EN CASA DE ELI SAFÁN
Fue la primera vez en todo el día que al Sacerdote Shmuel Mancini le alegraba toparse con un arriano.
—¡Allá está! —dio un leve codazo a Aron Heker para llamar su atención.
—¿Dónde? —quiso saber.
—Ahí —el Sumo Sacerdote indicó el sitio señalando con el mentón—. Sentado en el suelo; en la otra esquina.
Aron se detuvo y frunció el entrecejo por un momento. Luego volvió la cabeza para encarar al clérigo.
—Ya lo vi —dijo—. Andando.
Ambos apretaron el paso tanto como el hábito y los meniscos de Shmuel permitieron. Erik Bellido... mejor dicho, Teslhar, parecía bastante lastimado. Pero no fue hasta que se acercaron más a él cuando el anciano sacerdote puso más atención a la escena a su alrededor. Esa zona del distrito de Upperhills estaba más destrozada que el resto de la ciudad. Dos manzanas enteras —hacia cada punto cardinal— quedaron reducidas a escombros. Aunque no había tantos restos de autómatas como en otras partes. Sólo un cadáver decapitado yacía sobre el pavimento. Todo indicaba que a los invasores les ordenaron alejarse de ese barrio. ¿Por qué? ¿Acaso la causa de los destrozos en esa parte de Soteria tuvo algo que ver?
Aron y Shmuel no tuvieron que ir a ponerse en cuclillas frente a Teslhar. Él mismo debió notar que venían, pues se levantó de inmediato y caminó de forma dolorosa para encontrarse con ellos. Sangraba por la nariz y tenía cardenales en la cara y llevaba camisa desgarrada y el pantalón roto.
—¡Muchacho! —Shmuel extendió los brazos— ¡Mira cómo te han dejado!
—¡¿Qué?! —dijo Teslhar casi a gritos.
—Que te molieron a palos —respondió el sacerdote.
—No oigo nada —Aclaró Teslhar— ¿Conoce el lenguaje de señas?
Shmuel hizo un gesto rápido con las manos. Respondió a la pregunta de Teslhar articulando la frase "un poco" en señas. Gracias a Olam, él conoció —durante sus años como capellán del ejército— al soldado que desarrolló ese método de comunicación. Incluso el sacerdote recordaba que lo probaron con un pelotón en el cual todos quedaron sordos tras operar una batería anti-naval por veinticuatro horas consecutivas durante la batalla de Karskov. Pasó hacía bastante pero aún conservaba el recuerdo fresco.
Enseguida, Teslhar explicó a señas qué le había sucedido.
—¿Ocurre algo? —Aron arqueó una ceja al preguntar.
Shmuel lo encaró.
—Acaba de matar a Arrio —contestó serio—. ¿Te acuerdas del descabezado que vimos hace rato?
—Ajá —asintió Aron despacio.
—Bien, ese era él.
—Entonces larguémonos antes de que...
Aron Heker no pudo completar la frase. Seis autómatas de combate arrianos aterrizaron alrededor de ellos.
—Olvídelo —masculló el Maestre Heker con un dejo de rabia.
El arriano que parecía ser el líder del pelotón removió el casco de su máquina. Tenía una nariz tan achatada que recordaba a un hocico de cerdo. Las gruesas cejas curvadas hacia abajo y su frente prominente le conferían un aspecto cómico y amenazador. Su yelmo tenía una cresta blanca transversal; tal vez era un oficial de alto rango.
—Mesare tossi —dijo con voz cavernosa. Seguramente ordenó a sus tropas matar a todos.
—Llévese a Teslhar —soltó Aron mientras desenfundaba—. Yo me encargo de estos infelices.
Shmuel hizo la seña de "corre" a Teslhar y ambos dejaron atrás a su compañero, como pidió. Aunque sirvió de poco. Uno de los autómatas encendió los propulsores en su espalda para ir tras ellos. El Sumo Sacerdote estuvo a punto de desenvainar a Yl, su espada sagrada. Sin embargo, su compañero se adelantó lanzando un conjuro peculiar antes de que él siquiera pudiese pensar en detenerlo. El arma de su acompañante salió despedida a una velocidad terrorífica. Partió en dos, de un tajo limpio por la cintura, al hostil que los seguía. La defensa fue rápida. Pero no tanto como para que el viejo religioso no se diera cuenta.
Teslhar y Shmuel corrieron tan aprisa como podían. No obstante, al anciano le parecía inquietante que el estoque flotase al lado de ellos. Tal vez era un conjuro nuevo. Aron se quedó a dos manzanas de ellos. Y, a pesar de la distancia, se oía el golpeteo metálico de su arma sagrada contra las armaduras de los hostiles.
Shmuel dio una última mirada atrás, antes de virar a la derecha en la esquina de Windsor y el paseo Príncipe de Paz. Aron había logrado deshacerse de casi todos los autómatas, excepto de uno, al cual abrazó por detrás y lo puso al rojo blanco con apenas tocarlo. El líder de aquel pelotón, ahora víctima del Maestre Heker, chillaba mientras su máquina se fundía con él adentro.
