LA TORRE NIMROD
Leonard Alkef esperaba que Liwatan se desintegrara en un millar de lucecillas tras el disparo que recibió en el pecho. Pero no sucedió. Tampoco tuvo tiempo de pensar más en lo recién sucedido. La Inteligencia Artificial, el aparato en forma de dispensador de agua que controlaba la Torre Nimrod, les habló con la voz de una niña en un perfecto inglés de Soteria.
—Ríndanse, intrusos —demandó—. No tienen escapatoria. Toda resistencia es inútil.
¿Por qué los autómatas arrianos sacaban siempre ese latiguillo?
Derek chasqueó los dedos y, casi al instante, la Inteligencia Artificial cayó de lado. Las franjas rojas a sus costados se volvieron grises. Una voluta de humo azul y un olor penetrante a quemado salían de un pequeño hueco en la parte que el Maestre Alkef juraba que era una mirilla.
—¿Nos vamos ahora al piso seis? —exigió saber Derek.
—Espera —dijo Nayara posando una mano en el pecho de su esposo—, todavía debemos saber por dónde ir.
Vilett pidió el Vividpro a Teslhar. Enseguida, ambos lo hicieron proyectar el plano de la Torre en el aire.
—Aún faltan cinco minutos para que el Gran Arrio llegue —respondió ella—. Eso si la Inteligencia Artificial no dio la alarma.
Bami se acercó deprisa al aparato caído. Apoyó una rodilla en él y arrancó de un tirón la cubierta posterior y metió una mano. Se puso a hurgar apresuradamente. Luego de algunos movimientos bruscos de su brazo, atrás y delante, dio una respuesta.
—No lo hizo —informó ella—. Creyó que podía liquidarnos primero.
—Entonces adelante, Leonard —asintió Derek.
Leonard esperó un instante a que Vilett identificara en el plano cuál pared debía volar. A diferencia de todas las oficinas y habitaciones de la Torre Nimrod, la sala de la Inteligencia Artificial tenía una gruesa compuerta de hormigón reforzado en lugar del ubicuo cristal de acceso. "Ahí", señaló la arriana un muro al fondo del cuarto, un poco a la izquierda. El Maestre Alkef se dirigió allá, seguido por Teslhar, Liwatan y los reyes de Soteria. Todo cambiaría en cuanto echara abajo la pared. No habría marcha atrás a partir de ese momento. Desenvainó a Semesh en un solo movimiento. Ni bien lo hizo, su espada sagrada le sugirió el mejor conjuro para abrirse paso.
—¡Butra! —recitó Leonard en voz alta mientras apuntaba con su arma sagrada.
El muro frente a él se llenó al instante de profundas y alargadas grietas para luego desmoronarse como si fuera sólo un vidrio roto a pedradas. El conjuro de implosión funcionó a pesar de haberlo usado en una piedra.
El grupo salió de ahí corriendo con Derek, Vilett y Bami a la cabeza. Los siete se adentraron en un largo pasillo de muros blancos con aspecto plástico y aséptico, pisos negros pulidos bordeados por cristales de acceso, y techos en los cuales había compuertas circulares cada tantos metros.
—Qué raro que no hayamos visto a nadie —observó Nayara.
—Aún es temprano —respondió Derek—. Ni siquiera el Gran Arrio ha de estar trabajando.
—¡Chist! —intervino Liwatan— Huelo Legionarios. De seguro no tardaremos en toparnos alguno.
Vilett se detuvo de pronto en una intersección. Bami casi choca por detrás con ella; los demás pararon a tiempo antes de tirarlas.
—El ascensor está al fondo —dijo señalando a la izquierda—. Rápido, antes de que alguien de la alarma.
Los siete corrieron por ese nuevo pasillo. El ascensor los aguardaba al final. Pero estaba cerrado y negro el cristal que lo cerraba. Seguramente la cabina se hallaba en otro piso.
