EL REFUGIO DE LAS ISLAS POLARES
Nayara jamás había visto a Helyel. Durante su juventud oyó decir al sacerdote Elí Safán —además de otros clérigos— que casi ningún mortal vivió para contar que lo vio. Pero ella no imaginó, siquiera en sus más extravagantes fantasías, que un día el enemigo de Olam sería escupido por un portal en la explanada del Palacio Real de Soteria. Tampoco que ella atestiguaría una escaramuza entre él y un Maestre y varios Ministros. Mucho menos que también se uniría a la pelea.
Mientras Liwatan y los otros Ministros lanzaban conjuros a Helyel, sin causarle el menor daño, Leonard Alkef mantenía a Bert tras él. Mientras uno despachaba encantamientos, el otro tiraba con un fusil arriano.
Era obvio que todos ellos venía del refugio en las Islas Polares. Los humanos no tuvieron tiempo de quitarse los abrigos y el calor empezaba a sofocarlos, pues agöst era el mes más cálido del verano boreal en Eruwa.
—¿Por qué Helyel es un autómata? —quiso saber Derek.
—Yo que sé —respondió ella—. Deberíamos actuar.
—Bien, ¿qué sugieres?
Nayara conocía a su esposo lo bastante como para saber cuándo preguntaba de forma sarcástica. No era el caso ahora. Pudo notar de inmediato la lividez de su rostro con solo encararlo. Parecía tan asustado como ella. Ella solía presumir de vez en cuando su creatividad casi ilimitada. Se quedaba sin ideas en contadas ocasiones. Pues bien, tenía el cerebro seco aquella tarde.
—Helyel no debería estar aquí —aseguró mientras su espada sagrada temblaba levemente entre sus manos—. Liwatan debió... no, debía evitarlo.
—Pues es hora de improvisar —Derek negó con la cabeza.
Los Ministros y sus compañeros lo pasaban bastante mal. Helyel los roció usando las ocho ametralladoras montadas en los soportes con forma de X sobre sus brazos. Tras dicha lluvia de plomo sólo quedaron cientos de diminutos orbes luminosos que el viento se llevó, Liwatan y Bert... quien sobrevivió junto con Leonard gracias a que éste lo mantuvo protegido con su conjuro escudo durante el enfrentamiento.
En esos momentos, Nayara deseó conocer un encantamiento que le permitiese estar en varios sitios a la vez. Si bien debía proteger La Nada, por ser la reina de Soteria, sus obligaciones como madre exigían que diese los mismos cuidados a su Sofía, su única hija.
—Tu hija está a salvo ahora —le informó Melej, su arma sagrada, en un tono tranquilizador y de manera que solo ella oyese—. Bert y Laudana ya se encargaron de eso; no te preocupes. Concéntrate en Helyel.
—Gracias —susurró Nayara muy con voz casi inaudible.
Melej siguió hablando a su pensamiento
—Ahora escucha —exigió la espada—: Helyel hizo construir ese autómata para no necesitar un huésped cuando viajara entre mundos. Aparte de cargar toneladas de armamento, tiene una armadura ultra resistente que las armas sagradas no penetran y un sistema para localizar personas sin importar en qué mundo estén. Así encontró a Liwatan.
—Pero debe tener algún punto débil —pensó Nayara para que Melej le oyese—. ¿O no?
—Lo tiene —respondió Melej—. Lo malo es que está en algún lugar bajo la armadura.
Leonard Alkef no esperaba que la trampilla en el suelo de la casa de Liwatan condujese a un largo y estrecho túnel bajo toneladas y metros de tierra y hielos perpetuos. El techo abovedado era alto para el Maestre pero bajo para el Ministro. La cabeza de éste casi rozaba con las piedras sin pulir. Aquel subterráneo enlucido con simple roca era una recta prolongada que se antojaba interminable. No obstante, dicho camino bajo el polo de Eruwa los condujo hasta una empinada cuesta arriba que, a su vez, desembocaba en otro domo construido con grandes bloques de nieve compactada.
Había muchas personas reunidas ahí a las cuales Leonard no conocía. Dio un vistazo. Pero no encontró a Míriam, o a Germán, o a Laura. Tal vez los refugiaron en otro giga-iglú.
Mujeres y hombres, sentados en catres mientras arropaban a sus niños, miraban en suspenso hacia el mismo punto que los demás ocupantes del refugio quienes —por una u otra razón— se hallaban en pie. La gran pared oeste, a la izquierda de donde el Maestre Alkef y Liwatan contemplaban la escena, se sacudía amenazante. La cacofonía de gritos ininteligibles y detonaciones mantuvo cautiva la atención de los refugiados.
Leonard estuvo a punto de preguntar si oía el ruido. Pero Liwatan le hizo callar con un sonoro "¡Chist!"
—¡Ven! —ordenó Liwatan al Maestre antes de echarse a correr.
El Maestre lo siguió dando zancadas tan largas como podía con la ropa de esquimal encima.
—¡ALÉJENSE! —gritó Liwatan— ¡LA PARED VA A CAER!
Leonard lo imitó enseguida, al mismo tiempo que buscaba con la mirada a su esposa y a sus hijos.
Contrario a lo que él esperaba, la gente no se desbocó al replegarse hasta el lado opuesto del iglú. Tal parecía que les instruyeron conservar la calma sin importar qué vieran u oyeran. Aunque la idea de que otros Ministros lanzaron un conjuro para tranquilizarlos tampoco sonaba descabellada.
El suelo vibraba como si una grúa hubiera soltado la carga. El refugio construido por Liwatan y sus compañeros debía ser muy resistente. Los bloques de nieve no se vinieron abajo.
Liwatan se plantó frente al muro de nieve.
—Conseguí tranquilizar a la gente —murmuró sin apartar la mirada de él—. Pero me temo que debemos salir.
El suelo vibró de nuevo. Ahora resonó un golpe seco, metálico. Disparos y gritos de varios Ministros también.
—¿Qué? —dijo Leonard incrédulo.
—Ya oíste. Vamos afuera.
—Sí, ya lo sé, pero quería saber qué haremos allá.
—Tengo la sospecha de quién ha causado todo este escándalo.
Leonard siguió hasta la pared a Liwatan. Éste hizo un amplio ademán y los bloques se apartaron para formar una puerta. Las corrientes gélidas del exterior rugieron al colarse y obligaron al Maestre Alkef a entornar los ojos, volándole al mismo tiempo la capucha del traje esquimal. Salieron juntos. El muro se cerró tras ellos en cuanto pisaron la nieve de afuera. Cada uno miró de lado a lado. Sólo oían los gritos de la batalla; resultaba imposible precisar de dónde provenían. La ventisca apenas dejaba ver unos metros más allá de sus narices. No obstante, pronto descubrieron dónde ocurría la pelea y contra quién era.