El Maestre Heker y Shmuel continuaron hasta quedarse sin aliento. Pararon frente a los aparadores de una zapatería. Hubo menos destrozos en aquella zona que en las otras calles.
—¡¿A dónde vamos ahora?! —preguntó Teslhar en voz alta, casi a gritos.
—Mi hijo y mi nuera —jadeó Shmuel—... viven en Lestershire... Vamos allá... Te curaré ahí.
—¡Dígalo en señas! —replicó Teslhar— ¡Todavía no oigo!
El Sumo Sacerdote accedió. Manoteó con rapidez para explicarle.
—¡Deprisa entonces! —Teslhar contestó en voz alta.
Siguieron adelante por la avenida Príncipe de Paz. Pero no tan rápido como cuando Aron se enteró —gracias al vínculo con su espada sagrada—que Teslhar necesitaba curaciones. O al dejar atrás al Maestre Heker.
El trayecto duró más de lo que al viejo Shmuel le hubiera gustado.
Cada tres o cuatro intersecciones se topaban con hostiles. O también con tanques de asalto que los destruían a cañonazos. Incluso se encontraron en una de tantas con un grupo de soldados de infantería que liquidaron a tiros a sus oponentes arrianos. Gracias a Olam, y al conjuro con el cual el Ministro Mizar encantó el arsenal de Soteria, el ejército podía enfrentarse a los invasores en igualdad. No obstante, esa exhibición de poder provocaba al Sumo Sacerdote la impresión de que estaban ganando demasiado fácil. Claro, al faltarle el vínculo con Yl, su espada, apenas si se enteraba de algo. Aun así, de vez en cuando percibía riesgos.
En todo caso, la gracia de Olam debió protegerlos todo el camino. Porque se las apañaron para ir desde el distrito de Upperhills hasta el de Lestershire sin resultar heridos. Se toparon con otros combatientes a lo largo del camino e incluso se unieron a cuantos pudieron para ayudarles a repeler a los hostiles. Pero se marchaban aprisa al acabar.
Cuando se acercaban a casa de su nuera y su hijo, Shmuel hizo señas a Teslhar para indicarle que ya faltaba poco. Enseguida, metió la mano bajo su hábito esmeralda y sacó sus llaves. Lewis y Zyanya tuvieron la gentileza de regalarle un juego. Al principio no le pareció sensato, pues una pareja joven necesita privacidad; sólo aceptó porque no quiso ofenderlos. Pero ahora lo agradecía. Pararon frente a una vivienda de dos plantas, recubierta de estuco bajo un entramado negro. Parecía intacta desde afuera. Sólo Olam sabía si el interior continuaba indemne. Las otras residencias —que solían compartir apariencia con ésta donde iban a entrar— tenían las fachadas llenas de cuarteaduras amenazantes.
—Es aquí —dijo Shmuel mientras abría.
—¿No es aquí donde Elí Safán vivía? —respondió Teslhar. Al parecer, ya podía oír.
—Sí —Shmuel empujó la puerta, pues raspaba en el piso—. Pero se la heredó a mi nuera, que viene siendo tataranieta suya.
—¿Qué fue lo último que dijo?
Entraron. Pero, de todos modos, Shmuel repitió más alto la explicación y Teslhar asintió para hacer ver que había entendido. Enseguida, se encerraron. Aseguraron la puerta aunque tal vez serviría de poco.
La casa de su nuera estaba tan desordenada como se esperaba tras una evacuación sorpresiva. Ropa hecha bola encima de los sillones y el sofá y algunas maletas abiertas a medio llenar en el suelo, afeaban la sala. Parecía que no decidieron rápido qué llevarse y, al final, dejaron casi todo tirado. Bien, al menos reemplazaron el papel pintado que Elí Safán dejó al heredarles el inmueble. Era verde además de horroroso. Ahora pusieron uno púrpura con lirios blancos. Incluso tenían en la chimenea de piedra las banderas reales y el retrato al óleo de Su Majestad Nayara.
—Ayúdame a hacer espacio en el sofá —indicó Shmuel con un ademán.
Con la prisa que llevaban, tuvieron la poca delicadeza de tirar la ropa del mueble a la alfombra o ponerla encima del piano junto a la ventana. Ese instrumento se los obsequió Ayla, la esposa de Shmuel.
Teslhar se acostó en el sofá haciendo gestos de dolor.
—Creo que me lastimaron más de la cuenta —dijo en un tono quejumbroso.
—¿En serio?—Shmuel se frotó las manos—. Bien, quedarás como nuevo con estos conjuros que aprendí cuando era Abad de Blitzstrahl.
—Ojalá no duelan.
—Trataré de que no lastimarte, pero no prometo nada.
