Victoria
A la orilla del mar, el grupo de Eric descansaba de su largo viaje. Volver a la amada Europa era un sueño que finalmente habían cumplido. Los barcos, los mareos, el hambre y la sed eran sentimientos que no echarían de menos al regresar a abrazar a sus esposas. Traían un poco de oro, algunas joyas, telas exóticas y un par de esclavos indígenas del Nuevo Mundo. La tropa, aunque cansada, celebraba haber podido volver a casa sana y salva.
Los dieciocho soldados armados con espadas y protegidos por armaduras de acero gritaron de alegría al pisar la madera del muelle que recibió a su buque. No había ni un alma, y eso había resultado muy extraño, pero al fin y al cabo, lograron bajar en el puerto inglés con sonrisas en sus caras. Eric, a la cabeza, abrazó el cuello de su caballo Ceniza y sujetado a éste atravesó el puerto desierto. Pensando que se trataría de bandidos o un ataque de algún ejército enemigo, estuvieron alertas a sus cargamentos, pero al llegar al pueblo dieron al fin con personas como ellos. Gente que, como pasaba en pueblos normales, iba y venía con cosas y sin ellas.
Eric sintió alivio, y sus hombres también.
Pasaron la noche en una taberna donde bebieron mucho vino, comieron estofado abundante y contaron su travesía a través de los océanos. De los horrores del mar, de los horrores de la colonización a las nuevas tierras. La gente los escuchaba con interés, a pesar de estar borrachos, y celebraba lo que ellos afirmaban que eran logros. Aunque James, uno de los caballeros, y el único que se mantenía medianamente sobrio, notó un aura de pesadumbre en las personas. Como si una energía extraña los hubiera entristecido a todos como por arte de magia.
No opinó nada y se dirigió a su alcoba de esa noche. Tirado en su cama, se puso a pensar. Repasaba una vez más su odisea a través de aguas desconocidas, y recordaba muchas experiencias. Poco después, unos toques a su puerta lo distrajeron.
Se levantó, con una daga en la mano, preparado para algún ataque sorpresa de algún ladrón. Cuando abrió vio a una mujer, o más bien, una niña de poco más de unos escasos quince años.
—¿Puedo pasar, señor? —preguntó la joven, sin timidez alguna. James asintió confundido, a sabiendas de que ninguno de sus compañeros tenía el dinero suficiente como para contratar a alguna dama de compañía.
—¿Qué se le ofrece, señorita? —dijo James, tomando asiento en una silla frente a la cama.
—Lo veía muy nervioso hoy mientras el resto de sus compañeros contaban sus historias. No estaba emocionado como ellos.
—Es que... todos parecían distraídos. Yo me di cuenta porque no bebí tanto vino —admitió James, peinando su cabellera negra.
—Todos tenemos miedo, señor... —dudó por cómo llamarlo.
—James, me llamo James. ¿Y miedo por qué?
—¿No sabe nada de la guerra? —preguntó ella, asombrada. James parpadeó más de tres veces, asimilando sus palabras con detenimiento.
—¿Cuál guerra? ¿Hay una guerra? ¿Contra quién?
—Los hombres bestia nos atacan, señor —dijo la niña con una calma aterradora—. A todos nosotros: los humanos. No dejan ni a uno con vida.
—¿Eh? ¿Por qué lo harían?
—Y no es solo a Inglaterra. Se rumorea que quieren matar a todos los humanos de Europa, y otros dicen que del mundo. Quieren "limpiar" al mundo de los humanos, señor. ¿Cómo no estar asustado?
James abrió mucho los ojos, aterrado y sorprendido.
—¿Cuán ciertos son esos rumores?
—Mi familia fue masacrada por ghouls, señor. Lo vi con mis propios ojos. Escapé en una carreta de cerdos hacia aquí. Este pueblo aún no ha sido descubierto por ellos, pero es cuestión de tiempo a que lo hagan. Usted y sus caballeros deberían de prepararse para la batalla. Todos sabemos que pronto vendrán aquí, y nos matarán a todos.