Un autómata extraño cayó del cielo plomizo de las Islas Polares y provocó un leve temblor.
Aquel monigote no se parecía a ninguno de los que el Maestre vio durante la última semana. Éste era mucho más grande, con apariencia de ídolo babilónico en lugar del consabido aspecto de centurión romano. Tenía una especie de mitra, o así creía Leonard que se llamaba esa corona alargada que la máquina llevaba puesta; dos pares de alas con plumas de oro y plata, ¿o era platino? Lo más peculiar de todo era la careta barbada. No tenía las típicas luces rojas o verdes sino unos ojos con pupilas verticales tallados en el metal.
—¡¿Qué demonios es esa cosa?! —exclamó Leonard para hacerse oír por encima del viento.
—Justo lo que dijiste —replicó Liwatan—. Un demonio. Y no uno cualquiera.
—¿Eso... eso es Helyel?
—Sí. Mejor vete. Ningún humano ha vivido para siquiera contar que lo ha visto.
Helyel intentó ponerse en pie. Pero un disparo desde la cima del iglú voló un trozo de la careta, lo cual reveló una segunda con aspecto de calavera. Varios Ministros descendieron del cielo apenas un instante después. Leonard echó un vistazo para descubrir al tirador. Éste al menos parecía humano. Portaba un fusil arriano; también vestía un grueso abrigo abultado —como si llevara otros tres debajo—, gorro invernal, guantes y gafas.
—Olvídalo —rezongó Leonard—. Yo también pelearé.
—No digas que no te advertí —respondió Liwatan.
Helyel cayó por el disparo en la cara. Se quedó tirado en la nieve.
Los otros seis Ministros que vinieron a combatir a Helyel lo rodearon de inmediato, con sus espadas sagradas en alto. Removieron de sus cabezas las cogullas de sus hábitos negros. Seguramente querían inspeccionar su nueva forma física. Leonard también se aferró a Semesh con todas sus fuerzas. Tal vez el autómata no parecía imponente, no obstante, sentía —como nunca antes— deseos de largarse corriendo y jamás volver a luchar. Aquello no era el nerviosismo habitual previo a una batalla. Más bien, fue como tener la certeza de que moriría si se quedaba.
—Esperen —Liwatan hizo señas a sus compañeros Ministros—. Esto me da muy mal rollo.
—¿No se suponía que Helyel necesita un huésped para trasladarse entre mundos? —quiso saber Leonard.
—No es una suposición —replicó un Ministro que tenía fuego verde en lugar de cabellera—. Es un hecho. Y casi estoy seguro de que le robó esta cosa a los arrianos.
—O la construyeron para él —intervino Liwatan—. ¿Saben algo de un lugar llamado Walaga*?
—No —respondió el Ministro pelos de hoguera en coro con otros dos cuyos cuerpos recordaban al mercurio y al bronce fundido, mientras los demás sólo movían la cabeza de lado a lado en silencio.
—Entonces Olam tampoco les ha dicho nada.
El francotirador se deslizó por la pared del iglú y paró junto a Leonard. Llevaba parte de la cara y el cuello envueltos en bufandas.
—¿Quién eres? —quiso saber él.
—Bert —respondió a secas, sin quitarse nada de la cara—. Y yo no estaría tan confiado cerca de él. Lo que vayan a hacer, háganlo ahora.
—Necesitaremos un cubo de contención —señaló Liwatan—. ¿Tienen uno por casualidad?
La carcasa del autómata se abrió. Pero no era como las que Leonard vio antes. Dentro había un surtido bastante completo de proyectiles. No hubo tiempo de admirarlo, pues el almacén vomitó en ese instante a uno de sus miembros: una especie de diamante púrpura con algunas de sus caras cubiertas por placas de fibra de carbono.
—¡Al piso! —soltó Liwatan.
Él, Bert y Leonard se tiraron pecho a tierra. Un estallido de luz vaporizó a dos Ministros y cegó a Leonard temporalmente, aunque apretó los ojos por instinto. Ahora sólo podía ver un destello rojizo. Sus oídos no percibieron más que un pitido durante algunos segundos.
—Esta será su tumba, mortales —aseguró Helyel.
Leonard, aún encandilado, oyó que alguien se levantó de la nieve y chocó espadas con Helyel. A ese primer valiente se unió otro. Y otro más. En ese instante, tocaron el hombro al Maestre.
—¿Quiénes pelean? —quiso saber Bert.
—Supongo que Helyel y varios Ministros —respondió Leonard—. Somos los únicos humanos aquí.
—Perfecto —refunfuñó Bert—. Este día sí que ha sido un desastre.
El Viajero del Tiempo no pudo contar a Leonard entonces por qué se quejaba de haber tenido mal día. Pero le refirió todo antes de volver a su propia época, el año dos mil noventa y cuatro.
A decir verdad, Bert llevaba poco más de veinticuatro horas despierto. El mal humor del desvelo cerraba las garras sobre su mente. Lo peor del caso era que pronto tendría que irse a dormir, si no quería perder la razón, lo cual retrasaría su regreso a la Tierra de la cual vino.
El desastre comenzó desde su llegada al refugio de las Islas Polares.
Laudana Gütermann, su familia, y él permanecieron en fila durante horas para que una pareja de Ministros le diese ropa abrigada, víveres y un catre plegado. No era su asunto si esos artículos salieron de las arcas del reino o que las existencias fuesen siquiera verosímiles. Él los recibiría sin chistar. A pesar de la multitud de conjuros grabados en las paredes de nieve compactada, el refugio se sentía casi tan frío como una madrugada de otoño en Nueva York. La nariz le goteaba desde hacía rato. Temblaba tanto que cada cierto tiempo debía abrazarse a sí mismo para retener calor corporal. Estornudó tantas veces mientras permanecía formado que pudo notar la mirada de asco que el hombre delante de él le dirigió con poco disimulo por encima del hombro. ¿Cuál era su problema?
—Mierda —se quejó Bert después de estornudar—. Me estoy resfriando.
—Aguanta otro rato, ¿quieres? —respondió Laudana cansina detrás de él—. Falta poco.
Bert sacó la cabeza de la formación. Todavía restaban veinticinco personas. Igual que él, la mayoría vestía prendas veraniegas y comenzaban a resentir los efectos del frío.
—Bueno —se encogió de hombros—. Al menos es mejor tener veinticinco turnos delante que tres mil. Aguantar diez minutos más no puede ser tan malo a estas alturas.
