LANZANDO BASURA POR UN PORTAL

Leonard se alarmó apenas Ewang atenazó a Laudana por el brazo. Entró raudo a la alcoba antes de que el arriano saliera de la cama y lastimara a la muchacha. Sin embargo, se detuvo a medio camino. Ella se zafó con brusquedad pero sin alejarse. Permaneció de pie junto a la cabecera, con la mano en el aire tal como la tenía al soltarse.

—Moriah, ¿quest dia ist nao? —Ewang arrastró las palabras, como haría un ebrio, antes de dejarse caer boca abajo en el colchón y ponerse a roncar de nuevo.

Parecía que confundió a Laudana con Moriah y le preguntó qué día era. O eso creía Leonard.

Laudana tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija en una esquina del cuarto. Aún no bajaba el brazo. Tampoco reaccionó con los pasos del Maestre Alkef al acercársele o después, cuando éste se puso junto a ella y chasqueó los dedos frente a su cara. Estaba ida. Pero no paraba de mover los labios como si murmurara. Él intentó captar sus palabras. No obstante, apenas entendió que la chica repetía "masacre" varias veces. Sabrá Olam qué vería la hija de Bastian Gütermann, sonaba desalentador.

Leonard volvió a la puerta del cuarto, donde el Sumo Sacerdote y Lhar y Bami le esperaban. Por las caras que tenían, de seguro ellos también sentían alivio al ver que Laudana no salió lastimada.

El Maestre Alkef deseaba coger al sacerdote Shmuel por la camisa. El estúpido conjuro que prometió haría dormir a Ewang no funcionó como se suponía. Pero reprimió el impulso. No golpearía a un anciano, de cabello a medio camino entre rubio y verde, en un lugar tan sagrado como una Casa Pastoral.

—¡¿Qué no estaba dormido?! —soltó en un furioso susurro.

—Sí —respondió el clérigo también muy quedo—. Debió ser un reflejo. Usé ese mismo conjuro con el comandante Lhar el otro día, para curarle la pierna.

Leonard supuso que tal vez así anestesiaron a Lhar para amputarle la pierna derecha.

—Reflejo, reflejo —masculló el Maestre—. Mire nada más cómo quedó esa muchacha —continuó rabiando en voz baja, entre dientes—. ¿Qué les diremos a sus padres?

—No es nada grave. Sólo está en trance.

—Bien, ¿Cómo la sacamos del trance?

—Mejor esperamos a que se le pase. Podría morirse de un infarto si la sacamos por fuerza.

—¿Seguro?

—Completamente. Yo vi cuando a Elí Safán le ocurría, por eso lo sé.

El Sumo Sacerdote anterior a Shmuel, Elí Safán, fue un hombre que vivió más de un siglo. Comenzó a entrar en trance durante los últimos años de su vida. Sin embargo, las razones por las cuales le ocurría eran distintas. Olam mismo le hacía Revelaciones, las cuales luego él transcribía a un libro durante dichos episodios. Poco antes de morir, pidió sepultura en las catacumbas de la ciudad, y ser enterrado junto con sus escritos. Su última voluntad fue que el texto debía permanecer en su tumba hasta el momento de entregarlos al siguiente propietario.

Leonard asistió a los funerales de Eli, dos años antes. Aquel mismo día se enteró de que el viejo sacerdote le puso un conjuro al libro para evitar que fuera robado. Sólo quienes Olam designase propietarios podrían hallarlo y leerlo.

—Supongo que alguien debería quedarse a esperar —propuso Leonard—. Sabrá Olam cuánto se quedará ida.

—Montemos todos guardia —secundó Shmuel—. Yo tomaré el primer turno.

Pero no hizo falta.

Laudana movió de pronto la cabeza de lado a lado, con una mano en la frente. Luego, regresó a la puerta de la alcoba. Una vez que la luz de la araña colgada en medio de la sala le dio en la cara, se notó cuán pálida se había puesto. Estaba más blanca que un trozo de papel.

—¿Dónde está el baño? —Fue todo lo que ella atinó a decir.

