¡BIENVENIDO A SOTERIA!
De pronto, Bert y el sujeto que lo salvó de los alienígenos aparecieron en el comedor de una casa.
La decoración era como de la época victoriana. Las paredes tenían papel pintado púrpura y la chimenea de piedra exhibía dos banderas blancas, con bordes verde y dorado, bajo el retrato al óleo de una hermosa y joven reina de cabello castaño muy rizado. En definitiva, no se trataba de Su Majestad Victoria del Reino Unido. Los dueños, una pareja joven bastante bien parecida, se quedaron con los ojos muy abiertos y no parecían atreverse a llevar sus cucharas de sopa a la boca. Se oían algunas personas afuera hablando inglés... o eso fue lo que Bert alcanzó a entender. Dominar cinco idiomas ayudaba mucho en esas circunstancias.
—Disculpen —dijo el salvador de Bert en la lengua local mientras rodeaba despacio la mesa—, es que esta casa era de un amigo y creí que todavía no vivía nadie.
—Zyanya —El nuevo propietario no quitaba sus ojos verde gargajo de los recién llegados—, la escopeta.
—Vámonos —dijo el rescatador en español.
—Buena idea.
La mujer se levantó de su silla y rápidamente bajó de encima de la vitrina a sus espaldas un arma similar a una Winchester corta de doble cañón, que pasó a su marido enseguida.
Los recién llegados echaron a correr hacia la sala y el propietario dejó la mesa para perseguirlos. Bert se dio cuenta de que el tipo que lo rescató en serio había estado ahí antes, pues éste halló casi de inmediato la puerta que daba a la calle, la abrió de golpe y salieron sin cerrarla otra vez.
—Sígueme y no me pierdas de vista.
—Claro —respondió Bert—. Qué más me queda.
—¡Alto, ladrones! —tronó en inglés el hombre armado.
Bert y su compañero corrieron por la acera hasta dejar atrás al sujeto que pretendía dispararles. Pero, resultaba complicado mantener la ventaja. Parecían estar en el centro de alguna ciudad del siglo XIX, pues circulaban carruajes en las calles adoquinadas y mucha gente a pie que se apartaba con cara de susto al verlos aproximarse. Incluso, las madres apretaban a sus niños contra sus vestidos. De pronto, un pescadero salió de su negocio —un local con fachada de madera y aparador— a comprar una gran barra de hielo de un coche repartidor tirado por caballos. Bert hubiera chocado con aquel pobre cuando éste regresaba con la helada carga, pero consiguió rodearlo ágilmente y darle un empujón para arrojarlo contra su perseguidor. Un fuerte tronido provino de su brazo derecho.
—¡Hey! ¡Por acá! —dijo en español una voz masculina que sonaba como salida de una lata.
Bert paró en seco y miró hacia el callejón con paredes de ladrillo a su izquierda. Unos ojos se asomaban por debajo de la tapa de un contenedor de basura bastante grande como para ocultar a tres personas. Luego, se acercó, la levantó rápido con un brazo y brincó adentro.
—¿Dónde está ese loco? —preguntó en voz baja el fulano que llevó a Bert a esa ciudad.
—Ocupado con un pescadero que le aventé.
—Bien jugado. Soy Leonard, por cierto. —Tendió la mano para presentarse.
—Humberto —correspondió el saludo con la izquierda—. Pero, puedes llamarme Bert.
Se callaron por algunos minutos. Desde su escondite, podían oír que el pescadero exigía al infeliz de la escopeta ayudarle a buscar al imbécil que lo derribó o pagar por la barra de hielo deshecha en el suelo por el choque.
Tal vez era muy pronto para confiarse. Pero Leonard hasta ahora había sido amable con Bert e incluso lo salvó dos veces: una de los alienígenos en Monterrey y ahora del energúmeno armado. Por eso él decidió seguirle el juego mientras descubría sus intenciones. Casi todos los oficiales de inteligencia con los que se topó antes —CIA, Mossad, SVR y CISEN— mostraban la agresividad en cuanto se negaba a cooperar. Por suerte, él los vencía en su propio juego siempre. Nunca batalló para convencerlos de que sus descubrimientos eran sólo teóricos. ¡Huy! ¡De cuántos delitos podrían acusarlo si descubrían que mintió!
—Oye —Leonard alzó el mentón como para señalar algo—... tu brazo.
—Ah, sí. Ya lo arreglo.
El brazo derecho de Bert colgaba de forma alarmante, hasta tocar el fondo del contenedor. Pero lo reacomodó enseguida. Los engranes emitieron un fuerte "crac" al realinearse. Leonard estaba pálido y parecía que no tardaba en desmayarse por la impresión.
