CAPÍTULO 05
La mansión Riddle nunca había sido un hogar para Tom. De hecho, él había estado poco tiempo allí en escasas ocasiones. Aunque si se hubiera sentido como un hogar, él no habría podido discernirlo, ya que nunca había tenido uno antes. No el Orfanato de Wool, donde había crecido, y, contrario a la opinión popular, tampoco Hogwarts. Perséfone sabía que esa sería su percepción, pero también creía que ellos podían convertir el lugar en suyo.
—Había un muggle viviendo aquí, cuidando los terrenos —comentó Perséfone, después de algunos segundos de silencio, abriendo las cortinas y haciendo que una nube de polvo inundara el aire.
— ¿Ya no está aquí? —preguntó Tom, desapareciendo la capa de suciedad con un movimiento de varita.
Ella no respondió inmediatamente, sino que guardó silencio por algunos largos segundos. Aunque claro, que ella no dijera nada ni Tom tampoco, no significaba que para ella hubiera silencio. El silencio era un sueño estúpido al que había renunciado a cambio de algo mucho mejor: respuestas. Esas respuestas habían parecido demasiado costosas al inicio, cuando ella había pasado día y noche gritando hasta la inconsciencia, e incluso entonces, porque donde antes no hubo nada, allí había empezado a residir un todo.
—Está en el pueblo, volverá más tarde. Quizá deberías erigir barreras ahora, eso evitará que se acerque nuevamente y se convierta en un riesgo de cualquier tipo.
Perséfone se tambaleó ligeramente y Tom se acercó a ella a velocidad vertiginosa, sosteniéndola cuidadosamente para que no se desplomara en el suelo de mármol.
—No te esfuerces demasiado por trivialidades —reprendió él. Su brazo estaba enroscado alrededor de la cintura de Perséfone, en un agarre firme e indudablemente posesivo.
—No existen las trivialidades. Todo puede ser importante en cierto momento, hasta el más mínimo detalle.
—Pero no puedes ver hasta el más mínimo detalle, así que deberías ceñirte a solo lo fundamental.
—Ambos sabemos que, si pudieras hacer lo que yo hago —replicó Perséfone—, no te limitarías de ese modo. No me pidas que haga menos de lo que tú harías.
Perséfone giró ligeramente para verlo, poniendo su mano sobre la de Tom. De los ojos le escurrían sombras como si fueran lágrimas, una estela oscura que se dispersaba en el aire contra su piel; la misma que había aparecido en ella cuando había usado sus habilidades antes, en el bosque. En su rostro estaba la marca del poder, o de una terrible maldición, dependiendo de a quién le preguntaras.
En un parpadeo, la oscuridad desapareció, como si hubiera sido una alucinación o un efecto de la luz, incluso si ambos sabían perfectamente que no había sido eso en absoluto.
—No es lo mismo. Sabes que no es lo mismo, ¿verdad? —dijo Tom, con el ceño fruncido, retrocediendo para apartarse de ella cuando estuvo seguro de que se podría sostener por su cuenta. —Toda la magia requiere energía, pero ambos sabemos que la que tú usas, quita más de lo que da.
—Tú lo sugeriste y yo lo acepté. Pero no habría conseguido el poder que tengo ahora si no lo hubiera querido. Lo sacrifiqué todo por este poder, por dominar las sombras y por pelear esta guerra, nuestra guerra.
Las palabras cayeron para él como bloques, una a una, derrumbándose a su alrededor.
—Yo lo habría hecho para que tú no tuvieras que hacerlo —replicó él, dejando escapar las palabras en una impulsiva exhalación, y a Perséfone se le hundieron los hombros por el esfuerzo físico de contener una carcajada, porque un nuevo mundo no se construía en base a intenciones incluso si estas tenían un peso cierto—. No puedes sacrificar nada, si no tienes nada.
La mano de Tom se deslizó hacia la de Perséfone, rozando muy ligeramente su antebrazo antes de que sus dedos se entrelazaran y él tirara de ella en un recorrido por la mansión, un recorrido que no resultó largo en absoluto, y cuyo destino fueron las puertas de salida hacia el exterior de los terrenos. Si ella no lo conociera mejor, creería que la estaba echando, pero sí que lo conocía, así que no hizo comentarios, sino que mantuvo los labios apretados y esperó a ver qué tenía él para mostrarle.
