CAPÍTULO 10
Cuando Tom entró a la biblioteca, el lado derecho de su rostro estaba salpicado con sangre, varias gotas dispersas entre sí que cubrían su piel de color carmesí. Aún así, verlo en aquel estado no la embargó de preocupación, porque lo conocía lo suficiente como para reconocer su media sonrisa como una de satisfacción. La sonrisa de un plan saliendo exactamente como se suponía que saliera.
Perséfone se levantó del sillón y dejó su libro allí, ignorando los chillidos inconformes en su cabeza. Pequeñas voces chirriantes que querían descubrir el desenlace de la historia entre esas páginas.
—¿Aún le queda sangre en el cuerpo? —preguntó ella, con curiosidad, limpiando una gota que estaba demasiado cerca del ojo de Tom. La sonrisa de él se hizo más amplia mientras reía, el movimiento hizo que una de las gotas de su mejilla se deslizara con lentitud hasta la comisura de su labio, y él la lamió antes de que resbalara más y manchara su ropa impoluta.
—Suficiente para lo que se necesita.
—Me gustaría no ensuciar esta ropa —replicó Perséfone, con petulancia, pero a él no le molestó en absoluto. Tom sería el primer en admitir que quizá estaba mimando un poco demasiado a su chica, pero se lo merecía, y tampoco era como si ella estuviera fuera de control, tampoco. Perséfone reconocía perfectamente cuándo era momento para bromas y cuándo no lo era.
—No te preocupes, no necesitamos hacerlo sangrar más. He decidido concederle un indulto.
—Bueno, estoy segura de que se lo ganó.
—No sé si es correcto decir que lo ganó, pero puedo decir que estoy seguro de que pagó lo suficiente por sus errores, por el momento —replicó Tom, tomando un pañuelo de color hueso de una de las mesillas para limpiarse la sangre—. De todos modos, él sabe que está sobre hielo fino por ahora y no se atreverá a mover un pie si yo no le ordeno explícitamente hacerlo.
— ¿Lo soltarás ahora, entonces? —preguntó ella.
—No fue eso lo que dije. Lo dejaré volver a Drumstrang, por supuesto, ya que es necesario en labores de reclutamiento, pero todavía hay algo más para lo que podría ser útil antes de devolverlo a Bulgaria. El director Karkaroff, —Pronunció su nombre con burla, el título que debería ser indicador de respeto le había salido de los labios como un insulto, casi escupido, y bañado en una poco sutil condescendencia que resultaba bastante risible, —es un imbécil, y uno pobremente entrenado en las artes de la mente. Pero aún así es mejor en Oclumancia que una gran parte del mundo mágico, y creo que podría ser bueno para probar tus talentos en un mago.
El entrenamiento de Perséfone en Legeremancia no era en absoluto rudimentario, no era posible que lo fuera cuando Tom había dedicado días y días sin descanso a fortalecer sus barreras mentales, a enseñarle a calmar la mente (tanto como era posible) y a utilizarla como un arma. Las habilidades de ella también le daban una protección natural frente a otras personas. Sin embargo, se podía llegar solo hasta cierto punto con meditación y sin verdadera práctica, ya que, aunque había practicado las intrusiones con Tom, aquello realmente no era valido y era posible que no reflejara la realidad; el vínculo permanente entre las almas de ambos era como una puerta en sus mentes que siempre estaba entreabierta y de fácil acceso.
Perséfone no estaba completamente segura de qué habían sido las mazmorras de Tom antes de convertirse en un sitio para mantener a aquellos que lo desafiaban, quizá una bodega, de aquellas que las personas con dinero para desperdiciar utilizaban para guardar sus vinos ridículamente caros bajo tierra.
El sótano tenía paredes de piedra que a ella le recordaban ligeramente a Hogwarts, y había vigas de madera ligeramente mohosa que iban desde el suelo al techo y de extremo a extremo del techo.
En ese momento, había un único prisionero. Un hombre con cabello largo, rizado y enredado, rasgos toscos y la piel profundamente sucia. Cuando Perséfone y Tom entraron, el sujeto apenas logró mirarlos, con los ojos entrecerrados e inyectados en sangre. Igor Karkaroff, el orgulloso director de Drumstrang había sido degradado a esa cosa, apenas humano, apenas funcional, pero con una chispa de esperanza vigente que Perséfone ansiaba destruir con un hambre voraz.
—Igor, ya volví —anunció Tom, con una sonrisa, guardando las manos en los bolsillos de su pantalón.
El hombre se retorció, atado a una silla por cuerdas invisibles, pero luchó por escapar, por hablar. Y cuando abrió la boca para gritar, un sonido extraño, casi desgarrador, Perséfone notó por qué no emitía palabra alguna, no porque estuviera hechizado para ello, sino porque Tom le había cortado la lengua y luego había evitado que se ahogara con su propia sangre al sanar la herida.
