LA ADVERTENCIA DE LHAR


Leonard y Rashiel siguieron al portero Geryard hasta el pie de la Gran Escalinata del vestíbulo, donde el hombrecito se detuvo otra vez a recuperar el aliento. Sus piernecitas de enano no daban para más.

—Gracias —Leonard se acercó un poco a él—. Pero, nosotros buscaremos la calesa.

—No hará falta —jadeó el pequeñín—. El Sumo Sacerdote envió el carruaje de la casa pastoral.

Eso era nuevo. Nunca habían tenido uno.

—Seguiremos desde aquí de cualquier modo —contestó Leonard.

El Ministro y el guerrero cruzaron el vestíbulo y salieron del palacio. Un coche rojo tirado por dos caballos esperaba en la calle Gardner, fuera del enrejado de la explanada. Cruzaron deprisa hasta el transporte.

—Fue un donativo de Sus Majestades para el sacerdote Shmuel Mancini —explicó Rashiel.

—Ya lo imaginaba.

Subieron.

El carruaje dio una veloz media vuelta para enfilarse en sentido contrario por la misma avenida donde estuvo aparcado. El cochero fustigó a los caballos. Los cascos golpeteaban el adoquinado mientras casas, restaurantes, bancos, tiendas de ropa, locales de cambistas, kioscos del periódico —cerrados a esa hora— volaban por la ventanilla. En unos minutos, arribaron a la plaza pentagonal de Fifth Corner. El sol comenzaba a asomar su despeinada cabellera sobre los techos cuando las farolas del alumbrado público se apagaron por su cuenta (Seguro fue la Guardia Nocturna con un interruptor maestro; en Soteria nunca se desarrollaron fotoceldas). Entraron al distrito de Lestershire tras pasar junto a una residencia de cuatro plantas y gablete, ventanales cubiertos con postigos y dos chimeneas... la cual ocupaba dos esquinas en la primera cuadra de aquel sector.

El viaje acabó cuatro cuadras más adelante, frente a la Casa Pastoral de la Iglesia Olamita.

Leonard notó, al bajar del carruaje, lo limpia que se veía la calle. Hasta daba la impresión de que podría revolcarse en el adoquinado sin ensuciar más su ropa. También había estandartes reales colgados de pequeños postes de hierro en al menos cada cuadra o, si no, en algunas ventanas.

Rashiel tocó fuerte la campanilla fija al marco de la puerta. De hecho, la madera se veía como nueva y la campanilla parecía recién pulida. Incluso, se notaba que también reaplicaron estuco a la fachada hacía poco.

—Ah, sí —El Ministro se rascó la cabeza—. Los reyes están remodelando toda la ciudad desde el año pasado.

—Les falta en qué gastar el erario —señaló Leonard divertido.

—Sip. Están gastándolo en grande. Cambiaron los ladrillos en muchos edificios del centro. Ya no hay calles empedradas; ahora todas tienen adoquines. Hasta pusieron esos postecitos ridículos con el nuevo estandarte real por todos lados.

El sacerdote Shmuel abrió. Los hizo pasar enseguida y cerró tras ellos.

—Perdonen la tardanza —dijo grave—. No había nadie y soy el primero en llegar. Síganme, por favor. Tenemos algunas noticias bastante serias.

El vestíbulo había cambiado poco. Sus pisos y columnas de mármol fueron lustrados. También los paneles con relieves chapados en oro de las paredes y el pasamano de bronce en las escaleras de caracol. Pero, las cortinas de seda en los ventanales ahora eran verdes con bordes dorados. Quitaron las rojas.

—¿Fueron a la oración matutina? —Rashiel caminó por detrás del religioso. Leonard lo imitó.

—Sí. Acaba de terminar. Tuve que dejar al doctor Kris Flaug solo con nuestros —el clérigo hizo una pausa, como si las palabras se atoraran al salir de su mente—... visitantes.

¿El doctor Flaug? ¿Acaso no vivía en Elpis? ¿Y qué clase de visitantes necesitaban un médico tan temprano?

Los tres subieron a la segunda planta. Rashiel empujó haciendo gestos las dos hojas de la puerta de la primera habitación. Eran de roble lacado y tenían pomos de platino. Por eso pesaban tanto. Ni bien pusieron un pie dentro, Leonard descubrió quiénes eran los visitantes del Sumo Sacerdote. Le produjo tanta extrañeza que ellos debieron notarlo enseguida, pues le devolvieron la mirada de asombro. O así parecía. Aquel embarazoso silencio duró instantes sin fin hasta que el arriano se incorporó a duras penas en la cama donde lo acostaron para que Kris Flaug le curase el muñón fresco de la pierna izquierda. Era muy alto. Su único pie sobrepasaba el borde del colchón.