El sacerdote le cubrió los ojos con una mano, desenfundó a Yl con la otra, y empezó a recitar el primer conjuro sanador que quiso probar: Aufbregesh. Enseguida, la hoja brilló hasta ponerse al rojo blanco. Teslhar inclinó hacia atrás la cabeza, y elevó el pecho y su cuerpo emitió un halo anaranjado. Un instante después, la luz se había extinguido. Muchas heridas sanaron. Pero no se curó por completo. Aún le quedaban magulladuras en la cara, los brazos, el pecho.
—¿Qué pasa? —Teslhar se quitó la mano de Shmuel de los ojos.
—¿Ya puedes oír bien?
—Sí. Es más, parece que oigo mejor que antes.
—Bien, bien. Pero todavía no acabo. Quédate quieto por favor.
Shmuel se sorprendió al principio de que el conjuro no funcionara. Pero recordó en ese instante que había diferencias muy sutiles entre la anatomía de los arrianos y la humana. Aunque parecían iguales. Ahora necesitaba emplear otro encantamiento. Y pronto. De otra manera, se perderían los efectos de su recitación anterior. Volvió a enfundar a Yl mientras elegía cómo proseguir la curación de Teslhar. El religioso se acordó entonces de que los invasores —y su paciente también— poseían esqueletos más duros y fibras musculares distribuidas en otros patrones. Sólo que no recordaba cómo se enteró de eso; quizá oyó a Liwatan mencionarlo alguna vez.
Otro conjuro casi tan efectivo como el anterior saltó a la memoria del sumo sacerdote.
—Sus na sus ie sus anak ie —recitó en voz baja.
A diferencia de Elí Safán, su antecesor en el cargo, él debió ejercer como Abad de Blitzstrahl al mismo tiempo que entrenaba para convertirse en Maestre. Debido a su edad, los reyes le limitaron el adiestramiento a recibir una nueva arma sagrada —pues a Eli lo enterraron con su báculo pastoral—, aprender a usar Yl y memorizar los encantamientos grabados en la hoja.
El cuerpo de Teslhar brilló con un halo rojo. Se quedó quieto, aunque sus ojos se movían de lado a lado como para ver los efectos de la recitación.
—Ya casi terminamos —informó Shmuel serio—. Con esto curaremos cualquier herida interna que puedas tener.
—Qué bien. Porque aún debo pensar cómo ordenaré el alto a la invasión.
—¿No vas a volver a Elutania?
—Liwatan no me dijo si tenía que volver...
Shmuel casi se dio una palmada en la frente al escucharlo. ¿Cómo se le ocurría soltar semejante barbaridad siendo el nuevo gobernante de Elutania? Sin embargo, prefirió armarse de paciencia. Quizá Teslhar aún no comprendía bien el significado de convertirse en el Gran Arrio.
—Él no tiene por qué decirte lo que debes hacer —contestó Shmuel con su tono más tranquilo—. Ya no eres un soldado sino un rey. Ahora das las órdenes. Pero ya te ocuparás de eso cuando sanes.
A decir verdad, la mayoría de los conjuros que aprendió durante su entrenamiento para volverse Maestre eran sanadores. Conocía pocos de combate. Y, quién sabe si por desgracia o fortuna, no había tenido oportunidad de probarlos en batalla. En todo caso, ayudó a Aron y a Jarno a destruir autómatas de combate hasta hacía apenas un rato. Seguramente el próximo paso sería acompañar a Teslhar de regreso a Elutania. O al menos cubrirle la retaguardia. Volver con Liwatan y los otros implicaba cruzar un portal hacia el Mundo Adánico y otro más para llegar por fin con ellos.
Teslhar adquirió de pronto un gesto pensativo casi al mismo tiempo que el halo rojo de su cuerpo se extinguía.
—Eso que acaba de decirme —dijo despacio, como reflexionando cada palabra—... me recordó al consejo que me dio la reina.
Shmuel murmuró el último conjuro que esperaba usar. Fue Tyaia. Su propósito era curar magulladuras y heridas superficiales. Y tan pronto acabó de recitar, los cardenales comenzaron a difumarse poco a poco; los raspones y cortaduras desaparecerían un poco más lento.
—¿Y se puede saber qué te aconsejó? —soltó el anciano.
—Pues... como ahora seré yo quien mande en Elutania, debo saber bien qué órdenes dar... Y, cuando lo no sepa, debo recurrir a expertos.
—Me temo que no entiendo, muchacho.
—O sea que tengo al mejor experto en estrategia militar justo aquí, en mi cintura.
—Ya veo... Planeas usar el vínculo con tu espada sagrada y obtener consejo sobre lo de Elutania. ¿Cierto?
—Sí, es cierto. Pero lo haré ya que esté curado.
Shmuel dio una última mirada.
—Yo ya te veo bien —informó—. ¿Cómo te sientes?
Teslhar se incorporó despacio. Luego, probó ponerse en pie y después caminó alrededor de la alfombra.
—Pues tal parece que ya aguanto otra paliza. Me siento bastante bien.
—Me alegra oírlo. Ahora, vámonos de una vez.
—¿Tiene algún lugar donde pueda hablar tranquilo con mi espada?
