9.UN HOGAR TRANQUILO


La comida con Nicolae y su esposa fue realmente agradable. Me contaron sus planes para cuando naciera el bebé además de cosas que podíamos hacer la próxima semana. Deseaba aprender a tejer ya que en el castillo no se me permitía nada que no fuera tocar la flauta o algún instrumento.

Aquella mujer que se llamaba Minerva, era la mujer más agradable y amable que había conocido. Ni ella ni Nicolae me dijeron una palabra mala de Sebastián; todo eran halagos hacia él. Ellos me contaron historias acerca de las hazañas de Sebastián.

Él era considerado un rey justo con su pueblo, dispuesto a ayudar hasta al más necesitado. E aquel pueblo no había ricos ni pobres sino personas que se ayudaban los unos con los otros con lo que podían ofrecer. Aquella hermosa simbiosis les permitió vivir siempre en paz y armonía sin peleas o guerras internas. Nadie anhelaba el poder sino la tranquilidad.

Cada parcela de campo plantada y cada árbol frutal que allí había, había sido plantado pos las manos de Sebastián. Desde las casas hasta cuidar los más pequeños, él más que un rey era el modelo a seguir de todos.

Al oírles hablar mi idea de Sebastián cambió; quizás lo había juzgado demasiado duramente. Estaba acostumbrada a la frivolidad de los hombres que no sabía distinguir a uno que no lo fuera.

Me hacía feliz que Sebastián entendiera que necesitaba tiempo para despejarme y no me hubiera obligado a quedarme atada a él cada segundo del día.

Cada vez más, me sentía más identificada con el pueblo por lo que decidí que Minerva iba a ser mi consejera para ayudarme con la toma de decisiones ya que yo era nueva en todo aquello. Ella se mostró realmente emocionada, abrazándome con todas sus fuerzas. Nicolae me hizo una reverencia con su mano sobre el corazón profundamente agradecido.

Ya había llegado la hora de marcharme ya que no quería preocupar a Sebastián. Nicolae me acompañó hasta la misma puerta y entré.

La casa estaba llena de velas por todas partes. En cada rincón de la casa habían flores recién cortadas que emanaban un olor que me hacía sentir en calma.

Comencé a buscar a Sebastián para preguntarle acerca de aquel despliegue de amabilidad pero no le encontraba. Subí hasta mi cuarto y me encontré un vestido sobre la cama de color marrón con una capucha, era realmente bonito, sencillo y cómodo; justo lo que a mí me gustaba.

Las velas llegaban a cualquier rincón de la casa, incluso las chimeneas estaban encendidas. Estaba realmente enternecido con todo aquello y me sentía amada.

Me senté sobre la cama con una sonrisa risueña, quizás Sebastián me estaba comenzando a gustar. Aún me sentía insegura con él pero al menos, ya no le temía.

Me sentía tranquila en aquella casa, tan tranquila que no podía evitar llamarla mi casa. Pensar en estar en aquel magnífico pueblo para siempre se me hacía realmente atractivo.


La tarde había caído y la luz era cada vez menor. Estaba preocupada por Sebastián ya que no había vuelto. Me sentía mal porque quizás yo era la culpable de que él estuviera mal o triste, pero yo no estaba preparada para aquellas muestras de cariño.

Iba a hablar con él cuando viniese porque no quería que estuviéramos peleados, deseaba que aquel hogar fuera un hogar tranquilo para ambos.

Aprovechando que él estaba fuera, caminé hasta la cocina con la idea de preparar algo. Yo apenas tenía algo de idea de cocinar; solo lo que pude ver cuando me escapaba a las cocinas. Lo que sí que aprendí a hacer bien era la tarta de moras. Rebusqué entre la despensa y pude encontrar los ingredientes que necesitaba. Mientras amasaba miraba por la ventana los pájaros sobre las ramas y como el viento mecía las ramas de los árboles. Me sentía tan feliz y agradecida de estar en aquel lugar.

El aroma a las moras inundaba el salón, sintiéndome orgullosa del resultado que había conseguido; estaba segura que a Sebastián le gustaría.