De pronto, el vidrio se corrió para revelar a un pasajero peculiar. Leonard hubiera jurado que se trataba de algún estúpido disfrazado de fantasma con una sábana vieja, de no ser porque no había piernas saliendo de ella y, en lugar de ojos recortados en la tela, una máscara de madera cubría la cara de quien estuviese debajo.
—¡¿Qué?! —exclamó aquel ser con voz asmática.
—¡Agárrenlo! —dijo Liwatan al mismo tiempo que se lanzaba tras él.
Pero el Legionario escapó flotando por el hueco del ascensor. Ahora tendrían que buscar otra ruta porque, lo más probable, sería que de algún modo intentaran atraparlos en ese piso. Al menos eso pensaba Leonard.
—Olvídense del ascensor —dijo serio—. ¿Hay otra salida?
—Por ahí —señaló Bami una de las aperturas redondas del techo.
Leonard se colocó casi debajo de aquella escotilla y pidió a sus compañeros apartarse.
—¡Sertra! —recitó en voz alta.
Una bola de energía, como un pequeño sol azul, salió disparada de la punta de Semesh, su espada sagrada. Un pedazo del techo voló al contacto y dejó un hueco. Luego pasó lo mismo con el del nivel arriba de ellos. Y con otro, y otro más hasta que dejaron de contar. Esperaron a que pararan de caer los escombros.
—Yo los subiré —informó Liwatan.
El Ministro cogió de la cintura a Derek y lo lanzó por el agujero que Leonard abrió. "El que sigue", dijo. Luego arrojó a Teslhar, y a Nayara tras éste. Después hizo lo mismo con las dos arrianas. El último —antes de él mismo subir de un brinco— fue el Maestre Alkef. Una vez en el siguiente piso, Vilett indicó que debían tomar otra intersección que recorría el nivel en diagonal. Lo hicieron. Pero esta vez fueron a la derecha. Según el mapa, debían encontrar otra compuerta cerca de un empalme casi en la orilla del edificio. Ahí volverían a ascender. De esa forma, evitarían toparse con alguna emboscada si acaso ya las habían puesto.
A esas horas de la mañana, el Gran Arrio Osmar solía entrenar en el simulador del piso seis. En ese instante del entrenamiento, un autómata del equipo contrario marcó el punto final de la partida a su favor al disparar su pistola de luz contra él. Tenía a Helyel de compañero. Y eso, por lo general, sólo dificultaba las sesiones. Si no actuaba rápido, lo reñía; si perdía su arma luminosa en combate, lo reñía; si no sincronizaba sus ataques con él, lo reñía. En fin, casi lo reñía por respirar.
—¡Ponte a mis espaldas, pendejo! —Helyel le dio un empujón— ¡Te he dicho millones de veces que, si nos rodean, te pongas a mis espaldas!
—¡Nos rodearon por tu culpa! —rezongó Osmar— ¡Te atrasaste!
—¡No me atrasé, fuiste tú!
—Está bien —dijo Osmar para no prolongar la discusión—. Veamos el resultado mientras el simulador reinicia.
Los autómatas de su equipo y el contrario permanecieron quietos, con las armas arriba. Una pantalla descendió flotando desde el techo y empezó a reproducir la batalla, vista desde varios ángulos, en diferentes cuadrantes. Si bien los segundos finales de la secuencia mostraban que Helyel se quedó atrás cuando los rodearon, Osmar no quiso restregarle en la cara que tuvo razón.
—Parece que sí me atrasé un poco —admitió Helyel mientras atusaba sus largos bucles dorados.
—No importa —respondió Osmar cansino—. Creo que todavía no nos acostumbramos a la inteligencia artificial mejorada de los autómatas. Debe ser eso.
—¡Mi señor, mi señor! —exclamó de pronto una alarmada voz asmática salida de quién sabe dónde— ¡Hay Soterianos en el primer nivel!
Tanto Helyel como el Gran Arrio se volvieron al mismo tiempo.
—¡¿Qué?! —tronó este último.
Lilith, el Legionario sábana, llegó flotando veloz hasta ellos desde el otro extremo de la habitación.
—He visto a Liwatan y un gupo de Soterianos en el primer nivel de la Torre —informó—. Vienen acá ahora mismo, mis señores.