Bami la llevó escaleras abajo y desaparecieron juntas tras la puerta que conducía de la cocina a la sala. Un momento después, las arcadas de Laudana se oían hasta la segunda planta. De seguro la pobre no estaba tan mal como se oía. Pero la acústica de la Casa Pastoral llevaba el eco desde los baños hasta arriba. "Bajemos", indicó el rey Derek a secas. Enseguida, se dirigió a la escalera de caracol y Leonard lo siguió. Lhar caminaban despacio tras ellos, apoyado en el hombro de Shmuel y sus muletas. Quizá el clérigo temía que el arriano rodara por los escalones, pues a éste sólo le quedaba el muñón de la pierna derecha. Se acomodaron en la sala para esperar.

Las muchachas salieron del baño cinco minutos después. Fueron a sentarse juntas en el sillón largo junto a la ventana del vestíbulo, frente a Leonard y Su Majestad.

—¿Y bien? —Derek arqueó una ceja para indicar que deseaba escucharla.

—Tenían razón —respondió Laudana—. Él iba a traicionarlos. Formaba parte de un grupo de soldados especiales, hasta que lo expulsaron.

—¡Los rumores son ciertos! —terció Bami— ¡Ewang sí es Soldado de Elite!

Lhar frunció el entrecejo y se puso rojo como una brasa.

—Ya me encargo de él. —Cogió las muletas e intentó ponerse en pie.

—Espera —Shmuel lo agarró con brusquedad por el brazo—. No puedes asesinarlo en este lugar santo.

—Yo decidiré dónde ejecutamos al traidor —dijo Derek—. Por ahora, dejen hablar a Laudana —se volvió a encararla—. A ver, niña, suelta todo, no importa si es malo.

—Pues... —Laudana titubeó— A Ewang lo iban a ejecutar en Elutania porque su rendimiento en ese grupo del que formaba parte no era lo que el gobierno quería. —Alternó miradas entre Leonard y Derek, como en busca de explicaciones; no parecía tener claro qué había visto—. Pidió una audiencia con el Gran Arrio y se consiguió una nueva misión para demostrar que merecía vivir. Había logrado salvarse hasta ahora. Pero le exigieron éxito en la misión a cambio de reingresar al grupo.

Calló de pronto. Empezó a mover la cabeza de lado a lado como si estuviera mareada. Leonard se puso en cuclillas frente a ella.

—Laudana, concéntrate. —El Maestre posó las manos en los hombros de la chica—. ¿Qué misión le dieron?

—Infiltrarse en el Club del Sueño. Colarse a hasta aquí para reunirse con las tropas de asalto cuando la invasión comenzara. Asesinar a cuantos traidores al Régimen pudiera.

—Bueno, era obvio —dijo Lhar—... en retrospectiva. Lo enviaron detrás de mí y de Bami. Quién sabe si ese inútil consiguió matar a otros miembros.

—Al hermano de ella —Laudana señaló a Bami—. En el Mundo Adánico.

La arriana se fue directo a su alcoba sin siquiera despedirse, y se encerró de un portazo.

—Ahora sabemos por qué su hermano nunca vino —dijo Shmuel muy serio.

—Disculpen —Laudana se encogió de hombros—, tuve el trance y todo. Pero casi no entiendo nada.

—Ya te explicaremos —dijo Leonard—. ¿Esto es todo lo que has visto?

Laudana suspiró y bajó la mirada. Había más información que de seguro tampoco entendía.

—No —dijo seria—. Vi más cosas.

—¿Qué más? —Leonard se apartó de ella.

—El día después de que expulsaron a Ewang de su grupo —prosiguió Laudana—, hubo una reunión en un cuarto blanco...

Leonard se preguntó por qué a los arrianos les gustaba pintar todo de blanco.

—Ahí estaba Helyel —Laudana se estremeció.

Los presentes se quedaron boquiabiertos. Incluso Lhar. Y eso provocó que los soterianos le miraran con extrañeza. Bami explicó que, si Bien Helyel estába atrapado en Elutania desde hace más de trescientos años, la mayoría de los arrianos jamás lo habían visto en persona.

—¿Podríamos dejar que Laudana termine de decirnos qué vio? —dijo Derek.

Silencio.

