vaho expedido de mis boca y los pinchazos en la planta de mis pies y brazos me advierte que el frío pronto me convertirá en una estatua de hielo, pero todavía no estoy lo suficientemente calmada para regresar, las palabras de mi hermano continúan repitiéndose como un cassette descompuesto, una y otra vez, perpetuando las lágrimas.
Acepto mi culpa en callar, en los dos casos, pero no merecía el insulto ni los estrujones. El tema con Eros y Giovanni no me quita paz, podía resolver sin entrar en conflicto conmigo misma, por otro lado, mi hermano...
Que se joda también.
Cuento tres veces sesenta segundos y ninguno ha venido por mí. La insidiosa preocupación se asienta en mi estómago como un bloque de hielo. ¿Seguirán golpeándose? Espero que no, la casa quedará hecha un desastre y luego tendría que limpiarlo yo. Realizo el conteo una última vez, y ya cuando el frío se vuelve insoportable, giro para volver a la casa y es allí que veo a Eros pisando el primer escalón.
Escudriño su longitud buscando sangre, me concentro en su cara y un viento de alivio me abraza el tórax. El único hematoma que tiene, es el del labio.
—Que susto—expreso, colocando una mano en mí pecho—. ¿Me dirás que has matado a mi hermano y ahora huirás de la justicia?
—Sí y necesito que vengas conmigo a Alemania. Te prometo toda la cerveza que quieras y una cabaña en los Alpes Bávaros—propone, acabando con la distancia entre nosotros.
—No te gusta la cerveza.
Eleva ligeramente los hombros, deteniéndose a centímetros de mí.
—Pero a ti si y es lo que importa.
El mutismo se superpone al bullicio citadino, y no tengo ni la más remota idea de cómo romperlo. ¿Le pregunto si le duele la herida? Es obvio que sí, la sangre se le ha secado en los bordes, me duele de solo verle. ¿Cómo le ha caído mi hermano? La respuesta es la misma herida. ¿Le pregunto cómo maneja el frío? Se crió viviendo inviernos tenebrosos, a diferencia de mí, que solo conocía el calor del verano eterno, su cuerpo se adapta a esas temperaturas mucho mejor que el mío.
Cuando decido dejar los rodeos, casi un minuto de agónico silencio después, es su acento lo que se quiero el mutismo.
—Tu hermano y yo... estamos calmados—exhala un suspiro, torciendo el gesto—. Mañana en la noche vendré a cenar, con buenas intenciones y mejor actitud.
Me muerdo el labio esperando una mueca de burla o mentira, pero continúa tan indiferente como siempre.
Pero...
—¿De verdad?—cuestiono demasiado dudosa—. ¿Solo hacía falta que me fuera para que se comunicaran como personas normales?
Asiente distraído.
—Eso y un par de puñetazos más.
Eso tiene más sentido.
—Increíble—mascullo, notando la tensión formándose en el ambiente. Y yo sé claramente porque—. Volvamos, tengo frío.
Lo acepto soy una cobarde, y confío en que evolucionaré, pero no hoy. Con los pies helados, adelanto un paso firme que Eros chasqueando la lengua me hace retroceder.
—Te quedas aquí, tú y yo tenemos que hablar—declara, me suena a riña asegurada.
—Después, tengo que bañarme ahora o llegaré tarde al trabajo.
Tiemblo levemente, no tengo claro si a causa de los nervios o el frío, quizá la mezcla de los dos.
Eros lo nota, desciende la atención pesarosa por mis piernas desnudas, sin pretensiones ocultas, sin el hambre usual concurriendo su mirada. Tengo apremiante necesidad de ocultar los dedos recordando el esmalte escarapelado al toparse con mis pies, me remuevo y él sube de golpe los ojos de vuelta a mi rostro, como si saliese de un breve estupor.
Elimina la última grieta entre los dos, el viento sofocándome con el denso aroma único de su perfume ligado al ligero vestigio de tabaco. Trata de bajarme la camisa, pero no cede y termina dándose por vencido.
Conectamos miradas, él se relame la herida acentuando su escudriño, potenciando el arrebato de mi corazón.
—Me haré cargo de la vivienda de tu...—se detiene, sopesando la palabra que él crea adecuada—. Amigo.
Me cuesta soportar las carcajadas rasguñándome la garganta. Él en serio piensa que la decisión es suya.
—Ni a Isis le agradará ni Giovanni aceptará—refuto, él ladea la cabeza exasperado.
