¡EN CASA!
Los Maestres y el rey tuvieron un viaje incómodo de vuelta a Soteria. Acabaron unos encima de otros, con Moriah y Bami en medio de aquel Sándwich humano, encima de unos rosales que la difunta reina Sofía hizo plantar años antes. Intentaron levantarse entre quejas, pisotones y golpes. El jardinero retrocedió unos pasos. Tenía la cara más pálida que si hubiera visto a Helyel en persona.
—¡Hey, Solomon! —dijo Derek mientras intentaba desembarazarse de Bastian y Moriah—. No te asustes, soy el rey. Llama a Aron Heker y a la guardia del palacio. Es urgente.
—Sí, Majestad —respondió el viejo—. Enseguida.
Se alejó corriendo por el camino empedrado que conducía al jardín. Miraba atrás de vez en vez, como si no creyera lo que recién ocurrió.
Leonard, que estaba encima de todos, se puso de pie con mucho esfuerzo.
—Dame la mano —dijo a Bastian.
Leonard lo ayudó a levantarse. Pero no pudo apartar la vista del gran mordisco sangrante en el brazo derecho de su compañero. Al parecer, ninguno se había percatado de esa herida hasta entonces. Tal vez los felinos mecánicos con que acababan de luchar momentos antes fueron los culpables. Luego, echaron una mano a Derek y Bami. Pero Moriah se puso en pie sola y se echó a correr. ¿A dónde pensaba ir esa loca? No obstante, Bastian la alcanzó apenas a unos pasos.
—¿Por qué tanta prisa? —Cogió a Moriah por un brazo y le dobló la muñeca—. Si acabas de llegar.
—¡Me lastimas! —protestó ésta.
—De eso se trata. Ahora muévete, tienes un calabozo reservado.
Moriah se puso en marcha con Bastian, Derek, Bami y Leonard detrás. No habían avanzado más de diez metros por la vereda que llevaba al Jardín Interior cuando ella le dio un cabezazo en la cara al Maestre Gütermann. Luego, hundió su codo libre con violencia en el estómago de éste. Pero no logró huir. Los demás vinieron deprisa a sujetarla y decidieron quedarse ahí, en medio del camino al palacio, hasta que Aron Heker y la guardia del palacio aparecieran. Aguardaron los cinco minutos más largos de la historia. El rehén forcejeaba sin parar. En todo caso, ¿a dónde pensaba ir? Seguramente no conocía la ciudad ni a nadie en ella.
—¡Quiere ir a la isla prohibida! —soltó Leonard al recordar dicho sitio.
La Isla Prohibida era una pequeña porción de tierra en la bahía de Soteria, muy cerca de la cárcel de Peña Hueca, donde los arrianos dejaron equipamiento abandonado al huir tras la derrota sufrida durante su primera invasión al mundo de Eruwa, hacía casi cuatrocientos años.
—Eso no pasará —Derek señaló al frente con el mentón—. Ahí viene Aron.
Aron marchaba veloz seguido por un pelotón de diez hombres vestidos de morrión con plumas, peto y calzas.
Moriah seguía intentando soltarse. Leonard la puso a dormir de un derechazo con toda su fuerza. Le disgustaba mucho golpear mujeres; pero esa vez la excepción era necesaria.
—Ya era hora —protestó Derek.
—Lo siento, Majestad. —Aron hizo una pequeña reverencia—. Tuve que reunir a los mejores apenas el viejo Solomon me contó todo —Se volvió a los soldados—. Esposen a las arrianas...
—Solo a la desmayada —intervino Leonard—. La otra es huésped del rey.
—Como digas —respondió Aron—. Esposen a la Bella Durmiente y llévenla a los calabozos bajo la armería.
El pelotón procedió a maniatar a Moriah.
Leonard empezó a notar en ese instante —tal vez porque la adrenalina en su sangre había bajado— un dolor intenso en su muslo derecho, además de un ardor con comezón bastante fastidiosa en su espinilla izquierda. Él ya había notado los arañazos que le hicieron los felinos mecánicos desde hacía rato, pero no le causaban molestias. Sus pantalones parecían más una falda hawaiana. Le sorprendía que sus piernas no hubieran quedado hechas girones después de la batalla en el campamento Verken.