—¿No te dolió?
—Para nada. Verás, perdí el brazo en un accidente y me hicieron un injerto —explicó Bert mientras movía los dedos y giraba la muñeca para comprobar el funcionamiento—. Pero no sirvió. Así que mi doctora prefirió darme una prótesis. Lo malo es que se disloca de vez en cuando.
Leonard recobró el color después de la explicación. "Menos mal", dijo en un tono más tranquilo. Luego, se asomó despacio por debajo de la tapa.
—Parece que pasó el peligro —informó serio—. Espera aquí. Iré a ver.
Claro. Como si Bert tuviera elección. En cualquier caso, si volvía a su propio universo sin pruebas de qué encontró en aquel viaje, Sandra y Carlos no le creerían. Entonces, activó la cámara de su reloj y sacó un poco la mano para filmar. Unos momentos después, volvió a meterla y revisó el video capturado.
—Quedó demasiado brillante —refunfuñó—. Borrar último video —ordenó a su reloj—. Mierda, también tendré que recalibrarte.
Alguien dio golpecitos al contenedor de basura
—Ya se fue el loco. —Era Leonard.
Bert salió con dificultad. Sacó primero una pierna y luego la otra. No había espacio para impulsarse y brincar
—Bienvenido a Soteria —dijo Leonard haciendo un gesto amplio—. Ah, y lamento lo que pasó.
—Descuida —respondió Bert—. Que alguien quiera matarme por allanar su casa no es nada. De donde vengo te bajan del coche para sacarte los órganos. A pleno día.
—¿En serio? —Leonard se puso en marcha— ¿Pues de qué año vienes?
Bert iba a mentir, pero dudó. Leonard parecía tener una idea vaga de la naturaleza de sus experimentos y, dada la pregunta que hizo, seguramente no se iba a tragar el cuento de que no existía ningún modelo operativo del Dispositivo de Acceso Multiversal. O quién sabe. El único se arruinó al estrellarse contra aquel robot alienígeno.
—Si el viaje en el tiempo fuera real —dijo Bert mientras lo seguía tan de cerca como le era posible—, te diría que vengo del dos mil noventa y cuatro. Pero, en realidad soy de otro universo en donde justo ahora es ese año.
—¿Un universo paralelo?
—Sí. Eso mismo. Había ido a explorar el tuyo, pero mi "máquina del tiempo" (por llamarla de algún modo) quedó hecha trizas. Choqué contra uno de esos robots que había en Monterrey. ¿Los viste?
—¡Cómo no verlos! Ellos también vienen de otro universo. Pero, luego te cuento más.
Pararon en una esquina a esperar que pasaran dos carruajes que circulaban en direcciones opuestas. El edificio a sus espaldas era un despacho que tenía fachada de piedra en la planta baja. Sin embargo, una casa recubierta de estuco y decorada con un entramado marrón de madera ocupaba la planta alta. Los negocios y casas alrededor de ellos tenían tejados de dos aguas y muros de ladrillo. Seis colegialas se detuvieron junto a ellos. Una de cabello rosado y ojos púrpuras hizo un guiño a Bert. Él correspondió con una sonrisa; ella lo imitó casi de inmediato. Se veía linda. Parecía salida de un dibujo animado japonés.
Leonard avanzó y tuvo que seguirlo. Cruzaron la calle. La chica agitó la mano para despedirse.
—Todas las muchachas de por aquí son así —explicó Leonard—. Es una especie de mutación.
—Ya veo. Oye, ¿conoces la película Volver al Futuro?
—¿Esa donde el actor que hizo de Karate Kid viaja a los cincuentas en un DeLorean?
—Sí. Aunque en mi universo la protagonizó Michael J. Fox porque Ralph Macchio no quiso el papel.
—Pues vaya que tu mundo es raro.
—Y que lo digas. Pero, te preguntaba si la habías visto para ahorrarme algunas explicaciones. Casi todo lo que sale en ella está mal. Varias de las famosas paradojas de las que el Doc Brown habla son imposibles.
—Sí. Muy interesante. Pero escúchame, no te salvé de los arrianos por buena gente...
—Ya lo sé, órdenes de tu gobierno.
—No exactamente. Al rato conocerás a los que me ordenaron rescatarte.
La avenida por donde caminaban describía una larga curva que desembocaba en las rejas de un palacio con un parecido equívoco al de Buckingham; aunque éste que Bert veía contaba con tragaluces de vidrio y una cúpula. Las aceras estaban atestadas de personas. No tantas como en Tokio o la versión de Monterrey de la cual vino él. Sin embargo, era suficiente para dificultarles el paso.
