CAPÍTULO 13

Cuando todavía estaba en Hogwarts, rodeada por estudiantes hijos de muggles, Perséfone una vez había intentado leer el libro de El Arte de la Guerra. El libro era corto comparado con cualquier otro que pudiera encontrar en la biblioteca, y se lo había prestado una de sus compañeras de habitación, pero en cuanto ella había comenzado la lectura, sintió que ese pequeño texto succionaba su felicidad como un dementor; probablemente era un reflejo de que ella no era suficientemente culta, porque simplemente había sido demasiado aburrido para ella. Lo leyó completo, de todos modos, por supuesto, por simple persistencia y renuencia a admitir que había abandonado.

Ya habían pasado un par de años desde que lo había leído, pero Perséfone aún recordaba con perfecta claridad algunas cosas, independientemente de si lo había disfrutado o no, porque si alguien le preguntaba al respecto, ella quería saber qué responder.

Había algo en particular que rondaba por su mente en aquellos momentos, una cita: "cuando las tropas están unidas y comparten un propósito común, la victoria es segura."

Las tropas de Tom no estaban unidas. Se habían disuelto y extinto al final de la Primera Guerra Mágica, cuando Voldemort había caído. Los soldados de Tom, sus mortífagos, se habían dividido entre quienes priorizaron lealtad y quienes priorizaron supervivencia, y mientras algunos corrieron a la luz, otros se ocultaron en las sombras.

Los remanentes de lo que alguna vez habían sido eran pobres, por decir lo menos. Pocos, y aunque los pocos eran personas de alto rango que beneficiarían enormemente a la causa ya fuera por su poder o su influencia, había una severa insuficiencia en sus números, y en sus motivos, también. Era un grupo lastimero, y mientras Perséfone los miraba, de pie al lado de Tom, con su rostro oculto tras su máscara cromada, no pudo evitar preguntarse si sería el grupo que en esta ocasión sí ganaría la guerra. Ella miró de reojo a Tom y se apaciguó de inmediato; no necesitaba tener fe en esos aspirantes a mortífagos, algunos hombres de mediana edad que se veían incapaces de sostener correctamente sus varitas, otras, mujeres que parecían demasiado ocupadas tratando de no romper en llanto por la simple presencia de Tom, y finalmente los niños, con rostros que Perséfone pudo reconocer como estudiantes de Hogwarts que indudablemente desconocían en qué se estaban involucrando en aquellos momentos.

Era evidente que no se trataba solo de los mortífagos típicos por la forma en que en lugar de alinearse a la perfección como hacían regularmente en las reuniones, se aglomeraban todos en silencio, como sardinas, en la parte trasera del salón.

—Muchos escucharon rumores de mi regreso. Aquellos que portan mi marca pudieron sentirlo. Aun así, entiendo que para aquellos que estuvieron aquí desde hace un largo tiempo, que presenciaron los inicios de nuestra revolución, esto pueda ser complicado, verme de nuevo en esta forma, no mucho mayor que algunos de sus hijos, pero espero que comprendan, por su propio bien, que ésta no es una debilidad. Yo he vencido a la muerte, y he vencido al tiempo. Y venceré a la luz, en esta ocasión. Y ustedes tendrán la oportunidad de estar a mi lado en esta ocasión, y así serán marcados.

Tom debió haber dado alguna indicación previa a Lucius sobre en qué momento exacto debía acercarse junto con su esposa e hijo, porque cuando Lucius avanzó y trajo a Narcissa y a Draco consigo, no pareció molesto por su impertinencia, en cambio, esbozó algo parecido a una sonrisa, pero más en el camino a una mueca.

Narcissa y Draco no se atrevieron a mirar a Tom a los ojos, sino que se acercaron con la vista clavada en el suelo y se arremangaron el brazo izquierdo, para después colocarse de rodillas. Perséfone notó que ambos temblaban ligeramente, y aquello se volvió aún más notorio cuando Tom sacó la varita. Ella se lamió los labios, dudando...

—Quiero que seas tú quien la marque a ella. Ella, y cada mujer en la sala, te pertenecerá. Toda reina merece su propio ejército, independiente del mío —dijo Tom, repentinamente, desviando la mirada de las dos figuras arrodilladas frente a él para volverse hacia Perséfone y extenderle la mano. Ella se ruborizó ligeramente, pero la máscara lo disimuló, y cuando sus dedos tocaron los de Tom, fue como si el resto del mundo se desvaneciera, y estuvieran solo ellos dos.

Tom la amaba, todo el tiempo, pero usualmente solo en privado, porque amar era un signo evidente de debilidad y un lujo que él no podía darse con sus tropas diezmadas. Aún así, tomar su mano en aquel momento, otorgarle su propio ejército como si no fuera más que un simple regalo cualquiera... Significaba algo, algo más, y que ella no podía nombrar, porque términos como obsesión, devoción, e incluso amor, se quedaban cortos. Una voz en la cabeza de Perséfone chilló, perforando sus oídos a cada paso que ella daba al frente, hasta callarse y ser reemplazada por una risa, una que ella pudo reconocer como propia.

Perséfone tomó su varita, y al mismo tiempo que Tom colocaba la suya en la piel pálida de Draco, ella puso la punta de la suya en el antebrazo de Narcissa.

Morsmordre —susurró Perséfone, demasiado ensimismada en lo suyo como para percatarse del momento en que Tom lo pronunció también. La tinta se esparció por la piel como una mancha creciendo, oscura como la noche resaltó contra la piel. El rostro de Narcissa se retorció por el dolor, su expresión usualmente impasible deformada, con los ojos cerrados con fuerza, y la mandíbula tan apretada que sus dientes podrían crujir. Los dedos de las manos se le curvearon como garras, rígidos e inamovibles. Todo su cuerpo parecía entrar en shock, pero contuvo el grito en el fondo de su garganta.