—En esa reunión —informó Laudana— iban a planear la invasión y decidir cómo harían para que Helyel cruzara la barrera de conjuros entre el Mundo Adánico y nosotros. Helyel no tenía cuerpo hasta hace algunos años. Y el que tiene ahora perteneció a un hijo del Gran Arrio, así que necesitaría dos cuerpos más para poder llegar hasta la ciudad.

—Ya tiene un cuerpo para cruzar la barrera entre Elutania y la Tierra —reflexionó Leonard en voz alta—... es decir el Mundo Adánico. Entonces, le faltaría otro para pasar de la Tierra a acá... ¿y el tercero?

—El tercero es para combatir contra ustedes y apoderarse de La Nada —dijo Laudana—. Y de un conjuro.

—El conjuro del Portador —respondieron Derek y Leonard al unísono.

—Prosigue, hija —intervino Shmuel—. ¿De dónde iba a obtener Helyel un tercer cuerpo?

—Ewang se ofreció —agregó Laudana—... para averiguar cómo funcionaba un invento de Bert con el que Helyel podría cruzar las barreras; o convertirse en huésped si esa máquina no servía. No era parte de la misión. Pero pensó que esa era la forma más rápida de ganar otra vez el favor de su gobierno.

—Ya escuché suficiente —Lhar cogió sus muletas y se puso en pie tan rápido como su única pierna entera, la izquierda, le permitió—. Sacaré a Ewang a la calle ahora mismo. —Se puso en marcha—. Y será mejor que esta niña se vaya —dijo mientras iba directo a la escalera—, porque me voy a ensuciarme las manos con sangre.

—¡Aquí no matarás! —el anciano clérigo se levantó del sillón como impulsado por resortes.

—Qué remedio. Lo tiraré por la ventana.

Derek y el sacerdote fueron tras él. Pero Leonard llevó a Laudana hasta la puerta. Tenía intención de encaminarla hasta el carruaje en que llegaron hacía un rato y pedir al cochero la llevara a casa. Después se uniría a sus compañeros para ejecutar a Ewang.

—No dije todo lo que vi —aclaró Laudana.

—Afuera me lo cuentas —Leonard le abrió la puerta.

Salieron juntos. Pero se quedaron en la entrada.

Leonard echó un vistazo hacia el carruaje. El cochero estaba apoyado en el vehículo, con un aire desenfadado, mientras conversaba con otra chica de cabello marrón claro, corto, redondo. Ésta sostenía una gran bolsa de papel llena de pan y vestía un ajustado pantalón de denim azul y blusa de linalgodón blanca con bordes negros. Se veía que su conversación era mucho más animada de la que él estaba por tener con Laudana.

—Ahora sí —dijo el Maestre—, ¿qué te faltaba de contarnos?

—Que Helyel tiene un punto débil —dijo Laudana—. Si lo aprovechan, no sólo vencerán a los arrianos, también podrían expulsarlo de Elutania.

A Leonard le agradó tanto la noticia que casi la abrazó. Pero se contuvo, pues no quería avergonzarla.

—¿Y cuál es ese punto débil?

—Los jefes de Ewang le mostraron una piedra negra del tamaño de una canica. Dijeron que se llamaba cubo de contención. y le advirtieron que debía destruir todos los que pudiera antes de mañana.

—¿Sabes qué hace el cubo de contención?

Laudana movió la cabeza de un lado al otro. Su coleta se balanceó detrás de ella.

—No importa —dijo Leonard pensativo—. Pero creo que Liwatan podría saber algo. Dudo que sea invento arriano, mucho menos de la Tierra.

Enseguida, llevó a Laudana al carruaje. Le dio las gracias mientras la ayudaba a abordar.

El cochero se despidió aprisa de la chica que intentaba ligarse. O eso se imaginó Leonard, porque ella le dijo al galán fracasado que se verían a las seis de la tarde... si no la evacuaban antes, pues los Ministros habían comenzado a tocar puertas en las casas de sus vecinos. De cualquier modo, la jovencita anotó su domicilio en un trozo arrancado a la bolsa de pan en sus brazos.

—Lleva a Laudana a su casa —ordenó Leonard—. Y vuelves cuando termines. Directo aquí —enfatizó la orden señalando al suelo—, no te entretengas.