—Tu madre lo entenderá y Giovanni no tendrá más opciones—concreta, entrelazando los brazos en el pecho.
Sostengo su mirada reacia a apartarla. Esto es lo que pedía, comunicación, la estamos teniendo, sin gritos ni pataletas, los dos escuchando al otro, pero si una sublime pero perceptible manipulación.
Eros acostumbra a obtener todo lo que desea, eso lo sabe quien haya cruzado más de tres palabras con él. Ese garbo incorporado a sus ademanes, postura, manera de caminar y expresarse no lo presume cualquiera. Se maneja aferrado a una seguridad inequívoca en sus acciones, la que sea, como si estuviese programado a ganar y sobresalir en donde sea que vaya solo por ser él.
Conozco esta actitud, la he vislumbrado en Hera, como respuesta al mínimo ataque, ella lo usa como escudo en contadas ocasiones dónde se siente acorralada, Eros lo usa como un accesorio más.
Le miro fijamente a los ojos, maravillada por esos dos tonos de azul en su iris que puedo distinguir. Desde mi baja postura comparada a la suya, me remito al pensamiento de cuan sencillo se me hace acceder a lo que pida si me mira de esa forma avasallante e intrusiva, casi palpable; pero como sufro de grado cero con veinticinco de miopía, sus bonitos ojos manipuladores, en estas cuestiones, pasan al descuido.
—O podrías confiar en mí, ¿no te parece?—sondeo, arqueando una ceja—. Mira, comprendo de dónde viene tu negativa, por algo no quise comentarlo a la primera, pero quiero que entiendas que a mi Giovanni no me interesa, en ningún sentido más que tenga salud y siga vivo.
El monólogo no surte efecto, sube la vista al cielo nublado, sosteniendo las manos en las caderas.
—No eres tú, es él—suelta como si eso fuese explicación suficiente.
—Ni siquiera lo conoces y ya lo estás juzgando—reprocho, más por bajarlo de la nube que por defender a Giovanni—. Repito, entiendo tu postura, también dudaría si la situación fuese revertida, pero...
—Pero necesito paz mental y no voy a poder dormir por pensar si se pasa a tu habitación, Sol.
Mitigo el destello furibundo revoleando en mi estómago. Él no tiene pinta de ceder, yo tampoco y el frío comienza acalambrarme los músculos y a adormecerme la piel.
—¿Por qué eres tan inseguro?—suelto sin pensarlo, él hunde el ceño, desviando la vista—. Me incomoda que siempre estés al pendiente de quién me habla o quién me ve, incluso con Hunter. No es sano, ni para ti ni para mí seguir esta dinámica, comprendo que no puedes controlar ciertas emociones, a mí me ocurre, pero me gustaría que me lo dijeses antes de actuar.
Profiere un sonido de mofa, negando con la cabeza, visiblemente indignado.
—¿Entonces qué? ¿Tengo que morderme la lengua si un imbécil se te acerca y...
—Sabes el problema, Eros—le interrumpo, desvaneciendo el dejo soberbio en su voz—. Que tú tienes entre ceja y ceja esta jodida idea de que haré lo mismo que esas mujeres comprometidas que estuvieron contigo, pero pasas por alto un hecho demasiado obvio—aprisiona su camisa en mis puños, sin perder de vista su mirada—, que ellas cedieron porque eras tú, y que yo sepa, como tú no hay dos.
Esta es la parte engorrosa de hablar sin razonar, confías en tu buena capacidad argumentativa, y únicamente cuando reflexionas lo que ha salido de tu boca, caes en cuenta lo tonto que ha sonado. Aunque pongo todo mi empeño en no echarme a reír, las carcajadas se escabullen de mi boca enmascarando la recia oleada de vergüenza que me ha invadido.
—Repito eso último, no te entendí—pide burlón, acrecentando mi risotada.
—Solo—tomo una respiración reduciendo la risa—, no te mortifiques por eso, apenas puedo contigo, no tengo ganas ni mucho menos energía para otro—percibo la piel de su pecho helada bajo la punta de mis pulgares—. Es por eso el estúpido apodo de Jamie, ¿no? Karma.
Suelta una risa liviana, abrazando mi nuca con sus manos, mi columna sufre un estremecimiento al transferirme el frío de sus anillos al cuero cabelludo.
—En parte, sí—acepta a regañadientes.
Me pregunto si la otra parte tiene conexión con Helsen.
—Pues que se joda Jamie y su maldito apodo—bramo, mirándole enardecida.