Los nueve soldados cargaron a Moriah, cuatro a cada costado y uno sosteniendo la cabeza, como si improvisaran una camilla con sus brazos. La llevaron directo al Patio de Armas.
—¡Qué paliza les dieron! —Aron remarcó lo obvio—. Deberían lanzar un Conjuro Sanador.
—Ni lo menciones —Bastian se desperezó. Los huesos de su espalda crujieron—. Pero al que más le urge uno es al buen Leonard. Nomás mira cómo lo dejaron.
Leonard bajó la mirada. Él debería curar a sus compañeros en vez de aguantar sus burlas.
—Rompieron a Semesh —dijo lacónico.
—Está bien, hombre —replicó Aron—. Semesh ha reducido el vínculo contigo para mantenerte vivo. Pero eso no durará mucho. —Luego, extendió su mano—. Dámela por favor. Haré que la reparen tan pronto sea posible.
El Maestre le Alkef engregó a Semesh con desgano. Aron tomó el arma con ambas manos y se ajustó la vaina al cinturón, pues él acostumbraba llevar su propia espada terciada a la espalda.
—Pónganse todos bajo los árboles —dijo en voz alta—, lanzaremos un conjuro sanador.
Bastian y Derek se ofrecieron para ayudar a Leonard a caminar. Él no lo hubiera aceptado en otras circunstancias. Sin embargo, se dejó llevar apoyado en los hombros de sus compañeros quizá por el cansancio, el pesar de la pérdida de su espada, el dolor de las heridas o todo junto. Tras una corta pero sufrida caminata, llegaron a la sombra de los robles del Jardín Interior. Un momento después, Aron Heker desenfundó su arma sagrada y comenzó a recitar un enrevesado conjuro en rúnico: "No fraghen taia hiele, hiele; sui sakkurash hiel, tabath hielele". Las heridas de Leonard y Derek emitieron un brillo anaranjado y sanaron mientras él entonaba una y otra vez aquel cántico. Por desgracia, el mordisco en el brazo de Bastian se veía casi igual que cuando llegaron.
—Qué raro —Aron se puso en cuclillas frente al Maestre Gütermann—. Este conjuro nunca me había fallado.
—Soy diabético. ¿Tiene algo que ver?
—Tal vez —respondió Aron mientras examinaba el mordisco—. Será mejor llevarte a un sanatorio. —Se puso en pie—. Ahora vuelvo; traeré un carruaje.
Dio media vuelta y se alejó por la vereda. Un rato después, Aron Heker volvió a bordo del carruaje. Los cuatro y Bami subieron. El cochero fustigó a los caballos y partieron aprisa. Unos minutos más tarde, entraron al sanatorio Balter por un patio trasero por donde otros coches —que harían las veces de ambulancias si estuvieran en la Tierra— entregaban a los pacientes más graves.
Una enfermera rubia, de ojos marrones y algo excedida de peso, se acercó de pronto a ofrecer una silla de ruedas para Bastian. Pero él no quiso usarla. Entró por su propio pie a la sala de emergencias.
El personal del sanatorio exigió que Bastian dejara su espada en la recepción. Eran las reglas de aquel sitio. Sin embargo, Derek tuvo que usar su Real Autoridad para evitar que desarmaran al paciente. Si bien las Armas Sagradas otorgaban a sus dueños fuerza y resistencia sobrehumanas, hubo casos en los cuales los propietarios morían en cuanto se apartaban de ellas. Total, a Su Majestad y a Leonard les tomó casi dos horas entre trámites y discusiones con los directivos lograr el ingreso de su amigo con todo y estoque, además de que atendiesen a Bami porque su anatomía era como la de cualquier persona... aunque fuese arriana. A final de cuentas, tanto el Maestre herido como ella fueron llevados a cubículos separados del resto con cortinas verdes. Ahí los atendieron.
Aron Heker se había ido un rato antes. Pero volvió cuando Leonard y Derek acababan de terminar con los engorrosos trámites del sanatorio. Le acompañaba Peninah Gütermann. Con ellos venía también una angustiada muchacha bajita, de cabello castaño peinado en una larga cola de caballo y un poco bizca que afirmó ser la esposa de Jarno Krensher.