James guardó silencio, porque honestamente no tenía nada que opinar al respecto. En el Nuevo Mundo nadie sabía de esa gran guerra genocida, y habían vuelto esperando gloria y recibimiento emocionado y victorioso. Pero la realidad era mucho más fea de lo que alguna vez había imaginado. Al menos en una guerra contra otros humanos había posibilidad de sobrevivir.
James había estado frente a un hombre raza bestia una vez, que tomaba la forma de un enorme gato montés. Le había costado matarlo porque era un rival ágil y fuerte. Al final le ganó gracias a un tropezón torpe con una raíz en el suelo. Le encajó la espada en el cuello, atravesándole la garganta, de pura suerte. Nunca había estado de frente con uno de los que llamaban "ghouls". En las historias los describían como feroces, desalmados y gigantescos animales medio deformes con gran aptitud para la violencia.
También se decía que comían humanos, y que adoraban torturarlos antes de cazarlos. James estaba asustado de morir a garras de una de esas criaturas infernales, y quería llorar y esconderse para siempre. La joven a su lado vio el pánico en sus ojos y le pasó una mano por el antebrazo a modo de consuelo, con una sonrisa apagada, sabiendo su destino.
A la mañana siguiente Eric despertó con resaca junto a la mayoría de sus hombres, y tras desayunar, se retiraron. Compraron unos caballos con el poco oro que les quedaba. Marcharon rumbo al este, al castillo de su señor, quien los recibiría tras dos meses de arduo viaje.
Los caballos galopaban entre los árboles a trote firme.
—He oído acerca de una guerra —dijo James, de la nada. Sam lo miró sin creerle.
—¿Dónde?
—Aquí, en Inglaterra. En toda Europa.
—¿Contra quién? —preguntó Pyter.
—Contra los hombres bestia —Eric se detuvo y volteó su caballo Ceniza hacia el de James, quien retrocedió relinchando.
—¿Quién te dijo eso, James?
—Una niña que fue a visitarme a mi recámara anoche —Todos los hombres se rieron estrepitosamente de él.
—Yo creo que ella intentaba otra cosa —opinó William.
—¿Le crees a una niña ahora, James? —preguntó Eric alzando una ceja— El viaje te hizo crédulo e ingenuo. Solo falta que te asusten las brujas.
—Las brujas no existen, tampoco los fantasmas o los espíritus de cráneo duro de los bosques —afirmó James con valentía—. Pero sí existen los hombres bestia.
—Los hombres bestia están escondidos entre los bosques como lobos. Esperan a que pasen viajeros y los matan para comer. No tienen civilización ni mucho menos organización para poder unirse. Se matan entre ellos todo el tiempo —dijo Pyter, calmado—. Jamás podrían derrotar a un ejército disciplinado como los nuestros.
—Y aunque intentaran rebelarse —intervino Eric—, por mucha fuerza bruta que nos aventajen, no lograrán siquiera cruzar un palacio sin perder a la mayoría. Atacan a lo bruto como animales salvajes.
—Son animales salvajes —Rio Cralos.
Eric avanzó de nuevo hacia el frente, liderando al grupo.
—Yo he visto a un ghoul —dijo, haciendo que James lo mirara con atención—. No dan tanto miedo cuando les pones una cadena de acero en el cuello.
El resto del trayecto ocurrió en silencio, con solo el sonido de los cascos equinos sobre la tierra. A mediodía cazaron a dos lobos para tomar sus pieles. Las vendieron por algo de plata en un poblado cercano. Siguieron cabalgando por días.
Quizá dos semanas.
Cansados, al fin llegaron al castillo que suponía su objetivo. Tras identificarse y mostrar la carta de invitación del señor de esas tierras, los guardias les permitieron pasar. El interior del castillo era amplio y vigilado por grandes hombres armados con lanzas de punta muy afilada. Eric saludó al señor con una respetuosa reverencia.
El resto lo siguió.
Al lado del señor había una hermosa mujer joven, contrastando con las barbas blancas del viejo lord, y del otro lado estaba un niño pequeño, de aproximadamente cinco o seis años de edad.
