AUTÓMATAS DE COMBATE
Las máquinas avanzaban hacia Leonard con lentitud. Tenía oportunidad para escapar también, pero él prefería esperar el consejo de Semesh. No sabía cómo iban a reaccionar esos armatostes. Cada uno medía al menos dos metros y medio de alto, si no era que más.
—Aguanta —dijo la espada sagrada—. Todavía no corras.
Muchas personas gritaban de miedo, e intentaban alejarse tan pronto era posible. Aun así, los autómatas de combate abrieron fuego contra ellos.
—¿Ya? —Leonard comenzaba a impacientarse.
—¡Ahora!
Leonard atacó enseguida al primer hostil que tuvo cerca. Le cercenó un brazo de un solo tajo y, con otro más, lo decapitó. Sintió que ambas acciones debieron tomarle dos segundos cuando mucho gracias a la fuerza adicional que Semesh le proporcionaba. El vínculo con su espada sagrada no sólo le permitía hablar con ella, también le proporcionaba conjuros poderosos.
—No estaba tripulado —masculló.
Luego, dos de ellos que venían tras el primero le apuntaron con los cañones que tenían acoplados en las muñequeras. Pero, él fue más rápido y los partió a la mitad por la cintura con un solo mandoble.
—Ahora sí, corre todo lo que puedas —ordenó Semesh.
Ni bien el Maestre obedeció, ráfagas de fuego enemigo resonaron a lo lejos. El ruido se parecía al de una ametralladora, pero más grave y rápido. Cada disparo trazaba estelas blanquiazules en el aire. Las paredes alcanzadas por los tiros caían desmoronadas. Los civiles víctimas de las descargas se despedazaban prácticamente al instante.
Leonard no tenía idea de cómo agilizar su trayecto hasta la colonia Roma. Semesh desaconsejó usar el conjuro para acelerar sus movimientos. Y si fuera en coche, bastaba conducir por un poco más de 20 minutos por la avenida Eugenio Garza Sada pero, ¿qué remedio tenía si el pulso electromagnético inutilizó los vehículos?
—Hay que abastecernos del enemigo —dijo a su arma sagrada.
—Espera —respondió ésta—. Los artefactos arrianos no funcionan si un enemigo intenta usarlos. Detectan el ADN del usuario. Pero, no te preocupes, ya veré qué hacer.
Leo intentó cruzar la avenida Félix U. Gómez con esperanzas de escabullirse de los arrianos por calles más estrechas. Dicha ruta podía retrasarlo. Pero los autómatas no podrían moverse con tanta facilidad por ahí. Ni bien alcanzó la acera opuesta, una sombra descomunal lo cubrió y un sismo a sus espaldas lo lanzó al pavimento un momento después. Era un autómata que aterrizó detrás de él. A diferencia de otros, éste se veía como un centurión.
La careta con la cual se cubría el piloto llevaba grabado un rostro con lágrimas que brotaban de unos ojos electrónicos que emitían luz verde. Luego, el tripulante se quitó el casco para dejar ver unos rasgos femeninos muy exquisitos y una larga melena negra.
—Mancere, ¿quest duvoid qui? —dijo en su idioma, con voz más varonil que la de Leonard— ¿Von Mastre?
—Pero, ¿qué tenemos aquí? ¿Un Maestre? —tradujo Semesh.
El arriano estaba por coger el gigantesco fusil blanco, hecho tal vez de plástico u otro material de su mundo, que colgaba del hombro de su unidad. Sin embargo, la espada de Leonard se hundió en su frente hasta la empuñadura antes de que pudiese siquiera tocar la cacha. Luego, cayó de espaldas.
—Mideh, Semesh —Leonard lanzó un conjuro para hacer que su arma volviese a sus manos. Ésta se desclavó de su víctima y él la atrapó al vuelo.
—Unta un poco de su sangre en tus manos —informó Semesh—. Con eso ya puedes abastecerte del enemigo.
El cadáver quedó tendido boca arriba, bañado en el líquido rojo que brotaba de una gran rendija en su frente, justo encima de la nariz. Tenía la mirada fija en el infinito. Leonard se le acercó receloso. Manchó sus manos y cara todo lo que pudo. Enseguida, su espada sagrada le ordenó tocar una placa, en el pecho del autómata, que tenía tres puntos formando un triángulo invertido. La carcasa se abrió y de esa forma pudo sacar al arriano muerto. Era muy alto. Quizá medía poco más de dos metros y llevaba puesto un traje blanco, hecho de una tela parecida a la licra, con franjas negras a los costados y un símbolo que recordaba a dos flechas encontradas en el pecho. Sus botas de campaña no parecían distintas a las que podrían comprarse en la Tierra.
Leonard se terció a Semesh en la espalda y entró a la máquina. En un instante, la compuerta se cerró por sí misma y la careta llorona le cubrió el rostro. Era como usar una armadura que, encima, le quedaba enorme. Aunque el problema no duró mucho. Las extremidades y el tronco se ajustaron a su talla emitiendo cloqueos mecánicos.
—Escoliere suo lingua —dijo la grabación de una voz femenina.
—¿English? —respondió Leonard. No estaba seguro de qué sucedería. Tampoco sabía que los arrianos hablaran varios idiomas. Sólo hizo lo primero que se le ocurrió.
—Welcome aboard, Lieutenant Althren.
Los controles y menús necesarios para pilotar aparecieron en una pantalla colocada detrás de la careta y frente a los ojos del Maestre. Vaya milagro. Entendía todo a la perfección, como si lo hubieran fabricado en Soteria.