—Oiga —dijo Laudana antes de cerrar la portezuela—, ¿sabe si Bert está en el palacio?

—Sí, eso creo —Leonard se encogió de hombros—. Aunque no lo he visto desde el lunes.

—Yo lo encuentro —dijo al agarrar la manija de la portezuela—. Gracias. —Cerró y agitó la mano al otro lado de la ventanilla para despedirse.

Leonard la vio alejarse a bordo del carruaje. No podía creer que lograron convencerla de permitirles aprovechar sus visiones... tampoco que le hubiera anunciado la muerte de Laura.

El Maestre se sentó a pensar en el bordillo de la acera. Si esa visión era de aquellas que Laudana dijo podían cambiarse, tal vez era suficiente con hacer que su esposa y sus hijos se marcharan de Soteria cuanto antes. Buscaría a Atael o a Liwatan y convencerlos de que se los llevaran primero. Sí, eso haría. Derek seguramente comprendería, pues él también estuvo presente cuando Laudana soltó la noticia. Aunque, quizá tampoco hacía falta. Conociendo al rey, no parecía ilógico suponer que hizo evacuar primero a los empleados del palacio y los huéspedes.

De pronto, Atael llegó caminando por la acera de enfrente. Esta vez llevaba puesta la cogulla del hábito. Leonard no se había dado cuenta hasta entonces de que el ángel musculoso carecía de cabello. Su enorme cabeza le recordaba a un compresor de nevera.

El Ministro cruzó la calle. Iba directo hacia él.

—¿A quién buscas? —quiso saber Leonard apenas lo tuvo enfrente.

—A ti —respondió Atael con su vocecilla aflautada.

—Pues qué oportuno —Leonard se puso en pie, luego sacudió la tierra de sus pantalones—. Justo necesitaba pedirte un favor.

—Dime —respondió Atael.

—¿Será posible que evacúes a mi familia del palacio?

—Precisamente por eso te buscaba —Atael apoyó una mano colosal en el hombro de Leonard—. Jarno Krensher y mis compañeros tienen órdenes de comenzar la evacuación en el palacio. Llevarán a todos los civiles al refugio de Liwatan en las Islas Polares.

Eso ya sonaba más esperanzador. Así que Leonard agradeció al Ministro.

—Por cierto —dijo el Maestre—, ¿qué pasó con Mizar?

—Lo siento. Perdió su forma física.

—Pero, ¿cómo? —dijo Leonard sorprendido.

—Lanzó un conjuro que destruyó parte de Monterrey, junto con su cuerpo y los Legionarios que nos atacaron allá. ¿Los recuerdas?

—Cómo no recordarlos, si me echaste de cabeza por un portal cuando aparecieron.

Los Ministros tenían cuerpo aunque eran inmortales. Solían llamarlo forma física pues de ese modo podían permitir —si se les antojaba— que un mortal los viese. O manifestarse, lo cual (según teólogos de Eruwa y la Tierra) era el término correcto. No obstante, si a un Ministro le ocurría algo como lo dicho lo por Atael, entonces perdía por varios días la capacidad de hacerse ver y oír por los humanos. Los Legionarios y Helyel, en cambio, fueron despojados de sus cuerpos cuando Olam los echó del Reino sin Fin, y por ello necesitaban meterse en seres vivos... o cadáveres en su defecto. De hecho, también se escondían en objetos. Los estudiosos de Eruwa llamaban influencia a ese terrible acto. Pero los de la Tierra tenían una palabra más adecuada: posesión.

—Ellos eran Lugartenientes de Helyel —replicó Atael—. O sea, Legionarios bajo sus órdenes directas y casi tan fuertes como él mismo. Ni siquiera Mizar podía luchar con ellos sin volar medio Monterrey. ¿Cómo esperabas enfrentarlos?

Atael tenía razón. Leonard o Bert 2 hubieran sido derrotados de un golpe... No, incluso de un pedo.

—Tienes razón —aceptó Leonard—. Tengo problemas hasta para luchar contra los arrianos, y se supone que son oponentes más fáciles. Como pelear contra otra persona.

