CAPÍTULO 16
Perséfone jamás había considerado realmente que las cosas pudieran salir mal para ella. No una consideración real, no una preocupación paralizante. Una parte de ella siempre había funcionado bajo la suposición de que seguía el camino correcto y el fracaso no era una opción. Jamás se detuvo por un instante a preguntarse qué sucedería si Tom perdía la guerra.
Y mientras los seguidores de él aumentaban, y Little Hangleton comenzaba a poblarse de magos que Tom había traído a sus filas, la posibilidad de perder la guerra parecía cada vez más difusa. El fracaso era solo el temor inconsistente e infundado de una mente inherentemente ansiosa.
Pero atravesar los pasillos oscuros y mugrientos de la prisión de Azkaban, le dio a Perséfone una nueva perspectiva. La prisión era todo lo que los libros y Barty le habían garantizado, y más. Su estructura denotaba que antes de ser una cárcel, había sido una fortaleza de otra índole, un hogar, incluso, para algún alma demasiado marchita. Las paredes eran gruesas e imponentes, de pura y oscura piedra, de aspecto grasoso y con sangre seca en hilillos como si el mismo edificio sangrara para sus habitantes e invitados. La única fuente de iluminación eran pequeños cubos de luz en las celdas de los prisioneros, que apenas y les permitían mirar por dónde caminaban. Los gritos y maldiciones de los locos resonaban entre sus pasillos, lastimeros y agonizantes, que eran súplicas de muerte más que de libertad.
Su tribulación era tal que Tom pudo sentirla a través del vínculo entre ellos, incluso pese a los escudos oclumantes de ambos, y en respuesta a eso, le tomó la mano, entrelazando los dedos de Perséfone con los propios.
Tom sentía su propia dosis de incomodidad, por supuesto, con tantos de sus seguidores como prisioneros entre aquellos muros. Pero aquella tarde ellos solo estaban ahí para hablar, para recuperar sus alianzas, y no aún para atacar, porque hacerlo sin el respaldo de los dementores les traería solo más problemas que beneficios.
No se habían cruzado con ningún dementor todavía, entre los pasillos, y hasta donde sabía, eso no era lo típico, siendo que había tantos de ellos como para que siempre hubiera uno afuera de cada una de las celdas y más aún volando alrededor de la prisión. La ausencia de las criaturas solo preocupaba más a Perséfone.
Aún así, le permitió a Tom guiarla, a través de pasillos, y escaleras y más escaleras, hasta que salieron a la azotea. Primero, ella pensó que estaba haciendo tanto frío porque estaban en una isla en medio del océano y porque al fin y al cabo seguía siendo Inglaterra, que por ese tipo de clima se caracterizaba, pero fue necesario tan solo alzar la vista para descubrirse errada.
No había un solo atisbo de luz, tan solo negrura, provocada por cada uno de los dementores que custodiaban Azkaban y que en aquellos momentos volaban sobre ellos, formando una capa que los separaba del resto del mundo, y su cercanía se sentía como el comienzo de una tormenta, tan helado que calaba en los huesos y que enfriaba su sangre. Estaban suficientemente alejados en el aire como para que el frío fuera el único de los efectos secundarios que ellos alcanzaban a sentir, pero, al verlos llegar, descendieron, y el frío pasó a un segundo plano.
Perséfone le soltó la mano a Tom y se dobló por la mitad, como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. No era algo que hubiera sentido antes, pero le recordó un poco a crear su horrocrux. La oscuridad le trepaba por la piel y la hacía hormiguear, como insectos que se arrastraban sobre ella en zarcillos, y tiraban de ella, por partes, primero huesos, luego venas y al final sangre. Los ojos se le oscurecieron y quedó ciega a otra cosa que no fuera una negrura absoluta, como estar hundida en un pozo de brea. Se escucharon risas en su cabeza, una de ellas fue la propia. Echó la cabeza hacia atrás, el cabello rojizo le caía como una cortina, pero más parecido a una cascada en la que corría sangre. La piel ya antes pálida se le transparentó ligeramente, como si se adhiriera con más fuerza, como si estuviera siendo estirada y tensada, dejando ver sus venas y huesos.