—Hay un baño bajo las escaleras —El sacerdote señaló con el pulgar hacia dónde.
Teslhar resopló como si hubiese contenido las ganas de reír. Pareció causarle gracia la idea de encerrarse en el baño. Sin embargo, Shmuel no le sugirió meterse ahí a propósito. Sólo fue el primer sitio privado que se le ocurrió y para el cual no se necesitaría subir a la segunda planta.
—Que te aproveche —soltó el sacerdote para romper el silencio incómodo tras el chiste incomprensible.
Teslhar atravesó la sala de una zancada. Abrió la puerta del cuarto de baño bajo la escalera y se encerró.
Para entretenerse un rato, Shmuel destapó el teclado del piano y jugueteó con las teclas. Le parecía que sonaba casi tan afinado como cuando su esposa lo tocaba. Ella solía impartir clases después de retirarse de su carrera como concertista en la Real Sinfónica, hasta que el médico le prescribió dejar el instrumento por el bien de sus articulaciones. Fue una lástima que Lewis, su hijo, no compartiera la misma pasión y sólo tuviera el piano de adorno en su casa. De Zyanya no había mucho que decir. Tomó lecciones con su suegra. Pero adelantaba poco y terminó por abandonarlas.
De pronto, parte de la segunda planta se vino abajo. El comedor y la cocina fueron aplastados por el peso de las alcobas y una especie de jaula esférica. La sorpresa casi hizo que Shmuel se saliera de su piel. Aun así, alcanzó a notar los cientos de huevos de mármol acomodados sobre decenas de estantes amoldados a la circunferencia interna de aquel peculiar contenedor. Sólo Olam sabía que pasaba afuera.
Teslhar salió del baño corriendo con la cara tan descolorida como los huevos dentro de la jaula.
—¡Vámonos! —dijo al mismo tiempo que se adelantaba hacia la puerta.
—¿Qué pasa? —quiso saber Shmuel— ¿Sabes qué es esa cosa?
Llegaron juntos a la entrada, pero el dintel estaba curvado levemente hacia abajo.
—Lo sé —respondió Teslhar mientras intentaba desatorar la puerta de la calle tironeándola por la manilla—. Por eso será mejor que no estemos aquí cuando esos huevos se abran.
Shmuel desenfundó a Yl, luego rompió algunos barrotes del pasamano de un tajo y arrancó el más largo.
—Déjame ayudarte —enfundó de nuevo y metió el trozo de madera entre la puerta y el marco para hacer palanca— Por cierto, ¿a dónde vamos?
—Mi espada dijo que su objetivo es la Plaza Mayor. Nos adelantaremos.
La puerta se entreabrió a duras penas, raspando el suelo. Enseguida, dejaron la antigua casa de Elí Safán uno detrás del otro. Fueron calle abajo tan aprisa como las piernas de Shmuel permitían. Encontraron más jaulas a su paso. Al menos entre los dos contaron medio centenar en las manzanas que habían recorrido rumbo a la Plaza Mayor. Algunas se incrustaron en el pavimento, otras quedaron en los tejados. Y desde luego, faltaban las que consiguieron caer dentro de los edificios. Cada vez que se topaban con algún pelotón, Teslhar les ordenaba quebrar todos los huevos que pudieran y largarse tan pronto eclosionaran.
—¿Qué son esos huevos? —quiso saber el Sumo Sacerdote.
—Los puso un Legionario en el Mundo Adánico —respondió Teslhar—; los arrianos están tirándolos desde allá por el portal que abrieron encima de la ciudad.
A Shmuel le sorprendió. No sabía que los Legionarios de Helyel pudieran hacer eso.
—Eso no es lo peor —Teslhar paró de pronto—. Las crías comen carne humana. Saldrán hambrientas de esos huevos. —Escupió a un lado—. Y pobre del que esté cerca.
Justo frente a ellos, una de aquellas jaulas cerraba el paso. Pero, a diferencia de las otras, ésta estaba abierta y muchos de sus huevos se habían quebrado y despedía un picante olor a azufre. No se veían rastros de yemas u otro fluido. Eso significaba que...
—Ya eclosionaron —dijo Teslhar con gesto grave—. Agáchese y cubra sus oídos.
Shmuel lo hizo de inmediato. Enseguida, Teslhar aplaudió. De algún modo, sus aplausos provocaron una especie de explosión sin fuego que destruyó los huevos restantes además de los pocos vidrios intactos de los edificios en ambas aceras.
—Andando —dijo enseguida.
Se pusieron en marcha otra vez. Viraron a la izquierda en la avenida Blacksmith, la cual los conduciría directo a la Plaza Mayor de Soteria.