—Conque un ataque sorpresa, ¿eh? —dijo Osmar a la vez que sopesaba sus próximas órdenes
—¿Hay alguien más de interés aparte de Liwatan? —quiso saber Helyel.
—Dos traidoras —respondió Lilith—. Y los reyes de Soteria.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Yo oí que estaban con los intrusos antes de venir aquí a informarles, mis señores.
—Entonces devolvamos la cortesía —Osmar se encogió de hombros—. Haz llegar mis órdenes a tus compañeros y a mis altos mandos —dijo a Lilith—: La invasión a Soteria inicia inmediatamente.
—Sí, mi señor —Lilith hizo una reverencia—. Sus órdenes serán escuchadas por todos.
—Por cierto —contestó Osmar—, Baal tenía cuentas pendientes con la reina de Soteria, ¿o me equivoco?
—Verdad es, señor —respondió Lilith serio.
—Búscalo y dile que esa humana es suya.
Lilith hizo una última reverencia antes de flotar y atravesar el techo. Luego, Helyel dirigió una mirada llena de significado a Osmar.
—¿Qué quieres hacer? —dijo.
—Saludar a estos visitantes inesperados —respondió Osmar sin pensárselo mucho—, desde luego.
—¿Ah, sí? —Helyel arqueó una ceja— ¿Cómo?
Osmar hizo aparecer en su campo visual la bandeja de entrada de su Procesador Neuronal y comenzó a editar mentalmente un mensaje dirigido a todo el personal de la Torre.
—Enviando todo lo que haya disponible —dijo con una sonrisa cargada de perversa satisfacción.
Leonard vio la intersección que Vilett mencionó antes
—¿Es ahí? —quiso saber.
—Sí —respondió ella—. Esa nos llevará cerca de la oficina de mi jefe.
Se detuvieron. Tal como la vez anterior, los demás se pararon detrás de Leonard y él lanzó el conjuro Sertra para romper la compuerta y el techo encima de ellos. Aguardaron a que dejaran de caer escombros.
De pronto, las otras compuertas redondas se abrieron para dar paso a autómatas esféricos. Ya habían peleado con otros como ellos antes, en el campamento Verken. Y, al igual que sus hermanos, estos también sacaron cañones de ametralladora por unas rendijas en la parte inferior. Las máquinas —tan grandes como estufas— flotaron hacia ellos a la velocidad del vértigo.
—¡Activa tu conjuro escudo! —pidió Semesh a Leonard con su voz audible sólo para él.
Las ráfagas de ametralladora destrozaron las paredes y piso al rebotar contra las barreras que, tanto el Maestre Alkef como Derek y Nayara, levantaron. Los arrianos técnicamente no usaban armas de fuego. Ellos no propulsaban sus municiones con pólvora sino con electroimanes ensamblados en los tubos de sus armas. A pesar de ello, las balas trazaban estelas blanquiazules en el aire. Quién sabe de qué metal las harían. De magnesio seguramente no, ya que era paramagnético.
—¡Tápense los oídos! —gritó Teslhar.
Todos, menos Liwatan, lo hicieron. Enseguida, él dio un aplauso. Los autómatas esféricos estallaron donde estaban. Pero fueron reemplazados por otro pelotón casi al instante.
—¡Me toca! —Derek se adelantó a lanzar un relámpago de la punta de su espada sagrada.
—Andando —dijo Liwatan—. Se nos acaba el tiempo.
Otro pelotón de esferas apareció para sustituir a los caídos.
—Sube a los demás —insistió Derek—. Yo los cubro.
—Dales entonces —respondió Liwatan—. Si llegan a aparecer Legionarios, y no puedo ayudarte, decapítalos de un solo tajo. Sólo así podrás deshacerte de ellos.