—Pero eso tiene solución —dijo Atael—. Mizar me dijo que rompieron tu espada, así que aún está débil.

—Pues los arrianos rompieron a Semesh precisamente porque no pude vencerlos.

Atael se quedó en silencio un instante. Frotaba su barbilla con un gesto serio y aire pensativo mientras caminaba lento de un lado a otro. Entonces, paró. Luego, le dirigió una mirada llena de significado a Leonard.

—Tal vez deberías pedirle a la reina que te enseñe el conjuro con el que mató a la comandante Moriah.

—¿Cómo sabes eso?

—Mizar me contó. —Atael agitó una mano frente a Leonard como para pedirle que dejara de quejarse—. Pero piénsalo. Su Majestad no es una guerrera hábil tan hábil como tú, pero conoce conjuros muy poderosos.

Leonard activó su modo reflexivo.

Atael propuso algo razonable aunque supiera de la hazaña de Nayara porque se la contaron. Sí, resultaría irónico para el Maestre Alkef. Después de todo, él adiestró a Su Majestad en el uso de la espada sagrada cuando ella todavía era una joven princesa. Pero de seguro valdría la pena. Los arrianos le habían humillado el domingo, cuando uno de sus autómatas felinos quebró a Semesh de un mordisco. Vencerlos sería la venganza perfecta.

—Gracias por el consejo —dijo Leonard al fin—. Le preguntaré a la reina si quiere enseñarme alguno de sus conjuros.

Ofreció su mano a Atael como despedida. La recomendación que le dio el Ministro podía ser útil. Sin embargo, parte de la derrota sufrida el domingo en realidad era su propia culpa. Dejó a Semesh oculta mucho tiempo en el baño de su casa en la Tierra y, en vez de entrenar a diario como un buen Maestre, prefirió abrazar su identidad falsa de Carlos Visalli y dedicarse a los negocios con su compadre Luis Armando Villarreal.

—Harías bien en pedir ayuda a la reina Nayara —Atael asintió—. Bien, debo irme. Tengo mucho trabajo.

De pronto, gritos provenientes de la planta baja de la Casa Pastoral hicieron que ambos giraran la cabeza casi al mismo tiempo. Corrieron a la puerta. Leonard abrió deprisa y Atael entró tras él.

La escena en la sala parecía sacada de una taberna. Ewang forcejeaba por soltar sus brazos del agarre simultáneo de Derek. Mientras tanto, el Sumo Sacerdote intentaba cogerlo por las piernas, pero el arriano traidor lo rechazaba a patadas. Lhar, por haber quedado cojo, no podía hacer nada aparte de desenrollar una soga que sabrá Olam dónde la tuvieron guardada.

—¡Suéltenme!—protestaba Ewang— ¡Yo no soy ningún traidor!

—¡Cállate! —Lhar le soltó un golpe en el estómago con una de sus muletas, luego encaró a Shmuel— ¿No dijeron que dormiría como tronco?

—El efecto del conjuro no ha de ser igual en un joven —replicó el sacerdote.

Leonard sólo podía imaginar qué sucedió mientras estuvo afuera. Pero no tuvo tiempo de concluir cómo despertaron al traidor, pues tuvo que sostener aprisa al anciano clérigo después de que Ewang lo hizo trastabillar de una patada al pecho.

—¿Qué harán con él? —quiso saber Leonard.

—¿Saben qué significa "dormir con los peces"? —respondió Lhar arqueando una ceja.

—El muelle queda lejos —intervino Atael—. Yo tengo una idea mejor.

El Ministro cogió por los brazos a Ewang con sus manos superiores, y con las inferiores le mantuvo quietas las piernas. Mientras tanto, Derek sujetaba el torso, el sacerdote lo amordazó con un paño que había sobre un sillón y Leonard lo ataba con la soga. Un momento después, dejaron caer el fardo viviente en la alfombra de la sala.

—Esperen —dijo Leonard. Luego, encaró al sacerdote Shmuel—. ¿Puedo pasar a su oficina?

—Adelante, hijo —el anciano se encogió de hombros— pero, ¿qué tienes en mente?

