MALDICIÓN RÚNICA
Leonard se acercó despacio al otro lado de aquel corredor en la Torre Nimrod, en Elutania, donde habían peleado toda la mañana. Él y Teslhar sostenían en hombros a Liwatan mientras Vilett y Bami les cubrían la retaguardia.
—Aguanta —dijo Leonard—. No te desintegres aún.
—Estoy molido —resopló Liwatan—... pero bien
—¿Y para qué nos pediste ayuda? —se quejó Teslhar— ¡Pesas un montón, viejo!
—Gracias —Liwatan retiró sus brazos de ambos y se adelantó unos pasos—. Yo puedo solo a partir de aquí.
Entonces, Leonad le soltó una fuerte palmada en la cabeza a su amigo.
—¡Ay! —Teslhar se sobó la coronilla— ¡¿Qué te pasa, hermano?!
—Pareces un crío —Le reprendió Leonard—. ¿Cómo se te ocurre quejarte por cargarlo?
No podía creer que alguien tan inmaduro fuera a convertirse en el nuevo Gran Arrio. En fin, debía ser la Voluntad de Olam. De otro modo, no hubieran llegado tan lejos.
Nayara y Derek, en cambio, se tomaron más en serio la batalla. Incluso Baal aún estaba en sus manos e intentaban sacarle más información. El Legionario con aspecto de liebre rabiosa tenía el cuerpo cubierto de largas espinas metálicas y la espada de la reina clavada en el pecho. El rey era quien lo interrogaba. Su esposa, por otra parte, sostenía —en medio de un acceso de tos— el arma sagrada con la cual torturaba al enemigo.
—¿Qué tenemos aquí? —dijo Liwatan.
—Nayara hizo cantar a Baal —respondió Derek—. Pero dudo que haya dicho la verdad.
—¡La dije! —chilló Baal mientras intentaba en vano quebrar la espada de Nayara— ¡Juro que la dije!
Nayara no paraba de toser.
—No me refería a eso —Liwatan se acercó a ella cojeando—. Mira a tu esposa, se está muriendo.
—Claro... que no —rezongó la reina con la voz entrecortada por la tos.
—Bien, como digas —Liwatan ahora se volvió a Baal—. ¿Qué le preguntaron?
—Mi mujer le preguntó a dónde fueron Helyel y Arrio. Dijo que uno estaba el piso treinta; y el otro se fue a Soteria... Pero creo que miente.
—Hay una manera de saberlo —El Ministro se volvió a Nayara—. Présteme su espada, Majestad.
La reina le cedió el mango de su arma sagrada. Se alejó de él sin parar de toser y se recargó en el muro más cercano a ella.
—Ahora ocúpense de ella —sugirió Liwatan—; es en serio, está bastante enferma. Yo haré confesar a esta rata.
—Estoy bien —replicó la reina—. Solo es tos.
Leonard y Derek se le acercaron. El traje de esgrimista de Nayara había quedado hecho girones por la espalda y el pecho tras la pelea contra Baal. Pero lo alarmante eran los profundos arañazos en su cuerpo. No hacía más de media hora que los recibió, sin embargo, algunos ya se veían infectados. Bami y Vilett vinieron a examinarla. Los chillidos de Baal hicieron de música de fondo mientras ellas auscultaban. Tardaron apenas unos instantes en tener un diagnóstico.
—La envenenaron —respondió Vilett—. Heridas como estas no se infectan tan rápido.
—Tuvo que ser Baal —masculló Derek.
—¿Dónde quedaron las garras de Baal? —quiso saber Teslhar.
—Allá —Nayara señaló hacia el montón de escombros que antes bloqueaba el paso.
Teslhar dio media vuelta, se dirigió a la chatarra caída del techo y los muros y comenzó a buscar.
—Hay una enfermería en este mismo piso —Vilett encaró a Bami—. Al fondo del corredor, a la izquierda. Si la encuentras, trae una camilla, por favor. Y date prisa.
Bami corrió hacia la intersección al fondo del corredor. Luego, se perdió de vista al virar a la izquierda.
—Recuéstese, Majestad —dijo Vilett a Nayara—. Muy despacio.
Vilett explicó que no deseaba que Nayara caminara o hiciese ningún esfuerzo, de otra manera, impulsaría el veneno por su torrente sanguíneo. Debieron esperar el regreso de Bami algunos minutos. Mientras tanto, tuvieron que soportar el ruido de Baal y las insistentes preguntas de Liwatan. Como el Legionario respondía cada vez con insultos, el Ministro optaba por empeorar la tortura. Habían llegado al extremo de que las espinas metálicas se curvaron y penetraron de nuevo la carne de la forma física del enemigo. No una. Tres veces. Aquello resultó tan impresionante que asqueaba. Leonard prefirió mirar a otro lado. Los demás tuvieron la misma idea seguramente, pues nadie volteaba atrás.