—Que se joda—repite a modo de burla, esbozando una sonrisa nada menos que divina.
El efecto de su boca rozando la mía era un caos de disfrute y emoción. Quería comerle la boca a besos, demostrarle en hechos mis palabras, pero la vista de su labio herido me obliga a reprimir las ansias desenfrenadas, dejándome sin más opción que aplastar un beso delicado en el surco de su boca, pero él no me permite alejarme, aprieta los dedos en mi nuca devolviéndome el gesto con ahínco y fuerza, aunque trato de no lastimarle, a él no le importa, continúa probándome aún cuando el sabor metálico de su sangre llega a mi paladar.
Baja una mano al final de mi espalda y me aprieta contra él, nuestros labios moviéndose al mismo compás, cadencia y dedicación, disfrutando de una loca manera el sabor de la sangre impregnado en la boca, concediéndole al momento un toque extraño, pero tan único como nuestro.
Pero se le ocurre descender la mano a mi trasero, trayéndome de vuelta a la tierra al conectar el frío del metal en sus manos contra mi piel expuesta. Me aparto de beso robándole regusto de la sangre.
—¿Aclarado lo de Giovanni?—interpelo, limpiándole el borde del labio hinchado.
Une su sien a la mía renuente a soltarme.
—No—espeta entre dientes—, joder, no.
Inhalo hasta colmarme de aire y paciencia.
—Pues lo hablaremos después porque tengo el culo congelado y tengo que ir al trabajo—susurro, dando una palmadita a su mano pidiendo mi liberación—. Vamos, Martín debe estar por subir a buscarme.
Se reserva la queja en un último beso fugaz, corro a las escaleras huyendo del viento gélido con él a mi espalda antes de bifurcar caminos, él a la salida, y yo devuelta al apartamento.
~
—Aprovechando que ya te vas, linda—Cecil, deslizando los anteojos a la punta de su nariz respingada, me observa con una sonrisa afable, extendiéndome un par de carpetas—, ¿subirías estos documentos a vicepresidencia? Necesitamos la firma de Helsen urgentemente.
De querer, pues no, del deber hacerlo, no hay opciones.
—Claro—dejo el bolso de regreso en la silla para recibir los papeles.
Salgo de la oficina montando una película con todos los escenarios posibles en mi cabeza, ¿estará Eros allí? Me ha dicho que el tiempo lo comparte entre los asuntos con Helsen y producción, me encuentro en la disyuntiva de cual posibilidad me agrade más: que esté presente en la oficina, o no.
Es solo ir por una maldita firma y estoy buscándole solución a un lío que seguro solo vive en mi mente. Es decir, sí que Eros le ha golpeado, pero si coexisten a estas alturas y siguen vivos y con todas sus extremidades pegadas al cuerpo, entonces no tendría razones para sentirme a la expectativa de algo que ni yo misma comprendo.
Me centro en la emoción burbujeante y opresiva al conocer que puedo toparme con Eros, luego de la conversación de ayer en la terraza, no pasó por mí al trabajo, Martín lo hizo. Tengo presente la espera de la resolución del tema de Giovanni, no deseo hacerle sentir inseguro, pero no puedo acceder a todo lo que él pide solo porque sí, y menos en este tema, que no me concierne solo a mí.
Hay que conseguir equilibrar la balanza a favor de ambos.
Cuando el elevador abre en el piso treinta, un cosquilleo nervioso aparece en el centro de mi torso. No comprendo la razón de sentirme avergonzada de tratar con él en este ambiente de oficina, como si nos sumara años y de una manera fuese mi superior, mi jefe. Totalmente ridículo.
La secretaria de Helsen me invita a pasar, le sonrío en agradecimiento y luego de tocar un par de veces, abro la puerta de cristal ahumado. Y si, Eros está presente, es lo primero que captura mi atención.
Sentado al lado opuesto de Helsen, piernas estiradas y mano sosteniendo su mentón, derrocha aburrimiento y obstinación. El vicepresidente detiene el parloteo para fijar su atención en mí, debo transmitir incomodidad, pues extiende una sonrisa deslumbrante al concentrar su mirada en mis ojos.
Eros gira el rostro, enlazando nuestras miradas y súbitamente me descompenso. La tensión es demencial, percibo su peso como bloques de cemento atados al cuerpo, recuerdo lo que me trajo aquí y doy un paso al frente, vacilante y precavido, terminando la conexión invasiva de Eros.
