Lejos, muy lejos, cerca de las montañas

Gritaba y gritaba sin parar, mientras que los bisturíes calaban en su piel. Ardían las heridas y escocían las cicatrices. Quería morirse y dejar atrás todo el sufrimiento al que Klyde lo estaba sometiendo. Extrañaba la presencia sarcástica de Jeffrey, la expresión inocente de Billy, y sus noches juntos, donde veían juntos las estrellas e inventaban historias alocadas para las constelaciones.

Esas noches donde Klyde actuaba normal y amistoso como solía hacerlo en el pasado. Los días de paseo donde salían a recorrer la ciudad con libertad, y compraban cosas a los vendedores, y jugaban con los niños en los parques recreativos. Las cenas cargadas de deliciosos manjares y con conversaciones graciosas donde Jeffrey hacía payasadas con su cara de hueso moldeable.

Las jornadas donde Klyde les enseñó a leer y escribir el lenguaje de los humanos, y donde Jeffrey se había rehusado a entrar porque para él "no era necesario", y que al final terminó fascinándole toda la historia, el arte y la cultura humana.

Pero por supuesto todavía  recordar las noches donde Jeffrey quería irse a casa, a lo salvaje, su hogar real.

"Aquí encerrado solo vivirás una vida. Ahí fuera podremos vivir miles de oportunidades más"

Billy también quería irse lejos de la presencia humana porque algo le daba mala espina. Las miradas frías de los mayores hacia ellos, los malos tratos cuando Klyde no estaba cerca... Hubieron tantas señales que por necio él no quería ver. Prefirió vivir con la venda en los ojos, ajeno al peligro constante en el que estaban.

Las discusiones con sus dos mejores amigos no humanos no pasaron desapercibidas a su memoria, rememorando la pelea que tuvo con el pequeño demonio pacífico, cuando éste se negó a obedecer al guardia y casi atacó a un niño humano inocente que le lanzó una piedra.

Pero el niño era un mimado y Billy tuvo una contusión fea en la cabeza por una semana, donde estuvo en cama en su débil forma humana, con un trozo de hielo gélido sobre su herida.

Había sido un tonto, un tonto que se dejó llevar por lo que antes hubiera llamado paraíso, pero que ahora se revelaba como una cruel trampa tal cual la comida servida por Circe a los intrépidos viajeros de la Odisea de Ulises. Había sido un tonto por creerse todas y cada una de las mentiras de Klyde, quien solo lo utilizó para lograr su fin: alcanzar la inmortal que tanto le envidiaba.

Había olvidado ese lado de los humanos con el tiempo, cegado por los buenos tratos; había olvidado que dentro de la humanidad que tanto ansiaba recuperar había grandes retazos de rabia, miedo a lo desconocido y maldad. La maldición de los humanos era su gran miedo a lo desconocido, que desataba el lado oscuro del que ahora era víctima.

Confiar en Klyde fue su primer y más importante error. Todas las memorias de su vida junto a Jeffrey le pasaron por la cabeza, junto a una imagen hasta ahora desconocida, de un jardín desolado, cubierto de sangre sobre las flores de lavanda, por donde corría un niño alegre que se le acercaba riendo y con un puñado de flores en las manos.

Con la vista desenfocada casi al punto de la ceguera, él se levantó a duras penas, con su cuerpo herido, y caminó hacia el niño, que lo esperaba a unos míseros (pero eternos) cinco metros de distancia.

Justo antes de que pudiera tocar al infante desconocido, una voz que lo hizo abrir los ojos resonó sacándolo de su oscuridad.

Y volver de golpe a la realidad.

—¿Klaus?

Jeffrey gimió en un aullido agudo y preocupado. Sus pasos casi inaudibles llegaban a las sensibles orejas del pobre albino, quien estaba tirado en el suelo, respirando débilmente y apenas despierto. Klaus trató de moverse, o arrastrarse siquiera, pero la fuerza que debía emplear para ello era demasiado superior a la que tenía en ese instante. Se limitó y confiar en su amigo, quien podría localizarlo pronto.

Jeffrey no había ido mucho al laboratorio, pero sí que había estado ahí en varias ocasiones con Billy, Klaus y Klyde, para que este último los examinara a los tres porque estaban medio resfriados en aquel entonces. El gliffin había captado ya el rastro no tan fresco de su amigo, y, guiado por la curiosidad, se acercó temerosamente a su ubicación.

—¿Klaus...? Ya regresé de la exposición de quesos... ¡fue genial! Te traje un trozo de queso muy fresco que huele muy bien... ¿Klaus? ¿Estás ahí...?