De pronto, los gritos cesaron. En vez de ello, sonó como un globo lleno de agua reventándose.
Liwtatan volvió. Tenía el hábito cubierto de vísceras y baba verde. Teslhar también venía de regreso, aunque más lejos. Traía un par de manos peludas.
—Parece que Baal dijo la verdad —soltó el Ministro mientras se ponía en cuclillas—. Teslhar deberá volver a Soteria, para enfrentar al Gran Arrio allá... Y yo tendré que encargarme de Helyel.
—Entonces que así sea —asintió Derek—. Leonard, si conseguimos como volver, te vas con Teslhar.
—¿Yo qué? —respondió el aludido.
—Tendremos que regresar, hermano —informó Leonard.
—Prefería que fueras a Elpis —terció Derek—. Bastian se quedó solo allá. Deja que Teslhar vaya a Soteria.
—La idea suena genial —dijo Teslhar—. Aunque quiero que antes todos vean esto. —Puso las manos cercenadas de Baal en el suelo—. Se parecen a las garras de un roedor, pero son más como las de un ligre. —Presionó un poco en la base de uno de los dedos y salió una larga uña de bronce—. Tiene uñas retractiles. Y eso no es todo. Tienen un pequeño canal en el centro para inyectar el veneno.
Liwatan puso una mano en su frente y otra en la de Nayara, quizá para sentirle la temperatura. Luego, se volvió para encarar a Derek.
—Tu esposa arde en fiebre —dijo serio—.
—No es cierto —replicó Nayara—. Yo me siento bien, de verdad. Hay que seguir.
Trató de incorporarse, pero Vilett se lo impidió.
—Majestad —dijo ella—, usted está delirando. Quédese acostada. Es por su bien.
Bami llegó en ese momento con la camilla, la cual era en realidad una plancha larga y acolchonada que flotaba delante de ella, mientras la empujaba. Vilett cogió aquel artefacto por las asas del costado. La bajó hasta el ras del suelo y, enseguida, pidió ayuda para subir a Nayara. Derek y Liwatan la cargaron con sumo cuidado. Una vez que ella estuvo encima del aparato, éste se alzó por cuenta propia.
Ahora Vilett empujó la camilla. Caminaba a paso veloz pero con cuidado de no volcarla. Los demás la siguieron hasta la intersección con el otro corredor. Doblaron a la derecha para encontrarse con un pasillo cuyas paredes blancas y techos y pisos negros permanecían intactos. Sin signos de combate. Los ascensores incluso continuaban atascados, como los dejó Bami mientras los otros y Leonard destruían autómatas. Las máquinas hostiles tampoco podían bajar por el hueco que él hizo para escalar la Torre. Liwatan fabricó, con un encantamiento, varias capas de cristal durísimas entre diferentes niveles para retrasarlos. Su Majestad Nayara de seguro no se dio cuenta de todo, pues debía enfrentar en esos momentos a un oponente complicado.
Leonard notó entonces algo en el cuello de la reina.
—Liwatan —dijo el Maestre Alkef—, mira su cuello.
Nayara había atado sus rizos en un moño bajo la nuca antes de partir. Pero perdió los listones durante la lucha y el peinado se le deshizo; ahora tenía el cabello alborotado. El ministro apartó los mechones. Sus ojos por poco saltaron de las cuencas apenas echó un vistazo al extraño conjuro tatuado en forma circular bajo la oreja de la mujer.
—No está envenenada —musitó grave—. Baal la maldijo.
Las maldiciones, a diferencia de los conjuros, tenían efectos inmediatos y a largo plazo. Aunque también habían aquellas que podían surtir sólo un tipo de consecuencia. Los Ministros las usaban por órdenes directas de Olam. Los Legionarios, por otro lado, nada más echaban mano de ellas una vez cada decenio. Así que debían elegir bien a sus víctimas.
—¿Sabes cómo romper la maldición? —exigió saber Derek.
—Todavía no —respondió Liwatan—. Debemos esperar a que se revele por completo. Fíjate bien.
En efecto, poco a poco aparecían más palabras en rúnico sobre los brazos y el pecho de la reina. No provenían de ningún dialecto del que Leonard conociera.
—No es Alto Rúnico —dijo serio— ¿Qué dialecto es?
—Uno cuyo nombre no diré —respondió Liwatan a secas—. La traducción sería "No hay en ella cosa sana, sino herida, hinchazón y pútrida llaga;".
A Leonard le estremeció imaginar que Baal quiso hacerla podrirse en vida. Pero su estremecimiento no duró.
