Parte Única
Soy tan débil que verme al espejo me resulta penoso. Ya las lágrimas no son suficientes como para seguir llorando, desperdiciar lágrimas se volvió tan monótono.
Salí de ese cuarto oscuro, el cual escondía mis penas y traumas. La oscuridad era mi cómplice, escondía todo rastro de tristeza que podía emanar desde aquel fatídico día en el que me enteré de la penosa realidad. No dejaba que el sol, tan aristócrata como siempre, entrara sin permiso.
Sin pensar en nada más, tranquilamente caminé hacia donde mi mente pedía estar. En unos pocos minutos me encontraba en ese lugar tan especial, que mantenía mi alma viva cada vez que esta era congelada por el frío del gran vacío que había dentro de mí.
Recuerdo cuando venía aquí de niño, el brillo del sol hacía que mi cabello pasara de un color triste y opaco a un dorado tan reluciente que podría cegar a cualquiera que lo viera directamente. Esos cambios tan sutiles que el sol hacía en mi persona parecían una vil mentira, pero los podía ver, eran reales, todo a mi alrededor lo era, y ese era el hecho más triste.
Esa soleada tarde decidí sentarme en el oxidado columpio azul que se encontraba abandonado en el fúnebre parque, al cual solía ir con mis amigos en los mejores momentos de mi vida. Aún puedo recordar cómo corríamos, gritábamos y nos caíamos en la mojada tierra, ensuciándonos por completo y enojando a nuestros padres por llegar sucios a casa.
Me impulsé con mis pies con el propósito de darme la energía necesaria para comenzar a mecerme junto a la cálida brisa veraniega. Sentí cómo esta pegaba directo a mi rostro, hacía que mis labios se resecaran, y que mi cabello terminara despeinándose por completo. El pequeño tumulto de tierra bajo el columpio ensució mis zapatos, recordándome esos momentos de cuando era pequeño.
Mi último deseo era divertirme hasta más no poder, aprovechar las escasas horas doradas que me restaban en ese parque de ensueño. No tenía intención de desperdiciar este día tan especial en otro lugar.
La gente solía caminar por la acera, las cuales podían ser vistas a través de la reja oxidada que los dividía del parque todas las tardes. Algunos se veían frescos y sonrientes, otros simplemente no podían seguir caminando del dolor y la molestia de vivir como un ciudadano promedio. Sin embargo, todos tenían algo en común: la incertidumbre por la mañana. Cómo envidiaba la curiosidad del futuro y el desinterés por la simpleza cotidiana. Había olvidado cómo se sentía soñar con una mañana en la que el sol se asomaba nuevamente por el horizonte.
Soy alguien que no se cansa de nada, ni de nadie. Hasta las cosas más insoportables, tristes o desalentadoras, a mí me parecían una experiencia necesaria en la vida. Eran esas experiencias que tan solo lograría escuchar de otros e imaginar que me sucedían a mí cerrando los ojos y soñando.
Ese atardecer en el columpio surgió una nueva posición de la vida, sin embargo, contrastaba con la anterior, tanto como la noche y el día. La triste definición del propósito de la vida que reflejaba con mis acciones diarias era desilusionante. No me culpo, estar vivo es desalentador cuando llegas al punto de quiebre sin siquiera saber cómo quebrarse.
Todavía recuerdo las lágrimas de mi madre deslizándose por su fino rostro hasta inundar el suelo con melancolía, cuando el soberbio médico comunicó mi inevitable destino. Parecía irreal escuchar que, de celebrar un día más de vida, me encontraba en una cuenta regresiva hacia la oscuridad eterna.
Mi vida tenía fecha de caducidad, ya no había esperanzas de continuar con mi vida.
El sol brilló sobre mí por última vez a las 5:35 pm.
Olvidé todo rastro de miedo que me perturbaba. En mis pensamientos solo quedaron recuerdos de permanecer largos minutos apreciando el arrebol del cielo majestuoso que caía a pedazos bajo nuestras cabezas. Recuerdo escuchar cada grito, cada llanto y cada conversación proveniente de los edificios que residían justo al lado del parque, todo con un detalle tan preciso como las pinceladas de un retrato.
Dejar de sentir fue simplemente mágico, pero doloroso, si piensas en la posibilidad de poder vivir más y tener tiempo para perseguir tus sueños. Era una tortura que simulaba ser placer.
Sutilmente surgía una melancolía que parecía pertenecerle al atardecer, una melancolía que recaía en mí por tener un destino consabido. Cuando el sol brilló por última vez a las 5:35 pm, me otorgó sin querer, su melancolía, mi melancolía.
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