Laudana había hablado poco con él durante la espera. La pobre estuvo todo ese tiempo haciendo un conmovedor esfuerzo por entretener a su hermanito, para que no se desbalagase y perdiera su lugar. Finalmente, cuando les tocó el turno, les atendieron dos Ministros altos y pálidos, embutidos en hábitos negros cuyas capuchas les cubrían medio rostro. Aun así, se les notaba malhumorados.
Entre los artículos que dichos Ministros entregaron a Bert, figuraban botas y guantes y abrigo hechos de pieles junto con dos pantalones de lona gruesa. También le entregaron un fusil arriano y seis cargadores en forma de cinta, los cuales contenían pequeñas proyectiles de hierro. Las balas no eran los típicos cartuchos de pólvora y plomo. Se trataba, más bien, de barras metálicas delgadas y como diez centímetros de largo.
—¿Yo para qué quiero esto? —le espetó Bert.
—¿No eres Humberto Quevedo? —escupió el Ministro lacónico
—Sí, pero no respondas mi pregunta con otra. Dime qué carajo voy a hacer con este fusil.
—Te entregué esa arma por encargo de Liwatan. Si no sabes qué hacer con ella, pregúntale. Ahora, acomoda el resto de tus cosas en el lote B4070, lleva toda tu basura a los contenedores en el fondo del refugio y apártate; no estorbes la fila.
No hizo falta preguntar dónde quedaba el espacio que asignaron a Bert. Tuvo bastante tiempo para observar cómo organizaron el alojamiento en el refugio y ubicarlo. Los lotes estaban delimitados por cuatro franjas y numeraciones pintadas en el suelo de piedra. Todo ese iglú tenía sitios cuya numeración iniciaba con B. Cada letra debía permitir saber en qué iglú se alojaba cada refugiado. Nada sorprendente. Lo sorprendente fue que a Laudana le dieron un fusil igual al suyo.
Casi tan pronto les entregaron las armas, la ropa y los catres, abandonaron la fila y recorrieron el iglú B en busca de los lotes que les asignaron. La señora Gütermann recibió el número correspondiente a su familia, pero tuvo que seguir a Bert para encontrarlo, pues los Ministros a cargo les situaron en espacios contiguos.
El mar de catres en aquel refugio estaba organizado como una ciudad. Las camas se agrupaban primero en áreas rectangulares donde cabían hasta diez refugiados; luego, éstas en bloques de diez áreas de largo por diez de ancho. Los bloques, a su vez, estaban delimitados por avenidas amplias de forma que las gente pudiese transitar con su equipaje y las provisiones recién entregadas en la fila.
—Llegamos —anunció Bert con el rostro congelado por la vergüenza.
Deseó con vehemencia el hielo se lo tragara ni bien vio que trasladaron su equipamiento por él y las malas caras de los vecinos, sin mencionar que su espacio ocupaba el equivalente a seis. ¿Acaso percibía el hedor de la envidia?
A decir verdad, quizá nadie cargó hasta allí las cajas de herramientas, su escritorio, archiveros y generadores de litio. Leonard Alkef hizo que un Ministro enviara todo hasta el refugio poco antes de que Bert y Laudana salieran de paseo con Diarrea, el perro de la princesa Sofía. Después de que ellos dos rescataran al pequeñajo de la tumba de Elí Safán, otro ángel abrió un portal para ahora enviarlo a él al refugio. Al llegar, encontró sus cosas justo donde comenzaba la fila para la asignación de los lotes. Tuvo que dejarlas donde las halló y pensó en buscar después ayuda para acarrearlas. No obstante, fue innecesario. Probablemente llegaron por su cuenta —gracias a algún conjuro loco— cuando recibió las provisiones.
—Los beneficios de ser amigo de un Ministro —La señora Gütermann asintió despacio, con cierto aire irónico.
—Liwatan no es mi amigo —se quejó Bert por lo bajo—. Apenas si lo conozco.
Se dirigió enseguida a su propio sitio, dejó el fusil arriano y sus cargadores en el escritorio que Liwatan trajo de la Tierra. Extendió su catre después. Todos los lotes tenían pequeñas cabinas en una orilla que servían de baños con ducha. Medían tres metros de largo por dos de ancho y estaban pintadas de rojo. Entró a ponerse la ropa de esquimal que le dieron. El cambio fue notable y extraño una vez que terminó de cambiarse. Llevaba prendas muy gruesas encima pero no lo acaloraban. Al salir de ahí, se topó con Laudana. Byhrn —el hermano menor de ella— y su madre habían acomodado para entonces sus pertenencias en el lote B4071, justo a un lado, y descansaban sentados en sus catres.
—No hagas caso a mi mamá —dijo la muchacha—. A veces no sabe contenerse.
—No te preocupes —respondió Bert mientras acomodaba la almohada y los cobertores con su única mano—. Ya me acostumbré hace bastante a las malas caras.
—¿En serio?
—Sí. En serio —Bert se enderzó tras extender el cobertor de su catre—. Empezando con los matones del cole. Primero fue para que no me lastimaran —soltó una risilla maliciosa—; y luego para no lastimarlos.
Laudana arqueó una ceja. Tal parecía que no comprendió el chiste.
—Es que aprendí a pelear tan bien que luego nadie quería molestarme. Además —Bert agitó el muñón de su brazo derecho—, entonces tenía dos manos.
—Ah, ya entiendo. Después quedabas como el malo si lastimabas a alguien por defenderte.
—Exacto —Bert chasqueó los dedos para hacer un ademan que significaba "tienes razón".
—¡Laudana! —exclamó otra chica detrás de ellos— ¡Bert!
—¡Laura! —Laudana agitó una mano para corresponder el saludo.
Bert no estaba seguro, pero creía que Laudana se puso pálida e intentaba ocultar su cara de preocupación tras una máscara amistosa.
Laura fue directo donde ellos y abrazó, luego, a su amiga. Ella, su hermano Germán y su mamá, fueron alojados en el lejano lote B1932. Se le notaba cansancio. Pero aseguraba que la mañana no le pareció aburrida. Los acontecimientos recientes en Soteria le inspiraron para dibujar una nueva historieta, así que pasó todo el día trabajando con el lápiz... hasta que el papel se agotó.
—Oye —se acercó un poco a Laudana—, ¿te sientes bien?
—Pues sí —Laudana se encogió de hombros—... considerando que no me gustan los días fríos.
—Te deprimen, ¿verdad? —intervino Bert.
—Un poco...
—A mí también —zanjó Bert sin esperar la respuesta completa—. Aunque prefiero que haga frío con el cielo despejado; ver el sol me hace sentir menos pesaroso. En fin, voy a trabajar. Se quedan en su casa, pero andaré cerca si necesitan algo.