Al doblar la última esquina, de su boca cayó al suelo la bolsita donde guardaba el trozo de queso. Se quedó estático, mirando con clara expresión de horror el deplorable estado de su mejor amigo, tirado en el suelo, atado de tobillos y muñecas con cadenas que le rozaban y lastimaban la piel, y con la boca sucia y llena de sangre, saliva y vete tú a saber que más. Jeffrey corrió, más que preocupado, hacia su amigo, revisando su pulso, apegando su oreja canina al pecho desnudo del animal albino que reposaba inmóvil, con un débil movimiento que indicaba su respiración forzosa.

—¡Klaus! ¿¡Sigues vivo, verdad!? —chilló, aterrado, para luego erguirse y mirar a los ojos vívidamente muertos del mencionado. Olió la esencia asquerosa de Klyde por todo el lugar, en la boca y cuerpo de Klaus. Le dio una gran repulsión pensar en las vivencias de su amigo en su ausencia, y, lleno de determinación, habló:

—Te sacaré de aquí, Billy... tengo que buscarlo y decirle de esto. Ese enfermo no está justo ahora en el palacio, ¡es nuestra oportunidad! —Salió corriendo para buscar a su compañero faltante. Justo antes de doblar la esquina de nuevo volteó su cara hacia Klaus y le sonrió con lástima— Seremos libres después de esto, ya verás.

Se retiró a toda carrera, y Klaus cayó nuevamente en un profundo sueño.

—¡¡Billy!! ¡Ven aquí, es una emergencia! —gritó Jeffrey haciéndose oír por toda la corte de humanos, entre los que se encontraba el demonio. El mencionado miró con curiosidad al gliffin, pero no rechistó al ver su expresión preocupada. Se le acercó tranquilamente.

—¿Encontraste a Klaus? ¿Dónde está...? —Miró hacia atrás del cachorro color negro, pero no vio a nadie. Jeffrey le mordió la cola babosa y peluda y lo arrastró hacia una esquina donde no había nadie. Una vez ahí, le susurró:

—Klaus se está muriendo en el sótano. Nos largamos de aquí.

—¿Cuándo?

—Ahora.

Jeffrey salió disparado hacia el sótano donde sabía que estaba su moribundo amigo, seguido de un inquieto Billy. Una vez frente al cuerpo de Klaus, entre los dos lo alzaron sobre sus cuerpos, y lograron ponerlo sobre el fuerte lomo del gliffin, quien miraba cada cinco segundos por encima de su hombro para comprobar que Klaus seguía allí subido. Billy lo miró con detenimiento antes de soltar a Jeffrey: no tenía ni uñas ni dientes. Estaba herido en varias zonas de su cuerpo, y no abría los ojos, o, al menos, eso pensó.

Klaus abrió sus ojos apagados por un momento y, con las pocas fuerzas que le quedaban a su cuerpo, tocó la blanda mejilla de Billy, quien sonrió moviendo su cola, alegre, y dejó ir un jadeo junto a una lagrimilla que salió de su ojo izquierdo. El albino sonrió antes de quedarse dormido de nuevo, y esa fue la señal que esperó Jeffrey para salir corriendo junto a Billy. Atravesaron el castillo como flechas y escaparon de los guardias, que les gritaron que se detuvieran enojados.

—¡Olvidadnos, asquerosos humanos! —gritó Jeffrey, internándose en las malezas de los jardines. Raphel, desde la rama de un árbol, observó cómo los guardias los perseguían. No iba a intervenir, pero vio como Jeffrey tropezó y cayó al suelo. Decidió hacer acto de presencia frente a los guardias, cayendo directamente sobre uno de ellos, aplastándolo, y, por lo tanto, matándolo. Los otros tres guardias trataron de hacerle frente pero la criatura saltó sobre uno de los caballos, aplastó con su mandíbula la cabeza de uno de los soldados humanos, luego arrancó la de un segundo agarrándola con sus enormes manos armadas de filosas garras, y, cuando el otro intentó huir, le lanzó una espada a modo de lanza, que lo atravesó tanto a él como a la cabeza del animal que montaba.

Raphel miró la escena, satisfecho, y luego se dedicó a esperar a que el perseguidor faltante apareciera.

El pobre Klaus, moribundo, apenas podría respirar sin sufrir, y la rapidez de Jeffrey no ayudaba a regular sus pulmones. Al fin eran libres de cualquier cadena que osara atarlos a su civilización. Ahora Klaus había entendido el peligro de la humanidad, pero Jeffrey, lejos de sentir el alivio que había creído que sentiría, esperaba, por encima de cualquier otra cosa, que su mejor amigo pudiera seguir con vida. Ya la pesadilla había terminado, así que no tenía de qué preocuparse, más que solo su supervivencia.

Billy tropezó y cayó al suelo, por haber chocado con una rama, y el pequeño gliffin se detuvo, nervioso. Olía la presencia de unas temerarias criaturas peores que cualquier otra cosa que hubiera visto antes: olía a gliffin cuervos escondidos entre el follaje.

—Vamos Billy, tenemos que irnos... —dijo notablemente alterado, trotando con Klaus a su espalda, aún inconsciente— Si corremos lo suficientemente lejos ellos ya no podrán encontrarnos nunca. ¡Y al fin seremos libres de todos ellos!