Me sentía realmente nerviosa e impaciente por que llegara Sebastián a casa. Por primera vez, admitía que lo echaba de menos. No me gustaba sentirme débil ante un hombre ni mostrar mis debilidades, pero poco a poco Sebastián se estaba abriendo paso a lo más profundo de mi corazón. Para bien o para mal, era mi realidad.

Mientras permanecía sentada en el salón mirando la chimenea el sonido de la puerta me hizo girarme.

Sebastián acababa de entrar a casa con una cesta de manzanas y el torso sudado; se notaba que había trabajado duro.

Él se sorprendió al verme y comenzó a olisquear el aire extrañado.

-¿Huele a moras?

-Me permití hacer una cosa que aprendí en las cocinas del castillo; tarta de moras-Le dije sonriéndole y señalando el plato.

Él me sonrió dejando la cesta sobre la mesa y acercándose a mí. Me abrazó con mucha ternura en señal de agradecimiento.

-Tengo la mayor suerte de todos los hombres. Voy a levantar envidias pero no me importa-Me dijo al oído.

Comencé a reírme de sus ocurrencias, lo que le hizo ponerse de buen humor. Me tomó de la mano y me apartó la silla para que me sentara en la mesa.

-Ahora voy a servirte yo preciosa; no sabes lo feliz que me has hecho. Solo el haberte visto esperarme y el haberme sonreído ha sido el mejor de los regalos.

Me sentía tan halagada y querida; era extraño pero empezaba a gustarme sentirme así.

Sebastián me sirvió un pedazo de tarta con varios trozos de manzana que él mismo acababa de recoger.

-¿Sabes?, es del primer árbol que planté en el pueblo; le tengo mucho cariño.

-La manzana es mi fruta favorita y estas son mis favoritas.

Ambos nos sonreímos como dos adolescentes tímidos. Disfrutamos de nuestra compañía durante no se cuanto tiempo, ya que aquel pedazo de tarta era una excusa para poder hablar.

Cuando terminamos de cenar, Sebastián no me permitió lavar un solo plato y yo me sentí mál por él. El parecía estar cansado pero realmente feliz. Sentía que debía de pagarle con la misma moneda y hacerle sentir mejor, así que me escapé a su cuarto. Era la primera vez que entraba y me sentía un poco cohibida pero iba a ser por una buena causa.

Iba a prepararle un muy buen baño para que se relajara antes de dormir. La vista se puso sobre una pila de papeles con sobres que no tenían remitente; solo ponía, "de Sebastián a Serena".

Eché un rápido vistazo para ver su contenido; cada día él me escribía una carta desde que tenía tan solo 7 años de edad. En cada carta me explicaba lo que había hecho ese día y lo mucho que deseaba conocerme. Las últimas cartas eran realmente amorosas y románticas; eran realmente tiernas.

La última carta la escribió justo anoche:

"La luz que la bella luna ilumina mis noches no se compara con el brillo de tus ojos verdes como esmeraldas cuando el sol los ilumina y con destellos azulados cuando cae la noche. Deseo perderme en cada recoveco de tu cuerpo y jamás escapar de él. Me tienes en tus manos Serena, y nunca he sido tan feliz o me he sentido tan libre. Deseo que alguna vez puedas mirarme con el amor que te profeso desde mi nacimiento, el sentir la conexión que siento contigo. Voy a ser paciente y esperarte, porque no hay nada que merezca más la pena que conseguir tu amor eterno. Deseo ser el hombre que caliente tus sábanas por las noches, el que te abrace cuando estés feliz o triste, el que te cocine todos los días, el que te cuide en la enfermedad, el que llene tus brazos de risas de niños y gorjeos de bebés. Deseo ser el que ocupe tu noble corazón y quedarme allí para siempre porque para mí, ese es mi verdadero hogar"

Al terminar de leer aquella carta comencé a llorar presa de la emoción de aquellas bellas palabras. Me había desarmado completamente, estaba totalmente vulnerable ante él y no podía volver a colocar aquellas defensas que me costaron tanto construir.

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