Las tropas habían conseguido repeler a los arrianos hasta ese momento. El conjuro que Mizar y Leonard Alkef pusieron en el arsenal de Soteria dotó de munición infinita y escudos invisibles personales al ejército de Sus Majestades. Funcionaba tan bien que les permitía luchar en igualdad contra los invasores. No obstante, lo que fuese a salir de los huevos parecía ser el contraataque de Helyel. Algo que seguramente las balas no mataban y las barreras quizá no bloquearían. De hecho, no tardaron en comprobarlo. A los pocos segundos, el sacerdote oyó chillidos y gritos de dolor provenientes casi de todas direcciones. Incluso, miró al cielo y notó cómo se retiraban algunos autómatas de combate enemigos.
—Sólo se van los tripulados —dijo Teslhar mientras miraba arriba haciendo visera con la mano.
—¿Cómo lo sabes?
—Ruaj, mi Espada Sagrada, es quien me ha informado todo lo que pasa aquí.
—Por el vínculo que tienes con ella, ¿cierto?
Teslhar asintió. Pero no hubo tiempo de conversar más, por mucho que a Shmuel le interesara saber cómo formar un vínculo con Yl, su propia arma sagrada.
Una extraña parvada se posó en los pocos cables eléktricos que continuaban en su sitio, también sobre los alfeizares y los techos en ambos lados de la calle. No eran más grandes que cuervos. Pero tenían plumaje marrón de águila, cabelleras y rostros de mujer, garras de ave rapaz y ojos amarillos con pupilas verticales.
—Arpías —masculló Teslhar.
—No se parecen a los grabados...
—Es porque acaban de salir del huevo. Y créame, no querrá que pase.
Shmuel las recordaba como mujeres con alas por brazos y garras por pies. Pero él tenía razón. Cuando maduraran serían capaces de comerse a todo ser vivo. Y, cuando no quedara más carne, terminarían por devorarse entre sí o morir de hambre.
—Yo el frente y usted la retaguardia —soltó Teslhar de pronto.
El sacerdote comprendió casi al instante qué pretendía su compañero. Y las arpías parecieron intuirlo casi al instante. Comenzaron a volar en círculos para rodearlos.
Shmuel desenfundó a Yl para recitar el conjuro de combate más fácil que conocía. Se trataba de Nytra, la palabra en rúnico para piedra. Después de pronunciarla, cientos de adoquines y ladrillos se desprendieron por cuenta propia y salieron disparados contra las criaturas diabólicas que se lanzaban contra ellos. Las pedradas podían parecer un ataque bobo. Pero, con la potencia adecuada y si hacían blanco en la frente de las arpías, resultaba tan efectivo como la artillería.
—¡Cúbrase los oídos! —advirtió Teslhar.
El sacerdote se hizo ovillo en el suelo y apretó ambas manos contra las orejas. Luego, su compañero liquidó al resto de la parvada con su aplauso letal.
Teslhar le tocó el hombro enseguida.
—¡Vamos! —Ladeó la cabeza para indicar al religioso que debían continuar.
Shmuel se puso en pie rápido. Cientos de arpías se retorcían en el adoquinado de la calle mientras ellos se alejaban. Aún faltaban algunas manzanas para llegar a la Plaza Mayor. Pero, con tantos obstáculos en el camino, parecía que se hallaban más lejos. Si no mataban con sus espadas a los pajarracos que se les abalanzaban desde todos lados, destrozaban a los autómatas que osaban cruzárseles y salir con esa cantinela de "toda resistencia es inútil". Incluso de vez en vez libraban a tropas de infantería soteriana que intentaban en vano acabar a tiros con aquellas aves malignas.
A final de cuentas, Teslhar y Shmuel se abrieron paso hasta la calle Gardner. Al Sumo Sacerdote comenzaba a faltarle el aliento. Sus años como fumador le pasaban factura en el momento más inoportuno. Pero, gracias a Olam, los invasores parecían bastante ocupados en ese instante. Al menos el religioso podía tomarse ahora un respiro.
Teslhar hizo visera sobre sus ojos con la mano y echó un vistazo al cielo.
—Parece que llegaron más Ministros —dijo serio.
—Me alegra —Shmuel tosió—... mucho —siguió tosiendo—. Sólo debemos cruzar la calle...
Teslhar dio unas cuantas palmadas en la espalda del sacerdote.
—Bien, bien —dijo con calma—. Nos desharemos de las arpías cuando usted diga.
—Ya —respondió Shmuel—. Estoy listo.
Cruzaron la calle Gardner despacio.
La Estrella de la Mañana —el gigantesco mosaico en la Plaza Mayor de Soteria— se hallaba a unos pasos frente a ellos. Ahora se dedicarían a protegerla hasta que algún Ministro de Olam les transmitiera nuevas órdenes. O bien, si hallaban un modo de que Teslhar volviera a Elutania. Lo que ocurriese primero.
Ni bien Shmuel pisó la gran plaza circular frente al palacio, creyó percibir unos característicos gritos. Sonaban como si alguien arañase una pizarra. Volvió la cabeza a su izquierda. Entonces las vio.
—¡Cuidado! —Teslhar se abalanzó sobre él para hacerlo tirarse pecho a tierra.