Era irónico, porque por desagradable que pudiera sonar, y era desagradable, no era doloroso en absoluto. Se sentía antinatural, pero también era como dejarse llevar. Era hundirse en el océano; sentir la presión en sus pulmones, en su boca y en sus pulmones, y vivir con ello, pero finalmente soltar un último suspiro y dejar al agua entrar. La oscuridad la había sujetado, había crecido en ella, se había adherido a cada una de sus células, y ahora la tomaba como suya.
Pero Perséfone no le pertenecía a la oscuridad. No podía pertenecer a la oscuridad si ya le pertenecía a Tom.
Respiró. Era nuevamente aire lo que la atravesó, no más agua. La mirada se le aclaró. Y el tiempo no había pasado en absoluto.
Los dementores recién empezaban a descender hacia ellos, a una distancia prudente, pero cercana, y Perséfone sintió una comezón en las yemas de los dedos, casi como una súplica para que se acercara a ellos, pero controló la necesidad con maestría.
Uno de los dementores avanzó en dirección a ellos y los demás permanecieron atrás, como el ejército que eran. Un ejército sin líder, por ahora.
Era un hecho conocido que los dementores solo se quitaban la capucha cuando iban a dar el beso, pero aquel pareció mirar a Perséfone durante un largo momento, y entonces, con sus manos largas y putrefactas, se quitó la capucha. Su rostro era indefinido, con una especie de membrana donde deberían estar los ojos y un oscuro orificio donde debería estar la boca. Aún así, Perséfone tenía la escalofriante certeza de que la estaba mirando, que todos ellos la estaban mirando, y recordó su terrible visión.
—Bienvenidos —dijeron. Perséfone no podía estar segura de si habían hablado realmente, porque no había habido movimiento real en su boca expuesta, y porque la voz no sonaba como la de uno sino la de muchos, y parecía venir de todos lados; pero ella lo había escuchado, y sabía que Tom también.
—Me alegra poder reunirnos con ustedes —respondió Tom, con una inclinación de cabeza.
—No rechazaríamos el llamado del señor oscuro —respondieron, y sus voces siguieron sonando en la cabeza de Perséfone durante un rato, como un eco—, aunque no descartamos rechazar su pedido.
Se escuchó un silbido extraño, y solo después de unos segundos, ella entendió que se trataba de una risa. Sintió a Tom tensarse a su lado, y la ira comenzó a acumularse en el estómago de Perséfone, enredándose como un nudo y creciendo. Tom apretó la varita, y mientras él se aferraba a ese trozo de madera, Perséfone se esforzó por aferrarse a su sentido común y a su calma.
— ¿Por qué una criatura oscura rechazaría el llamado de su maestro? —preguntó Perséfone, con voz tirante, sin poder contener el impulso. Las risas cesaron.
—Somos criaturas oscuras, pero no tenemos un amo —replicaron ellos. A Perséfone le preocupó la forma en que sus palabras empeorarían todo, pero hablar fue como abrir la compuerta de una presa, y ella ya no pudo volver a cerrarla.
La oscuridad la tomó prestada, o ella tomó prestada a la oscuridad. Y con la cabeza ladeada, permitió que sus ojos se volvieran negros, desde su esclerótica hasta su iris, fueron orbes hechos de alquitrán.
—Todo siempre tiene un amo —dijo Perséfone, jadeando ligeramente por el esfuerzo, y cientos o miles de hilillos le salieron de las manos, las alzó en el aire y luego las bajó, haciendo que los dementores rompieran formación, cada uno sujeto a sus dedos como si tuvieran una correa—. La oscuridad sirve a la oscuridad, y ahora, despreciarme a mí es despreciarla a ella. Su poder por ahora a mí me sirve, y hasta el día en que pierda el alma y pague nuevamente su precio, yo le entregué mi lealtad al señor tenebroso. Por Morrigan, les digo que elijan una guerra que puedan ganar.
