CAPÍTULO 12

Si las viejas pesadillas de Perséfone habían estado construidas en base a oscuridad, las nuevas estaban repletas de brillo, no porque fueran menos lúgubres o tenebrosas, sino porque la vida le había enseñado recientemente que había más cosas para temer que las sombras, y a veces la denominada luz era la que más te retenía, con reglas absurdas e hipócritas. La habían ahogado en luz toda su vida, una moral forzada a través de historias, anécdotas y reproches. Hay quienes dicen que la verdad te hace libre, pero la primera de las puertas desplomándose en la vida de ella hacia su libertad, había sido la aparición de un pequeño pero riesgoso diario maldito que su hermana le había obsequiado; ese diario también era lo mejor que le había pasado alguna vez a Perséfone.

Odiaba a Ginny Weasley, tanto como odiaba las cenizas que habían quedado de amor por su familia. Había renunciado a su familia hacía tiempo para convertirse en el monstruo con correa que Tom necesitaba, y se enorgullecía de ello, porque era todo lo que había necesitado para crecer, evolucionar.

Entonces cuando despertó esa mañana, su estado anímico era lamentable, y aquello era el eufemismo del siglo. Sus sueños habían estado repletos de voces gritando (tal y como cuando estaba despierta), y había habido una habitación con cristales rotos que se llenaba poco a poco de agua, gotas a punto de colmar el vaso. Lo más fastidioso eran probablemente los haces de luz que atravesaban el vidrio y el agua, formando arcoíris que le sonreían mientras la vida se le escapaba de las manos, y eso no era sino perturbador. Perséfone no vería los arcoíris de la misma manera en un tiempo, no sin que le recordaran los gritos y el agua tintándose de carmesí por su sangre cuando los vidrios rotos le arañaron la piel.

Perséfone nunca había tenido miedo de ahogarse, o al menos había sido así antes, pero parecía que una pesadilla era todo lo que se necesitaba para cultivar una fobia.

Ella se levantó de la cama con expresión cansada en su rostro, y fueron necesarios un par de hechizos para ocultar sus ojeras, y aunque los hechizos de belleza no eran su principal fortaleza, las manchas oscuras bajo sus ojos se desdibujaron lentamente, pasando de un tono morado a uno verduzco, después a anaranjado y finalmente a un color bastante parecido al de su propia piel.

Cuando salió de la habitación, ya no era la muchacha que había tenido una terrible pesadilla, era la mano derecha del monstruo que había aterrorizado al mundo. Su cabello rojizo caía en rizos alrededor de su rostro, sus ojos azules estaban vacíos de sentimiento, pero cargados por metas terribles que a la gente común le erizarían la piel.

Se había quedado dormida hasta tarde (aunque habría preferido permanecer menos tiempo en el mundo de los sueños considerando lo terrible que había sido aquello que existía en su mente), así que decidió pasar del desayuno y se encaminó al despacho de Tom.

Perséfone no golpeó la puerta antes de entrar, interrumpiendo una reunión. Tom estaba cómodamente sentado detrás de su gran escritorio de madera, con las manos entrelazadas por sobre la mesa y una postura apenas interesada, la miró en el segundo en el que entró al estudio. Frente al escritorio estaban sentados tres hombres, cada uno en su propia silla pequeña y muchísimo menos opulenta que la de Tom, y mirándola con alarma estaban Igor Karkaroff, Lucius Malfoy y Barty Crocuh Jr.

Los mortífagos debían ser paranoicos por naturaleza, como todo aquel que interactuaba con Tom, así que ella no los culpaba en absoluto por apuntar a la amenaza desconocida con la varita antes de que atravesara la puerta. Ella sí los culpaba, sin embargo, por no bajarla de inmediato al reconocerla, sin importar si tenían el sobresalto aún demasiado fresco. Tom debía compartir su opinión, ya que fue el primero en emitir opinión al respecto.

—Varitas. Abajo —ordenó Tom, con voz sibilante. Sus palabras habían salido lentas y con una gran pausa entre sí, e incluso si su orden se sentía abiertamente hostil, él parecía tranquilo, una calma aparente que era traicionada solo por la fiereza con la que se sujetaba de los reposabrazos de la silla.

Barty e Igor obedecieron al instante, reacciones reflejo en su cuerpo ante recibir una orden de su Lord. El primer instinto, como siempre, era cumplir con su voluntad. Lucius demoró más tiempo, después de una década de relativa libertad, había evolucionado a un hombre que, si bien depositaba sus lealtades en la oscuridad, lo hacía primero en sí mismo.

—Chicos —sonrió Perséfone, observando a Igor y a Barty, con la familiaridad que les hablaría a chicos de su edad, a iguales o incluso a inferiores—. Malfoy.

—Weasley —respondió Lucius, tan aturdido como desdeñoso. Tenía los ojos muy abiertos y miró a Perséfone de arriba a abajo, de la cabeza a los pies. Eso no le gustó a ella, pero le gustó mucho menos a Tom.