—Mi señor, hemos traído todo lo que pidió del nuevo mundo. Joyas, oro y esclavos. Telas finas y más... —dijo Eric tras erguirse— Mis hombres y yo quisiéramos contar con su gratitud.
—Eric Portville, un hombre leal y cuya familia ha servido por siglos a la mía —afirmó el viejo—, has hecho un maravilloso trabajo yendo al nuevo y trayendo cargamentos únicos y en demasía para su pequeña carreta. Me sorprende que nadie os haya robado en su trayectoria.
—El que lo intentó tiene la garganta cortada en medio del bosque —afirmó Eric, sonriendo—. Él y sus hombres no tuvieron que haberse atrevido jamás a enfrentar a muchos caballeros armados y con un objetivo firme de llevar riquezas a su señor.
El lord sonrió ampliamente y levantó su mano.
—Sir Eric Portville ha hecho un trabajo excepcional. ¡Merece un festín en su honor! ¡En honor a él y a sus hombres! ¡Valerosos hombres que son nuestros héroes!
En la noche hubo un gran banquete, como había predicho el señor. Todos reían, cantaban, bebían y celebraban al ritmo de la música tocada por los artistas contratados por los nobles. James estaba pensativo en una esquina, mordiendo una pierna de ganso con una mirada perdida. Una mujer bella y vestida con ropa fina se le acercó, rodeando su cuello con los brazos.
—Lo veo muy distante al resto de la fiesta, mi señor —dijo, con una voz sensual y tranquila—. ¿Piensa en algo?
—Nada en particular —dijo James, estoico—, solo en la muerte.
—Es un tema muy macabro para estar pensándolo en una fiesta en su honor como héroe.
—No puedo evitarlo. He estado muchas veces cerca de ella, es como una amiga que espera el momento de abrazarme con su frío.
—¿Le teme a la muerte?
—Le temo a mi forma de llegar a sus brazos —La miró con sus ojos castaños—, porque el dolor es el auténtico enemigo.
La mujer se sentó en sus piernas y le retiró algo de grasa de los labios con el dedo.
—Debería de dejar en esas cosas tan horribles. ¿Le apetece algo de distracción? —Lo besó en los labios y lo convenció de marcharse a una habitación y tomarla apasionadamente.
Los caballos galopaban con locura en las afueras. James fue el primero en despertar, al no estar siendo golpeado por la resaca y miró por la alta ventana. Los caballeros, guardias y gente del palacio se estaban volviendo locos abajo. Montaban caballos, tomaban armas y gritaban: "¡Intrusos!"
Rápidamente se vistió y bajó, sin preocuparse por sus compañeros. Al llegar a la puerta un caballo casi lo aplasta, y tuvo que tirarse al suelo. El caballo regresó y lo chocó, alzándose sobre sus dos patas y listo para pisarlo con sus patas delanteras. James reaccionó a tiempo, y esquivó al animal. Al fijarse en sus ojos, vio los orbes blancos que le traían terror: los ojos de un nanatsu, y eso solo podía significar una cosa.
Hombres bestia.
Los hombres bestia atacaban.
James se llenó de horror al recordar lo feroces que podrían ser, pero no se amedrentó y agarró su espada, con la que pretendía matar a los intrusos. Al lado de los soldados, luchó valientemente contra animales aparentemente ordinarios, pero de tamaño o musculatura mayores y todos tenían colmillos, sin excepción. Fue difícil, pero lograron matar a ocho nanatsus de tres especies animales distintas: dos caballos, cinco lobos y un león. Justo cuando iba a celebrar, un cuerpo cayó desde lo alto de un balcón. Eric gritaba fuerte, pero la salida lo ahogó en el silencio. James alzó la vista, viendo a un enorme y deforme caballo con manos peludas en lo alto, con una sonrisa macabra.
El capitán de la guardia, y el más viejo de todos, ordenó una huida hacia una torre cercana. Los hombres tomaron los caballos que pudieron y marcharon tras su líder.
—¡Corred hacia el fuerte del sur! ¡Allá estaremos a salvo! ¡Con comida, agua y una abertura por donde disparar nuestras flechas!