Los dementores vacilaron. Perséfone pudo sentirlo. No era algo físico, pero la conexión entre ellos era palpable, una corriente intangible que surgía de sus dedos extendidos y serpenteaba hasta las criaturas. La presión en el aire cambió, como si los propios dementores estuvieran sopesando sus opciones. Algunos se retorcieron en el aire, como si intentaran zafarse de las hebras negras que los ataban. Otros simplemente permanecieron inmóviles, como si esperaran una señal.
Tom no dijo nada. No era necesario. Su presencia era una sombra constante detrás de Perséfone, un pilar que la sostenía incluso en medio de su propio caos. Ella lo sabía, lo sentía, y eso le dio la fuerza para continuar.
—La oscuridad no tiene lugar para la indecisión —dijo Perséfone, su voz más firme ahora, resonando como un eco en la azotea, una voz demasiado parecida a la de ellos. Las hebras que emergían de sus manos parecían tensarse, apretando a los dementores, obligándolos a inclinarse hacia ella. Como una cadena invisible, los tirones no eran físicos, sino algo más profundo, más primigenio, como si estuviera arrancando su esencia misma y sometiéndola bajo su voluntad.
El líder de los dementores, o lo que fuera que lo hacía destacar entre ellos, se movió hacia adelante. No con agresividad, sino con algo que casi parecía reverencia. La membrana en su rostro se contrajo y Perséfone sintió un estremecimiento recorrer a las criaturas a su alrededor.
Las hebras negras que unían a los dementores comenzaron a vibrar, como cuerdas tensadas a punto de romperse. Pero no lo hicieron. En lugar de eso, los dementores comenzaron a inclinarse, primero uno, luego otro, hasta que todos ellos se postraron en el aire, flotando en una especie de genuflexión que parecía más instintiva que voluntaria.
—Serviremos —dijeron las voces, un coro que resonó en la mente de Perséfone como una victoria.
Ella bajó las manos, pero las hebras no desaparecieron. Permanecían, sutiles y firmes, un recordatorio constante de quién estaba al mando. Perséfone giró la cabeza hacia Tom, sus ojos regresando a su color habitual, aunque en ellos brillaba algo diferente, algo más oscuro.
—Están listos para servirte —dijo, con voz tranquila.
Tom asintió, pero no pudo ocultar la ligera curva de satisfacción en sus labios.
—Impresionante —murmuró, acercándose a ella y acarició su mejilla—. Mi diosa.
Tom la miró en silencio por un largo instante, con una sonrisa que no llegó a sus ojos, pero que ardía en su boca como una promesa. Luego, sin previo aviso, la atrapó entre sus brazos, y su beso fue todo menos delicado. Fue fuego y hielo, fue un choque de voluntades y una rendición simultánea.
Perséfone no pensó, no respiró; simplemente cayó en él, enredando sus manos en el cabello oscuro de Tom mientras él la sostenía como si el mundo bajo ellos se desmoronara y la única constante fuera su cercanía. El eco de los dementores se desvaneció; la presión helada en el aire quedó suspendida. En ese instante, no había guerra, ni prisioneros, ni oscuridad absoluta. Solo estaban ellos, un poder indivisible y un alma compartida.
Cuando finalmente se separaron, apenas lo suficiente para mirarse, los ojos de Tom brillaban con una intensidad peligrosa, y su sonrisa se ensanchó, burlona y victoriosa. Ella lo miró con una certeza que no necesitaba palabras, y la última hebra de conexión entre ella y los dementores pareció apagarse, como una vela consumida por su propia llama.
Y mientras el viento helado del océano soplaba, levantando el cabello de ambos y arremolinando su ropa, los dementores se retiraron, obedientes y silenciosos, dejando la azotea envuelta en una penumbra solemne. Pero en el centro de esa oscuridad, Perséfone y Tom se erguían como el eje de un mundo que estaba a punto de desmoronarse solo para ser reconstruido de nuevo, al gusto de ellos.
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