El médico tenía de asistente a una diaconisa anciana cuyo hábito amarillo acabó salpicado de rojo. Al parecer, no consiguieron enfermera rápido o las dos clínicas cerca de la Casa Pastoral no quisieron facilitarles alguna. Por alguna razón, Leonard le hallaba al doctor Flaug cierto aire a Sigmund Freud, debido quizá a una fotografía de éste último que vio en Wikipedia años atrás.

Una mujer con cara de niña estaba sentada en una silla de mimbre, en el rincón junto una ventana. Vestía un entallado uniforme militar arriano y llevaba el cabello recogido en dos pequeñas coletas: una azul y otra roja. Su expresión y el papel pintado de beige y marrón en las paredes daban a la escena un toque fúnebre. La diaconisa abandonó el cuarto llevando un fardo pequeño de sábanas teñidas en sangre.

—Leonard Alkef llegó —anunció el sacerdote Shmuel, pero no hubo respuesta—. Señor Lhar —insistió—, he dicho que ha llegado Leonard Alkef.

—Gracias —respondió el paciente del doctor Flaug—. Y no soy sordo. También hablo Soteriano.

A Leonard le pareció familiar.

—Tienes razón —Lhar se acomodó para encarar al Maestre—. Intenté capturarte en Monterrey... aunque me conociste antes. ¿Recuerdas aquella misión con tu amigo —alzó el mentón para señalar a Rashiel—, en Siberia, hace dieciocho años?

—Sí... ¡ya recuerdo! —terció Rashiel—. No quisiste pelear después de que vencimos a tus exploradores.

—Tenía mis razones, Ministro. —Hizo una mueca de dolor al intentar enderezarse—. No fui cobarde. Y tampoco estoy aquí porque quiera. Mi compañera Bami y yo somos parte del Club del sueño. Fui yo quien les dio la ubicación de la máquina de portales en la Tierra...

—¡Ah! ¡Entonces hablamos ayer!

—Quiero pedir un favor. —Lhar alzó la mano como para callarlo—. Leonard, ¿sabes qué es un neuropro?

—No tengo idea —respondió el aludido.

—Es un implante cerebral que todo arriano debe tener, según las leyes de Elutania...

—No quiero ser grosero —dijo Leonard—, pero mejor ve al grano. Debemos prepararnos para un ataque.

—Como quieras —Lhar siseó entre dientes, seguramente de dolor, cuando Kris Flaug apretó los vendajes del muñón de la pierna—. El neuropro puede enviar y recibir mensajes; ya sean personales o del gobierno. Y antes de que mi compañera y yo desertáramos, recibimos un último comunicado del Gran Ario: adelantarán la invasión a este mundo.

—Entonces, avisaremos a Sus Majestades de inmediato.

—De inmediato es tarde. Te quedan menos de cuarenta y ocho horas.

—¡¿Y por qué nos avisas hasta ahora?!

—¿Qué no es obvio? ¡Acabo de recobrar la conciencia! —Lhar golpeó el colchón con las palmas de ambas manos— Bami se preocupó de mí primero porque, en nuestro ejército, no dejamos morir a nadie. Juzgó mi vida más importante que tu estúpido recado. Además, ayer te pasaste toda la tarde inventariando armamento. Anda. Di que no.

—Tienes razón —admitió Leonard—. No vale la pena discutir por eso. Ya teníamos una estrategia, así que la comenzaremos de una vez.

—Yo me uniría a ustedes pero, como puedes ver, no sirvo de mucho ahora. Sólo puedo convencer a tu rey.

—Doctor, ¿cree que podamos llevarlo al palacio?

—Lo dudo —contestó éste—. Si bien los arrianos sanan más rápido que nosotros, el señor Lhar sigue débil por la pérdida de sangre —empujó sus gafas con el dedo—. Fue un milagro que la señorita tuviera el mismo tipo.

—Sí —Lhar sonrió—. Es irónico que tus doctores conozcan los antibióticos pero no la anestesia. Sin ofender.

—Yo... iré en lugar de... mi comandante. —Se ofreció Bami, pero entrecerraba los ojos al decirlo y se oía como si lo leyese en alguna parte con dificultad.

—¿Cómo te sientes? —quiso saber Leonard.

—Estaré bien —respondió ella un instante después.

—Muy bien, andando —le hizo una seña—. Pero no te vayas a desmayar en el camino.