Como Leonard no necesitaba quedarse más con ellos, optó por tomar una calesa y retirarse al palacio. Prefería dejar a la señora Krensher desahogarse a sus anchas. Además, Míriam seguramente se preguntaba cómo le fue en la batalla. El Maestre Alkef no tardó en hallar un coche y se fue directo a la alcoba donde Sus Majestades le hospedaron ni bien llegó al portón del palacio. No respondió saludos mientras cruzaba la explanada y el vestíbulo, también ignoró a sirvientes y guardias que se encontraba a su paso por la escalinata o los corredores. Incluso su esposa no dijo nada en cuanto él entró al cuarto y se derrumbó boca abajo en la cama. Sus heridas sanaron, pero aun así necesitaba reposo. Combatir arrianos toda la mañana y parte de la tarde lo dejó molido. Ni hablar de la pérdida de Semesh. No sabía qué le dolía más a causa de ello: el cuerpo o su orgullo de guerrero. Por algo Mikail le recomendó en Monterrey no luchar contra ellos a menos que no tuviera opción.
Míriam se sentó en el borde del colchón y estuvo callada un rato, quizá esperando a que su marido se animara a contarle qué ocurría. Sólo Olam sabe cuánto pasó. Pero, tras un rato eterno en silencio, ella pasó una mano con suavidad por el trasero de su hombre.
—¿Te fue bien?
—Ganamos —dijo Leonard—, si es lo que querías saber.
—Pues más parece que no. Mira cómo vienes.
—Tienes razón. Con la pérdida de mi espada, es como si hubiéramos perdido.
—¿Es la que escondías en la casa? —Míriam invitó con un ademán a su marido a recargar la cabeza en sus muslos. El ajustado pantalón de mezclilla que ella llevaba puesto los hacía parecer más carnosos y suaves.
—Sí, esa misma —Leonard se acomodó en el regazo de su esposa—. Llegamos hasta la base de los arrianos, en el espacio exterior. Destruimos la máquina con la que transportaban tropas a la Tierra y les pateamos el trasero. Pero ahí me rompieron mi espada. —Sintió coraje de sólo recordar cómo sucedió—. Un gato mecánico de mierda hizo de una mordida lo que Nayara y Derek no pudieron...
—¿La espada se puede reparar?
—Bueno... Sí... O eso dice Aron Heker.
—Entonces no perdieron...
—Supongo que no. Debió ser una victoria pírrica.
Míriam arqueó una ceja. Tal vez no entendía qué era eso.
—O sea —explicó Leonard con desgano—, ganamos pero los arrianos casi nos matan en el intento.
—Pues a mí me alegra que al menos estas vivo —Míriam acarició el cabello a su esposo—, ganes o no. Estando vivo puedes aún lograr mucho.
—Tienes razón —Leonard se incorporó despacio—. No tiene caso estar de capa caída si aún puedo recuperar mi espada sagrada. —Se puso en pie y olisqueó en dirección a sus axilas—. Me ducharé y saldremos a pasear a la ciudad. Hay algunos sitios muy románticos que no conoces.
Míriam sonrió y apretó su mano.
—Como quieras —dijo ella—. Mientras no tengas esa cara larga otra vez.
Leonard entró al pequeño baño de la alcoba. Se quitó la ropa pero no entró a la ducha, decidió satisfacer otra necesidad más inmediata. Se sentó en el inodoro y comenzó a pujar. El tanque de agua se hallaba oculto encima del cielorraso y sólo debía tirar de una cadenilla a su derecha cuando acabara; eso le daba libertad de recargarse en la pared a su espalda. Seguramente no hubiera podido hacer nada igual en la Tierra. Después de terminar, cogió una toalla del estante junto al lavabo y se metió a la ducha.
El agua fría le hacía sentir el cuerpo y la mente limpios, como si se llevara sus preocupaciones junto con el sudor, la sangre seca y la suciedad que trajo del Mundo Adánico.
—Otra victoria como esta y volverás sólo a casa —soltó alguien a quien no vio ni oyó entrar.
Leonard casi se sale de su propia piel por el susto y rápido cubrió su miseria la toalla que iba a usar para secarse.