De no haberse agachado, las tres arpías maduras que se lanzaron sobre ellos los hubieran degollado con las garras de sus pies. Pero el ataque no acabó. Dos de ellas volvieron a la carga, mientras la tercera chillaba de nuevo quizá para llamar más amigas. Esas criaturas adquirieron un aspecto espantoso al crecer. Tenían melenas y cuerpos de mujer, cuyos brazos fueron reemplazados por alas de cuervo y las piernas por patas y garras de águila. Carecían de senos y algunas partes de su físico —como la entrepierna y las axilas— estaban cubiertas de plumas.
Casi al instante, llegaron más de esas bestias aladas desde otro extremo de la ciudad. No había otra explicación para tal metamorfosis aparte de que se alimentaron de carne humana hasta el hartazgo. Parecía increíble que pudiesen crecer tan rápido.
Teslhar recitó a toda prisa el conjuro con el cual hizo flotar su espada sagrada junto a ellos un rato antes. Y Shmuel también recitó otro encantamiento.
—¡Nytra Ecome! —El Sumo Sacerdote laceró su garganta con la recitación mientras levantaba a Yl, su espada.
Un potente destello blanco le obligó a cerrar los ojos.
Las primeras dos arpías que volaban directo a ellos intentaron dar media vuelta en el aire, pero cayeron antes de alejarse y se despedazaron en el suelo como alfarería defectuosa. Teslhar se encargó de dirigir a su arma con movimientos de sus manos hasta cortar en pedacitos a otras dos.
El ataque de los soterianos pareció sólo atraer más bestias aladas e incluso varios autómatas sin rostro, de armadura gris. Aunque no fue la peor parte. Teshlar y Shmuel se las apañaban bien con los mismos encantamientos para despacharse a sus oponentes. No obstante, cada vez acudían más invasores. Hasta llegó un momento en el cual ambos debieron darse la espalda para cubrir distintos frentes. Ni bien, tomaron la decisión, diez arpías se posaron encima de la Estrella de la Mañana y comenzó a rasgar los bordes del mosaico. De seguro querían desprenderla de la Plaza Mayor y llevársela volando.
Shmuel se apresuró para evitarlo. Pero el aliento sólo le alcanzó hasta la Fuente del Profeta. No importaba, desde ahí aún se podía lograr algo. Se preocuparía por dejar de fumar si sobrevivía.
—¡Nytra Ecome! —recitó de nuevo.
Sin embargo, sólo dos arpías miraron al resplandor de Yl y se convirtieron en piedra. El resto se cubrió la cara con las alas. Tal parecía que ya conocían los efectos del conjuro. O quizá entendían el rúnico pues Nytra Ecome significaba "vuélvete piedra" en esa lengua. Una vez que se extinguió la refulgencia, las criaturas sobrevivientes volvieron a su tarea... excepto una. Esa cruzó hasta la Fuente de los Músicos en un par de aleteos.
Shmuel vio que la arpía preparó las garras de sus pies para destrozarlo. Apretó los ojos. Pero no ocurrió la tragedia que esperaba. Tres leños puntiagudos atravesaron a la bestia de lado a lado... a pocos centímetros de que lo pescara. La criatura rodó por el suelo, donde quedó inerte. Sus siete compañeras alzaron el vuelo e intentaron ir tras el sacerdote. En esas, un hombre joven peliverde, vestido con uniforme de Maestre, corrió hasta interponerse e hizo un movimiento con su mano desocupada. Al instante, gruesos troncos germinaron del adoquinado y empalaron a las bestias aladas. Luego, abrió el saco que sostenía en la otra mano, como para asegurarse de que el contenido seguía dentro.
—¡Jarno! —Shmuel casi lloraba— ¡Cuánto me alegra verte, hijo!
—A mí también —respondió él—. Venga. —Le dio una suave palmada al sacerdote en el hombro—. Todavía no acaba esto.
En efecto, Teslhar aún combatía. Pero también le habían llegado refuerzos. Un autómata de combate en forma de centurión lo ayudaba a despacharse a los últimos atacantes que los tenían rodeados. Jarno tuvo que acercarse a ellos tan aprisa como las viejas articulaciones de Shmuel podían. Ni bien estuvieron a escasos cinco metros de ellos, recitaron sus respectivos conjuros: Nytra Ecome y Syrah. Sus encantamientos carecían de alcance, aunque los efectos de ambos eran letales a la distancia correcta.
Teslhar y su compañero dentro del centurión mecánico seguían rodeados por al menos una docena de autómatas con caretas sin rasgos. Esquivaban golpes por un lado y contraatacaban por otro casi al mismo tiempo.
Shmuel ignoraba los efectos de Nytra Ecome en máquinas. Gracias a Olam, aún tenía otra carta por jugar.
Jarno hizo algunos movimientos rápidos con las manos, lo cual provocó que unos troncos pelados por la punta a manera de lanzas germinaran al instante. Enseguida, los lanzó contra los autómatas a una velocidad aterradora con otro gesto. Y Shmuel no quiso quedarse atrás. Echó mano de su jugada secreta. Se inclinó hasta que su frente tocó el adoquinado de la plaza y murmuró unas espantosas palabras en rúnico: Nytra no suas. Se enderezó rápido y clavó a Yl en el suelo con todas sus fuerzas.