Parecía que el Ministro tuvo razón en darle ese consejo al rey de Soteria. Porque una sustancia roja que apestaba a chiquero, y tenía consistencia parecida a la brea, comenzó a manar de los autómatas destrozados y en un instante se aglutinó hasta formar bestias. Los Jabalíes con largos colmillos y ojos refulgentes como vidrio fundido que nacieron de ese brebaje hediondo corrieron hacia ellos. Disparaban bolas de lumbre de sus fauces a una velocidad inquietante a la vez que corrían.
Mientras Liwatan ayudaba a Nayara y las arrianas a subir, Leonad, Teslhar y Derek se dedicaron a cortar cabezas con sus espadas sagradas al mismo tiempo que esquivaban disparos o los pequeños incendios dejados por los proyectiles enemigos que impactaron en el suelo.
Llegó el turno de que Teslhar subiera. Liwatan prácticamente tuvo que estirarlo por el brazo para hacerlo subir al siguiente piso, ya que no deseaba irse sin acabar con aquellos cerdos infernales. Después vino el de Derek, aunque con él no hubo tanto problema, casi escaló solo. Leonard se encargó de los últimos cerdos. Pero, de pronto, un sujeto de gabardina descendió por una de las compuertas. Tenía puesto un sombrero de cuero, guantes y una máscara con gafas y pico que le daban aspecto de cuervo. Recordaba un poco a esos médicos da la Tierra que diagnosticaban la peste bubónica durante el medioevo. Pero había algo inusual en ese individuo. Sus piernas tenían las rodillas al revés, como si fueran las patas traseras de un animal, y garras de ave rapaz en lugar de pies.
—Azazel —masculló Liwatan—. Basta ya. —Se acercó a Leonard—.Yo me encargo de este.
—¡Venga! —exigió el Legionario mientras extendía sus alas de cuervo y la máscara de cuero ahogaba su voz cavernosa— ¡Hace siglos que quiero tu cabeza! —Desenvainó una cimitarra de una funda en su espalda.
Liwatan fue directo hacia él mientras Leonard subía al próximo nivel ayudado por sus compañeros.
—¡Rápido! —dijo Nayara— ¡Alguien viene!
Tenía razón.
Un cristal de acceso en el costado izquierdo del corredor voló en pedazos. De él salieron seis arrianos, con sus uniformes militares blancos y entallados como una segunda piel. Caminaron en fila hasta cerrar el paso. Eran altos y casi esqueléticos. Tenían el cabello teñido cada uno como un color del arcoíris. El que parecía el líder del grupo había quedado al centro de la formación. Llevaba la melena pintada de verde.
—No irán a ningún lado, Soterianos —dijo el jefe—. Sus vidas terminan aquí.
Eran Soldados de Elite, como Moriah.
Casi todos llevaron a la fiesta un arma arrojadiza. El que llevaba la voz cantante sostenía un par de discos; el de cabellera roja, una jabalina; el de naranja, un par de bumerangs; el de amarillo, arco y flecha; el de azul, algo parecido a shurikens desproporcionados en cada mano; el de índigo, dos hachas de guerra. Al verlos, Leonard tuvo la desagradable sensación de que faltaba uno. Pero no estaba seguro. Lo mejor que se le ocurrió en ese instante fue permanecer alerta por si aparecía durante la pelea.
Los soldados atacaron al mismo tiempo.
Derek bloqueó el ataque de los seis con su conjuro escudo. Estiró los brazos hacia el frente y, al instante, las armas enemigas chocaron contra el domo invisible que él alzó. El armamento de los Soldados de Elite resultó más sofisticado de lo que supusieron el Maestre Alkef y quizá también sus compañeros. Los discos giraban alrededor de la cima del domo para cortarlo con sus bordes afilados. El arquero sacaba las flechas del carcaj y las disparaba a tal velocidad que no se veía el movimiento de sus brazos. El de las hachas hacía lo propio, también a velocidad aterradora, aunque estas volvían a sus manos después de impactar. Los bumerangs rebotaban pero insistían de inmediato. Los shurikens volaban de los dedos de su dueño como disparados por ametralladoras. La jabalina era la más lenta. No obstante, se partía en cientos de fragmentos al rojo blanco cada vez que la arrojaban, antes de reintegrarse frente a su propietario y que éste la cogiera de nuevo.