Las chicas se quedaron conversando durante un rato sobre el proyecto artístico de Laura.
Enseguida, Bert se acercó al pizarrón donde pasó los días anteriores calculando la ruta de vuelta a su versión de la Tierra. Cogió el plumón con su única mano, la izquierda, pues la prótesis de su brazo derecho se estropeó rato antes. Le tomó apenas un segundo acordarse del punto en aquel fideo de ecuaciones desde el cual debía retomar el análisis. Después de recordarlo, comenzó a garabatear diversas funciones matemáticas con las cuales amplificar un puente de Einsten-Rosen. De esa forma, el espacio-tiempo quedaría tan plegado que la distancia más corta entre aquel refugio frío en Eruwa, y su apartamento en el Monterrey del año dos mil noventa y cuatro, sería cero.
Para tal hazaña, se necesitaba concentrar un haz de energía en un punto para amplificar un puente de Einstein –Rosen —llamado agujero de gusano por el vulgo— hasta que fuese lo bastante grande para permitir el paso de individuos o equipamiento. La gracia era encontrar el sitio correcto. Si lo hacía en una zona arbitraria, el destino igualmente sería arbitrario. Y aún faltaban otras variables. Necesitaba refrigerar sus generadores y abastecerles con suficiente combustible para mantener el paso entre Soteria y su mundo abierto hasta haber cruzado todo su equipamiento. Por fortuna, el energizado no debía ser constante. Sólo debía dar descargas eléctricas al agujero de gusano cada cierto tiempo; no importaba de qué lado las recibiera. En cualquier caso, no podía mantener abierto el portal indefinidamente. Si bien podía colapsar casi por cualquier motivo en cualquier momento, una de las principales causa era no alimentarlos de manera constante.
Los portales creados por Bert y los arrianos operaban bajo los mismos principios.
Muchos años después, Olam borró para siempre gran parte de dicho conocimiento de la mente de Bert. Jamás recordó cómo calcular la ubicación de puentes Einstein-Rosen o la potencia necesaria para amplificarlos. Aún hoy, tras varios milenios.
Laudana y Laura se despidieron tras decidir qué harían al salir del refugio.
Bert echó un vistazo de reojo para averiguar si ambas se marcharon. Pero Laudana seguía en pie, justo sobre la línea amarilla que delimitaba su lote. Tenía la mirada baja, se frotaba las manos y su cara de preocupación había cambiado por una de cejas flexionadas que parecía significar "¿y ahora?". En ese momento, él se resignó a interrumpir de nuevo el trabajo. Pudo soportar la cháchara de hacía un momento. No obstante, no soportaba la expresión afligida de una chica tan linda. La blusa blanca con mangas negras y el short de mezclilla con medias hasta media pierna que vestía le sentaban muy bien.
—Bien —dijo al darse media vuelta—, ¿me dirás qué tienes o piensas quedarte ahí como un pasmarote?
—No tengo nada —respondió Laudana—. Ya me iba, de hecho.
—¡Por favor! —Bert se llevó las manos a la cintura—. Eres demasiado obvia. Es más, pones la misma cara que mi ex cuando me guardaba secretos.
—¿Y alguna vez la descubriste? —Laudana arqueó una ceja.
—Muchas. —Bert asintió despacio—. Por eso hacía esos gestos
Miró con discreción hacia el lote de los Gütermann. La mamá de Laudana no andaba cerca. Incluso se llevó a Byhrn, su hermanito de unos diez años. No se dio cuenta de cuándo ni a dónde se fueron.
—¿Por qué mejor no te sientas y sueltas todo? —Señaló con un ademán el catre
Laudana echó un vistazo por encima del hombro, como para asegurarse de que ningún conocido la viera sola con él. Por fortuna, las más de mil personas a su alrededor eran extraños.
—Prométeme que no le contarás a nadie —dijo grave.
—Lo juro —Bert alzó la mano en señal de promesa.
Laudana respiró profundo antes de desembuchar.
—Escucha —apuntó sin mudar el rostro serio—, te cuento esto porque eres de los pocos que saben de mis poderes. ¿Recuerdas del día en que fuimos a las catacumbas?
—¿Cuándo casi matas a la princesa o cuando se te escapó Diarrea?
Laudana le propinó un puntapié en la espinilla. Bert se oyó soltando un ruidoso ¡Ay!
—¡Hablo en serio! —señaló ella con la cara roja.
—Olvida lo que dije entonces —respondió él mientras se sobaba apoyado en una sola pierna—. Sólo acláralo: ¿hablas de la primera o segunda vez que fuimos a las catacumbas?
—Hablo de la primera —Laudana negó con la cabeza—. Esa vez tuve una visión. La más horrible de todas.
—¿Me voy a morir o qué? —Bert levantó una ceja.
—¡Tú no! —Las manos de Laudana se volvieron garras como si quisiera espachurrarle el pescuezo—. Pero Laura sí —soltó en un murmullo apenas oíble luego de dejarlas caer sobre las rodillas.
A Bert le conmovió la mortificación de la chica. Ella seguramente deseaba evitar el cumplimiento de su propio presagio a toda costa. Él tuvo una idea en ese momento para ayudarle. Aunque fuese un poco. Si bien ignoraba cómo funcionaban esas epifanías, creía tener al menos una idea somera. El recuerdo de cómo Laudana salvó a la princesa Sofía de terminar aplastada por un candelabro en las catacumbas hizo que él cayera en cuenta de que dichas visiones tal vez no eran inexorables. Si no, ¿cómo supo ella que debía salvar a esa chiquilla molesta?
Las neuronas de Bert computaron la respuesta y articularon las oraciones en su centro del habla.
—Sabes —adoptó un aire más casual—, soy un escritor frustrado. Aunque no lo parezca...
—¿Y eso qué tiene que ver Laura? —interrumpió Laudana con el entrecejo fruncido.
—Júzgalo tú —contraatacó Bert—: Yo solía escribir novelas de fantasía. Y, si algo sé acerca de las visiones, es que no son inexorables. Si lo fueran, entonces se convertirían en profecías. —Agitó una mano frente a él para indicarle a Laudana que lo recién dicho era lo menos importante—. Bueno, mi punto (en pocas palabras) es que considero que tuviste la visión de Laura muerta porque Olam quiere que evites su muerte.
Los ojos de Laudana se abrieron tan grandes como los de un dibujo animado japonés.
—¿En serio crees eso? —dijo ella mientras se inclinaba hacia el frente y se ponía al borde del catre.
—No lo creo. Estoy seguro. Es más, yo me pondré de tu lado.
Bert se dirigió rápido al escritorio junto al catre, y cogió de ahí el fusil arriano que Liwatan le hizo llegar por medio de los Ministros que le asignaron su lote en el refugio. Sonrió discretamente para sí. Tal parecía que sus palabras surtieron un efecto favorable en la muchacha.