—Se controla con el pensamiento —dijo Semesh—. Si quieres operarlo, piensa en el texto encima los botones.
Leonard se puso de pie con facilidad y caminó varios metros con el armatoste encima sin cansarse. No pesaba tanto como creyó, aunque tampoco era rápido.
—Si quiero volar, entonces...
Al instante, un botón etiquetado con la palabra "ignition" se presionó por cuenta propia y unos propulsores en la espalda lo lanzaron al aire. Comenzaba a elevarse sin control. Pero, en cuanto al Maestre se le ocurrió volar hacia el frente, la máquina corrigió el rumbo de una manera elegante. Había visto Monterrey desde arriba contadas veces pero, aun así, logró reconocer las calles por donde hubiera conducido y guiarse con ellas.
—Casi llegamos —dijo con calma.
—Hay que aterrizar antes de que el Centro de Mando detecte que no eres arriano.
—¡Avantea, Althren! —una voz enfadada salió de un intercomunicador ubicado sabía Olam dónde.
Leonard no tuvo tiempo de urdir una respuesta. Todos los controles se quedaron sin energía de pronto y sintió un nudo apretarse con fuerza en su estómago cuando apagaron los propulsores. "Claro —reflexionó mientras caía—. El Centro de Mando desactivó al único autómata programado en un idioma humano". Eso era eficacia en su máxima expresión. Segundos más tarde, el suelo lo atrapó con sus duras manos de asfalto. El autómata casi se desbarató al primer golpe. Pero, alcanzó a rebotar varias veces, antes de tirar el portón de un garaje donde quedó incrustado.
Leonard se quitó de encima los fierros rotos que lo protegieron y el escombro antes de que el propietario de la vivienda saliera a exigir el pago de los daños... si es que estaba así de loco. En ese instante se dio cuenta de que casi había llegado a su propia casa. El teatro de paredes blancas en la esquina era su mejor referencia. Lo más irónico era que no se aprendió su nombre o asistió a una función desde que se mudó a Monterrey. Entonces corrió, espada en mano, a meterse en la cabina de un camión repartidor de cerveza volcado en medio de la calle. Muy a tiempo. Cuatro autómatas de combare aterrizaron apenas se ocultó. Sus ocupantes bajaron aprisa. Enseguida, dos filas de máquinas iguales marcharon por detrás de ellos a paso veloz. Tenían que ser veinte cuando menos.
Leonard prefirió observar desde aquel escondrijo. Semesh no dijo nada. Tampoco parecía tener otra idea.
Los pilotos arrianos vestían trajes blancos, como el del muerto de cabello púrpura, pero con líneas verdes a lo largo de los costados y sin símbolos en el pecho. Las carcasas de los autómatas se cerraron antes de despegar por sí mismos.
Leonard estaba por lanzarse sobre ellos. Pero, su espada sagrada le indicó permanecer oculto.
Un quinto arriano salió por la puerta frontal del teatro. Tenía una calva que le llegaba hasta medio cráneo y su escaso cabello negro estaba salpicado de lunares descoloridos, como un jaguar con canas. Vestía también de licra blanca y verde, pero en su pecho había un círculo con cuatro líneas que intentaban formar una X. Los otros se llevaron el puño al corazón simultáneamente. Debía ser un saludo militar.
Semesh tradujo para Leonard todo lo que decían.
—Alier —El jefe se dirigió a un recién llegado que se había hecho un corte de pelo similar a un mohawk doble—. Saca al prisionero; el Gran Arrio querrá saber qué hacía aquí.
El subordinado subió aprisa los escalones de concreto en la entrada del teatro y se metió.
—El resto busque al Maestre. Cayó muy cerca de aquí. Vayan por municiones y tengan cuidado con él; es mucho más peligroso de lo que parece.
Los otros tres respondieron con el saludo militar del puño.
—Lo quiero vivo. Mientras los demás pierden el tiempo, esta división está más cerca del conjuro que Helyel nos ha mandado buscar. No lo echen a perder.
Se fueron calle abajo a paso veloz. Entonces, el arriano del mohawk doble salió del teatro empujando a un muchacho de nariz larga, ojeroso. El cautivo se parecía al Ralph Macchio de la época en que éste actuó en la cinta Karate Kid... aunque era más gordo y su peinado —un tupé corto— dejaba al descubierto una cicatriz que partía en dos la ceja izquierda y atravesaba la frente.
El jefe arriano lo tomó por la camiseta con ambas manos.
—Suelo ser muy paciente —le dijo en un perfecto español—. Pero ya me estás hartando. Así que te preguntaré por última vez: ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Quién te ha enviado?
El otro sujeto no respondió.
—Mira, estúpido, ese cacharro en que te apareciste me costó la misión —El arriano abofeteó al prisionero tan duro que la sangre de éste salpicó una pared—. ¡Mis objetivos escaparon por tu culpa! ¿Hablarás o quieres que te haga hablar?
—Ya se los dije —respondió al fin—. Sólo soy un explorador de otro mundo.
—¡Imposible! Ustedes nunca podrían construir un aparato como ese. ¿Vienes del futuro o qué?
—Si el futuro existiera, sí.
Los otros arrianos rieron. El que lo tenía sujeto no.
—¿Ese es el tal Bert? —quiso saber Semesh.
—Si tú no lo sabes —respondió Leonard—, yo menos.
—Mira tu anillo de Hawad, como te dijo Yibril.
Lo hizo. Las perlas incrustadas encima de la sortija se habían vuelto rojas. En efecto, acababan de dar con el viajero del tiempo.
—Entonces hay que hacer lo que él dijo: llevarlo a Soteria con nosotros.
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