—¡Rodéenlos! —ordenó el peliverde, y lo enfatizó haciendo un ademán con el brazo.
—Agáchense —exigió Nayara a secas.
Ella extendió el brazo izquierdo, con el cual empuñaba su espada sagrada. La hoja se alargó hasta llegar al otro lado del pasillo. Demasiado rápido para ser vista. El contraataque no dio oportunidad al líder de los Soldados de Elite de siquiera cerrar la boca. Se quedó con el dedo en alto, tal como había hecho el ademán de rodearlos. El estoque ultra largo le entró por un ojo. De su cráneo salieron cientos de puntas metálicas afiladas y largas que también ensartaron las cabezas de los otros cinco hostiles. Todos quedaron con las miradas vidriosas, boquiabiertos, y sus armas aún en alto. Las dejaron caer. Después, comenzaron a sacudirse en medio de espasmos.
La visión de seis infelices empalados por la cabeza en una telaraña de acero resultaba inquietante. Hasta para Leonard. Nayara los fulminó en un instante. Él siempre había creído que el Tormento de Agujas, ese conjuro que recién vio en acción, no era letal. Pero tal parecía que sí cuando la víctima recibía el golpe de aquel modo.
Su Majestad retrajo la hoja de su espada y los muertos, ya libres del conjuro, cayeron con un golpe seco.
—Olviden lo que han visto —dijo muy seria—. Vámonos.
No habían andado tres metros cuando una pared tras ellos se vino abajo. La causa fue el Soldado de Elite que faltaba. Tenía el cabello violeta, una musculatura de campeón atlético y un mazo tan grande como un viejo televisor.
Vilett y Bami regresaron casi corriendo.
—Nosotras pelearemos —dijo Vilett sin mirar atrás.
—Gracias —respondió Nayara—. Espero verlas de nuevo pronto. —Se puso en marcha a paso veloz.
El rey Derek, Teslhar y Leonard la siguieron. Las dos arrianas pusieron puños a la obra ni bien ellos les dieron la espalda. Sin embargo, el soldado se las apañaba muy bien para bloquear sus golpes y responderles con mazazos.
—Alguien tendrá que buscarlas después —sugirió Derek mientras corría—. Recuerden lo que dijo Liwatan.
—Las esperaremos en el siguiente piso —respondió Nayara sin aminorar la marcha—. No podemos seguir sin Liwatan o ellas.
Unos instantes después, tuvieron que ir despacio para pasar entre los cadáveres de la matanza anterior. A Leonard se le ocurrió mirar atrás a ver cómo iban Vilett y Bami. Por desgracia, la suerte no las favorecía. El Soldado de Elite las tenía cogidas por el cuello y las hacía chocar cabeza con cabeza mientras repetía con voz idiota "un besito, otro besito". El Maestre Alkef estuvo a punto de darse media vuelta y lanzarle el conjuro Sertra para rescatarlas. Ni bien lo pensó, un enorme hoyo en el suelo se abrió de golpe frente a él. Liwatan fue arrojado a través de él desde abajo. Venía envuelto en una gruesa y gigantesca telaraña de aspecto inmundo.
—¡Mierda! —soltó Leonard a causa de la sorpresa.
—¡Sigan sin mí! —dijo Liwatan mientras se ponía en pie a duras penas.
—¡No!
Azazel voló desde el piso inferior. Enseguida, se abalanzó sobre Liwatan e intentaba atacarlo con las garras de sus pies. El Ministro había sacado sus propias alas de donde las tuvo escondidas todo el tiempo y las usaba como escudos. Las uñas del Legionario sacaban chispas al arañar el plumaje añil con círculos dorados, como la cola de un pavorreal.
Leonard aprovechó la distracción y empuñó a Semesh con todas sus fuerzas.
—¡Sertra! —recitó a gritos.
La punta de su espada disparó un sol en azul miniatura y le dio de lleno a la espalda de Azazel. No le hizo ni un rasguño. El Legionario dejó a su víctima en paz y se dio media vuelta. Lanzó un chillido antes de ir contra el Maestre.