—Por eso nos dieron estas cosas —dijo poniendo su mejor cara furiosa— ¡Saluda a mi amiguito!
Hizo como si fuese a disparar el arma. Laudana casi se caía del catre por la impresión, pero él consiguió sostenerla del brazo antes de que acabase en el suelo helado.
—Tranquila —dijo Bert—. No está cargada y tiene el seguro puesto.
—Pues me alegro —El color volvió poco a poco al rostro de Laudana—. ¿Sabes tan siquiera disparar eso?
—Solía ir de cacería con mi abuelo; él me enseñó a tirar. ¿Y tú?
—Mi papá es Maestre. Tú dirás.
Bert examinó el fusil arriano con más detenimiento. Le daba la impresión de que no se diferenciaría mucho de un Uzi al dispararlo. Se sentía bastante ligero para ser tan voluminoso. Aunque resultaba cómico —además de peligroso— que tuviese un interruptor de palanca fijo sobre una placa de lámina soldada junto a la culata, y las palabras "lock" y "unlock" escritas arriba y abajo con plumón. Seguramente dicho artilugio quitaba o ponía el seguro del arma. Tal vez alguien lo colocó en lugar de un circuito muchísimo más complejo que impedía a otros individuos disparar.
—¿Te parece bien si buscamos dónde practicar? —soltó Laudana.
—Aquí es peligroso —replicó Bert.
—Me pareció ver una parte desocupada hace rato. ¿Quieres que vayamos a ver?
—Supongo que sí. Sólo dame un minuto.
Bert consiguió —en menos de un minuto— formular la función matemática para calcular la latitud del punto en el cual abriría su puente de Einstein-Rosen para volver a casa. Aún faltaba la longitud, la potencia del haz de energía y comprobar los resultados.
La teoría de viaje entre universos que él y el Dr. Herbert Lloyd formularon proponía la existencia de burbujas donde el tiempo transcurría a diferentes velocidades. Ellos concluyeron que comenzaron a formarse tras el Big Bang debido a que la expansión del universo se ralentizó en algunas partes, lo cual produjo zonas de espacio-tiempo que terminaron por aislarse y dar origen a un multiverso. Así pues, un puente de Einstein-Rosen podía conducir a cualquiera de dichas áreas. Por ello debían ser metódicos con los cálculos. Un agujero de gusano bien podía llevarlos al otro extremo de la galaxia o a una versión de la Tierra donde los comunistas gobernaran el mundo.
Algún tiempo después, Bert descubrió que los arrianos llegaron a las mismas conclusiones erróneas.
—¿Terminaste? —quiso saber Laudana.
—Sí. Con esto basta para seguir más tarde.
Bert tomó el fusil y dos cargadores de su escritorio. Luego se fueron juntos por la avenida que delimitaba el lote B4070, con las armas al hombro. Recorrieron el refugio de lado a lado hasta hallar una zona despejada muy lejos de donde salieron. Era el basurero del refugio. Ahí había contenedores de basura tan grandes como un coche compacto.
Durante todo el trayecto, Laudana no hizo más que preguntar por las ecuaciones del pizarrón. Ella había comprendido una fracción minúscula del propósito de las mismas. Le daba curiosidad que Bert quisiera igualar a cero la distancia y el tiempo. Desde luego, a él le ganó la pereza y se limitó a responderle que el viaje multiversal era demasiado complejo para una estudiante común de bachillerato —o preuniversitario, como lo denominaba el Real Sistema Educativo de Soteria—, sin importar cuán aventajada fuese.
De pronto, una vocecilla chilló a sus espaldas. Ambos dieron un vistazo atrás, en sincronía, al reconocerla.
—¡Laudana! ¡Espérame!
—¡Ay no! —La aludida se dio un palmazo en la frente— ¿Por qué tenía que encontrarme?
—Tan bien que estábamos —se lamentó Bert.
Pudo notar cómo Laudana se ruborizaba cuando él se quejó. Pero la inquietud de sospechar que le gustaba a ella no duró. Pronto fue reemplazada por el hastío cuando vio cómo la princesa Sofía se soltaba del agarre del Ministro encapuchado de negro que la guiaba. Ni bien el pobre ángel la cogió de nuevo por la mano, la niña contraatacó a patadas en la espinilla.
—¡Suéltame! —lloriqueaba Sofía— ¡Ya encontramos a Laudana! ¡Déjame ir!
Ambos tuvieron que acudir —muy a su pesar— en auxilio del Ministro. Resultaba hasta irónico que seres como aquel vencieran con un guiño a criaturas poderosas, pero sufrieran con una niña de siete u ocho años.
—¡Le contaré a tu mamá cómo te comportaste aquí! —reprendió Laudana a la mocosa.
—Es que me agarró muy fuerte —protestó Sofía.
—A mí me pareció que querías escaparte —arremetió Bert—. A ver, ¿por qué querías escaparte?
El Ministro no necesitó indicación de retirarse. Sólo dio media vuelta y se alejó a paso rápido. Adiosito.
—Hasta parecen novios cuando me regañan juntos —dijo Sofía con una maliciosa sonrisa burlona.
—¡No es cierto! —Laudana enrojeció aún más— ¡Cállate!
—¡Ay, por favor! —se burló la mocosa— ¡Si ya sé que te gusta este idiota manco!
Bert apretó su único puño para contener sus inmensas ganas de coscorronearla.
—¿Qué les parece si vamos a donde íbamos? —terció entre dientes intentando desviar la conversación y evitarle más vergüenzas a Laudana— La gente empieza a vernos raro.
Se pusieron en marcha con Sofía en medio.
—Si ya te vi —continuó la mocosa con su burla—. Hasta anoche metiste un ícono de Santa Nyrah en el cajón donde guardas tus calzones y escribiste atrás el nombre de este baboso.
Bert creyó percibir un halo oscuro manar de Laudana en el instante que le soltó un coscorrón a la princesa.
—¡Así que por eso insististe tanto en dormir anoche en mi casa! —Se plantó frente a la chiquilla— ¡¿A qué hora esculcaste mis cajones?!
—Cuando te metiste a bañar...
Por desgracia, Laura llegó a la zona despejada durante el lapso que a ellos les tomó reprender a Sofía. Había conseguido más papel para proseguir con sus dibujos y estaba sentada en una silla plegable que quién sabe dónde consiguió. Bert no vio ningún asiento igual hasta entonces. En todo caso, se preocupó de que Laudana volviese a mortificarse. La observó con tanta discreción como pudo. Pero, si algo inquietaba a la chica, no se notó en ese momento; o quizá supo disimularlo mejor.