Seis invasores restantes alrededor de Teslhar fueron destrozados por gruesas y afiladas lanzas de madera. La otra mitad de aquella docena hostil quedó aplastada entre enormes pares de piedras que emergieron del subsuelo en un segundo y chocaron contra ellos con vertiginosa rapidez hasta reducirlos a chatarra.
El arriano junto a Teslhar se despojó del Yelmo. Un grueso manojo de alambres pelados salía del cuello de la máquina, como si la hubieran saboteado. Shmuel arqueó las cejas debido a la sorpresa.
—¿Qué hace aquí Lhar? —expresó el sacerdote en voz alta.
Lhar y Teslhar se acercaron a ellos a paso lento hasta quedar frente a frente.
—Sí —respondió Lhar—, me había ido al refugio. Pero era demasiado aburrido allá.
—Pero —Jarno señaló la pierna de Lhar—... ¿cómo puedes caminar otra vez?
—El autómata tiene una "pata de palo" —Lhar sonrió con amargura—, por decirlo de algún modo.
De pronto, una parvada de arpías apareció por la intersección de las calles Gardner y Blacksmith. Lhar alzó el brazo derecho y activó la ametralladora rotativa montada en él. Despedazó a tantas aves a tiros en un santiamén que las pocas restantes acabaron por huir.
El comandante arriano se volvió a encarar a Teslhar.
—¿Qué piensas hacer ahora? —quiso saber.
—Volveré a Elutania —respondió Teslhar—. Y luego pediré a Bami y a Vilett que me ayuden a transmitir un mensaje a las tropas para detener la invasión.
—Bien—Lhar asintió con la cabeza—. Si piensas decirles que eres el nuevo Gran Arrio, necesitarás pruebas.
—Creo que debo regresar a Upperhills...
—Yo puedo ayudar con eso —intervino Jarno—. Mira qué tengo aquí —Abrió el saco que había llevado.
Todos se juntaron alrededor de él. Shmuel echó un vistazo rápido.
—¡La cabeza del Gran Arrio! —exclamó el sacerdote.
—Gracias —Teslhar posó la mano en el hombro de Jarno—. No sólo me has ahorrado el regreso a Upperhills. Te debemos la victoria, amigo.
Lhar volvió a ponerse el yelmo.
—Esperen aquí —dijo—. Ya vuelvo.
Se marchó a zancadas y, ni bien atravesó la Plaza Mayor de Soteria, activó los propulsores en la espalda del autómata y salió volando hacia el muro de la ciudad. Pero Jarno, Teslhar y el sacerdote Shmuel se quedaron a pelear con las arpías y otros autómatas que regresaron a intentar llevarse la Estrella de la Mañana.
Cada instante la lucha se dificultaba más. Hubo un momento en el que a Jarno lo alzaron en vuelo dos arpías y trataron de descuartizarlo, pero él se deshizo de ellas empalándolas. A Teslhar también lo cercaron; sin embargo decapitó a las que quisieron devorarlo con ese conjuro con el cual hacía que su Espada Sagrada flotase junto a él y atacara por su cuenta. Incluso Shmuel se vio rodeado por máquinas de combate hostiles y más de esas criaturas aladas con cuerpo femenino. No dudó en petrificar a sus atacantes. Aunque el viejo comenzaba a sentir un dolor sordo en el pecho y a notar que sus compañeros chorreaban sudor a raudales por sus rostros enrojecidos. A pesar de la férrea defensa de Soteria, los enemigos no cejaban.
Seguramente los invasores no podrían hacer mucho si sólo conseguían robar el Gran Mosaico circular de la plaza. El verdadero problema era que la entregaran a Helyel y él consiguiera liberar de su encierro a La Nada. La Nada, que era la energía con la cual Olam creó todo, había pasado siglos en esa forma de estrella de siete puntas inscrita en un círculo. Si el enemigo la obtenía, todos los universos peligraban.
Shmuel perdió la noción del tiempo mientras luchaba. Pero Lhar volvió finalmente, volando con un autómata gris agarrado por el cuello. Antes de aterrizar, el comandante arriano despedazó desde el aire a las últimas arpías con la ametralladora rotativa en su brazo.
—¡Teslhar! —dijo el comandante arriano mientras aterrizaba— ¡Toma esto!
Arrojó el autómata gris a la plaza. Éste cayó boca abajo. Manojos de cables pelados le salían por el cuello y la espalda, en donde un humano tendría la columna vertebral.
—Gracias —respondió Teshlar mientras se acercaba a donde quedó tirado el autómata—, supongo.
Shmuel también se arrimó a él movido por la curiosidad. Quería saber qué ocurriría después.
—Hay que darle vuelta —dijo Jarno mientras se acercaba e inclinaba para empujar al autómata—. Se abre por enfrente con un botón.