Un joven bastante bien parecido descorrió el cancel de la ducha. Era un Ministro. Su hábito negro decorado con un intrincado diseño de ramas de vid bordado en plata lo dejaba claro. Sin embargo, él solo tenía dos brazos. Se quitó la cogulla para revelar una cara, sin rastros de barba, tan tersa como la de una mujer. Su nariz respingada, cabello azabache crespo y ojos de un tono amarillo brillante como oro fundido, le daban una delicada distinción incluso superior a la de cualquier galán nativo de Soteria.
—Ah, es cierto —A aquel Ministro no parecía importarle la vergüenza ajena—. Nunca me habías visto así. Soy Semesh.
—¿No habías perdido tu forma física? —dijo Leonard.
—Esta es mi verdadera forma física. Vine a darte las gracias.
—¿Las gracias? ¿De qué?
—Por recoger todos mis pedazos cuando me rompí.
—De nada... creo. Pero no hables tan fuerte. Míriam podría oírnos y se le hará raro...
—Descuida. He lanzado un conjuro. Nadie me ve ni oirá esta conversación.
—Bien pensado. Porque esta plática le sonaría extraña. Y vaya que ya lo es para mí.
Semesh se recargó en la pared mientras Leonard volvía a cerrar el cancel.
—Verme así es un privilegio muy grande para ti —dijo con calma—. Un Ministro de baja jerarquía como yo sólo se muestra en esta forma ante personas a quienes tiene en alta estima.
—Gracias, pero es una lástima que yo no pueda decir lo mismo —contestó Leonard—. ¿No pudiste aparecérteme en otro lado?
—No, por desgracia —prosiguió Semesh—. Gasté casi toda mi energía en evitar que tus heridas empeoraran, así que no falta mucho para que también pierda esta forma. Pero, ahora que Aron Heker tiene todas mis piezas, es cuestión de esperar a que me lleven al Reino sin Fin a reparar. Gracias por ayudarme. Ni siquiera Gustav el Santo hizo eso por mí cuando me rompieron por primera vez.
—¿Gustav El Santo fue tu primer dueño?
—Oh, sí. Lo fue.
—Vaya, eso es sorprendente. ¿Y de verdad era tan santo como dicen?
—A veces no controlaba su carácter pero sí. Fue el hombre más piadoso y creyente que haya conocido. Ayudaba a los pobres, ayunaba todos los domingos y oraba tres veces al día. Sinceramente, se ganó el apodo a pulso.
—Interesante historia... En fin, ya me la contarás después. Entonces, ¿qué haremos ahora? ¿Ya no existe ningún vínculo entre nosotros?
—Mira, no te preocupes ahora por eso. El vínculo se termina si mueres o dejo de considerarte digno. Por eso es que podemos conversar ahora.
—Genial. ¿Y qué harás mientras te componen?
—Aún no lo decido —Semesh se encogió de hombros—. Como ya ganamos tiempo, sólo queda esperar a que Liwatan u otro Ministro me lleve al Reino... ah, y antes de que se me olvide, la reina ha viajado a Turian hoy.
—¿Ahí vive Erik?
—Teslhar —corrigió Semesh—. Acostúmbrate a llamarlo por su nombre real. Y sí, ahí vive. La reina se fue esta mañana, un rato después que nosotros. A esta hora ya debe haber aterrizado en Elpis.
Leonard apenas podía creerlo. Si Nayara convencía a su viejo amigo, la invasión arriana a Soteria terminaría antes de comenzar... en el mejor de los casos. Aún faltaba que Olam quisiese hacer al cabezón de Erik aceptar el trono de Elutania y convertirse en el nuevo Gran Arrio.
—Su Majestad Nayara es muy convincente —respondió Leonard—. De seguro lo traerá aquí cuanto antes.
—No dudo de sus habilidades —dijo Semesh—. Pero a ella no le queda mucho por hacer.
—¿Cómo?
—En realidad, Teslhar ya decidió enfrentarse y destronar al Gran Arrio. Aunque a su manera.
—Sí —Leonard comenzó a enjuagarse—. Ya entiendo. Oye, ¿cómo supiste todo eso?
—Es fácil. Los Ministros nos comunicamos instantáneamente la mayoría del tiempo. Ahora, disfruta el paseo con tu esposa. Mi tiempo se ha terminado.
Leonard descorrió el cancel de la ducha, pero Semesh ya lo había dejado solo en el baño.
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