Contemplando la punta lustrosa de mis botas, oigo a Helsen carraspear.
—Tranquila, hoy izamos la bandera blanca—reconozco la amabilidad tildando su voz—. ¿Cómo te va?
Levanto la cara al llegar al borde del escritorio. Siento a Eros acomodar su postura desgarbada, extraña en él. Le tiendo las carpetas a Helsen y adopto una falsa indiferencia al entorno que me dura un mísero segundo, llevándose la entereza cuando la mano fría e inquieta de Eros se ensortija en mi muslo, en la piel que mi falda oculta.
—¿A ti qué te importa?—inquiere con tosquedad hacia su tío.
Él, como yo, lo ignora.
—Muy bien, ¿y a usted?—pregunto sin volumen en la voz, sintiendo los dedos de Eros estirándose para alcanzar más terreno, tensándome entera
—¿Qué te importa?—me pregunta a mí con cierta altanería sobresaliendo en su mansa inflexión.
La mano descarada asciende un centímetro más, uno, suspendiendo el ritmo regular de mi respiración. Me cuesta mantenerme inmóvil e inexpresiva, volviéndose una tortura cuando el creciente hormigueo entre el contacto de sus huellas y mi piel toma el recorrido desvergonzado a la unión de mis piernas, despachando el alma fuera de mi cuerpo al rozar el borde de mi ropa interior, y sin miramientos, ancla los dedos en la tela rozando mi piel sensible.
Mi corazón pugna por salir de su cavidad, arraigando el temor a que Helsen se dé cuenta en mis huesos.
—Perdónalo, se le olvida que tuvo buena crianza—comenta Helsen, ondeando una mano despectiva hacia Eros—. Te dije que me llamaras Helsen, el señor resérvalo para Andrea.
—Helsen—bisbiseo con la voz atolondrada.
Él sonríe con gracia, volviendo la vista a los papeles.
Y la mano baja de golpe, arrastrando la tanga con ella.
Aprieto la mordida desvaneciendo el grito en la boca. Al menos no se topará con una de mi colección de panties manchadas de menstruación ni las viejas de hilachos sueltos o comidas por las hormigas, conociendo su peculiar pasatiempo de quitarme una y devolverme otra, he tenido que dejarlas en el olvido.
Helsen lee los documentos al tiempo que un aire inusual me roza el pubis, me estremezco de vergüenza en su estado más nítido al tener en la mira a Helsen frente a mí, ajeno a lo que sucede a un ridículo metro de él. Trato de arañar la mano de Eros, pero evade las uñas con astucia, deslizando la prenda hacia abajo de un decisivo tirón, dejándola caer alrededor de mis tobillos.
Yo solo puedo pensar en que la puerta continúa abierta, como alguien entre en este momento...
Tengo la forzosa necesidad de agacharme y subirme la prenda atornillada al pecho, pero tengo los huesos yertos y las articulaciones adoloridas, consecuencia de la tirantez y el calor de las emociones retorcidas y ardientes filtrándose en mis fibras sensitivas, erizando cada vello incrustado mi piel.
Trago con esfuerzo, hincando las uñas en las palmas, soportando el choque de emociones tratando de lucir indiferente. Soy más pálpitos que respiración, más sentidos que buen juicio. Bajo la mirada encontrándome con la expresión sádica de complacencia de Eros al tenerme en esta posición, le encanta testearme, jugar con mi voluntad, hacer que me cuestione sobre mis límites, me ha quedado claro.
Y me gusta, me agrada tanto que el picor de vergüenza se esconde detrás del ardor latiendo entre mis muslos.
Eros me contempla como si el juego ha terminado a su favor, toma el pedazo de tela enarcando las cejas, demanda implícita a que suba los pies y le permita retirarla.
—¿Terminaste las horas?—cuestiona el vicepresidente, concentrado en la lectura—. Hace unos días un buen amigo inauguró un restaurante a unas calles de aquí, podríamos ir los...
—Tenemos planes—le corta Eros, palmeándome el muslo—. ¿No es cierto?
No me muevo, me cuesta, no puedo.
—¿Si?—la confusión es genuina, Eros estrecha la mirada—. Ah, sí.
Helsen sigue leyendo, Eros, continúa tratando de robar la prenda.
—¿Oficialmente son novios?—inquiere como si nada.
—No—contesto de inmediato.
—Sí—me contradice Eros.