Leonard se preparó para lanzar otro conjuro, pero Semesh le pidió retroceder. Tenía en mente usar otro.
Nayara y Derek se interpusieron y enfrentaron a Azazel en su lugar. El rey lanzó un relámpago de su arma sagrada. Enseguida, la reina usó el conjuro del Tormento de Agujas en el Legionario. Consiguieron torturarlo con eso lo suficiente para darle tiempo a Leonard de hacer lo que Semesh quisiera.
—Usa el conjuro Ag nahesh ude —sugirió Semesh dentro de los pensamientos de Leonard.
—Pero todavía no lo domino —replicó éste de igual modo.
—Sólo hazlo. No importa si no lo dominas aún. Yo me encargo del resto.
Leonard lo recitó como Nayara le enseñó la noche anterior. Semesh comenzó a flotar de manera errática pero constante junto a él. Dirigió lo mejor que pudo a su espada sagrada por el aire, la cual voló rápido hacia Azazel. No obstante, al Maestre Alkef casi le resultaba imposible mantener derecha la hoja de su arma. En un momento dado, ésta comenzó a dar giros porque a su dueño le costaba concentrarse. Si bien estaba protegido detrás de Sus Majestades, no debía perderlos de vista o acabaría herido.
—¡No importa si tu espada va chueca! —aconsejó Nayara— ¡Sólo acierta una vez!
Leonard no necesitó ser superdotado para entender el consejo.
Azazel intentó coger a Semesh al vuelo. Pero los giros que daba le hicieron fallar. El arma soltó un revés que, casi seguro, él no esperaba. Su cabeza se desprendió e hizo un ruido como el de un costal de arena al caer. Luego, el cuerpo del Legionario se desmoronó cual terrón pisoteado. La espada de la reina se retrajo de inmediato mientras que la de Leonard cayó con un tintineo breve. "Mideh, Semesh" recitó él para que su estoque flotara de vuelta a su mano.
Para entonces, las arrianas habían logrado soltarse del agarre del Soldado con cabello violeta. Leonard no vio cómo lo consiguieron. Pero ahora Bami lo tenía sujeto con una llave al cuello mientras Vilett levantaba —a duras penas— el mazo.
—¡Allá vamos! —dijo Liwatan mientras cortaba con su espada las telarañas que Azazel le escupió encima.
No hizo falta. Después de tres golpes, Bami y el hostil cayeron juntos. Pero ésta se levantó aprisa y cogió una barra metálica de entre los escombros del hoyo por el cual subieron. La clavó a dos manos en el pecho de su oponente. Y para rematar, Vilett reventó la cara del enemigo a mazazos. Al terminar, se recargaron en una pared, donde reposaron por un momento. Respiraban agitadas mientras el sudor mezclado con sangre escurría de sus frentes.
Leonard se acercó a ellas. Lo miraron serias.
—¿Hay otra forma de llegar al piso seis? —quiso saber.
—Los ascensores —respondió Vilett—. Pero ya deben estar vigilados.
Helyel vio al Gran Arrio Osmar dirigirse al cristal de acceso del cuarto donde se ubicaba el simulador de combate. Pero permaneció tras él. Éste se detuvo a medio camino, y volvió algunos pasos atrás.
—¿Ocurre algo? —quiso saber Osmar.
—Nada importante —respondió Helyel—. Sólo recordé algo que debí hacer hace rato.
—Pues escogiste un mal momento. Liquidar a los intrusos es más importante que tus olvidos.
—De hecho, lo que olvidé es más importante para mí —Helyel se dio media vuelta y caminó hacia la salida al otro extremo del simulador—. Tu puedes solo con ellos y, si no, estaré contigo en un rato.
No quiso escuchar las protestas de Osmar, quien ladraba a sus espaldas. Él sabía que era un inútil y sus tropas un regimiento de incompetentes. Pero no podía restregárselo. Sus Legionarios andaban por donde mismo. Es más, no le extrañaba considerar que alguno perdiera la forma física en combate, derrotado por el estúpido de Liwatan o —peor aún— los humanos. Por eso ofreció ayuda al Gran Arrio. No obstante, debía atender primero asuntos más importantes. No iba a detener sus demás planes porque un mortal se lo pidió.
