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Mientras un Edward Nashton de 14 años reflexiona sobre el mundo en que le ha tocado vivir, un Bruce Wayne, huérfano como él, pasará a su lado, haciendo pensar a Edward en la línea que define sus diferencias.
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Edward golpeó el timbre de la puerta del orfanato como si realmente esperara que se abriera justo después de aquello. Y justamente con aquellas expectativas, se quedó esperando un rato, y quizá pasaron unos tres minutos hasta que abandonó la poca esperanza que le quedaba y se dio media vuelta.
Observó desanimado el paisaje; lleno de nieve y escarcha por las calles que no sabía si su pequeña chaqueta sería capaz de soportar. Tampoco tenía otra opción, y de todas formas no era la primera vez que algo así ocurría.
Como pasó las anteriores veces, fue examinando los alrededores del orfanato. Buscaba una ventana, un lugar en el que entrar. No podía acudir a la puerta de atrás del edificio, pues ya la había intentado abrir otras veces y siempre estaba cerrada.
En Gotham no solía nevar, pero cuando ocurría, se convertía en un lugar imposible en el que salir a la calle. Las carreteras estaban cortadas, puesto que los coches no podían cruzar la ciudad, y el espeso blanco inundaba todos los sitios.
Por eso mismo era que Edward no pudo entrar en el orfanato después de revisar todas las ventanas a las que tenía accesibilidad; todas, absolutamente todas, estaban bloqueadas por la nieve y protegidas por la escarcha. Intentó arrancar algún trozo para intentar subir una, pero el hielo era tan grueso que Edward, con sus pequeñas y débiles manos de niño, no podía hacer nada.
Cuando aceptó su destino de aquél día, tampoco se decepcionó demasiado. Se vería obligado a estacionarse en la calle todo el día; soportando el duro clima, pero ya estaba acostumbrado al sentimiento de desapego y al frío eterno que se anclaba a su corazón cada vez.
Tendría que estar fuera hasta que viera que la puerta se abría, o alguien limpiaba la nieve de fuera. Y, viendo la preocupación que se tenía por aquél orfanato, prácticamente inexistente si no ocupara espacio físico en medio de la calle, Edward sabía que sería un iluso por esperar lo último.
No muy lejos del dicho edificio, en la misma calle, había una diferencia de clases impactante. Mientras que en un punto, el lugar donde Edward se "alojaba" (si es que a vivir en ese lugar se le podía llamar así) era un edificio que se caía a cachos por el poco mantenimiento y atención que recibía, en otro extremo se encontraban casas de familias con gran poder adquisitivo, y, entre medias, un restaurante cuyo calor que producía las puertas al abrirse de vez en cuando resultaba liviano para Edward, tan inmerso en un desagradable frío.
Como resultado, decidió esperar al lado de la pequeña escalera que daba al restaurante hasta que se le presentara la fortuna que esperaba.
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Estuvo un rato sentado, en el mismo lugar. Muchas veces, los multimillonarios de la gran ciudad que dejaban el establecimiento con el estómago lleno y portando su ropa de abrigo, cuyo pelaje habría sido cruelmente arrancado de algún grupo de animales que habían sido maltratados desde antes de su nacimiento, se percataban de la presencia de Edward.
La reacción de ellos, como no podía ser menos al encontrarse con un niño que se veía casi desnutrido y que apenas podía mantenerse apoyado en la pared, era de rechazo.
Sin embargo, no se trataba de un rechazo que naciera de la empatía, ni del más mínimo sentimiento de culpabilidad que quisieran reconocer, porque, seguramente, cada ricachón de Gotham tenía parte de culpa sobre el gran problema de pobreza y maltrato infantil que imperaba en la ciudad y que transcurría justo delante de sus narices, al contrario, lo que ellos hacían era mirar con disgusto al niño e ignorarlo al segundo, queriendo sacar esa imagen lo más rápido posible de su cabeza.
Aquello era un hábito en las personas de la élite de Gotham: encontrarse con el problema de forma inesperada y justo en el frente, de manera que se escandalizaban por la desgracias que presenciaban, por lo cual, tienden a apartarlo de su rostro, huyendo del hecho de que probablemente sean parte de que aquellos sucesos sigan su ritmo habitual.
Quizá es que no soportaban esa culpa.
O, al contrario, no querían que nada los alejara de su modo de vida perfecto y lleno de lujos, además de tres buenas comidas diarias y una cama caliente en la que descansar, con personas con las que probablemente también sienten algo de calidez. Calidez que él nunca había sentido.
Edward también escuchaba comentarios, como el de una mujer que, después de mirarle a los ojos, se dirigió a su marido con tono de desagrado, y dijo algo de que debían demoler aquél orfanato de al lado, que no estaba abandonado, porque se construyó hace relativamente poco, pero lo parecía, porque cada día se encontraba a más niños del edificio revolviendo en la basura de la parte atrás de su casa, buscando algo que llevarse a la boca.
Sin embargo, le daba igual lo que aquella señora dijera si a cambio conseguía recibir más calor que atravesaba la puertas detrás de la mujer, aún abierta mientras soltaba comentarios similares por la boca y su marido ignoraba la mayoría.
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En cierto punto del día, salió un niño del restaurante, con el mismo flequillo peinado y traje formal de siempre en aquellos que habían sido afortunados a la hora y lugar de nacer, que estaba acompañado de un adulto con cabello canoso, probablemente su mayordomo, hecho que podía adivinar pues el rostro del más pequeño se le hacía más que conocido a Edward. Era Bruce Wayne.
Aquél huérfano rico se le quedó mirando, no obstante, no lo hizo de la misma forma que los demás. Se mantuvo parado en seco, prestando una atención cuyos matices no eran exclusivamente de desagrado o rechazo, más bien, eran reflexivos.
Pero a Edward una mirada diferente de las demás no le importaba nada, y no sólo porque unos ojos que se dirigían a él con pena ayudara más bien poco a calmar su hambre, frío, sueño o el infierno en el que "vivía", si no odiaba tanto al niño que tenía delante suya que sus pupilas se llenaron de rabia y no fue capaz de pensar en nada más.
Bruce Wayne había sido otra parte de su gran círculo de problemas: mientras que en la ciudad había un edificio repleto de huérfanos maltratados de miles de formas diferentes y con la desaparición de una promesa para mejorar su vida que ahora no era más que una esperanza vacía y gélida, en el otro lado estaba el hijo de los Wayne, que, con una herencia cuya mínima porción sería capaz de resolver los problemas de cualquier desgraciado de Gotham hasta el punto de hacerle llorar de felicidad, había perdido a sus padres.
Y todos, aquél día, hablaron del pobre de Bruce Wayne.
Fue ese día cuando Edward se dio cuenta de que toda su vida formaba parte de un cruel rompecabezas, condenado a la decepción y al más oscuro y hondo agujero negro de todo Gotham, mientras otros, a su lado, tendrían la suerte de tener una vida en la que realmente podrían vivir.
Observó que el mayordomo del menor le instaba a avanzar, por lo que el niño empezó a desvanecerse en la ventisca que afloraba, mientras Edward deseaba que, en aquél pequeño momento, Bruce Wayne se hubiera dado cuenta de que ellos dos eran extremadamente diferentes.
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