La arriana se levantó y salió de la habitación tras Leonard, el Sumo Sacerdote y Rashiel. Bajaron a la sala deprisa. Pero tuvieron que esperar un momento. El cochero se había ido mientras estaban en la planta alta y quién sabe desde cuándo.

—Les ruego disculpas —dijo el clérigo—, mandaré por el otro carruaje. —Dio media vuelta y se dirigió hacia un pasillo tras la pared del fondo de la sala—. Vuelvo en un santiamén.

—Tu nombre es Bami, ¿cierto? —quiso saber Leonard.

Ella asintió con la cabeza.

—Bien, ¿crees poder explicarme qué es el Club del sueño?

—Lo intentaré —respondió Bami. Su voz sonaba temblorosa—. Estoy... usando mi neuropro... para entenderte.

—Esfuérzate, por favor. Y que sea rápido. No nos queda mucho tiempo.

Rashiel intervino de pronto. Posó una mano en el hombro de la arriana y dijo algo en la jerga de Elutania: "Si careste io helsere quid von sandexe Mastre". Ella sólo sonrió y volvió a asentir con la cabeza.

—Tendré que ayudarle un poco —Ahora el Ministro encaró a Leonard—. El neuropro es más o menos como tener un Smartphone y una Laptop en un solo circuito que te implantan en el cerebro. —Señaló su sien—. Pero va más allá. Mucho. Los gobiernos arrianos y Helyel los usan para monitorear a sus ciudadanos. Así saben qué ven, oyen, piensan o hacen. Y no sólo eso. Conocen tu ubicación en tiempo real y tienen acceso a tus llamadas telefónicas y correos electrónicos... por llamarlos de algún modo. Allá les dicen de otra forma.

—Ya veo —soltó Leonard—. Es el Gran Hermano futurista.

—Pero el neuropro es débil —terció Bami—. Alguien, el príncipe Sleden, encontró cómo evitar el monitoreo.

—Hackeó el aparatejo ese —completó Rashiel.

—El príncipe Sleden creó un módulo —continuó Bami—... o sea, un programa... que engaña al gobierno. Les hace creer que estás en otro lado. Dormido o haciendo algo diferente. Él inició una rebelión y... todos los miembros usan ese módulo para reunirse... en secreto.

—Entonces el Club del sueño son los rebeldes que quieren expulsar a Helyel de Elutania —dedujo Leonard.

—Diste en el clavo —Rashiel soltó una risilla—. Ya sé que el nombre es estúpido pero le vino muy bien. Y es que ese módulo se descarga al neuropro como un remedio para el insomnio.

—¿Y el gobierno no detecta quién lo descarga o no tienen acceso al código fuente para ver cómo funciona?

—Aquí está el código fuente real —Bami sacó una especie de laminilla dorada de un bolsillo en su cadera.

Leonard supuso que esa laminilla contenía otro programa que sustituía o agregaba funciones al que iba instalado en el neuropro. Así el gobierno se confiaba. Claro, su socio de la Tierra, Luis Armando, podría entender eso mejor que él. Dicho sistema parecía sofisticado aunque de seguro tenía limitaciones. ¿Qué sucedía si una cámara de vigilancia te captaba en la calle y el registro de tu ubicación indicaba que deberías estar en casa?

El sacerdote Shmuel reapareció por donde se había ido rato antes.

—El cochero los espera enfrente —informó.

—Gracias —respondió Leonard—. Pero sería bueno que nos ayudara también a reunir a los voluntarios para destruir la máquina de portales. ¿Se acuerda de quiénes eran?

—Sí, muchacho. Los recuerdo. Iré después de dejarlos en el palacio.

Los cuatro salieron de la Casa Pastoral por la puerta frontal. Otro carruaje los esperaba. El cochero —un chico de cabello aborregado y manchas de vitíligo en la cara— estaba en pie junto a la portezuela y la abrió por ellos. Los pasajeros subieron y se acomodaron dentro con rapidez. El conductor volvió a cerrar y, un momento después, el coche volaba rumbo al palacio por la calle Gardner.

—Espero que Derek no necesite muchas explicaciones sobre Bami —dijo Leonard.

—Seguramente no —respondió Rashiel—. Aunque es tan bestia que querrá hacerla jurar lealtad. Y tú sabes cómo es eso.

—Ya lo imagino.

Leonard dudaba que los reyes de Soteria hubiesen dejado de lanzar el conjuro Corazón de Acero a quienes obligaran a jurar lealtad al reino. Pero sólo Olam sabía. Ese encantamiento era jodidamente doloroso. Además, la víctima moría atravesada por miles de puntas metálicas tan pronto la traición cruzaba por su cabeza.