—¿Falta mucho? —quiso saber Bert.
—Vamos a ese palacio. Pero, no temas. Los reyes no entienden mucho del viaje entre universos.
Leonard rozó el hombro de una señora joven con ruleros en el cabello, delantal verde a cuadros que pasó a su lado, y por poco le tiraba la cesta de los víveres. Él se disculpó. Pero la mujer siguió su camino como si no hubiera oído. Se alejó murmurando.
—No recordaba que hubiera tanta gente por aquí —dijo con aire pensativo—. Oye, ¿qué tal si me cuentas más de cómo es tu mundo?
—¿Cómo qué quieres que te cuente?
—Política, economía, ciencia, lo que sea. No importa. Sólo tengo curiosidad.
—Pero, hay más de setenta años de historia entre tu época y la mía. ¿Estás seguro?
—Sí, hombre, no hay problema.
Bert no vio ninguna objeción en satisfacerlo. En todo caso, no perjudicaba a nadie y habían estado hablando español desde que se escondieron en la basura. Dudaba que alguien más en los alrededores entendiera ese lenguaje.
—Verás —dijo al empezar a cavar en su memoria—: hay cura para el cáncer, la diabetes, el VIH y la calvicie...
—Como era de esperarse, ¿qué más?
—Pues... la región central de China es inhabitable desde el dos mil treinta y los pobladores emigraron a Rusia, Japón, Mongolia y Europa oriental. Los japoneses le compraron a los rusos la península de Kamchatka y la isla Sakhalin para resolver su problema de sobrepoblación. Estalló una segunda guerra civil en Norteamérica allá por dos mil treinta y cinco y ahora existen los Estados Unidos y los Estados Confederados... ¿qué más te digo? ¡Ah, sí! Texas se separó de los Estados Confederados; después California y Baja California formaron la república de California. A los veinte años, el noreste de México se unió a la república de Texas... Oh, y se me olvidaba, sólo existen siete monedas en el mundo: dólares, euros, yenes, rublos, libras, el real y el peso...
—¡Woa! —Leonard se dio media vuelta de pronto— ¡Ya me mareaste con tanta información! Creo que mejor seguimos callados desde aquí. ¿Te parece?
—Claro. No hay problema.
Soteria le pareció a Bert una ciudad pintoresca. Las calles y aceras adoquinadas le daban un toque raro aunque elegante. Sólo conocía las casas de ladrillo con tejados de dos aguas y ventanas salientes como las que ahí había en fotografías de la parte más antigua de internet. Prácticamente no había basura tirada, considerando que tal vez él y Leonard cayeron en un universo todavía estancado en la era victoriana o eduardiana. De pronto, el rugido de hélices le hizo mirar al cielo. ¿Acaso era un enorme avión de ocho motores lo que cruzaban por encima de sus cabezas?
—¿Sabes qué año es en este lugar? —dijo Bert con curiosidad.
—Trescientos noventa y siete —respondió Leonard.
—Bueno. Eso fue más raro que ver aviones aquí.
La avenida desembocó en una gran plaza circular, en la cual había una fuente cuyos músicos de piedra soplaban sus instrumentos para sacar agua por ellos; y otra recreaba el ascenso del profeta Elías al cielo. Bert no se consideraba buen creyente, pero conocía el pasaje bíblico gracias sus abuelos. El palacio a donde iba con su compañero se hallaba enfrente. Si bien el camino más directo era atravesando por ahí, rodearon hasta llegar al portón del enrejado.
—Caray, esto es nuevo —dijo Leonard mientras cogía con ambas manos el letrero enganchado a los barrotes.
Bert lo miró también. Y pensó de inmediato que no le sorprenderían las razones por las que colgaron semejante aviso en la entrada:
«His majestät only attends by appointment. Plæse schedule your audienz with time»
Aquello diría en español "Su Majestad sólo atiende con previa cita. Por favor programe su audiencia con tiempo" y se pronunciaría algo así como "gis mayestit onli atends bai apoinment. Plis skechul yur ádiens wit taim".
—Interesante. El que hizo esto mezcló inglés con alemán.
—Así es el inglés de Soteria. Pero, la gente lo llama Soteriano; ya sabes, para abreviar. Bueno, ahora tengo que ver cómo entramos sin meternos en más líos.
—¡Bendita burocracia prehistórica! —Bert hizo visera sobre sus ojos con la mano—. Muy bien, ¿y con quién programamos la cita? No hay nadie por aquí.
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