El Maestre Alkef se apresuró al tiempo que respondía "ya verá". El despacho del Sumo Sacerdote se hallaba tras la primera puerta. Abrió rápido y fue directo al escritorio de roble, frente a la única ventana de la habitación. Cogió un bolígrafo negro del restirador —conocidos en Eruwa como bolapluma— y agarró una de las tres poltronas de cuero para los visitantes. Puso la silla frente al librero y bajó un cuaderno viejo del entrepaño más alto. Enseguida, arrancó una página y escribió su ocurrencia con letras grandes y bien remarcadas. También se llevó una barra de adhesivo. Cuando volvió a la sala, Ewang se retorcía en el suelo. Pero Derek lo aquietaba a puntapiés.

—Esto es para tus amigos —dijo Leonard al tiempo que pegaba la hoja de papel en la frente de Ewang.

Enseguida, Atael abrió un portal en medio del aire con sus manazas. Del otro lado, se veía una ciudad destrozada.

—Arrójenlo —ordenó.

Derek y Leonard alzaron a Ewang, tomaron impulso y lo lanzaron con todas sus fuerzas. El Maestre Alkef no pudo precisar a dónde lo enviaron. Si no se equivocaba, era alguna parte de Francia destrozada por la invasión arriana a la Tierra. O eso indicaba los letreros afuera de un local saqueado que ponían "Haute Joaillerie" en letras grandes y amarillas. Resultaba difícil precisar cuál sin saber el idioma o ver algo más representativo. Además, el portal se cerró al atravesarlo el bulto.

Sergaia Mezak pasó por el cristal de acceso entre la sala de mando y la armería del cuartel a su cargo.

No había muchas satisfacciones en los campos de batalla Terrestres. Sin embargo, ese día fue distinto. Una oportunidad para recobrar el honor perdido. Sonrió aún más cuando su unidad de combate abrió la compuerta del almacén, trayendo justo a quien él deseaba ver. Nadie le quitaba la oportunidad de servir a Helyel.

Hacía rato, una patrulla cuadrúpeda detectó un oficial amarrado. Se hallaba en una calle cercana a esa torre metálica conocida por los lugareños como Torre Eiffel. El comandante Mezak no necesitó preguntar a todos los jefes varados en la Tierra —como él— quién era el atado. Lo reconoció al instante. La falta de comunicaciones con la Central en Elutania dificultaba todo. Pero, como las transmisiones locales aún funcionaban, enviar su propia unidad de combate a por él no resultaba nada complicado. Y eso hizo.

—Señor, lo he traído —informó el autómata con su voz monótona.

—Ponlo ahí —señaló Sergaia un lugar en medio del suelo metálico—. Después, vuelve a patrullar la zona.

La máquina dejó caer su carga al instante antes de marcharse. El golpe hizo traquetear las láminas que formaban el suelo, y provocó una queja amortiguada por el paño que el recién traído llevaba puesto como mordaza. Luego, Sergaia desprendió el escrito que éste llevaba pegado en la frente. Hizo a un lado su largo fleco verde azulado para leer mejor y que su procesador neuronal tradujera.

—Soy Ewang, el patético perdedor —leyó en voz alta la traducción que apareció en su campo de visión, con un tono grandilocuente y cargado de ironía—. Sabes, esto no está para nada alejado de la realidad.

Ewang soltó berridos ininteligibles.

Sergaia se puso en cuclillas junto a él. Ahora, después de que su cabeza casi raspaba el techo, quedó al nivel del espía fracasado y pudo ver mejor su expresión de rabia.

—Perdona mi descortesía —Procedió a quitarle la mordaza—. Como sea, no me interesa escucharte. Para mí no eres más que un incompetente; y tus palabras son sólo excusas.

Sus huesudas rodillas crujieron mientras se enderezaba. Era el más alto del regimiento.

No le sorprendía la inutilidad de Ewang. Después de todo, no era un programa para cualquiera, sin importar cuánto deseara completarlo. El Gran Arrio pretendía convertir a los Soldados de Elite en la respuesta de Elutania al Cuerpo de Maestres. Así que, en vez de alistar reclutas, prefirió crearlos a su gusto en un laboratorio.