—No es la primera vez que la ves, Lucius, así que te sugiero superar inmediatamente tu sorpresa —ordenó Tom, en un siseo. Si había habido veneno goteando de su voz antes, ahora ya no eran solo gotas, sino que el odio sangraba como de una herida abierta, toda una vertiente.

—Así es, había tenido ya la oportunidad de saludarte, Lucius —tarareó Perséfone—. Habíamos pasado un momento estupendo en la última reunión grupal de mortífagos, ¿no lo crees? Cuando estuviste de rodillas con los demás, arrastrándote como un gusano y rogando por clemencia. Cuando yo recibí la marca tenebrosa. Y cuando mi lord te mostró a ti y a todos los que son como tú, que yo estoy muy por encima de ustedes.

Perséfone contuvo la risa cuando Lucius se retorció en su sitio como un cachorrito pateado, desolado, pero ansioso por morder si se le daba la oportunidad. El hombre miró a la muchacha, que era solo un par de años mayor que su propio hijo, de la misma edad aparente que el hombre al que servía, pero que lo insultaba, que se burlaba de él como si fuera menos que una plaga. Y Tom, como Perséfone lo llamaba, pero que para el resto no dejaría nunca de ser Lord Voldemort, que no le importaba en lo más mínimo lo que ella hiciera con sus seguidores.

—No mires a tu amo para que te defienda, Lucius, porque no encontrarás auxilio en él ni en nadie en esta sala —dijo ella—. Lo mejor que puedo recomendarte es agachar la cabeza y aceptar tu lugar.

Lucius apretó la mandíbula, pero no respondió, lo que era señal inequívoca de que incluso un perro viejo puede aprender trucos nuevos. Perséfone ignoró su ira silenciosa y se giró para ver a Tom.

—Tus invitados llegarán pronto, mi lord —señaló Perséfone, apretando los labios. Si Lucius fuera realmente un perro, seguro se habría erizado con las palabras de la muchacha. Tom, en cambio, se colocó más erguido.

— ¿Está preparada la sala? —preguntó Tom.

—Me encargué de ella anoche. Está todo listo.

Tom se cruzó de brazos, pensativo.

—Karkaroff, vete, no quiero que te vean aquí. Barty, serás el comité de bienvenida, podrás escoltarlos cuando lleguen. Y Lucius, espero que tu familia esté lista, porque es momento de que vayas por ellos, y por todo lo que has hecho por mí, te concederé el honor de que sean los primeros en ser marcados.

Lucius no rogó, por lo contrario, probablemente a sabiendas de que hacerlo no tenía ningún sentido en absoluto y solo provocaría el enfado de su lord. Los tres hombres se movilizaron de inmediato, saliendo del despacho y cerrando la puerta tras ellos. Perséfone rodeó el escritorio y se colocó al lado de Tom, su mano rápidamente sujetando su hombro.

—No me asignaste ninguna tarea —dijo Perséfone. Tom hizo un ademán para que se acercara, y ella tuvo que esforzarse para contener una sonrisa al tiempo que se sentaba sobre su regazo.

— ¿Qué diablos soñaste, amor? —preguntó Tom. Perséfone parpadeó y guardó silencio durante un largo par de segundos, mientras procesaba la pregunta inesperada.

— ¿Cómo lo supiste?

—Esa no es una respuesta, Perséfone —espetó él, con una dureza que le erizó la piel y le provocó escalofríos desde la base de su columna vertebral. Perséfone no tenía la fuerza, mental más que física, para resistirse a nada cuando él le hablaba en ese tono.

—No estoy completamente segura de lo que fue, no podría describirlo. Solo podría decirte que eran las voces de siempre, gritando, como de costumbre, y que había sangre, cristal y dolor. —Perséfone apretó la mandíbula al terminar de hablar y los dedos de él se clavaron con fuerza en la cadera de ella, y probablemente dejarían hematomas, pero Perséfone no pudo evitar relajarse contra su tacto.

Con la mano que tenía libre (es decir, con la que no la sujetaba), él tomó el brazo izquierdo de ella y levantó la manga. La marca tenebrosa estaba allí, como siempre, pero su color carmesí se había oscurecido un par de tonos y la serpiente en la calavera pareció retorcerse activamente cuando Tom la acarició con su pulgar. La zona era tan sensible que la hizo estremecerse por completo, y él sonrió por eso.

—Te sentí, cada maldito segundo hasta que despertaste fue como ahogarse —dijo Tom—. Lo más parecido que sentí fue cuando era un niño, en el subterráneo de Londres, esperando a que cayeran las bombas, rodeado por muggles inútiles y un hedor a muerte. ¿Tienes miedo a morir, Perséfone?

—No tengo miedo a lo imposible. Pero vagar por el mundo, como un espíritu errante, después de sufrir una muerte estúpida, y hacerlo sola, sí me da miedo. Te prometí una eternidad, nos prometimos la eternidad, y no sé qué haría si no pudiera cumplirlo. Las voces están cobrando su precio, Tom, algún día enloqueceré, y ellas lo saben, y no dejan de recordarme que habrá tanta de mi propia sangre en mis manos como habrá sangre ajena, y si eso pasa, en ella me ahogaré.

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