CAPÍTULO 04

La previsión de Tom era algo digno de agradecimiento, porque si él no la hubiera llevado allí antes de comenzar su búsqueda de Voldemort, entonces Perséfone no habría podido aparecerlos. Ambos aterrizaron con poca delicadeza en la sala y ella se apresuró a ayudar a Tom a sentarse en el sillón polvoriento. Él estaba consciente, pero apenas, y ella sujetó su rostro para obligarlo a observarla.

—Está hecho, amor. ¿Sigues ahí? —preguntó Perséfone, con cautela.

—Todo de acuerdo con el plan —murmuró Tom, casi en un siseo, claramente aún abrumado por el dolor.

Ella reaccionó de inmediato, arrojando un hechizo que encendió la chimenea en la habitación y tomó la mochila donde habían estado cargando todas sus cosas, la abrió y con el encantamiento convocador, extrajo dos botellas pequeñas. La primera, que era la del vial ligeramente más grande, era díctamo, y la otra era una poción de reposición de sangre.

Perséfone ayudó a Tom a acomodarse en el sofá, ligeramente inclinado, y con una mueca al ver las heridas que ella le había ocasionado, se dedicó a verter el díctamo en las heridas. La herida chisporroteó, y él apretó la mandíbula con demasiada fuerza, pero consistentemente el hueso a la vista comenzó a cubrirse con piel y la herida se cerró poco a poco, dejando solo una marca rojiza a carne viva que seguía siendo muchísimo mejor que el estado anterior en el que había estado. Era probable que dejara una cicatriz, si Tom no comenzaba a aplicarse un tratamiento para ello en la prontitud. Después, ella vertió directamente la otra botella en la garganta de él.

—Joder. Sé que todo eso era necesario, pero eso no hace que me guste —dijo Perséfone—. Si voy a bañarme en la sangre de alguien, no quiero que sea la tuya.

Él soltó una risa áspera y la miró. Estaba claramente más lúcido que hacía algunos segundos, y solo por eso, Perséfone se permitió darle una mirada ligeramente más apreciativa antes de pasarle la camisa que había tenido puesta antes del ritual. Él la tomó y se la puso con mucho cuidado, haciendo una mueca en el momento en que la tela hizo contacto con la piel de su espalda.

—Esto no fue nada comparado con la sangre que derramaremos para cuando esto termine, no te preocupes. Cada gota de sangre, sudor o lágrimas que cualquiera de los dos vaya a derramar será compensada.

La expresión de su rostro en la oscuridad, con solo la tenue iluminación que venía de la chimenea, parecía algo lúgubre, y la promesa de provocar miseria en su voz tampoco inspiraba calma, o ese sería el caso para la mayoría de las personas, pero Perséfone jamás podría considerar menos que fascinante la oscuridad que Tom siempre la dejaba ver, la oscuridad que él jamás se molestaba en ocultar, y la oscuridad que también vivía en ella como una fuerza que había decidido no solo aceptar, sino invocar.

—Aún suenas como tú —tarareó ella, arrastrándose para sentarse al lado de él en el sofá—. Y sé lo que dijiste, que todo salió de acuerdo con el plan, pero incluso si no fuera así, no creo que sería algo que admitirías. Es bueno ver que incluso si ahora también eres él, sigues siendo tú.

—Sigo siendo yo. Es como tener los recuerdos de otra vida, una vida que no era mía, pero al mismo tiempo lo fue, porque entiendo cada decisión y creo que haría lo mismo, pero también sé que no fui yo quien las tomó.

Perséfone se inclinó para besarlo. El beso fue una mezcla de urgencia y alivio, una conexión que iba más allá de las palabras, trascendía a la oscuridad de sus corazones y a sus almas fragmentadas. Perséfone sintió la familiaridad de sus labios, pero también una nueva intensidad, una fuerza que no había sentido antes. El toque de Tom era suave pero demandante, y ella respondió con igual fervor, permitiendo que sus emociones se desbordaran.

El calor de la chimenea parecía aumentar con la cercanía de sus cuerpos, y Perséfone se dejó llevar por el momento, sus manos recorriendo la espalda de Tom por debajo de la camisa con una delicadeza que contrastaba con la fuerza del beso. Sus dedos trazaron las líneas de las cicatrices recientes, ahora apenas visibles gracias al díctamo, y cada toque era una reafirmación de su presencia, de su supervivencia.