James, en el caballo a todo galope, vio hacia atrás. Vio con mejor claridad a los monstruos que masacraban su hogar, vio a los ghouls masacrando personas, como en los libros. Se obligó a renunciar a Eric y a sus anteriores compañeros, al ver sus cabezas lejos de sus respectivos hombros. Lloró inconscientemente, siendo presa del pánico. ¿Hacía cuantos años los hombres bestia estaban matando humanos en las sombras?
—¡Corred! ¡Nos están persiguiendo! —gritó un soldado, y al voltear, James vio a dos jabalíes de ojos plateados corriendo detrás de los caballos.
Hizo a su caballo sangrar con las espuelas, para que corriera como si su vida dependiera de ello.
El fuerte era grande, y todos los hombres, incluido James, pudieron entrar a tiempo. Cerraron la enorme puerta de metal segundos antes de que los jabalíes la embistieran. Los impactos se repitieron par de veces, y pronto hubo gritos furiosos. Las rocas estaban tan desgastadas que no se podía escalar por ella, así que estarían a salvo. Además, tenían un suministro, aunque limitado, de alimentos y agua potable almacenados en lo alto de la torre, donde los trece hombres sobrevivirían.
La cabeza del rey llegó a los pies de Jack, quien la tomó sin cuidado y la miró con detenimiento. Frente a él, Klaus, agarrando una espada muy pesada para él, miraba con indiferencia a dos niños de pelo castaño y ojos muy azules, que temblaban de miedo mirando al lobo albino.
—¡Se lo ruego, perdónenos la vida! ¡Prometemos jamás intentar vengarnos! —gritó el mayor de los niños, de tan solo nueve años, mientras abrazaba a la menor, de solo cinco, o quizá menos.
Klaus miró a Kisho de reojo, y luego a Azur, quien simplemente asintió. El albino se agachó a la altura del chico, que, tembloroso, respiraba entrecortadamente.
—¿El rey era su padre? —No hubo respuesta— Es una lástima. He matado a cada humano que me cruzo, y muchos de ellos me rogaron piedad. Pero... —Miró la espada ensangrentada y la soltó. El niño mayor sonrió, mas Klaus lo agarró por el cuello, levantándolo levemente— no le hice caso a ninguno. Inglaterra es lo último que nos queda, al resto de humanos del mundo los matamos —gruñó—, así o me decís donde queda el último fuerte, o te obligaré a gritarlo.
El pequeño, asustadísimo, no podía ni hablar del miedo. Klaus se impacientó de inmediato. Su estoica cara pasó a expresar furia incontenible, y aplastó la garganta del chico en un excedente de fuerza. Con la mano cubierta de sangre, soltó al muchacho, y Kisho lo agarró del cuello a él, furioso.
—¡Lo mataste! ¡Solo queda la niña! ¿¡Qué haremos si ella no sabe dónde está el fuerte!?
—Ella lo sabe —dijo Klaus, a pesar de la falta de aire—. Puedes apostarlo.
—Aposté la vida de mi hermano y lo lanzaste a la boca de un dragón. ¿Por qué debería confiar en ti?
—Tu hermano era un imbécil... —Tosió porque el agarre del ghoul se hizo más fuerte— pero la niña lo sabe, puedo asegurarlo. Solo... ame... ¡Agh!
Kisho lo soltó mandándolo al suelo y Jack agarró a la niña con su mano libre. Le mostró la cabeza de su padre, y ella lloró.
—Niñita... me preguntaba dónde está el fuerte de Lord Ryan... sabemos que lo sabes. ¿Podrías decírselo a este grupo de animales hambrientos? Solo buscamos algo para comer...
Los cientos de pares de ojos, blancos y de otros colores, se posaron en la niña humana, quien, aterrada, lloraba sin consuelo. Jack lanzó la cabeza del hombre a un lado y sentó a la infante en el suelo, donde un dúo de perros nanatsus se sentaron frente a ella y la olían, destilando saliva.
—Si no nos dices, los perritos te van a comer —habló Jack con un tono tan pasivo que prometía paz—. Pero... si una niña tan linda como tú nos ayuda, prometo darte un dulce. O incluso un pastelito de cereza de las cocinas. ¿No te gustan los pastelitos de cereza?