Ewang respiró agitado en cuanto le quitaron el paño.

—Sí —jadeó—, soy un incompetente... y como quiera llegué más lejos que tú.

—Admito que colarte hasta Eruwa es digno de admiración. Pero, ¿qué lograste?

—Me gané la confianza de todos los soterianos. Iba a ser el cuerpo de Helyel si...

—Te ganaste la confianza de ellos y la perdiste. Gran cosa. No entiendo cómo no te expulsaron antes del Programa. Jamás demostraste valía. Ranagano desarrolló ataques súper veloces aunque fuera tan gordo; Moriah tenía capacidades de adaptación a su entorno excepcionales. Tú, en cambio, apenas podías soportar nuestro régimen de entrenamiento.

—Tal vez no haber sido fabricado en un laboratorio tuvo algo que ver —Ewang escupió a un lado.

—Sabías en qué te metías, y cuál era el castigo por fallar; no importa si eres voluntario del Programa o fuiste creado para él... como yo y los otros.

—No me hubiera ofrecido de saber que había imbéciles como tú.

A Sergaia le causaron tanta gracia esas palabras que no pudo evitar reír.

Ewang fue el único oficial del ejército regular en integrarse al programa Soldado de Elite. Nadie más acreditó los rigurosos exámenes de ingreso. No obstante, la satisfacción duró poco. El campo Fawa, instalación designada por el mismísimo Gran Arrio como centro de manufactura y entrenamiento de Soldados de Elite, pronto mostró sus horribles encantos al novato. De nada sirvió su condición atlética; pronto los otros reclutas superaban todas las marcas que él establecía. De nada sirvió su adiestramiento previo en combate cuerpo a cuerpo; siempre terminaba en el suelo. Quizá lo más patético fue la razón para ingresar.

—Nadie quería ser Soldado de Elite en el ejército regular —dijo Sergaia—. Excepto tú, y sólo porque querías recuperar a Moriah impresionándola —abanicó una mano frente a su cara—. Lástima que hasta eso te salió mal.

—Deja de fastidiarme —refunfuñó Ewang—. Si vas a hacerlo, hazlo.

En ese instante, los fusiles en las estanterías detrás y junto a Sergaia comenzaron a dejar sus lugares para flotar hasta colocarse alrededor de Ewang y apuntarle, como dirigidos por manos invisibles. Los cartuchos de munición siguieron a las armas. Se instalaron por cuenta propia en las ranuras correspondientes bajo la culata.

—Me decepcionas —respondió Sergaia—.Yo hubiera sido un mejor cuerpo para Helyel en Soteria, sabías que deseaba el honor... y te atreviste a arrebatármelo.

—¿Por qué crees que lo pedí? —Ewang sonrió de forma burlona.

—Lo imagino —soltó Sergaia lacónico—. Es una pena que Moriah no lo apreciara.

—Para tu información: nunca hice nada por Moriah. Yo quería todos los honores para mí.

—Querías ser como nosotros, ¿cierto? Ahora verás qué puede hacer un verdadero Soldado de Elite.

Los fusiles amartillaron por su cuenta.

—¿Ser como tú? ¡No, gracias!

—¡Fuego!

Los tiros provenientes de todos lados dejaron a Ewuang en los huesos tras un instante cegador. No tuvo siquiera oportunidad de gritar. Tras la ejecución, las paredes blancas con franjas negras del almacén y la compuerta se quedaron teñidas de rojo a salpicones.

Sergaia hizo que las armas y cartuchos flotaran de vuelta a sus estanterías correspondientes.

—Sabes —dijo a los maltrechos restos de su víctima—, hace días oí a los terrestres llamar Telekinesis a mis habilidades. Siempre creí que eran control mental avanzado. Pero me gusta ese nombre que le pusieron. Suena bien.

Se dio media vuelta. Debía preparar el informede la ejecución y hacer quemar el cadáver antes de que reestablecieran lascomunicaciones a Elutania. Esperaba que fuera pronto, pues comenzaba a sentirseagotado. Estos terrestres —los cuales se llamaban a sí mismos franceses— eranaguerridos al extremo de obligarle a usar su control mental bastante seguido.

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