El cristal de acceso se volvió traslucido para indicar que podía cruzarlo. Herbert Lloyd lo esperaba del otro lado.
—Te he dicho que no me busques aquí —soltó Helyel—. ¿Por qué no me esperaste donde siempre?
—Mi señor —el científico hizo una reverencia—, es que hay noticias importantes del... "asunto".
—Por tu bien, que sean buenas —Helyel machacó su delicado pero firme índice en el pecho de Herbert—. Ya bastante tengo con que Liwatan viniera a buscarme.
—Más que buenas. Son excelentes, señor.
—Bien. Vamos a la sala del piso treinta.
Se dirigieron al ascensor en el otro lado del pasillo. Lo abordaron de inmediato y empezó el ascenso al nivel donde se ubicaba la sala de reuniones más discreta de Elutania. Era el único lugar insonorizado, sin micrófonos o circuitos de videovigilancia en todo el edificio. Osmar lo utilizaba para reuniones confidenciales. Y Helyel también, por lo general sin pedir permiso, pues hacerlo demandaba un trámite bastante engorroso. No había papeleo. Pero requería muchas autorizaciones a menudo difíciles de conseguir. Ahí era donde Herbert debía aguardar. Si no obedeció, tal vez sus noticias de verdad eran tan excelentes como afirmaba.
—¿Cómo está Sergaia? —quiso enterarse Helyel.
Herbert sólo movió la cabeza de lado a lado por toda respuesta. No había más que preguntar.
—Pobre infeliz —respondió Helyel con fingida lástima—. Pero él sabía los riesgos de ser mi nuevo cuerpo.
Sergaia Mezak era un soldado de Elite. Un virtuoso de la telekinesis. Helyel lo había escogido para convertirlo en su nueva forma física una vez que ambos cruzaran las barreras entre la Tierra y Eruwa. Por desgracia, el desafortunado no soportó a la primera prueba. Ésta consistía en que se volvería huésped de su amo por quince minutos. La intención era averiguar si podría vivir parasitado. Pero el desdichado comenzó a retorcerse de dolor y vomitó sangre y sus ojos y oídos comenzaron a sangrar en apenas treinta segundos.
Helyel llevaba entonces un par de décadas buscando nuevo huésped. Pero había obtenido fracaso tras fracaso. El hijo mayor de Osmar fue el único que resistió; y quizá porque aún era fuerte y muy joven cuando se posesionó de él.
—Quizá debería intentar con otro niño arriano —reflexionó Helyel—. Últimamente los voluntarios adultos casi nunca resisten.
—Descuide, ya no harán falta más voluntarios —insinuó Herbert.
Helyel le dio una mirada de arriba abajo. ¿Significaba lo que él creía?
—Parece que ocurrió algo interesante en Walaga* —soltó con ironía.
—Y muy a tiempo. —La sonrisa amarillenta de Herbert delataba su satisfacción—. Al fin hemos terminado.
—Supongo que tendrás más pruebas aparte de tu lengua.
—Las tengo —Herbert sacó de su bolsillo un vividpro y sostuvo frente a él como para que lo viera—. Le mostraré cómo terminamos con su encargo.
—Sabes, esas cosas siempre me han parecido simples polveras —Helyel señaló el vividpro—. Pero, de cualquier modo, me encanta que tengan tanto almacenamiento. Ya quiero ver lo que hicieron. Estoy seguro de que ahora sí ha ido bien.
—Mucho más que bien. Tanto que ya no necesitaremos a los arrianos ni a su tecnología.
La voz electrónica del ascensor anunció la llegada al piso treinta. Helyel se relamía al imaginar qué lograron con su encargo secreto éste Herbert Lloyd a su lado y sus otros dobles alojados en Walaga*.
*Se pronuncia "Fálaga"
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