—Aun cabe la posibilidad de que las espadas sagradas de Sus Majestades les prohíban usarlo —dijo Rashiel.

Bami viajaba en el asiento frente a ellos. Tal vez no entendía mucho pero se notaba inquieta. Tenía las piernas cruzadas y las cambiaba de posición con insistencia, además, no dejaba de balancear el pie. Si no dedujo qué podría ocurrirle por las palabras de los soterianos, de seguro lo leyó sus mentes sin que lo notaran. Lhar hizo algo similar antes, en la habitación donde lo curaban. Leonard no se dio cuenta hasta que reveló frente a todos su intento de captura en Monterrey.

—Tranquila. —El sacerdote Shmuel, que se había sentado junto a ella, la rodeó con un brazo sin oposición—. No pasará nada, te lo prometo.

—A propósito —Leonard recordó algo en ese instante—: si ese arriano, Lhar, es aliado nuestro, ¿por qué trató de capturarme en Monterrey?

—¿Por qué eres tan bestia? —Rashiel negó con la cabeza— Él es un oficial arriano. Tenía que fingir. Después iba a liberarte para que escaparan juntos acá, pero te adelantaste... y también ese tal Bert ayudó a arruinar el plan.

El carruaje se detuvo frente al palacio.

—Nos reuniremos en el Jardín Interior apenas recoja a Jarno y a Bastian —avisó Shmuel.

Rashiel y Leonard bajaron rápido y, aun así, les tocó el cambio de porteros.

—¿Quién puede llamar al rey? —preguntó el Ministro— Es urgente.

El guardia alto, calvo y barbado que recibía el turno se ofreció enseguida. Ellos lo siguieron. Si Leonard mal recordaba, los otros guardias apodaban Viejo Brutus a ese hombre. El pequeño Geryard se quedó en el portón aunque su jornada terminó hacía rato. Bami no bajó del carruaje inmediatamente. Pero, cuando lo hizo, corrió y los alcanzó antes de que cruzaran la explanada del palacio. En cuanto llegaron todos al vestíbulo, el portero se detuvo y dio media vuelta para encararlos.

—Esperen aquí por favor —demandó con voz monótona—. Su Majestad vendrá enseguida.

Luego, subió por la escalinata hasta perderse de vista. Momentos después, reapareció con Su Majestad Nayara. La acompañó hasta el vestíbulo. Luego, hizo una reverencia antes de marcharse caminando en reversa, para no darle la espalda. En Soteria —y probablemente otras monarquías— se consideraba de mal gusto dar la espalda a los reyes, aunque fuera para salir del mismo cuarto o abrirles las puertas.

La reina llevaba puesto un vestido largo de lana, blanco con mangas negras, tacones de aguja, sus rizos acomodados en una redecilla atada con listones. Parecía arreglada para ir a la iglesia o un funeral.

—Lamento que mi marido no pueda atenderles. —Cruzó las manos por enfrente—. Pero yo los escucharé.

—Pues yo lo lamento más, Majestad —Leonard hizo una reverencia—. Hemos recibido informes de que los arrianos adelantarán la invasión a Soteria.

Nayara no parecía sorprendida por la presencia de Bami. Quizá le avisaron que venía con ellos.

—Bueno —respondió—, si los arrianos pueden adelantarse, nosotros podemos más. —Luego, se acercó un poco a Bami—. ¿Sabes dónde encontrar la máquina de portales?

—Yo los guiaré —La arriana hizo el saludo militar usual en su mundo: el puño derecho sobre el corazón.

—Adelante entonces, yo avisaré a mi marido para que se reúna con ustedes en...

—En el Jardín Interior. Y dígale por favor que el Sumo Sacerdote ha ido a recoger a Bastian y a Jarno Krensher.

—Muchas gracias —Ahora fue la reina quien hizo reverencia—. Se lo diré todo a mi esposo.

Luego, ella subió por la escalinata y se perdió de vista en la segunda planta. "Andando", dijo Leonard a los demás y salieron al Patio de Armas por un corredor. Cruzaron también ese patio, y el siguiente hasta pasar la fuente de granito y los rosales que la difunta reina Sofía plantó de joven alrededor de ésta. Una vereda adoquinada los condujo hasta un amplio campo lleno de flores en cuyo centro había otra fuente, bajo la sombra de unos robles muy viejos y altos. Se sentaron en un banco de forja al pie de un árbol a esperar que Derek llegara.

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