La niña asintió con inocencia mirándolo. Jack sonrió ampliamente y la incitó a hablar, ofreciéndole una manzana que una hiena le extendió.
—Detrás del bosque del río bajo al castillo... hay un camino que conduce a un pueblito pesquero a unos tres días... allá está el fuerte. ¿Puedo tener mi pastelito de cereza?
—Claro que sí, corazón —Jack se transformó en su forma de bestia, y sonrió sin mostrar los colmillos. Se arrodilló frente a ella ahuyentando a los perros—. ¿Quieres que te abrace mientras te lo traen?
Ella asintió tímidamente y Jack la acogió entre sus brazos, mientras hizo un gesto para que un joven ciervo se moviera. Pasó la mano por la cabeza de la niña dos veces. A la tercera, la apretó hasta hacerla pedazos, sin dejarle siquiera quejarse de dolor. Con la mano ensangrentada emprendió el viaje hacia la última resistencia, con una sonrisa en la boca. Detrás de él, dos ghouls, un perro y una rata, se peleaban por los cuerpos de los niños.
Día uno.
Hay comida y munición. Todos estamos alerta, vigilando a cada rato por la ventana a que algún tonto hombre bestia se asome para clavarle una flecha en el cráneo. Gracias a Dios que tenemos a un gran arquero como Richard para perder la menor cantidad de munición posible. Solo hemos disparados a dos, y cayeron muertos. Se sintió bien.
Conmigo hay otros doce: Richard, el arquero y nuestro hombre más importante, que nos mantiene a salvo.
Elias, el gigantón. Se ocupa de las guarniciones, y nos entretiene cuando nos aburrimos. Cuenta muchas historias de fantasía que nos gustan a todos.
Bruce y Wayne, dos gemelos barbudos de gran musculatura que mantienen la puerta cerrada cuando las bestias la asedian.
Eduard, un caballero honrado y valiente, sin un dedo, que está dispuesto a saltar de la ventana si con eso logra evitar que nos maten a los demás. Dijo que perdió a su familia y ya no tiene nada por lo que luchar.
Y los demás simplemente se ocupan de un poco de todo. Me llevo especialmente bien con Richard y Wayne, quienes demostraron ser hombres muy valerosos y buenos. Me contaron de sus familias, todas muertas, o desaparecidas. De cuánto echaban de menos a sus mujeres e hijos, y de cuán crueles los hombres bestia fueron con sus hogares y poblados. Yo conté sobre mi travesía al Nuevo Mundo y de los peligros que acechaban allá.
Entre todos manteníamos una línea de moral mínima para no caer en la desesperación. Los hombres bestia no parece que quieran atacar hoy.
Al llegar al pueblo lo destrozaron, como a todos. Capturaron a unos pocos, como alimento, y los que no fueron aprisionados fueron asesinados y devorados por ghouls hambrientos y nanatsus desesperados. El paisaje enseguida se llenó con cuervos y hedor a muerte. Incluso el fuego participó en la masacre, calcinando a viejos y niños recién nacidos.
Klaus, montado en un caballo ulgram, divisó a un grupo de hombres que huían a una zona determinada, lejos del castillo que daba centro al pueblito. Los siguió junto a dos jabalíes nanatsus, que dieron con una especie de fuerte y torre a la vez. Mirando hacia arriba, Klaus se dio cuenta enseguida que no podían entrar ahí por medios convencionales. Hizo que los nanatsus se detuvieran y peinó la zona junto a ellos par de veces. En una ocasión, una flecha le dio a un ghoul que pasaba, y en otra a un común. Klaus se vio obligado a mantenerse alejado, pensando.
—¿Hay comida ahí dentro? —preguntó Azur.
—No estoy seguro, pero debe haber —dijo Jack—. Son como diez hombres, no durarán mucho ahí. ¿Qué dices, Klaus? ¿Cuántos días les das con suficiente comida o agua?
—Tres —Arrugó la cara en una mueca y salió de la sala.
