Estoy Vivo

Frente a él había miles de híbridos: observando, susurrando muchas cosas que podía oír, y cosas que no. Todos tenían dudas sobre el por qué sería decapitado un lobo blanco, a su parecer, castrado. Klaus podía verlos con miedo y desprecio, deseando que todos murieran de una forma horrible por verlo sufrir una muerte que nunca esperó.

Rekko se las pagaría en la siguiente vida, se prometió a sí mismo.

«Ese cabrón me mandó a mi sentencia de muerte. ¡Maldito infeliz!»

Con la cabeza sobre la madera, y el cuerpo arrodillado, se concentró en mirar a sus espectadores. Había adultos, hembras y cachorros extraños de mezclas animales nunca antes vistas. No sabía si llamar "hombres, mujeres y niños" a esas cosas. En la Parte Tierra serían aberraciones para cualquiera.

Entre la multitud vio una piel lisa y blanquecina que reconoció, y miró enfurecido a Lina, que le devolvía la mirada desde los peludos brazos de una hurona mezclada con... algo que no reconocía.

Minotark apareció con una gran espada de acero, y la ciudad lo aclamó. Klaus seguía enfrascado en su ira hacia aquella niña, que le mostró de forma muy ególatra una bolsa grande donde, se suponía, que había mucho oro híbrido. Ahora entendía todo. Inculpándolo a él, lograba que le pagaran un indulto por haber sido maltratada. Los ojos le ardían, y gruñía mostrando los colmillos, con la mirada clavada en Lina, a quien, juraba, que haría pagar en cualquiera de sus vidas.

—¡El día de hoy estamos aquí reunidos para ver la muerte de este criminal! —gritó Minotark a la plebe— ¡Él mintió a nuestro Príncipe en su cara! ¡Usó a una niña para robarnos nuestro oro y luego la golpeó por intentar obtener su libertad!

—¡Matadlo!

—¡Asqueroso lobo!

—¡Merece algo peor que la espada!

Enfurecida, la multitud le gritaba de todo, y le lanzaba cosas. Una piedra le hizo sangrar la frente, pero la vista de Klaus estaba enfocada en Lina, aquella mentirosa hábil. Gruñía apretando las uñas sobre las cuerdas donde estaban sujetas sus muñecas.

—¿Algunas últimas palabras, lobo? —preguntó Minotark, mirándolo desde arriba.

Klaus, preso de la furia, sin miedo a la muerte ni al dolor, se levantó haciendo uso de toda su fuerza disponible y gritó, sin remordimientos:

—¡Juro que te mataré, niña asquerosa!

Enseguida, Minotark arrugó la cara, alzó la espada y la hundió en el cuello de Klaus, que gritó de dolor, cayendo al suelo. Para sorpresa de todos, a pesar de todo el reguero de sangre, la cabeza canina no se desprendió de su cuerpo. El toro miró al príncipe, extrañado.

«Esta espada fue afilada esta mañana... estaba perfecta»

Gritó, volviendo a hundir el acero en la carne. Klaus volvió a dar un grito de dolor. Y otro, y luego otro más. Su cabeza no se zafó de su cuello en ningún momento. Minotark estaba manchado de sangre hasta la coronilla, porque había reventado cada vena y arteria del cuerpecito del pequeño animal.

Enfurecido, se agachó y sostuvo con una mano la cabeza y con la otra, la clavícula. Empujó en direcciones opuestas, gritando de esfuerzo, pero no logró separar los huesos. Miró de nuevo al príncipe, quien se había levantado igual de sorprendido que él. Los guardias se llevaron el cuerpo moribundo de Klaus y Minotark dijo que finalmente lo habían matado, con una sonrisa cansada.

Sin embargo, el pueblo no le creyó.

—¡Poned su cabeza en una pica si está muerto!

Minotark se vio agobiado, y el resto de guardias le dijeron que se fuera. El toro corrió hacia el interior del castillo, siguiendo el rastro de sangre que Klaus había dejado caer mientras lo transportaban a las mazmorras. Se encontró con el príncipe frente a una celda, donde reposaba el cuerpo moribundo convulsionando. Murmuraba una única frase, mientras su cuerpo caía al suelo, moviéndose esporádicamente con toscos temblores y expulsando sangre.

—No puedo morir... no puedo morir... no puedo morir... no puedo morir...

Mirándolo, estaban el príncipe y el caballero, con expresiones de asco y temor en sus rostros. La confusión se apropiaba de sus ojos, opacando lo demás.

—No lo entiendo, Su Alteza... esa... —Trató de decir el toro, pero fue interrumpido.