Laura alzó la vista de su dibujo y los saludó agitando la mano.
Apenas llegaron donde ella, Bert se puso a buscar en la basura con qué hacer blancos para la práctica de tiro. No intentó convencer a las muchachas de que alejaran a Sofía. La última vez que les pidió algo así terminó en disgusto, por lo que mejor se limitó a colocar latas sobre un contenedor de basura, tan lejos de la niña y otras personas como se pudo. No encontró botellas de vidrio u objetos más grandes.
Enseguida, Bert llamó a Laudana con un ademán y le entregó uno de los cargadores apenas la tuvo enfrente. Ella dejó a Sofía al cuidado de Laura, quien propuso a la mocosa dibujarle lo que quisiera.
—Bien —dijo él—, esas latas deberían ser suficiente desafío.
—Ya veremos —respondió Laudana con la cara roja tal vez porque se le dificultaba poner balas al fusil arriano.
Bert tuvo que ayudarle a insertar el cargador con forma de cinta en la ranura al costado del arma. No era una maniobra especialmente difícil. Pero requería fuerza para empujar la primera bala dentro del cañón.
—¿Cómo disparo esta cosa? —quiso saber Laudana al notar que los fusiles no tenían gatillos.
Bert vio una lucecilla roja titilar en el guardamonte del arma, la parte donde el gatillo debía situarse.
—Tapa esa lucecita con el dedo —señaló—. Entre más tiempo dure tapada, más disparos harás.
La chica siguió las instrucciones de Bert e hizo que las latas bailasen a tiros en el aire, al compás de un ruido similar al de una aspiradora industrial. Al no sonar como una detonación, él supuso que el cañón del arma estaba repleto de electroimanes que impulsaban las balas como haría la pólvora con las municiones convencionales.
—Vaya —masculló Bert burlón—, quién lo diría.
—¿Qué?
—Nada. No me hagas caso.
—¿Dudabas que pudiera disparar esta cosa?
—¡Claro que no! —respondió él divertido— Sólo te expliqué cómo funcionaba sin saberlo en realidad; y tuve razón. ¿No es divertido acaso?
—Tan chistoso como pegarte en el dedo chiquito del pie —Laudana le dio un codazo en las costillas.
—A propósito, ¿por qué está aquí tu amiga?
—Pues —Laudana se encogió de hombros—... dijo que quería dibujar tranquila.
—Bien. sigamos entonces —Bert asintió con seriedad—. Sólo hay que estar alertas.
Luego fue a recoger las latas. Sólo recuperó seis que tenían agujeros de entrada y salida de los proyectiles. Luego de colocarlas con el costado intacto al frente, sobre el contenedor de basura, disparó su fusil. La ligereza del arma le permitía mover el torso de un lado a otro con libertad, sin importar que fuera voluminosa. Además, el rugido de aspiradora industrial que emitía le daba un toque especial que le hacía sentirse poderoso. Al extremo de querer escribir su nombre en el contenedor a tiros. Desde luego, se contuvo. No quería lastimar a nadie por accidente.
La práctica continuó hasta que los interrumpieron, en una de las tantas veces en las cuales debieron cambiar blancos. No fue nadie quejándose del ruido o el peligro de un disparo accidental. Era Sofía. La mocosa acudió donde Laudana y Bert, señalando que se aburrió al quedarse Laura sin creatividad.
—A ver, niñita —le increpó Bert mientras se echaba el fusil al hombro—, ¿por qué Laudana debería divertirte?
—Porque yo lo digo. Además, ella es mi niñera. A ti qué te importa mientras mis papás le paguen.
—Le pagan por cuidarte, no divertirte. Ahora multiplícate por cero si no quieres acabar con un hoyo en la sien.
—Entonces diviérteme tú.
Bert se agachó para encarar mejor a la princesa malcriada. Laura, por su parte, sólo se acercó a Laudana para quejarse de que cuidar a Sofía era un verdadero incordio. Peor que ser asaltado por las ganas de cagar donde no había un baño cerca.
—¿Me ves maquillado como payaso? —dijo Bert a Sofía— ¿O usando zapatos gigantes y una ridícula nariz roja?
—¡Sí! —respondió la niña para después soltar una carcajada.
—Qué lista eres...
De pronto, el suelo vibró con tal intensidad que los pies de Bert hormiguearon al sentirla. Laudana y Laura se miraron una a la otra. Incluso Sofía calló y abrió mucho los ojos.
—Tembló porque tu mamá se cayó —dijo de pronto la niña, como intentando hacerse chistosa.
—No, la tuya acaba de tirarse un pedo —respondió Bert demasiado serio como para que resultara gracioso.
Aquel temblor le dio mala espina. En especial cuando sintió réplicas más pequeñas, casi rítmicas. No; no eran réplicas. Más bien, parecían pisadas. En todo caso, la sospecha empeoró al oírse gritos y disparos apagados por las paredes de nieve compactada.
—Laura, Laudana —dijo Bert—, llévense a esta mocosa. —Cogió a Sofía por el brazo—. Las alcanzo luego.
—¿Estarás bien? —quiso saber Laudana.
—¿Recuerdas qué te dije hace rato, cuando fuiste a mi lote?
—Sí, ¿por qué?
—Por nada —Los pies de Bert hormiguearon de nuevo al sentir las vibraciones más cerca—. Sólo haz lo que te dije; pero váyanse despacio, no provoquen la alarma entre la gente.
Laudana asintió y después tomó a Sofía de la mano. Luego, puso la otra en la espalda de su amiga, como para indicarle que debían irse, y se marcharon las tres juntas. Bert oyó, mientras las muchachas se alejaban, que Laura preguntaba a Laudana si él se le había declarado. No obstante, pronto descubrió que su consejo acerca de no alarmar a nadie fue innecesario. Ninguna de las tres tuvo la culpa. La culpa fue de una pared que se vino abajo gracias a cuatro Ministros arrojados a través de ella.
—¡Carajo! —soltó Bert.
Lo que anduviese afuera debía ser sumamente poderoso para lograr semejante hazaña. No tardó en asomar su enorme cara, muy parecida a la de Hammurabi. Debía ser el autómata de un arriano con muy alta jerarquía.
Bert no dudó en disparar el fusil arriano. Pero no consiguió más que llamar la atención del atacante.
—¡Bert! —soltó el babilónico recién llegado con voz cavernosa e intimidante— ¡No esperaba hallarte tan pronto!
—¡Mierda! —chilló Bert mientras se alejaba disparando— ¡Ese monstruo sabe mi nombre!