Afuera, vio a Kisho, esperándolo con la espalda recostada en un árbol. Lo odiaba y Klaus lo sabía, pero nada podía hacer.
—¿Hasta cuándo vas a estar jodiendo con lo de tu hermano? En la guerra muere gente, Kisho, acéptalo —El perro de ojos verdes se interpuso en su camino con aires violentos.
—El que mata a sus aliados en la guerra es un traidor. Tú mataste a Otto, deberías morir. ¿Cómo es que me padre no hace nada contigo?
—Para empezar, yo no maté a tu hermano. Otto me intentó matar y dio la casualidad que estábamos cerca de un acantilado —Lo miró a los ojos— y se cayó. ¿De dónde diablos iba yo a saber que había un dragón en el fondo? ¿A más de cinco kilómetros de descenso?
—Eso no es excusa. Pudiste haber agarrado su mano, estaba intacta en el borde del acantilado. La tomé cuando la vi y la enterré. Había sangre más abajo, pero no alcanzaba a oler hasta allá.
—En tres días —dijo Klaus— los humanos estarán en la historia olvidada de este mundo. Otto ha de estar muy feliz en el infierno jugando con ellos. Tu tarea es mandarle los que queden aquí.
Se fue, dando la espalda. Kisho frunció el ceño.
Día dos.
Richard falló cuatro flechas, intentando matar a un lobo enano sobre un caballo normal. Enfurecido, logró que la última le diera al caballo, pero no logró mucho más porque cuando le disparó al lobo blanco, éste se levantó como si nada y se arrancó la flecha del cuerpo con una sonrisa altanera. Ese lobo es nuestra pesadilla. Pareciera como si cada maldito segundo viniera a molestarnos con alguna acción desconsiderada, como la vez que trajo a un bebé (de los nuestros) recién nacido. La criatura gritaba y gritaba a toda hora, hambrienta y seguro con frío.
Los gritos nos tenían vueltos locos desde la madrugada. Ese lobo simplemente lo dejó y se fue, porque no era tan estúpido como para quedarse a sufrir con nosotros. Unas horas después, hubo silencio y Bruce se asomó por la ventana. El niño estaba quieto y callado en el suelo, desnudo e indefenso. Pronto unos lobos salvajes y normales lo devoraron, y otros lobos más grandes se los comieron a ellos minutos después.
La comida empieza a faltar, porque tenemos hambre seguido, y muchos comemos mucho. Pero me preocupa que se agote, porque cuando no haya más, ¿qué haremos? Ahora esas bestias saben que estamos aquí, y nos esperan pacientemente allá abajo como si fuéramos sus presas. El lobo blanco me cae mal, vestido con pieles normales, se protegía del frío nocturno. La madrugada que dejó al bebé estaba muy bien abrigado, mientras que nosotros nos apilamos y dormimos pegados para mantener algo de calor.
No podemos tener una hoguera aquí, y aunque pudiéramos, no tendríamos leña para prenderla. La torre empieza a fastidiar. La base, lo más lejano a nosotros, y la parte de debajo de las escaleras se han convertido en asquerosas letrinas, porque no podemos salir al bosque. El olor es nauseabundo allá abajo, y ha de ser muy pesado para Bruce y Wayne mantener las puertas bien cerradas durante una hora entera, aguantando aquella peste asquerosa.
Pero no es que podamos simplemente mear por la ventana.
Gray lo intentó y una flecha le atravesó tanto el pene como la cabeza. Una mujer perro le disparó con una sonrisa. Gray ha sido nuestro único muerto, y nos vimos obligados a lanzarlo por la ventana misma, alimentando a más animales de ojos de plata, porque empezó a pudrirse y no queríamos más olor asqueroso que el de nuestra propia mierda bajo las escaleras.
Verlos riendo allá abajo me da náuseas, ya quiero que unos refuerzos los maten pronto.
—¿Hay alguna manera de hacerlos bajar antes? —preguntó intrigado una joven ardilla, mirando hacia la ventana del torreón.