Él empujó las grandes puertas de madera veteada y oscura, y aunque ella no tenía forma de saberlo con certeza, tuvo la sensación de que éstas estaban hecha de madera de Nogal. Irónico, o quizá destinado a ser, porque esa puerta que Tom habría empujado hacía tantos años, que había abierto y luego cerrado con las manos habiéndose manchado por primera vez de sangre de forma premeditada, estaban hechas de la misma madera que la varita que ellos le habían conseguido después de su regreso y ante la ausencia de su varita original, hecha de tejo.
Ambos avanzaron por los terrenos en una oscuridad parcial, y es que el sol recién se estaba ocultando en el horizonte y el cielo se veía tintado, dividido entre el comienzo de la oscuridad y los remanentes de luz que eran lo único que permitía que ellos distinguieran con claridad el camino empedrado que seguían entre la tierra y el césped.
Perséfone no se centró demasiado en el panorama general, manteniendo la vista en el suelo, pendiente de no tropezar con los hierbajos y la maleza que crecían desbocados alrededor del camino, junto con algunas raíces, que con solo un segundo de descuido, la harían tropezar.
Caminaron por varios minutos hasta llegar a los que parecían ser los bordes del terreno por el gran muro de piedra que se alzaba como una frontera, pero que, por supuesto, no detendría a Tom. El sacó la varita y con un movimiento, la zona más cercana a ellos del muro se volvió traslucida. El muro no se había ido, estaba allí, formado por las mismas piedras que antes, pero ellos pudieron atravesarlo como si no estuviera; una variante del encantamiento colocado en la entrada al andén 9¾ en Kings Cross.
Al cruzar, Perséfone reconoció inmediatamente el lugar como lo que era: un cementerio. No había visitado un cementerio desde que era muy joven, tan pequeña que no podía recordar, cuando enterraron a sus tíos.
El área era irregular en general, y al borde del terreno había una gran arboleda. El cementerio estaba invadido por la maleza. La hiedra y el musgo cubrían muchas de las tumbas, y los nombres grabados en ellas se habían desvanecido. Algunas lápidas estaban inclinadas y hundidas en el suelo, y los escalones de piedra estaban parcialmente enterrados y escondidos. Además de las tumbas convencionales, el cementerio albergaba mausoleos sobre el suelo y una serie de bóvedas y catacumbas subterráneas. Mientras que la mayoría de los sepulcros estaban señalados por simples lápidas, había varios monumentos más grandiosos, incluyendo obeliscos de piedra y figuras de ángeles.
Ella pudo admirar algunas de las estructuras, y también sentir lástima por aquellas cuyos nombres el tiempo había borrado y sobre las cuáles nadie lloraría nunca, pero al final, eran todas lápidas, y si ella sintiera algo, algo real, de arrepentimiento, de dolor, de piedad, no sería por los restos de algún desconocido.
Pero cuando Tom finalmente la detuvo frente a una tumba en particular, ella sintió un retorcijón en el estómago. No era un mausoleo, pero aún así era lo más opulento que Perséfone había visto en todo el cementerio, marcada por una gran lápida de mármol que llevaba los nombres de Thomas Riddle, Mary Riddle y Tom Riddle. Frente a ella, se alzaba con inmensidad una estatua del Ángel de la Muerte, con la cara de calavera y la mano esquelética sosteniendo una guadaña.
—Tu padre —dijo Perséfone. No era una pregunta, era una afirmación, pero Tom asintió con la cabeza de todos modos. No se miraron entre sí.
—Y mis abuelos.
—Sabías exactamente dónde encontrarlos —señaló ella, sin juicio en su voz, pero de todos modos Tom se tensó a su lado.
Perséfone habría querido haber logrado retener su observación en la punta de su lengua, pero se le había escapado antes de tener oportunidad de hacerlo. Ella conocía la historia, al menos en sus partes más importantes, y sabía que, a esos tres, los últimos en ostentar el apellido Riddle además de él, Tom los había puesto allí. Aun así...
Él se estremeció, sus hombros temblaron ligeramente, y por un largo y aterrador segundo, Perséfone creyó que él podría estar llorando, y la posibilidad le infundió más miedo del que habría creído que podía sentir. Sin embargo, su error se reveló cuando el sonido de la risa de Tom llenó el silencio y retumbó en un incómodo eco.