El enorme autómata abrió más el hoyo que hizo en la pared de aquel gigantesco iglú, el cual servía de refugio a miles de Soterianos. Entró y dio alcance a Bert con un par de zancadas. Laudana también disparó al mismo tiempo que Laura y Sofía corrían para ponerse a salvo. Pronto cientos de personas también gritaban y huían.
—¡Niña insolente! —protestó la máquina— ¡Ahora verás!
Bert siguió disparando sin hacer ni un rasguño en la coraza de aquel armatoste.
—Después me ocupo de ti.
El autómata fue tras Laudana. Ella se quedó con la guardia en alto, disparando su fusil arriano mientras Laura se alejaba con Sofía. Tampoco le hacía daño. No obstante, Bert descubrió algo peculiar en su arma. Tenía una pequeña palanquilla bajo el cañón. La empujó hacia el frente, y salió una bayoneta por el otro extremo. La hoja se puso al rojo blanco casi de inmediato. Seguro ese cuchillo iba conectado a un potente elemento calefactor.
Bert alcanzó al monigote justo a tiempo para evitar que disparara las ocho ametralladoras de sus brazos. Lo apuñaló repetidamente en las piernas, lo cual produjo un ruido similar al de una lata siendo atravesada por un cuchillo de cocina. Laudana siguió tirando hasta acabarse las municiones. No obstante, ninguno consiguió producirle siquiera un rasguño.
—Traguen balas —dijo el autómata.
De pronto, una esfera luminosa le dio en la cara justo antes de que abriese fuego contra Laudana y Bert.
—¡Ministros estúpidos! —exclamó con furia el autómata— ¡Tomen esto!
El pecho se abrió como una compuerta y arrojó granadas contra la pareja de Ministros que asignó los lotes a los refugiados. Pero, en ese instante, Laudana disparó y consiguió hacer blanco en lo que parecía un módulo de control, pues las alas del autómata se plegaron hacia atrás; quedaron juntas como sostenidas por dedos colosales. Los Ministros se pusieron en pie. Sus cuerpos despedían humo blancuzco. Luego, quitaron las capuchas a sus hábitos rotos. Uno de ellos tenía fuego por cabello y de sus ojos salían llamas; el otro era calvo y pálido, pero tenía una especie de mohicano hecho con pinchos de oro atornillados a su cabeza.
—¡Alejense de Helyel! —ordenó el cabeza de cerilla mientras violentas llamaradas salían de sus manos.
Bert imaginaba al diablo parecido a las ilustraciones del Codex Gigas; aunque le sorprendió que en realidad fuese un mecha... O sea, un robot antropomórfico de grandes dimensiones nacido en la ciencia ficción. De todos modos, él se echó el fusil al hombro, corrió hacia Laudana y la cogió de la mano para alejarse de ahí juntos.
—¿A dónde fue Laura? —quiso saber Laudana.
—¡No sé! —respondió Bert— ¡Se fue siguiendo a la demás gente!
Miró atrás. La máscara metálica, el cuello y las manazas de Helyel se pusieron al rojo blanco mientras intentaba cubrirse de las llamaradas del Ministro Cerilla, como lo bautizó Bert mentalmente al desconocer su nombre. El Ángel Punk, apodo del otro Ministro, escaló por la espalda del monstruo mecánico e intentó decapitarlo en vano con su espada.
Helyel cogió al atacante trepado a su espalda, lo arrojó contra el que intentaba quemarlo.
—Corre más rápido —dijo Bert a Laudana mientras él mismo apretaba el paso.
Corrieron hasta un punto donde la multitud se agolpaba para salir del iglú. Laura intentaba abrirse paso con Sofía entre ellos, pero las empujaron atrás. Ambas cayeron de culo.
Laudana y Bert las ayudaron a ponerse en pie y las llevaron hacia otro lado.
—Tengo una idea —dijo Bert.
Se acercó hasta la pared del iglú, se puso en cuclillas y comenzó a cortar bloques de nueve con la bayoneta caliente de su fusil. No presentaron tanta resistencia como esperaba. Empujó los restos con los pies e hizo un hoyo pequeño, de manera que Laura y Sofía saliesen a rastras sin que el resto de la pared se les viniese encima. El viento del exterior era tan frío que, con facilidad, la temperatura de afuera debía rondar los sesenta o setenta centígrados bajo cero. Por suerte, todos llevaban ropa gruesa. Por desgracia, tal vez no resistirían mucho si salían.
—Pidan ayuda al primer Ministro que hallen —sentenció Bert—. Ahora salgan, ya las alcanzo.
Primero dejaron que Sofía pasara por el hoyo. Después Laura y Laudana. En ese orden.
Bert tuvo que cavar para poder cruzar el muro. Pero también consiguió salir. Una vez fuera, se topó con cerca de veinte Ministros de Olam que, al parecer, esperaban el momento en el que Helyel también saliera. Uno de ellos conducía a Laura y a la princesa a otro refugio. Las protegió en una especie de burbuja que desprendía vapor a causa de la diferencia de temperaturas.
Laudana discutía con el que parecía ser el jefe, que también tenía fuego —pero verde— en lugar de cabello.
—Insisto —dijo el Ministro cabeza de hornilla—, deberían ponerse a salvo.
—No hay tiempo para eso, jefe —terció Bert—. Solo dos compañeros suyos se enfrentan a Helyel ahora...
—¿Y ustedes se creen más fuertes que él?
No hubo tiempo para más réplicas. El iglú cayó encima de los refugiados al atravesar Helyel la pared. Bastó un manotazo suyo para que varios Ministros de Olam saltaran por los aires. Algunos resistieron el ataque, aunque otros se desintegraron en cientos de diminutos orbes luminosos antes de caer. De alrededor de veinte, sólo quedaron ocho sin contar a Bert y Laudana.
El jefe de aquel pelotón celestial ordenó la retirada para alejarlo. Sin embargo, Helyel no siguió a los sobrevivientes. Se dirigió a los otros iglús.
Laudana yacía en la nieve. Su antebrazo derecho parecía curvado hacia abajo de un modo grotesco.
—¡Salva a Laura por mí! —dijo ella.
Bert sólo asintió. Siguió a los otros Ministros que fueron tras Helyel mientras uno de ellos dio media y cargó a Laudana para llevársela a otro iglú.
Al parecer, él también salió lastimado, pues un dolor punzante le atravesaba el pie izquierdo y azotaba la rodilla derecha a cada paso y dificultaba respirar cuando sus pulmones se expandían. De seguro se le astilló una costilla. No quiso tocarse el costado para comprobarlo. Prefirió seguir a los Ministros y combatir también a Helyel. Pero uno de ellos —cuyo cuerpo parecía hecho de mercurio o galio— se detuvo en seco, dio media vuelta y lo detuvo.