—Ahí está la enfermería —señaló Vilett.
Liwatan rompió el cristal de acceso de aquella habitación con un puñetazo. Él y la arriana entraron. Derek no los siguió. En cambio, llamó aparte Leonard y a Teslhar. Los tres se quedaron afuera.
—Liwatan le sacó la verdad a ese bicho —dijo Derek grave—. Ustedes deben volver a Eruwa. Arrio está allá ahora. Es la única oportunidad de vencerlo.
Leonard sabía que no tenían pulseras transportadoras, por lo tanto, esa orden sería difícil de cumplir.
—Bien, ¿cómo regresamos? —se adelantó a preguntar Teslhar.
—Vilett dijo que este piso era un laboratorio, ¿no? —respondió Leonard—. Seguramente alguien dejó alguna guardada en un cajón. Sería cuestión de echar una ojeada.
—Entonces preguntémosle a Vilett —dijo Teslhar encogiéndose de hombros.
Los tres se metieron a la enfermería por el hueco que dejó el cristal de acceso al romperse. La habitación resultó tan amplia como las barracas de las tropas en el campamento Verken; pero más acogedora. Las camas de ahí eran más mullidas, a pesar superar en largo a sus contrapartes de Eruwa y la Tierra. Hasta tenían almohadas.
Nayara ahora reposaba en la cama más próxima a la entrada. Las arrianas despojaban a la reina del traje de esgrimista con suma delicadeza. Leonard quiso salir de ahí, pero Liwatan solicitó a las arrianas no desnudar a la reina. Bastaba con dejarla en ropa interior. Derek enseguida se acercó a su esposa, le dio un apretón de manos mientras la besaba en la frente, para después susurrarle algo. Enseguida, él se volvió a preguntar a Vilett dónde hallar pulseras transportadoras. De inmediato, ésta hizo aparecer en el aire la proyección tridimensional de la Torre Nimrod.
—Veamos —dijo con aire pensativo mientras consultaba el mapa—. El Gran Arrio hizo reparar el Generador de Portales en una sala cerca de aquí. —Señaló con el dedo un ascensor en medio de una especie de explanada en ese mismo piso—. Tal vez hay una pulsera ahí.
—Qué bueno si hubiera dos —respondió Derek.
—Tal vez haya. Bami, ¿podrías acompañarlos?
La arriana de coletas azules y rojas asintió. Leonard estaba a punto de marcharse con ella y Teslhar cuando Derek lo detuvo por el brazo.
—Hazme un favor —dijo el rey—. Quiero que vayas a Elpis con Bastian Gütermann. Seguro él te necesita más.
—Está bien. Erik... digo, Teslhar, irá a Soteria sin mí.
—Si todo sale bien, me uniré a ustedes apenas pueda. Hasta entonces, que Olam los acompañe.
—A ustedes también. De verdad lo necesitan.
Enseguida, Teslhar y Leonard salieron al corredor y fueron a paso veloz detrás de Bami. Dejaron atrás la enfermería. Continuaron recto hasta llegar a una especie de plaza circular dentro del edificio, en cuyo centro había gruesos tubos de vidrio por donde pasaban ascensores. Cruzaron. Y, apenas unos metros más adelante, hallaron otra habitación cerrada con un cristal de acceso.
Teslhar se adelantó de pronto a ese cuarto, como si alguien fuese a salir de ahí con un obsequio para él.
—Pónganse detrás de mí —dijo serio—. Yo abro.
De algún modo, parecía haberse creído Lobo Feroz, pues sopló hasta volver añicos la puerta de vidrio arriano frente a ellos. Literalmente. Sus pulmones produjeron una ráfaga de aire tan potente que aquel obstáculo no resistió más de un instante.
—Pasen, por favor —les invitó a entrar con una reverencia burlón.
Bami y Leonard le tomaron la palabra.
Al Maestre Alkef ese laboratorio le pareció más un taller mecánico glorificado. Tenía mesas de trabajo y cajas de herramientas cuyos propósitos le resultaban desconocidos; en el centro, tuberías y mangueras cubiertas de escarcha que descendían desde el techo. Esos tubos eran lo único familiar para él. Debían contener argón o nitrógeno líquido. No los reconoció porque alguna vez vio algo así en Soteria. Más bien, eran un recuerdo de Carlos Visalli —aquel difunto cuya identidad Olam le prestó para vivir legalmente en la Tierra—: había unos iguales en la fábrica de discos duros en la cual trabajó.
Bami comenzó a revolver los cajones de las mesas de trabajo. Leonard y Teslhar la imitaron enseguida sin que ella pidiese ayuda.