Él que había permanecido sin inmutarse, me empuja levemente a la silla a mi espalda. Caigo de bruces en el asiento, él toma la oportunidad de sacar la tanga de mis piernas y rápidamente guardársela en el bolsillo del pantalón, la satisfacción de conseguir la travesura cincelada en el rostro.
La violenta exaltación transitoria me deja los latidos desbocados y unas perlas de sudor en el cuello, sentía que troté más de un kilómetro sin detenerme.
Me remuevo adaptándome a la extraña sensación de desnudez, reprendiéndome una y otra vez por sentir el éxtasis sublevarme. Debajo de la vergüenza de encontrarme con la intimidad desprotegida en público y el pasado temor a ser descubiertos, tenía que admitir que disfruté, de una loca manera, la descomunal sensación de adrenalina ligada a la expectativa apresurándome los latidos, volviéndome un desastre de incoherencias y emociones por un minuto que se sintió una vida entera.
Ya no era sentirme intimidada por estar los tres en el mismo sitio, si no, por andar por allí con el coño expuesto.
Paso de observar sus ojos ahítos de satisfacción a los de Helsen, mirándonos con una ceja arqueada y los ojos entornados. Entonces, presiona un botón en el intercomunicador y dice:
—Catherine, comunícame con Ulrich por favor.
Eros voltea a verlo ceñudo.
—¿Qué?
Helsen cubre la bocina con la mano.
—Le diré a tu padre que una mujer te acaba de rechazar frente a mis ojos.
Me aguanto la risa escondiendo los labios detrás de la mano. Eros blanquea los ojos y desconecta el aparato. Helsen, sin que Eros lo note, me guiña un ojo reduciendo la carga de energía sofocante en el lugar.
—Listo—avisa el hombre, deslizando la carpeta a mi dirección.
Me levanto impaciente por salir, agarro los papeles asintiendo hacia Helsen, quién aprieta los labios mostrando una sonrisa enigmática, de esas que te roban uno que otro suspiro y te hacen revolotear las pestañas.
Giro sobre mi eje presionando los labios juntos, percibiendo el viento frío escabullirse bajo mi falda y el extraño roce de mis muslos sin la barrera del pedazo de tela. Confiando en dejar a los dos atrás, me apuro a salir, a dos pasos de escapar de la oficina, oigo la voz de Eros decirle una cosa a Helsen, segundos después, cuando me encuentro de nuevo con la secretaria, siento su presencia perseguirme.
Doy un paso al costado para mirarle, arqueando las cejas.
—¿Almorzamos en mi casa?—sugiere, con el rostro endurecido.
Quiso sonar relajado pero no lo logró, o eso es lo que parece a simple vista.
—Sí, está bien.
Apunta a las escaleras, me dirijo allí con él pegado a mi espalda.
Pasar por mi mochila a la oficina de Andrea junto a Eros fue un suplicio. El abogado renuente a aceptar a Eros en su piso y él haciendo alarde de que se puede quedar ese piso, que el resto es de él, y yo, en medio esperando el término del debate.
Como dos críos discutiendo por un juguete.
—Hablaré con Andrea, culminarás las horas en el bufete—suelta enseguida ingresa a la camioneta.
Le miro con la boca a medio abrir quitarse el saco y lanzarlo a los asientos traseros con cierto gesto furibundo y abrir los primeros tres botones de la camisa como si le asfixiara, aunque no me ha caído en gracia lo que ha dicho, no puedo evitar contemplar su pecho con una minúscula capa de vello rubio casi invisible que me provoca tocar, la piel tersa que deseo besar, la cadena que quiero empuñar.
Sacudo la cabeza, centrándome en la conversación.
—¿Qué has dicho?—la incertidumbre levanta mi voz—. ¿Me estás echando de una empresa que ni es tuya? ¡No puedes hacer eso!
—No te estoy echando, te enviaré a un lugar más seguro—repone con la mandíbula presionada—. Y es mía, todo esto es mío, como lo eres tú.
Aprieto los labios reteniendo la queja, como diga algo gritaré y es lo último que deseo.
Bueno, es un hecho lo pésimo que estuvo mirar a Helsen con esas preguntas bailando en mi mente, me ha confirmado que se ha dado cuenta incluso de eso. De repente, una desazón se dispersa en forma de sensación ardorosa por mis extremidades, estallando como una granada en mi pecho al pensarme en su posición, al imaginarme atestiguar como se come a otra chica frente a mis narices.
—Quita esas palabras de tu vocabulario, me estás nivelando con un montón de concreto, Eros—digo, severa—. No quiero que malinterpretes las cosas, lo que...