—Sé que esa era tu mejor espada. Padre hizo que la forjaran para ti, yo estuve ahí —Le puso una mano en el hombro—. No fue tu culpa, Minotark... —Miró nuevamente a Klaus— Ya que no podemos matarlo, esperaré a que Padre regrese, mientras tanto será prisionero en esta celda. Dadle comida, agua... libros, lo que quiera. No podemos arriesgarnos demasiado. Pero, bajo ninguna circunstancia —dijo, mirando a su siervo a los ojos—, podemos permitirle salir.

—Liberarlo es una pésima idea, Su Alteza. Ahora que su secreto fue descubierto, ¿qué cree que intente hacerle a la Corona por haberlo intentado matar?

—¿Puedo confiar en ti para mantener a mi familia, a todo el país, a salvo?

Minotark se paró lo más erguido que pudo y asintió.

—¡Sí, Su Alteza! ¡No saldrá de esta celda! ¡Lo juro por El Corazón de Dragón, y Rey de los Híbridos, Su Alteza Dax Bagmister!

El príncipe sonrió cálidamente.

—Ahora ve y descansa. Date también un baño, necesitas quitarte toda esa sangre de encima.

El toro se retiró, y el león miró una última vez a Klaus, tirado en un charco de su propia sangre, pero vivo. Los orbes rojos, ahora apagados, se movieron en su dirección, con una expresión vacía y tortuosa, de sufrimiento. Los ojos azules del príncipe se abrieron con mucha sorpresa, mientras un respingo de temor se apoderaba de su columna vertebral.

—Cuando mi Padre regrese... —Le dijo— vas a ser comida de dragones.

De la tierra se respiraba la vida de los insectos, y del aire la de los animales terrestres y las aves que surcaban los cielos. La brisa marina no existía en aquellas montañas, rodeadas de arboledas infinitas y nieves en las cumbres altas que tocaban el cielo. Los roedores correteaban por las bases de los árboles, huyendo de los gliffin que se acercaban a paso ligero pisando los pastos con una melodiosa armonía. Una hembra y un macho; dos compañeros. Cruzaron ríos, escalaron montañas para llegar hasta aquí, enfrentando los peligros de la vida salvaje.

Los perros negros de la muerte, con cráneos en lugar de caras, marchaban en un rítmico paseo entre las arboledas, buscando. El mayor, a la cabeza, de tamaño enorme y porte temible, con ojos plateados cual luna, que hacían de la oscuridad el sitio menos adecuado para estar. Plasmados en su rostro duro había rasguños y cicatrices que marcaban peleas ganadas del pasado. También había de estas marcas de guerra en su cuerpo de carne dura como madera de roble joven.

Rebosaba vida y juventud, juntada a la experiencia de haber vivido ya varios milenios. Era el auténtico y buen nombrado rey de los bosques ingleses. Pero este rey, junto a su reina, estaba muy lejos de casa, acercándose a territorio de bestias desalmadas y rivales, que no dudarían en atravesarlo con lanzas y espadas y flechas de solo ver su silueta en la oscuridad. Se arriesgaba a cada paso, poniendo sus vidas en un peligro cada vez más vívido.

Confiaba en su fuerza y su rapidez, pero no era suficiente. No era una misión de conquista, porque jamás ganaría, no sin un ejército que dejó atrás, por tal de perseguir su ambición. Sobre una gran roca, se apoyó, mirando el paisaje que se extendía en su campo de visión. Su reina acarició con su pelaje el propio, y lo miró preocupada.

—Hemos recorrido cientos, miles de kilómetros para venir hasta acá. Nos ponemos en peligro... ¿todavía quieres hacer esto?

Él no contestó, sino que la miró con decisión, con las orejas en alto y el pecho endurecido. Ella se vio obligada a ceder, y el mayor le lamió la mejilla de hueso, con cariño. Una sonrisa visual se dibujó en sus orbes brillantes de luz lunar.

—Eres muy bondadosa por no haberme abandonado cuando dije de hacer esto.

—Nunca te dejaría atrás.

—"Dónde tú vayas, allí iré contigo" —dijeron ambos al unísono, antes de frotar sus cuellos en un abrazo lupino, mezclando el negro con el negro, en una fusión brillosa.

La travesía prosiguió hasta el anochecer, cuando se recostaron a descansar en una preciosa llanura con vista a las estrellas del cielo. Los compañeros estaban durmiendo, fusionados en un peludo abrazo, cuando él alzó las orejas y luego su cabeza, mirando hacia una dirección en concreto, preocupado. Ella lo siguió en movimiento, y olfatearon en conjunto. El mayor se levantó, y abrió su gran mandíbula dotada de colmillos de hueso imposible de romper para cualquier arma que pudiera tener el intruso.