El sabor metálico de la sangre aún persistía en los labios de ambos, mezclándose con familiaridad. La mezcla era embriagadora, un recordatorio de todo lo que habían sacrificado y de lo mucho que aún quedaba por hacer. Tom correspondía al beso con una pasión que parecía consumirlos a ambos, sus manos enredándose en el cabello de Perséfone, atrayéndola aún más cerca y tirando de ella hacia su regazo.

Finalmente, se separaron, sus respiraciones entrelazadas y sus frentes tocándose suavemente. Perséfone abrió los ojos y encontró los de Tom, brillando con una intensidad renovada, poniendo sus manos esta vez en su nuca, hundiendo los dedos entre su cabello.

A ninguno de los dos les importaba particularmente que allí a donde iba su tacto, dejaban huellas de suciedad y sangre que recién comenzaba a secarse.

Con un suspiro y un esfuerzo activo, Perséfone se retiró y se permitió desplomarse al lado de Tom, con las manos fuera de él. Ambos miraron a su alrededor, a la oscuridad, la luz de la chimenea y al degradado estado de la mansión Riddle, que se erguía a su alrededor.

El legado de Tom, un legado de una familia que debía estarse retorciendo en su tumba de tener la constancia de que él, el hijo bastardo del caprichoso heredero, el que era un fenómeno, ahora era el único que lo poseía todo. Porque él poseía la Mansión Riddle, y hasta el último metro de Little Hangleton, incluso si los habitantes no eran conscientes de ello.

—Ahora estás completo, Tom. Ahora podemos comenzar. Podemos sacarlos de ese sueño iluso en el que deben estar viviendo hasta ahora, esa idea de que, quizá, solo quizá, las cosas no serán como la última vez. Porque en esta ocasión, la diferencia es que me tienes a mí, y que es una guerra que no podrías perder.

—Creo que son dignos de una pequeña advertencia de lo que se avecina. Que piensen lo peor, y luego descubran que es aún más terrible que lo que imaginaron —dijo él, tomando su varita del bolsillo, y realizando un pequeño movimiento—. Morsmordre.

En todo Reino Unido, cientos de personas se estremecieron al sentir el dolor punzante en su antebrazo, y cuando se arremangaron, descubrieron el emblema que había dictado su vida, el cráneo y la serpiente en su boca, oscura y en movimiento una vez más, señalando no una reunión o una llamada, sino simplemente su regreso, y aquel sería un día que sería señalado en la historia, como el comienzo de la segunda guerra mágica británica.

En el Mar del Norte, la prisión de Azkaban se llenó de algarabía, con los gritos y risas enloquecidos de los prisioneros que por años habían soñado con el regreso de su maestro, y ahora lo tenían, junto a la promesa de su futura libertad, porque solo los más leales allí habían terminado, y eran quienes con total seguridad estarían a su lado cuando él se cimentara un trono.

En una mansión casi abandonada, originalmente ostentosa pero deteriorada por el paso del tiempo, ubicada en Inglaterra, mientras su brazo ardía y su fe renacía, por primera vez en años, alguien experimentó lucidez.

En la mansión más opulenta en la nación, en Wiltshire, con terrenos inmensos y verjas de hierro, decenas de personas, todas de familias distintas, se aparecieron. Una multitud que no se había visto en años, que se habían evitado en público, y cuyas lealtades eran un secreto a voces. Acaudaladas familias con un historial de pecados, que se reunieron nuevamente ante la simple posibilidad de que el reloj había sido puesto en marcha nuevamente.

Nadie lo había visto todavía, nadie además de Perséfone, claro. Nadie sabía en qué condición estaba. Pero por fe, por idealismo o por miedo, todos estaban convencidos de que Lord Voldemort había vuelto. Si tan solo supieran... Ahora en su lugar había un monstruo con la capacidad de ser aún más peligroso que el que la mayoría habían conocido antes.

Tenía su mente de regreso, un poder que latía en sus venas y añoraba ser usado, algo cercano a la cordura, y a alguien en cuyo nombre destruiría el mundo (y viceversa).

Oh, el amor. Todo el mundo hablaba maravillas del poder del amor. Pero lo que era una maravilla para unos... Para otros sería su condena

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