Klaus, sobre su caballo, también los observaba. Estaba curioseando por los alrededores ahora que los hombres humanos se habían rehusado de lanzarles más flechas. Cabalgó libremente por los alrededores de la edificación, echando un vistazo exhaustivo a todos los detalles disponibles. No encontró nada de valor y solo volvió a su posición con toda la calma del mundo.
—No sé si escalar sea buena idea... —murmuró un hombre gato, que tomó la forma antropomorfa típica de la raza bestia, y trató de hundir las uñas entre las piedras. No le funcionó y cayó al poco tiempo— La piedra está demasiado lisa como para intentar subir.
—Es curioso, los últimos humanos esperan refuerzos en un torreón, mientras nosotros los esperamos para matarlos.
—Comandante —habló la ardilla y Klaus lo miró esperándolo—, ya que todos son hombres, ¿por qué no simplemente nos vamos de aquí? Morirán en poco tiempo, incluso si es por causas naturales.
Ante el comentario el lobo enano se bajó del caballo y le regaló una buena patada en la entrepierna. Viéndolo en el suelo, retorciéndose y quejándose, lo despreció sin conocerlo. Lo agarró del cuello de su camisa vieja y acercó sus caras a unos escasos centímetros. Lo observaba con los ojos brillantes de enfado.
—¿Crees que sería algo piadoso el solo irnos y dejarlos por ahí esperando su muerte sin esperanza de reproducirse? —Le dio un cabezazo muy fuerte que le sacó sangre al menor— ¿Te crees bufón de feria? Los humanos son presas, y las presas no tienen futuro. Así que hay que quitárselo —Lo lanzó al suelo—, ¿quedó claro?
—S-sí, señor...
—Ahora fuera de aquí —Lo vio correr hacia la espesura y se perdió entre los árboles.
Klaus se llevó una mano a la frente con fastidio, y volvió a montar en su caballo, para seguir merodeando como un león hambriento a los pobres hombres atrapados en la cima del torreón.
—¡Solo les queda un día de provisiones! —gritó, pero nadie asomó la cabeza— ¡Pronto moriréis todos! ¡Y me voy a reír sobre sus cadáveres antes de dárselos de comer a mis perros!
Hubo silencio sepulcral.
—Pronto caerán... —Sonrió el albino, yéndose.
Día tres.
Ya casi no hay comida. Pensé que habría lo suficiente para al menos una semana, pero somos once hombres, ahora que Gray murió, y todos tenemos que comer algo. Por culpa de un accidente de Eduard, el agua se agotó, y ahora todos estamos más que sedientos. El hedor de debajo de las escaleras se volvió tan fuerte que afecta la poca comida que nos queda, haciéndola saber horrible, y oler aún peor. El apetito, por más arruinado que esté, tristemente no se va.
Hay hambre, sed y asco encerrado junto a nosotros. Oí al lobo enano de abajo gritarnos que nos queda un día de provisiones, y, aunque nadie se asomó a contradecirlo, no le faltaba razón. Tenía mucho miedo. ¿Moriría de hambre aquí encerrado? ¿De sed? ¿O esos salvajes encontrarían una forma de entrar o de subir, y ahí nos harían papilla a todos?
Cualquiera de las formas era espeluznante, y yo no quería experimentar ninguna de ellas. Richard era el único que se mantenía más o menos sereno, junto a mí. Los demás hablaban de su anterior vida, como si hoy fueran a morir. Bruce trataba de mantenerlos enérgicos y con moral al mínimo de decencia, pero era casi imposible lograrlo. ¿Cómo calmar a un grupo de hombres hambrientos y llenos de miedo? La comida, el agua y la seguridad eran cosas muy inciertas a estas alturas.
Ya no creía que fueran a llegar refuerzos en algún momento.
Con esas bestias rondando, cualquier tropa humana sería aniquilada de inmediato. El miedo fue reemplazado por algo peor: aceptación. De alguna manera, sé que no hay esperanza para nosotros, atrapados a más de cinco metros del suelo, con apenas comida y nada de agua. Y nada de moral... cabe destacar.