—¡Aquí hay una! —anunció la arriana tentar el estante más alto de una librería arrinconada.
Leonard abrió de un golpe la única gaveta de la mesa junto a las mangueras congeladas. Terminó de hurgar en ella a los pocos minutos. Pero no halló nada más que piezas de algún artefacto inidentificable y algo que no quiso admitir fuera un juguete sexual para caballero. Entonces, vio sin querer un brillo cobrizo. La pulsera transportadora colgaba en un tornillo detrás de una pantalla de computador. O eso creía Leonard que era el aparato que le estorbó.
—¡Tengo otra! —El Maestre la descolgó de un tirón.
Teslhar había abierto una gran caja gris brillante. Parecía hecha de plástico o metal pulido.
—También hallé una —dijo de pronto.
Leonard se preguntaba si todo lo que parecía hecho de plástico en Elutania realmente lo era. No había tenido oportunidad de tocar nada. Aparte, esos artículos estaban tan pulidos que sembraban dudas sobre su composición.
Bami y Teslhar se reunieron con él enseguida.
—Debo programar las pulseras con las coordenadas —indicó ella extendiendo la mano—. No sabemos a dónde fueron sus dueños antes.
—¿Eso tarda mucho? —quiso saber Teslhar.
—No —respondió Bami—. Pero, entre más pronto acabe, más pronto nos vamos.
Leonard le entregó el transportador arriano que halló. Luego Teslhar hizo igual. Ella los sostuvo un momento y se puso a mirarlos fijo. El Maestre Alkef creyó ver un punto de luz azul moverse de lado a lado en cada ojo de la arriana. De pronto, la chica de coletas les devolvió las pulseras.
—Listo —dijo Bami—. Programé las coordenadas de Elpis y Soteria en las dos pulseras. Así podrán ir a donde quieran.
Leonard se puso la suya. "Vado ad Elpis", dijo. Pero no sucedió nada. Obtuvo tres pitidos cortos y uno largo por toda respuesta.
—Primero deben viajar a la Tierra —aclaró Bami—. Desde ahí, pueden ir a donde quieran.
—¿Cómo lo hacemos? —quiso saber Leo.
—Digan "Vado ad Avasakoan"
Leonard y Teslhar recitaron al unísono las palabras sugeridas por Bami. Sólo se desaparecieron de un mundo para aparecer en el otro, como ya se había hecho costumbre. Cada vez resultaba más anticlimático. Ninguna de esas veces se comparaba con la primera en la cual el Maestre Alkef usó un transportador arriano. Volar entre los planetas más rápido que la luz y ser devorado por un agujero negro y escupido en Soteria era una experiencia digna de repetirse.
Al parecer, las pulseras los enviaron a una isla del Caribe. O al menos así parecía. Se materializaron a mitad de una avenida de cuatro carriles, divida en dos por medianas adornadas con altas palmeras. En un costado de la arteria había un puerto en el cual quedaron restos de yates, aún en llamas. Del otro lado, había edificios de ladrillo con dos, tres y hasta cinco plantas. Los tejados de dos o más aguas le conferían a esa ciudad una similitud equívoca a Soteria, pero sin murallas y con paredes de colores chillantes. Hubieran sido pintorescos en otras condiciones. Llenos de agujeros de bala como estaban, tiznados o todavía ardiendo, y con todos los cristales rotos, sólo daban mal rollo.
—Bonito día para ir a la playa —dijo Leonard al echar un vistazo a los destrozos que dejaron ahí los arrianos.
Teslhar se llevó el índice a los labios para pedirle silencio. Cruzaron la avenida y se ocultaron bajo el aparador de un restaurante. Luego, se asomaron con cuidado para ver la calle de la otra esquina.
Autómatas en forma de centurión cerraban el paso. Tenían sus fusiles de plástico en las manos, listos para abrir fuego ante la menor amenaza. Vigilaban largas filas de residentes y turistas que se dirigían a la compuerta lateral de una especie de avión inmenso. Subían por una rampa a la aeronave, la cual sostenían enormes pilares que al parecer proporcionaban combustible o refrigerante de una cisterna.
—Esto está lleno de autómatas —murmuró Leonard—... O sea, esas cosas —los señaló.
—Sí, ya recuerdo —respondió Teslhar—. Me hablaron de ellos en Blitzstrahl. Lecciones de historia, ya sabes.
Seguramente las tomó por algún castigo que el abad le impulso.
—Bien, vayámonos antes de que nos noten.
Como si fuera un mal chiste, un autómata felino aterrizó frente a Leonard; otro atravesó una pared y bloqueó el paso a Teslhar.
—¡Vado ad Elpis! —dijo Leonard antes de que seabalanzaran sobre él.
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