—Sal, puedo olerte —dijo, con tono autoritario, cubriendo a su pareja con su cuerpo, cuyos vellos estaban erizados.

De entre las sombras se oyó un murmullo, y un resplandor azulado pasó en un parpadeo. El rey miró hacia la derecha... luego a la izquierda, y luego al frente. Saltó, mordiendo a su presa con ímpetu. Pero la presa no resultó ser solo una presa, sino un rival de cara ósea. El enemigo de ojos azules mordió el cráneo del rey, quien, con sus garras y su peso, empujó a la bestia rival hacia un árbol, presionándolo.

Le vio el rostro, y sus orbes de plata se expandieron con sorpresa. Se apartó del otro gliffin, que se mantuvo sobre sus piernas, y que lo miraba con una fingida indiferencia.

—Le mentiste... dijiste que los gliffin morían con quinientos años... cree que estás muerto —habló la sombra.

—Yo te recuerdo... —dijo el rey, retrocediendo para quedar junto a su reina.

—Y yo a ti —dijo Rekko, con sus ojos azules brillantes—. Ahora eres un alfa, un rey... Jeffrey, el rey de las montañas... pero estás muy lejos de casa.

—He venido a visitar a un amigo.

—Me temo que ese amigo está muy lejos aún de su alcance.

—Lo sé, me quedan varios kilómetros que recorrer.

—Regresa a tu reino, que él no está aquí —Jeffrey bajó las orejas confundido.

—¿A dónde fue? Su hogar es...

—Su hogar es donde más matanza logre conseguir —Rekko no apartaba su vista de los orbes plateados de Jeffrey, quien le devolvía una mirada feroz—, y ahora mismo a Londres le asola la paz.

—¿Dónde está? —Repitió el gliffin de enorme tamaño, tensando los músculos.

—Lo envié lejos. No puedes llegar, no sin un barco.

—¿Dónde?

—Con los híbridos —Rekko contestó al fin—, lejos de Raphel, que ya sabes lo que hará de encontrarlo.

Jeffrey no contestó.

—Lo manipulará, usará y posteriormente matará. Raphel es un parásito, y Klaus aún no está listo para darle muerte, porque todavía cree en él.

—¿Por qué Raphel está vivo? Pensé que...

—Todos creímos que murió aquella vez... cuando su cuerpo colapsó —Fue interrumpido—, pero regresó en un cuerpo nuevo y busca a Klaus con desespero. Lo necesita, y yo no dejaré que lo tenga.

—¿Porque lo necesitas tú antes? —preguntó la reina, alzando su cabeza.

—Necesito ser libre, y solo Klaus tiene el poder de matar a Raphel. Y si Klaus aún no está listo, haré que lo esté.

Hubo silencio. Jeffrey miraba a Grace, y ella a Rekko, que los miraba a ambos. El rey gliffin alzó el pecho antes de preguntar:

—¿Al menos está vivo?

—Vivo, muerto... —dijo Rekko, titubeando— solo él puede escribir eso en su vida. Quizá esté muerto... o quizá no esté vivo. Solo él tiene la respuesta, y el tiempo dirá si puede volver a la Tierra... o no.

—No puedo morir... no puedo morir... —murmuraba Klaus en aquel oscuro calabozo pestilente a mierda, orina y vómitos— no puedo morir... no puedo morir...

El dolor era penetrante. No sentía el cuello, y oía sus cavidades sangrar. Cada gota que salía dolía como si tuviera significado propio. Respiraba por instinto, no porque pudiera hacerlo de forma consciente. No miraba nada con sus ojos abiertos, más que neblina. Moribundo, repetía:

—No puedo morir... no puedo morir... no puedo morir... no puedo morir...

Como una plegaria eterna, la frase se quedó en su cabeza, siendo lo único que la ocupaba, como un parásito.

Pero...

Pronto su mano se logró mover, a la vez que en el cuello empezaba a reinar la comezón en lugar del irritante dolor. La mano dejó mover dos de sus dedos, y la cola reaccionó junto a las orejas. Los orbes rojos pronto observaron formas menos difusas que la neblina, moviéndose nerviosamente, pero de manera lenta. Veía su hocico y su mano en corto movimiento. La plegaria se hizo consciente.

—No puedo morir... no puedo morir... no puedo morir...

No puedo morir...

No puedo morir...

No puedo morir...

No pue... —Logró enfocar bien la vista, y mover mejor la mano, apoyándola en el sucio suelo ensangrentado—...estoy vivo.

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