—Me conoces mejor que nadie, amor. No puedes pensar que sé dónde están enterrados porque ellos me importan de algún modo. Sé dónde están enterrados porque orquestar su muerte nunca me habría dado la dicha de pararme frente a su tumba sabiendo que destrocé su legado. Después de su muerte, yo tuve que venir, tuve que pararme aquí, mirar sus nombres, y reír, porque soy todo lo que ellos jamás habrían querido para su apellido, y no me importa enlodar su nombre, o directamente borrarlo de la faz de la tierra, jamás me importó, porque yo renuncié no solo a su apellido sino también a ellos como familia en el momento en que descubrí que existían, en que descubrí que no tendría por qué haber sido un niño solo en un orfanato en Londres, incapaz de usar la magia, no solo condenado a la ignorancia de los muggles sino también a exponerme a una guerra que sacudió el mundo.
En algún momento de su discurso, él le había soltado la mano y su voz había ido aumentando en volumen, hasta sentirse casi como si gritara en el oído de Perséfone, aunque no lo hiciera. La crudeza de sus palabras la hizo sentirse enferma, no por culpa o lástima o cualquier cosa similar, sino porque la ira crecía en su interior, y era una ira que se quedaría allí por siempre, porque sus debidos receptores estaban muertos y enterrados.
Las imágenes cruzaron su mente como un parpadeo. El orfanato muggle, con tantos niños que no habría espacio, y con la crueldad inherente a la infancia, y el miedo a aquello que era distinto. Los adultos, los que debían proteger y cuidar, y sus miradas recelosas ante aquello que consideraban antinatural, y los alcances de su odio, que Perséfone había estudiado en clase de Historia de la Magia cuando leyó sobre las cacerías de brujas y la Santa Inquisición. Y luego el mundo que Perséfone realmente había conocido y amado, el mundo mágico, que recibiría a un niño huérfano y luego lo devolvería al infierno en la guerra, con naciones diezmadas, escasez de comida y bombas que los obligarían a esconderse bajo tierra mientras rezaban por su supervivencia.
Era todo un mundo de culpables que ella añoraba hacer pagar.
—Por sus crímenes, o por cómo ellos los llamarían, pecados, creo que mostraste clemencia —dijo Perséfone, deslizando el dedo por el bastón de la guadaña que sostenía la estatua, y ensuciándose de polvo—. Aunque, para ser honestos, cualquier castigo que les pudieras haber dado me habría parecido menos de lo que merecían.
—Quizá. Pero ellos nunca fueron más que sucia inmundicia muggle, de su peor calaña, y no merecían más atención de la que tuve la generosidad de darles. Lo que recibieron de mí fue por compartir mi apellido, porque de otro modo no habrían recibido ni una segunda mirada. Pero nunca fueron mi familia. Yo nunca tuve una familia. Habría dado mi apellido, mi sangre y cualquier atisbo de mi herencia felizmente a Morrigan a cambio del poder que te otorgó, pero el concepto de sacrificio implica renunciar a algo de valor, y nada de eso significó nada para mí, nunca.
Perséfone lo sabía, de hecho, hacía más que saberlo, lo entendía. Lo había comprendido en el momento en que rindió juramento, renunciando a todo lo que había pensado que constituía su identidad: su familia, su sangre, e incluso sus rasgos físicos que la habían señalado tan evidentemente como una Weasley. Porque solo alguien que había amado cada parte de quien era, que había amado cada eslabón en la cadena y cada rama en su árbol genealógico, que se habría sacrificado a sí mismo por su familia, podría dejarlo ir y a cambio recibir un poder que lo cambiaría todo.
Tenías que haber amado para poder sentir la agonía de la perdida.
Tenías que haber amado para tener algo a lo que renunciar.
Y cuando Tom le había propuesto la idea, ella la había aceptado, porque por 17 años su vida, su identidad, había girado en torno a su familia, y de repente, ya no era así. ¿Qué más daba oficializarlo entonces?
Si ese día alguien usara un hechizo en ella para comprobar su árbol genealógico, se percataría con desconcierto que Perséfone no tenía padres, no tenía hermanos, ni ningún código genético en absoluto. Ella solo tenía oscuridad, y era todo lo que Tom necesitaba que ella tuviera.
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