Ambos le dieron vuelta al autómata. El peliverde entonces señaló una placa en el pecho de la máquina e indicó a Teslhar que debía tocarla para abrir la carcasa. Lo hizo, y enseguida el espacio para el piloto quedó al descubierto.
—¿Me tengo que acostar adentro de esta cosa? —quiso saber Teslhar.
—Sí —respondió Lhar—. Es muy fácil de usar. Se controla con el pensamiento.
—Pues veremos.
Teslhar se acostó dentro del autómata y, casi al momento, la carcasa se cerró. Luego, el torzo, piernas y brazos se ajustaron a su estatura. Se levantó con dificultad. Después, probó andar alrededor de la plaza como para darse una idea de cuán difícil sería moverse con ese armatoste encima. Pero, tras unos pasos, caminó con la misma facilidad que si no trajera nada.
—Creo que estoy listo —dijo Teslhar—. ¿Qué sigue?
—Nos largamos a Elutania —respondió Lhar, luego se volvió a su derecha para encarar a Shmuel y a Jarno—. Oigan, ¿creen que podrían cerrar ese portal? —señaló al cielo—. Los oficiales leales a Osmar no tardarán en enviar refuerzos acá.
Jarno miró hacia arriba.
—Sí podemos —respondió un momento después—. Vayan sin cuidado; ya sé cómo cerrarlo.
—Gracias —respondió el comandante arriano, luego se volvió a Teslhar—. Ahora pon atención: si quieres volar, sólo piensa en que quieres volar. Igual para corregir el rumbo o aterrizar. ¿Crees que podrás?
—Lo intentaré —respondió Teslhar—. No. Mejor dicho no lo intentaré: podré.
—Bien, así se habla. Ahora vayámonos.
Teslhar guardó su espada en el carcaj montado en la espalda de su autómata. Luego, despegaron.
—¿Cómo piensas cerrar el portal? —Shmuel se hizo escuchar por encima del ruido de los propulsores.
—Mire allá —señaló Jarno hacia el portal en el cielo.
Shmuel lo hizo.
El parche de mediodía en la bóveda celeste, por la cual los atacantes arrianos entraban a Soteria, exhibía una ciudad del Mundo Adánico. Según Jarno, el parque destrozado y la inmensa torre hecha con de vigas de acero que se apreciaban desde la Plaza Mayor servían como centro de control. Ahí estaba la máquina que mantenía abierto el paso entre los mundos.
—¿Ve esa cabina en la cima de esa torre? —Jarno señaló una especie de cubo plateado en la punta.
—Sí —respondió Shmuel—. La veo.
—Eso mantiene abierto el portal. Yo lo destruiré con mis proyectiles. Usted convertirá a los hostiles en piedra.
Shmuel se quedó boquiabierto. ¿Cómo iba a petrificar a tantos autómatas y arpías?
—¿Y qué se supone que debo hacer? —soltó Shmuel— ¡Mi conjuro apenas alcanza para unos pocos metros!
—Ya le paso otro —respondió Jarno—. Ahora me encargaré del portal.
Enseguida, Jarno apretó los dientes y extendió los brazos. Enseguida, cientos de troncos pelados germinaron en la Plaza y la calle Gardner. Con un movimiento de manos, se desarraigaron del suelo y salieron disparados hacia el portal en el cielo. Muchos empalaron autómatas o arpías que se interpusieron. Sin embargo, llegó un momento en el cual el cubo encima de la torre de vigas en el Mundo Adánico estalló en llamas. Al menos medio centenar de los proyectiles lo perforaron hasta volarlo en pedazos. Luego, el paso entre Soteria y la Tierra se cerró casi al instante.
—¡Ahora! —exclamó Jarno— ¡Diga Nytra Ecome Savne Aiadesh Godahamna!
Él debió obtener ese conjuro gracias al vínculo que tenía con su propia arma sagrada. No había otra explicación. Pero le hizo señas al sacerdote para que levantase la espada antes de recitar.
Shmuel pronunció tan bien como pudo. En espacial las últimas palabras, que eran las más enredosas.
Yl, la espada del clérigo, brilló tanto que iluminó todo a la vista hasta volverlo blanco. Él debió apretar y cubrirse los ojos con la mano desocupada. E incluso así veía un molesto resplandor rojizo. El arma sagrada vibraba tanto que empuñarla le causaba dolor. De pronto, una onda expansiva proveniente de la hoja lo derribó. La luz lo cegó temporalmente a pesar de haberse protegido, al extremo de tener que buscar su espada sagrada a tientas en el adoquinado. En todo caso, pudo percibir el peculiar "crac" de piedras rompiéndose al dar contra el suelo.
De pronto, unos brazos delgados pero fuertes rodearon a Shmuel por los hombros.
—¡Bien hecho! —oyó decir a Jarno Krensher— ¡Lo logramos!
Fue lo último que el anciano sacerdote oyó antesde sentir cómo sus sentidos se iban apagando poco a poco para sumirlo en la negruraapacible de la inconciencia.
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