—Hola, hola. Tom no siempre me presenta a sus amigos. Es un placer conocerte, o no tanto —sonrió Perséfone, ignorando el hecho de que él no podía responder, acercándose a él y clavándole las uñas en el hombro, pero era un dolor tan leve comparado con otros que había experimentado que apenas se inmutó—. Mi nombre es Perséfone.
Con el tiempo, ella había perdido mucha de su empatía, pero aún conservaba retazos, solo manifestados de forma muchísimo más selectiva. Ya no había empatía para quienes le habían fallado, ni empatía para quienes no conocía, y solo un tormento podía esperarle a quienes lastimaran o intentaran lastimar a aquellos por quienes Perséfone sí sentía empatía. Igor había traicionado a Tom, como muchos otros al final, pero había sido el testimonio del hombre, cuando fue juzgado como mortífago, el que había condenado a Barty Crouch Jr. Y Perséfone se había encariñado con él. Estaba preparada entonces para jugar con él como un gato con un ratón, y reconstruir su mente a su parecer.
Ella se colocó frente a él, e Igor la miró con ojos pequeños y de pesados parpados, tal desgaste que lo mantenía en vela.
Tom se deslizó silenciosamente hasta detrás de ella, y la sujetó desde la espalda, un brazo alrededor de la cintura de Perséfone, la mano libre envuelta en la de ella, y la barbilla apoyada sobre su hombro. Le recordó a la vez que había entrado en la mente de Gale Ollivander, cuando Tom la había animado de forma entusiasta, a destruir a sus enemigos, y cuando el amor había crecido en su interior como una semilla germinando dentro de su corazón destruido y mente en decadencia.
—Sabes cómo hacerlo... —susurró él.
Perséfone suspiró y cerró los ojos, relajando el cuerpo contra el de él. Su visión se cubrió por la oscuridad que brindaban sus parpados. Las voces habituales seguían sonando, pero ella se concentró en su respiración, e imaginó un camino, un conducto, un hilillo que se construía a sí mismo hasta la mente del hombre.
Abrió los ojos y lo miró. El hilo se fortaleció, y se estiró hasta tensarse.
Una puerta que se abrió de par en par para él.
Sus propias voces se callaron y escuchó las ajenas, o lo que de ellas quedaban.
No había pensamientos superficiales coherentes. Súplicas. Dolor. Arrepentimiento.
Había un muro construido alrededor de todo lo demás que había allí, una pared de cristal a través de la cual brillaban colores, hilos de pensamiento y recuerdos que volaban de un lado a otro.
Ella pasó los dedos por el vidrio, y rasguños aparecieron. El dolor subió en un crescendo. Un grito agudo que resonaba en la cabeza ajena y por lo tanto en la propia, y Perséfone experimentó un retorcijón sorprendentemente agradable, satisfactorio.
Presionó y las grietas aparecieron.
Presionó y todo se desmoronó. Las piezas del muro llovieron sobre Perséfone. Y como si fuera un globo luchando por mantener el aire en su interior, las ideas y los recuerdos volaron fuera, luchando por salir y recuperar su libertad. Cansado de proteger a sí mismo.
Ella pudo navegar entonces con libertad, un barco que atravesaba un río, no luchando contra la corriente sino siguiéndola. Una biblioteca en la que cada libro era una memoria. Una mente ajena que ella podía controlar a su parecer con la facilidad de un respiro.
Solo por curiosidad, buscó un recuerdo en particular. Se colgó de una idea, un hilillo superficial, y lo persiguió hasta lo que buscaba. Pronto, se encontró tras unos barrotes oscuros y rodeada de cadenas, con decenas de personas en horribles túnicas de color ciruela alrededor, aunque fuera de la jaula. El juicio. Y lo vio suceder, escuchó las palabras que salían de su boca como si ella las hubiera pensado, incluso si ella jamás lo habría hecho.
Cuando el recuerdo terminó, ella dejó que se le fuera de entre los dedos, cayendo como arena.
Pero Perséfone estaba enfurecida, y arremetió. No contra su memoria, sino contra su personalidad.
Cavó profundo, atravesó los mejores y los peores recuerdos, y solo cuando sintió que se ahogaba, que estaba tan al fondo que casi se convertía en esa escoria, atacó. Tiró de los hilos, los eligió cuidadosamente y los desgarró. No todos, solo muchos de ellos. Su autonomía, su libre pensamiento... Lo tomó y lo destruyó, creando una vida, un ser que existía para Lord Voldemort. Y era posible hacer eso con cualquiera, pero igual tomó casi todo de sí hacerlo, y luego soltar.
Ella no lo volvería a hacer, pero tampoco searrepentía de hacerlo para empezar.
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