—Te gusta Helsen—me interrumpe mordaz, rabia incrustada en su mirada—, he visto como le mirabas, es un viejo, ¿qué carajos le ves?
Un silencio incómodo se hacina entre los dos. Eros no aparta sus ojos, siento como si escarbara en mi psique y pudiese leerme la mente.
A pesar de su mirada solemne, mantengo el semblante pacífico, sin necesidad de ocultar nada. Me molesta que ayer tuvimos una conversación sobre sus inseguridades, una breve, pero algo se trató y hoy repita el patrón. En la otra cara de la moneda, me puedo atribuir su postura y puedo entenderle, puedo comprender el origen de su acusación, solo necesito escoger las palabras adecuadas.
Suelto un suspiro, agitando la cabeza ligeramente.
—Me parece un hombre atractivo, no te mentiré—acepto, levanto una mano cuando hace el soberbio amago de contestarme—. Con esto no estoy diciendo que si llegase a insinuarse, que no ha pasado quiero dejar en claro, obtendrá una respuesta positiva. Eros, si acepté salir contigo, es porque no tengo ojos ni ganas para ningún otro que no seas tú, además—con mucho descaro y poca vergüenza, acerco una mano en la abertura de su camisa, sonriendo al percibir sus vellos erizarse y el balance errático de su respiración—. Si a veces lo miro demás es por el hecho del parecido contigo, si me parece guapo, es por ti. No estuvo bien, lo lamento. ¿Me dejarías recompensártelo?
Desciendo despacio, reconociendo el camino, tomándome el tiempo de acariciar con minuciosa parsimonia cada relieve de su abdomen, evocando aquellas veces que lo hice con él cernido sobre mí, desnudo, golpeando con brutalidad sus caderas contra las mías. Siento su estómago hundirse y un ligero estremecimiento a raíz de mi contacto, a pesar de querer mirarle a los ojos, me abstengo de apartar la vista de los movimientos de mi mano a través de su camisa, allí, solo allí, y no en el bulto creciente más abajo.
Un recuerdo basta para impeler el correr de mi sangre y precipitar mis latidos, avivando el ardor del deseo y las terribles ansias de apretar mi boca contra la suya y demostrarle con hechos que para mí no hay nadie más con quien desee estar que con él.
Comienza hacer calor, y soy yo, no, somos él y yo, proliferando la tensión en el ambiente, pues la calefacción sigue apagada.
—No quiero que le mires así otra vez, Sol—susurra con ronquera—. No quiero que le mires en lo absoluto.
Levanto la mirada a la suya, apretando los muslos ante el voltaje del reflejo electrizante de su mirada. La sensación de no llevar ropa interior lo vuelve mucho, pero mucho más satisfactorio.
—¿Así cómo?—tanteo más abajo, chocando con la hebilla del cinturón.
—Así—reitera, sus pupilas tan dilatas, dejando un fino halo azul a su alrededor—, como me miras a mí.
Retrocedo la caricia y repito el proceso, despacio, disfrutando el vaivén de su pecho a cada respiración. El calor nos envuelve, coacciona y presiona, la molestia de no recibir alivio sexual me impulsan a tomarle con fuerza del cuello y cerrar con desespero mi boca sobre la suya.
Esa es toda mi respuesta.
Lo he tomado desprevenido, le toma segundos corresponderme, segundos en los que rozo la herida en su boca y poso la segunda mano en su pómulo afianzando el beso. Consigo arrodillarme sin caer al piso ni romper el contacto, Eros reacciona, me besa, come con destreza y desborde de furia mezclada con anhelo.
No se va por las ramas, enseguida me coge de la cintura y se hace un espacio en medio de mis piernas, robándome un jadeo mitad gruñido al apretarse contra mí, presionando la fría hebilla del cinturón contra mi expuesta intimidad.
Me remuevo como puedo alejándome del broche por precaución, me posiciona sobre la dureza sobresaliendo de su pantalón, provocándome un dolor minúsculo al morderme el labio y restregarse con suavidad contra mi desnudez. Me pierdo en sus besos, en el ligero pero imponente sabor a nicótica y el aroma de su piel, sintiendo la delicadeza de sus huellos plasmar tiernas caricias en mis muslos, fungiendo un camino fervoroso a mi trasero del que se adueña y aprieta sin temo a causarme daño.
