CAPÍTULO 17
Una de las pocas cosas que a pesar de todo Tom podía realizar mientras que Perséfone no podía, era volar. Él había intentado explicarle cómo funcionaba y ella se había esforzado tanto como había podido, pero sus pies simplemente no habían podido despegarse del suelo sin importar cuánto lo deseara ella.
Ese detalle había causado que Perséfone fuera designada a un papel distinto al de Tom. Separarse de él, permitirle ir solo y a merced de criaturas que se alimentaban del alma de las personas... Le ponía a Perséfone la piel de gallina. Había algo helado en su pecho, cerca del esternón, como si se estuviera congelando de adentro hacia afuera, y mientras permanecía de pie en el salón, rodeada de mortífagos, cubierta con su túnica y su máscara, ella se sintió como si todo en ella estuviera hecho de hielo. Era una bonita escultura que alguien había tallado con cincel. ¿Cuál podía ser el efecto de un dementor en un alma fraccionada como la de Tom, como la de Perséfone?
Ella no pensaba constantemente en el hecho de que su alma estaba rota. Era un pensamiento muy secundario, casi de fondo. Había sido una decisión deliberada de la que no se arrepentía. Aún así, había sido tan intencional como la forma en que ella seguía evitando pensar en eso, un año después. Había algo inherentemente terrible en fragmentar tu propia alma, incluso por el mejor de los motivos, y así como la mitad del tiempo la idea era fascinante (la eternidad al lado de la persona que amaba, unidos como uno, con existencias mutuamente dependientes), la otra mitad del tiempo la hacía sentir un poco mareada.
Los mortífagos jugueteaban con sus varitas. Eran un grupo abundante, contrario al que había visitado la mansión por primera vez, pues este grupo incluía a las esposas e hijos mayores de edad de los mortífagos originales, además de algunos pocos nuevos reclutas. Tom aún no anunciaba su regreso al mundo, no más allá de la advertencia que Barty Crouch Sr. había dado según sus órdenes y que le había garantizado un despido, y, por lo tanto, no podía reclutar libremente bajo el riesgo de cometer algún error y la noticia se filtrara al público.
Si el mundo descubriese el regreso del señor tenebroso, sería en los términos que ellos impusieran.
Perséfone sintió cómo algo se rompía. Una grieta inmensa en una presa que después procedió a desmoronarse. Una calidez la cubrió, como si abandonara el frío para bañarse en la luz del sol. Su corazón sufrió una breve arritmia, se saltó un latido, y después volvió a regularizarse a un nuevo ritmo, el ritmo del corazón de Tom. Incluso antes de que la marca en su brazo izquierdo le comenzara a quemar la piel, ella ya sabía que él había logrado su cometido y había derribado las intrincadas protecciones que rodeaban la prisión de Azkaban.
Azkaban estaba cubierto por barreras anti-aparición, anti-trasladores, intrazabilidad de la prisión, y muchísimas otras. Eran hechizos antiguos y extremadamente poderosos, pero no tanto como Tom, que los desenredaría con practicada facilidad y disolvería en humo.
Perséfone fue la primera en aparecerse, demasiado ansiosa por reunirse con él como para esperar por mucho tiempo, y los demás mortífagos la siguieron. La mayoría no habían estado nunca en Azkaban, así que habían tenido que usar el poder de la marca tenebrosa como anclaje para aparecer en la ubicación de Lord Voldemort en lugar de la ubicación en sí, para así evitar el riesgo de departición. Los nuevos se habían limitado a aparecer en conjunto con los que ya antes se habían transportado de aquel modo.
Perséfone apareció afuera de la prisión, sobre la costa repleta de inmensas y afiladas piedras. Claramente no era un lugar que ella recomendaría para vacacionar. La luna brillaba sobre ellos, y solo la luz que proporcionaba ayudaba a Perséfone a no tropezar y matarse por accidente.
Se comenzaron a escuchar chasquidos, y los mortífagos empezaron a aparecer alrededor de Perséfone, pero ella no les prestó atención y en cambio miró hacia arriba, a la prisión, y, en concreto, al gigantesco agujero que Tom había hecho en el muro, seguramente con un bombarda. Él, por desgracia, no estaba a la vista, y Perséfone estuvo segura de que estaba en el interior del edificio así que apresuró el paso.
El primer piso de la prisión estaba desierto, contenía instalaciones aptas (aunque eran más bien mediocres) para quienes custodiaran la prisión, si es que alguna vez era custodiada por aurores y no por mortífagos. Había un par de salas de reunión, salas de descanso, habitaciones que se parecían demasiado a las celdas como para ser usadas con comodidad y una reja que daba acceso a las escaleras.
Mientras el grupo subía las escaleras, Perséfone los escuchó colocando hechizos térmicos en sus túnicas en un intento de evitar el frío. Ella sentía el aire helado bailando contra su piel, pero no llegaba a tocarla, no llegaba a tener el efecto que tenía en los demás, cuyos rostros empalidecían con rapidez y apenas sostenían la varita sin temblar. No era que un hechizo térmico fuera a ser de alguna ayuda, pues no era el frío que hacía en los mares del norte lo que les hacía eso, sino el terrible efecto de los dementores que en esos momentos volaban sobre la prisión por ordenes de Tom, lejos de sus seguidores, pero cuya estela aún prevalecía entre los pasillos de Azkaban. Perséfone se alegraba de que Barty se hubiera quedado en la mansión Riddle, esperando en el salón a los mortífagos rescatados que llegarían con un traslador.
El primer piso era para personas con condenas leves, así que cuando llegaron, Perséfone eligió solo a dos de sus hombres y sus respectivas esposas para destinar.
—Saquen de sus celdas a todos los que tengan la marca tenebrosa. Aquellos que no sean mortífagos, ofrezcan la oportunidad de unirse a cambio de su libertad, pero no los dejen salir de sus celdas sin un juramento inquebrantable. Después reúnan a todos los que hayan sacado y activen el traslador para volver a la mansión —ordenó Perséfone.
El proceso se repitió casi con exactitud en casa uno de los pisos de la prisión, y para cuando llegó al último, el nivel de máxima seguridad, ella ya se encontraba sola.
Probablemente porque estaban tan arriba, tan cerca de los dementores, fue que en ese momento ella realmente comenzó a sentir el frío. Atravesó los pasillos, que resultaban extremadamente perturbadores. Perséfone había mojado un poco la suela de sus zapatos en el mar cuando habían llegado, así que sus pasos producían un leve chapoteo y dejaban lodo tras de sí, pero la nueva suciedad casi parecía limpieza en comparación con lo mugriento que ya estaba el suelo.
Las puertas de las celdas estaban abiertas, algunas incluso arrancadas de sus goznes, pero había un silencio absolutamente sepulcral. Temible.
Perséfone encontró finalmente a Tom, casi al final del pasillo, cerca del enorme agujero en el muro que se encontraba rodeado de escombros, parado frente a la única celda en todo el piso cuya puerta estaba cerrada.
—Hola, amor —dijo él. Por supuesto, no utilizaba máscara, ya que él no era un mortífago ordinario. Tenía las manos dentro de los bolsillos y miraba a la celda con algo parecido a la curiosidad. Perséfone miró también, y encontró una pequeña figura hecha un ovillo en una esquina, un hombre de aspecto andrajoso, y, bueno, loco—. Te presento al infame Sirius Black.
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