—Ya hiciste bastante —dijo éste—. Vuelve con tus amigas.
Bert esperaba que el Ministro se apartase. Pero no lo hizo. Parecía que esperaba a que él se marchara.
—Está bien —respondió Bert a regañadientes.
Enseguida, se dirigió a donde estuvo el iglú derribado por Helyel. El rescate de los víctimas acababa de comenzar, pues otros Ministros comenzaron a sacarlas de la nieve tan pronto llegaban. Desde luego, él también ayudó con el salvamento como pudo. Por desgracia, sacaban de la nieve más cadáveres que supervivientes. Niños, mujeres y hombres por igual. El dolor y el frío apenas dejaban respirar a Bert. Pero eso sólo duraría mientras se presentaba la oportunidad de volver a la carga. Prometió a Laudana que mantendría a salvo a Laura, y pensaba cumplir. Cualquiera podía preguntarse por qué arriesgaba el pellejo por dos chicas lindas a la cuales apenas conocía y nunca hizo nada similar por Fernanda, su exnovia que además era casi tan como hermosa ellas. Sin embargo, no quería impresionar a nadie. Más bien, su repentina valentía fue culpa de Liwatan y la posibilidad de convertirse en un Maestre. No parecía que le entregaron el fusil arriano sólo para alejar a Helyel de Laudana, Laura o la princesa Sofía. Tal vez el propósito de dicha entrega en realidad era vengar a los desafortunados.
La pelea contra Helyel continuó.
Los Ministros consiguieron alejarlo de los refugios lo suficiente para desaparecer entre la ventisca. No obstante, el clang, clang de los espadazos resonaba desde un punto indeterminable. Hasta se notaban chispas a lo lejos de cuando en cuando. Bert incluso llegó a pensar que Helyel cayó un par de veces. El suelo vibró ambas ocasiones como si alguien operase una prensa hidráulica.
En ese momento, el Viajero del Tiempo decidió abandonar los rescates para unirse a la lucha de los Ministros. No lo hubiera hecho en otras circunstancias. Sin embargo, la promesa a Laudana y ser testigo de cientos de muertes y destrozos en el refugio —por culpa de Helyel— pusieron a hervir su sangre. Gracias a Olam, el fusil arriano que le prestó Liwatan era tan liviano como para operarlo con una mano. Igual que un Uzi, como sospechó antes. Dio media vuelta y se alejó de los restos del iglú B después de sacar un último cadáver, sin que nadie protestase. La ventisca se ponía peor conforme avanzaba. Llegó al extremo de ver apenas un metro más allá de sus botas forradas en piel de conejo. Corrió casi a ciegas un rato, mal guiado por el choque de espadas a distancia y los fogonazos multicolores de diferentes conjuros lanzados en la refriega. Y aun así dio con ellos.
Bert consideró que la mejor manera de combatir era jugar al francotirador. Y qué mejor sitio que el techo del iglú tras el cual se escondió para ver la pelea. Comenzó a escalar. El refugio debía ser tal alto como un edificio de cinco pisos, por lo que tal vez tardaría en alcanzar la cima.
Helyel era golpeado por conjuros provenientes de todas direcciones. Aunque no lo dañaban. En cambio, se defendía aprovechando su cuasi-infinito arsenal a bordo. Al mismo tiempo, sus oponentes levantaban barreras invisibles para cubrirse de los disparos. Daba la impresión de que el diablo no podía usar encantamientos... o quizá los reservaba para contrincantes más dignos a su juicio. Trató de volar luego de obligarlos a retroceder. No pareció importarle que uno de sus pares de alas continuara plegado, después de que Laudana le disparó en la carcasa del pecho cuando la abrió en el iglú B. Se elevó rápido un centenar de metros. Pero el Ministro con cuerpo de galio estiró un brazo hasta convertirlo en una suerte de liana, lo enredó en las piernas del enemigo y lo estrelló contra la nieve. El contraataque no tardó en ocurrir. El puño del monstruo mecánico salió disparado como misil. Dicho proyectil impactó en la cara del Ministro que impidió su huida y le despedazó la cabeza.
Bert no había considerado el tamaño del campamento de refugiados hasta entonces. Ahora que se hallaba en alto, notó que el refugio construido por Liwatan parecía una metrópolis congelada hecha de iglús. Había demasiados. En cualquier caso, decidió no contarlos a causa de la falta de tiempo y visibilidad.
Leonard Alkef llegó cuando él recién se había acomodado para tirar.
Leonard buscó a tientas a Semesh —su espada sagrada— con sumo cuidado de no cortarse con la hoja. La espada no estaba lejos por suerte. Su vista se le aclaró tan pronto tuvo la empuñadura en su mano. Luego, encaró a Bert, quien yacía a su lado.
—También hoy ha sido un desastre para mí —dijo Leonard serio mientras se ponía en pie.
En el preciso momento que decidió ir contra Helyel, éste disparó un rayo de la punta de su dedo, al mismo tiempo que enfrentaba a Liwatan con una espada y mantenía a los otros Ministros alejados con las ametralladoras de su brazo libre. Después arrojó otra granada de la carcasa en su pecho y los hizo saltar por el aire. El rayo abrió un portal a través del cual se veían la Plaza Mayor y el Palacio Real de Soteria.
—¡Ah, no! —tronó Liwatan— ¡Aquí te quedas!
—¡Oblígame, perro! —respondió Helyel.
Helyel dio una zancada directo al portal. Liwatan saltó sobre él, pero no logró el efecto deseado. Ambos cayeron a Soteria. Los otros Ministros fueron detrás de ellos, aún con sus espadas sagradas en alto.
Leonard estaba a punto de marcharse también a Soteria. No obstante, su espada sagrada lo detuvo en el acto.
—Lleva también a Bert —indicó Semesh al pensamiento de su dueño.
—Pero lo matarán —pensó Leonard para objetar la petición de su arma—. No es siquiera Maestre.
—Estará bien en tanto lo protejas con el conjuro escudo.
A final de cuentas, dio media vuelta e hizo un ademán a Bert para que lo siguiese.
—Mantente cerca de mí todo el tiempo —indicó Leonard antes de cruzar.
Saltaron juntos a la explanada del Palacio Real cuando el portal casi se había cerrado. No hubo oportunidad de despojarse de la ropa invernal.
Desde luego, pedir a Bert que permaneciese cerca tenía bastante sentido. Los Ministros que acompañaron a Liwatan a Soteria apenas resistieron unos segundos luego de que Helyel cambiara las municiones de sus ametralladoras. Seguramente eran a prueba del conjuro escudo. Leonard lo comprobó al sentir la dolorosa entrada de un proyectil en una rodilla.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top