Hoy me asomé levemente por la ventana, sin fuerzas para esquivar una flecha. Sin embargo, abajo estaba desierto. Ni siquiera estaban los jabalíes vigilando la puerta. Sorprendido, asomé más la cabeza y, en efecto, no vi a nadie. Toqué a Wayne, quien dormía a mi lado.
—Se han ido —dije en un susurro. Pero me tragué mis palabras cuando un ruido del exterior me avisó que volvieron. Me asomé con sigilo lo más que podía y vi al lobo enano montado en su caballo, junto a tres hombres más que desconocía. No eran los habituales que solo miraban el torreón y hablaban de algo que desconocía. Tenían unas orejas feas y grandes, de color grisáceo. Hablaban de algo que yo no podía oír a mi altura. Uno de los hombres de orejas extrañas me miró y sonrió, relamiéndose los labios.
Luego, ocurrió lo peor que podría pasarnos. Grité cuando esos tres desconocidos tomaron enormes formas de criaturas peludas, feas y aladas. Gritaron y empezaron a elevarse. Todos nosotros nos vimos obligados a tomar nuestras armas y apuntar con terror a la ventana. Los monstruos entraron y una flecha se encajó en la boca de uno, que cayó al suelo. Wayne cogió una lanza e intentó empalar al segundo de ellos, pero éste mordió la lanza y la partió de un certero mordisco.
El tercero se coló en su forma humanoide, y mató a muchos de los que intentaban huir de él. Se divertían haciendo esto, las risas los delataban. Poco después, el enorme murciélago que había caído volvió y mató a Richard mientras él cogía una flecha. Quedando yo solo junto a Christian, dos de ellos nos agarraron por los hombros con las patas traseras y nos sacaron volando por la ventana. Miré el suelo distanciado de él, y sobre la tierra un ejército entero de bestias me esperaba con las fauces abiertas, fauces llenas de colmillos y saliva que ansiaban por rociarme.
Caí al vacío junto a mi compañero. A diferencia suya, yo no grité de miedo, solo cerré los ojos y oré como buen cristiano que era.
Dejé de sentir cosas cuando los primeros dientes me despedazaron.
Klaus miraba desde el suelo como los murciélagos entraban y salían de la ventana del fuerte. Uno de ellos cayó con una flecha enterrada en la boca, pero se levantó y se la quitó segundos después, para volver a subir.
Poco después, los vio salir con dos hombres en sus garras. Volaron hacia donde estaba el resto de su ejército, o parte de él.
—¡Los últimos humanos están aquí, en nuestras garras! —gritó Azur lleno de alegría— ¡Son los últimos que alguna vez veremos! ¡Gritad de júbilo, bestias, que hoy es un día histórico!
—¡El día donde los hombres bestia reclamaron lo que les pertenecía! —Se unió Jack.
Todos gritaron llenos de regodeo mientras los murciélagos jugaban con los hombres. Los soltaron a los nanatsus que, impacientes, abrían las bocas dentadas. Los despedazaron incluso antes de caer. Los ghouls celebraban la masacre, mientras que los demás simplemente bailaban, cantaban o meramente gritaban de alegría.
Junto a Klaus, Jack se recostó en un viejo pilar de madera. Lo miró, aún sobre el caballo y le pasó una mano por la cabeza. Klaus lo miró, afianzando su expresión de enojo permanente, preguntándose por qué.
—¿Qué haces? —preguntó el albino frunciendo el ceño.
—Deja esa cara de amargado —pidió Jack con una sonrisa gentil—, ya la guerra se acabó. Puedes permitirte ser feliz ahora. Eres un maldito héroe después de todo.
—Déjame en paz... —Miró al horizonte, donde el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas. No se veía feliz en absoluto, y solo tenía una cara de fastidio y enojo, plasmada como a fuego.
—Klaus... Raphel no está contigo, deberías empezar a vivir por ti mismo. Ahora estás atravesando un nuevo comienzo, aprovéchalo. Olvídate del pasado y enfócate en el nuevo futuro. ¿No era eso lo que pretendíamos matando humanos?
El albino se mantuvo en silencio. La victoria tenía un sabor agridulce a su parecer, y era más agrio que dulce.
«Un héroe, eh...»
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