Perséfone sonrió, a ella no le había dolido de ese modo, pero admiraba la forma en que Narcissa se resistía a revelar su sufrimiento a aquellos detrás de ella, que no podían apreciar la agonía que sus facciones reflejaban.

El trazo finalmente se completó, la calavera con la serpiente que identificaba a los mortífagos, que lucía como ardiendo en carne viva, pero el color no tardó en apaciguarse, y aún así no perdió su matiz rojizo. Debía ser porque había sido Perséfone quien la había causado, y su propia marca era de color carmesí, porque la de Narcissa tenía un color rojo burdeos, en un tono tan oscuro que podía confundirse con negro. Solo cuando hubo concluido, sus oídos retomaron su funcionamiento y escuchó el terrible grito de Draco, que toleraba el dolor muchísimo peor que su madre (no lo toleraba en absoluto).

Cuando Tom hubo apartado la varita, Draco se desplomó de lado en el suelo, y su madre se apresuró a atraparlo, colocando su cabeza sobre su regazo. Lucius apretó ligeramente los labios, pero no hizo ademán de acercarse, y Perséfone se dedicó silenciosamente a juzgarlo por ello mientras se esforzaba por calmar su agitación mental.

—Lucius, ayuda a tu hijo. Narcissa, de pie, y sujeta la mano de Perséfone, realizarás un juramento inquebrantable —ordenó Tom, girándose para mirarlas.

Alguien en la sala soltó un jadeo, recordándole a Perséfone que tenían un público abundante. Ella parpadeó, mirando fijamente a Tom, como si eso fuera a darle una pista de lo que él pretendía y de por qué no se lo había advertido antes de hacerlo. Aún así, no iba a contradecirlo en público, y mucho menos a hacer estallar una discusión, así que miró a Narcissa, que se puso de pie, y ambas entrelazaron sus manos. Tom colocó la punta de su varita apuntando a sus manos.

—Narcissa Malfoy, ¿juras lealtad a la causa oscura? —preguntó Tom. Narcissa apretó los labios.

—Lo juro —respondió ella. Una delgada y brillante lengua de fuego salió de la varita y se enroscó alrededor de las dos manos como un alambre al rojo.

— ¿Juras no revelar tu nueva afiliación a nadie que no esté al tanto de ellas o autorizado por mí o Perséfone para saberlas?

—Lo juro.

— ¿Y juras..., que garantizarás que tu hijo tampoco revele información que entre mis filas o por ti y por Lucius aprenda, y yo no haya autorizado a que difunda?

Solo porque el fuego seguía rodeando sus manos como hilos era que Perséfone no se había liberado y retrocedido. Miró a Tom con una chispa de ira brillando en sus ojos oscurecidos, y supo que él no le había advertido lo que haría porque sabía que ella estaría en desacuerdo con su decisión. Ella observó a Draco, que se había puesto de pie ya y sujetaba su brazo izquierdo pegado a su cuerpo, como protegiendo una herida reciente, y observaba a su madre con un miedo que ella nunca había visto antes más que en sí misma.

Estaba usando a la madre para controlar al hijo. Si Draco cometía un error, cualquiera que fuere, si revelaba información o si alguien descubría que era un mortífago, entonces Narcissa moriría. Y aquello enfurecía a Perséfone, porque Tom acababa de obsequiarla a ella. Narcissa Malfoy ahora era propiedad de Perséfone, y ella cuidaba lo que era suyo de la misma forma que podía disponer de ello con libertad, y odiaba que Tom le hubiera dado algo solo para arrebatárselo después, porque le recordaba demasiado a la familia que antes había tenido.

—Lo juro —respondió finalmente Narcissa, apañándoselas para que no se le quebrara la voz. Antes de que Tom pudiera añadir otra clausula, Perséfone soltó la mano de Narcissa y los hilos que las rodeaban se desvanecieron de inmediato, sin quemarle la piel.

Perséfone se quitó la máscara del rostro y la colocó en el bolsillo de su túnica. Miró entonces a Narcissa, todavía frente a ella, y alzó la mano para tocar la fría mejilla de la mujer, sintiendo la inusual necesidad de confortarla.

—Voy a cuidarte bien —susurró Perséfone, para después dar una mirada fugaz a Draco y otra mirada cómplice a Narcissa. La mujer captó el mensaje y suspiró de alivio, sus hombros cayendo ligeramente mientras una tensión comenzaba a desvanecerse en su interior.

El cabello rubio le cayó sobre el rostro mientras se inclinaba en una profunda reverencia hacia Perséfone, y después se apresuró a reunirse con su hijo y esposo.

Tom se acercó a Perséfone y colocó su mano en la espalda baja de ella, y aunque no se apartó, tampoco se acercó mucho más a su tacto; era una frialdad que se transmitió a través del vínculo que los unía, una fuerza estirando el hilo como si quisiera romperlo, y aunque no pasaría, eso no evitó que ambos lo sintieran en lo más recóndito de sus corazones.

Mientras Tom hacía un ademán para que el siguiente grupo se aproximara y repetir el proceso, tanto de la marca como del juramento inquebrantable, Perséfone recordó otra cita de aquel libro muggle que había leído.

"Trata a tus soldados como a tus hijos, y te seguirán hasta los valles más profundos; trátalos como a tus propios amados, y morirán contigo."



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