Billy tomó su forma humana, y se vio la realidad de su estado: demacrado y tan pálido que parecía muerto en vida, como un zombie. Jeffrey bajó sus orejas caninas, claramente inquieto.

—¡¿Pero qué te ha pasado?! ¡Estabas esta mañana! —chilló el cachorro de gliffin, acercándose lentamente a su amigo, quien dio un paso para alejarse de él, extendiendo sus brazos delgados y huesudos como palos a modo de barrera.

—Yo... ya no duraré más con la forma humana. Esta semana sabía que llegaría mi hora de fusionarme por completo con este cuerpo, pero no creí que me pillara justo ahora —Sonrió gentilmente como solo Billy sabía hacerlo.

—¿¡Y eso qué importa!? ¡Toma tu otra forma y corre detrás de mí como un maldito condenado! Estaremos fuera de los límites de las murallas pronto. Solo debemos atravesar este jardín gigante y estaremos frente a los muros...

—Tienes que dejarme aquí por lo menos durante quince minutos —Jeffrey lo miró como si estuviera loco.

—No seas tonto. Anda, vamos... —Terco, trató de insistir.

—Ya te dije. Necesito tiempo para terminar de comerme este cuerpo, si no lo hago moriré y será peor.

—Pero si alguien te encuentra... Si ese príncipe loco te pone las manos encima podrías terminar igual o peor que...

—Estaré bien, ya verás. Ahora llévate a Klaus, él sí necesita ayuda urgente. Si no lo tratan pronto podría morir, y ni tú ni yo queremos eso, ¿verdad?

—Billy...

—¡Qué te vayas dije! —gritó el híbrido, enojado— Estaré contigo cuando menos lo esperes. Ahora, ¡salva a Klaus o yo mismo te mataré por haberlo asesinado!

Jeffrey, sin más opciones, tuvo que retomar su carrera hacia las murallas, que ya eran medianamente visibles. Billy se quedó completamente solo en el bosque, bajo el escrutinio de varios pares de ojos blanquecinos y dorados que observaban desde la penumbra que ofrecía la vegetación.

—¡Corre, maldito animal! ¡Corre! —gritaba el príncipe Klyde al caballo al caballo, que galopaba lo más rápido que su cuerpo le permitía, haciendo estruendo en el suelo— ¡No puedo dejar que Klaus se me escape!¡Jamás seré inmortal sin él!

El caballo estaba agotado, pero el dolor causado por las espuelas lo instaban a seguir corriendo. Entre las sombras, los ojos rojos de Raphel miraban con singular interés al humano apresurado. Sabía sus intenciones, y lo siguió sigilosamente. El caballo, al notar su presencia, trató de ir más rápido para evitar al supuesto depredador.

Pero el equino se obligó a detenerse, e incluso, del susto, terminó irguiéndose sobre sus dos patas traseras, tumbando al jinete al suelo, cuando el enorme monstruo mitad gliffin, mitad ghoul apareció como un fantasma de la zona alta de los árboles, colgado boca abajo y mirando intensamente a Klyde, quien lo observaba de vuelta asustado y tembloroso. No esperaba que en los grandes jardines del palacio hubiera una criatura tan terrible.

—Oh, no, no, no... Tú, noble humano, no vas a pasar de aquí. Te agradecería que volvieras por dónde has venido por tu propio bien... —Le dedicó una sonrisa cordial y malévola a partes iguales.

—¡Tengo que encontrar a Klaus! ¡Lo amo y lo necesito para ser inmortal! —gritó Klyde lleno de ira y ansiedad, apuntando con su espada corta a Raphel, quien miraba el arma metálica con gran interés y sorna.

—Niño, estás enfermo. Vuelve a casa —espetó la bestia, con los ojos entornados.

—Déjame avanzar... —Rápidamente se levantó y puso la punta de su espada en la nariz ósea de Raphel, quien sonrió con malicia— o te mataré para continuar ya mismo.

—Oh, vaya, que gracioso —Raphel tomó la hoja del arma con sus manos desnudas, y apretó tan fuerte que arrugó el metal. Sus ojos brillaron como dos farolas, y dieron miedo a Klyde—. Mi pequeña creación ha concluido su tiempo con tu ridícula especie... Debe evolucionar, y cambiar, y sufrir otras cosas. Tu especie lo hará involucionar. Y tú, querido enfermo, eres un estorbo.

Acercó sus grandes manos con enormes garras al rostro del joven humano, y aplicó la misma fuerza que con la espada a su cráneo, reventándolo en un reguero de sangre y trozos de hueso. Tras eso, miró hacia arriba, sabiendo que era objeto de vigilancia. Sonrió y dijo a voz en cuello:

—Os dije que el pequeño era interesante.

Los cuervos graznaron.

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