Nunca había sentido tal desespero de querer arrancarle la ropa, sentía que si continuaba moviendo las caderas me correría en segundos, y no me había despojado de nada más que una cadena de besos desesperados y jadeos rompiendo en su boca como olas. Quería hundir la nariz en su cuello y aspirar su aroma, sellar sus pecas con mi boca y clavarle las uñas en los brazos mientras me llena entera.
Toma mi labio inferior entre sus dientes, succionándolo con fieras ganas, las mismas que imprime en la piel de mi trasero, como si tocarme fuese el gesto más delirante de su vida, arrancándome un quejido que se desvanece en su boca.
Percibo el calor naciendo entre los dos, intenso y sofocante, no tengo manos ni labios suficientes para tocarle, besarle, quería, quería... que siguiera desplazando sus dedos por esa línea invisible a mi intimidad, pero el ruido de la alarma de un vehículo cercano me sobresalta, el recuerdo de dónde estamos aterriza en mi mente y por reflejo, tomo su muñeca deteniéndole en el momento que me rozaba con la punta de sus dedos.
—Aquí no—farfullo contra su boca, un solo aliento danzando entre los dos.
Mis sentidos se restauran paulatinamente sacándome del transe. Cuando bajo el rostro descubro que luce tan afectado como yo.
—¿Qué quieres hacer?—pregunta, por un segundo creo escuchar un tartamudeo.
Me cuesta mantener la sonrisa lejos.
—Muchas cosas—susurro, a un centímetro de su boca—, y en todas no llevamos puesto más que el deseo y el aroma de tus malditos cigarros.
Me habría echado a reír de no ser por encontrarme sometida bajo esa delirante manera de mirarme suya. A veces siento que posee la capacidad de conocer lo que deseo antes de yo siquiera poder divagar en ellos. No hallo otra explicación a esa gloriosa habilidad que tiene de cumplir lo que quiero, como calmar una ansiedad que trataba con todas mis fuerzas de mantener para mí, de tocarme en el punto exacto en el instante que lo requiero sin mencionarlos o expresarlos en gestos.
Era un don con tendencias a convertirse en una condena, puesto que por ese ingenio conoce mis debilidades, las que sabe usar y tratar de cierta forma que pasa desapercibido.
Es peligroso, sobre todo en él, que acostumbra a conseguir lo que quiere.
Cosa buena que he atajado el truco a tiempo, y teniéndole debajo de mí, apretado entre mis muslos, admirándome con esa imperativa necesidad de mi boca, descubro que también tengo dominio sobre las suyas.
—Vamos a casa—barbotea sin fuerza y no le llevo la contraria.
Vuelvo a mi puesto con el coño húmedo y el corazón a eufórico, imparable, furioso y errático. Respiro y suelto el aire varias veces, mirándole encender el auto, agitado como yo. Antes de arrancar, esculca en el bolsillo del pantalón, los colores se afincan en mi semblante al atisbar el pedazo de encaje rosa que me ha quitado en el despacho de su tío.
Me voy contra él en un inútil intento por quitársela, en medio del enclenque forcejeo confirmo que gastar buena parte de mi quincena en esas prendas, fue la mejor inversión del mes.
—Devuélvemela—exijo.
Niega, y un gemido avergonzado me abandona cuando se le ocurre aspirar allí, en mi ropa interior, evocando un gesto placentero que me acalambra el vientre. La vergüenza se une a la excitación y como resultado, mis muslos férreamente presionados entre sí pacifican un porcentaje diminuto del ardor acentuado en mi entrepierna.
Él complacido por tener el control y mi prenda, le da una última olfateada que sella con un beso y se la enrolla en la muñeca, encima del reloj.
En serio se la va a dejar ahí...
—No, ahora es mi amuleto—rezonga, sacándome una risotada.
—¿De la suerte?—exclamo incrédula.
El niega trazando una bonita sonrisa traviesa.
—De pajas, Sol—repone, pasando el brazo frente a mí para tomar el cinturón de seguridad—, ponte esta mierda, no hay día que no se te olvide.
Le ayudo a maniobrar con la cinta, absteniéndome de volver a callarlo con besos.
—No se me olvida—emulo su sonrisa al oír el click del cerrojo—, me gusta que me lo coloques tú.
Es él quién transita el camino de vuelta a mi boca, un roce de labios furtivo, porque sabía que si volvía a tomarme con esa fuerza, no saldríamos pronto de aquí.
Pasamos la vía a casa en silencio, Eros concentrado en la carretera, yo enviando mensajes a mamá, papá y los chicos. La distancia entre la compañía y su residencia era escasa, calculé la distancia en canciones y sumaron cuatro.
La verdadera diversión se presenta al llegar al edificio.
Salimos a tropezones del elevador engarzados en la boca del otro. Somos un despliegue de besos fervientes, risas contagiosas que terminan en jadeos, apretones en mi trasero y magreos en mis pechos, un festín de toques que no suplen mi hambre por él.
Caminamos un paso y retrocedemos dos, el vaivén del choque entre nuestros cuerpos no permite llevar una línea recta, ni siquiera una línea, nos movemos de un sitio a otro como un ladrón a oscuras, ciegos del entorno, enfocados en quitarnos la ropa y apaciguar las ganas que nos tenemos.
Si antes sentía la necesidad de duplicar mis brazos para complacer la demanda de mi instinto más carnal, palpando como si descubriera textura nueva la piel caliente de su torso cincelado al abrir todos los botones, sonrío al confirmar que él también se siente de la misma manera.
De mi boca vuela un jadeo que no logro aniquilar cuando su boca muerde una zona deliciosamente sensible en mi cuello, me hace estremecer y buscar el equilibrio que mi mente turbada por la emoción perdió, clavándole las uñas en la espalda. Él compensando la urgencia de mi cuerpo, me quita el abrigo y lo arroja al piso y en ese instante que escucho la ropa tocar el suelo, Eros de repente cesa la atención en mí.
—¿Qué...?
Interrumpo mi susurro al desplazar la zona dueña de su mirada, una brisa helada me cala el pecho al divisar bajo mi abrigo, el vestido beige del que Hera hablaba con tanta ilusión de usar esta mañana.
Si no ha contestado los mensajes y su ropa está aquí, junto a la mía y yo estaba a punto de... En mi cabeza un sinfín de posibilidades se aglomeran una sobre otra, desde la más tenebrosa que me cala hasta la más vergonzosa.
Hera puede estar en su habitación a mitad de una situación con Jamie, al tiempo que su hermano levanta el vestido y su expresión se torna de completo disgusto y horror al mirar un sujetador blanco caer.
No lo piensa, eso es lo que pasa, que no piensa antes de actuar. Sube a la segunda planta de dos en dos, rabia tiñéndole el rostro de rojo y asediando vilmente su mirada. Voy tras él, no podré detenerlo, pero puedo quedarme del lado de Hera, o no lo sé, no sé si esté en condiciones de tenerme en su habitación en esas circunstancias.
Eros no espera a tocar, mueve la manilla pero la puerta no cede y su cara se colorea todavía más de profundo carmesí. Da un golpe contundente, dentro se escuchan movimientos apresurados. La tensión aumenta y se acumula en mi garganta cortándome la respiración cuando Eros retrocede un paso, retrayendo una pierna.
—Ni se te ocurra...—advierto en el segundo que patea la puerta y esta se abre, revelando a mi amiga, cubierta por la sábana de seda rosa y a su lado, igual que ella, la pobre alma que mira a Eros con los ojos abiertísimos y una mano tapando tristemente su entrepierna desnuda—. Ay Dios mío.
Eros arroja el vestido a los pies de su hermana, a pesar de la evidente molestia en su postura rígida, el suspiro que creo intuir es de alivio que suelta es palpable, más no mengua su cólera.
—Te daré un minuto para que me des una buena explicación de porque estás desnudo en la habitación de mi hermana, y si no me convence tu historia, prepárate para la paliza de tu vida, hijo de puta.
Hera aprieta con fuerza la cobija contra ella, indecisa sobre qué decir o hacer. Me mira a mí, luego a su hermano, a la muñeca de su hermano vestida con mi tanga, de regreso a mí y por último al muchacho, tan desinhibido y relajado que me agudiza los nervios. Se encoje de hombros, tan parecido al Eros que se presentó frente a mi hermano que apenas contengo la carcajada que me ataca.
Da un paso al frente, me obligo a mirar al techo y no a ese punto que su mano no puede abarcar.
—Ciego no eres, idiota tampoco. ¿Para qué preguntas lo obvio, hermano?
Eros arroja un certero puñetazo, el crujir de hueso contra hueso me hace contraer el gesto, y el grito de Hera me quiebra los tímpanos.
—¡Maxwell!
Y Maxwell, con el tabique desviado y la mirada desenfocada, se derrumba contra el piso.
A esto le llamamos "caretablismo"🤨
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