Audiencia


Leonard echó un vistazo por el enrejado de bronce del palacio de Soteria. No se veían señas del portero en la explanada, tal como Bert dijo.

—Pues, habrá que esperar —sacó una cajetilla del bolsillo de su camisa—. ¿Fumas?

—No, gracias —respondió Bert—. Es ilegal donde vivo. —Luego, le tocó el hombro—. Mira, viene alguien.

Un guardia achaparrado, vestido de morrión, peto y calzas, salió por la puerta principal del edificio. Enseguida, el hombrecillo corrió hasta el portón tan rápido como sus piernecitas de enano le permitían. Leonard lo reconoció. Se llamaba Geryald o algo así.

—¡Maestre Alkef! —dijo el pequeñajo mientras abría deprisa— Pase, pase. Sus majestades lo esperan.

—El señor viene conmigo —Leonard señaló a Bert con el pulgar.

Los tres cruzaron la explanada.

—¿Conoces el palacio de Buckingham? —dijo Bert en voz baja y español.

—Sí —respondió Leonard de igual modo—, ¿por qué?

—Es que este lugar se parece un poco. Bueno, al menos por fuera

—Ajá. Puede que sí. Pero, deja que yo hable con sus Majestades. No conoces el protocolo y no me gustaría que los ofendas.

—Tú actúa como debes y yo te sigo. Me basta ver algo una vez para entenderlo.

Leonard dedujo que Bert cuando menos sabía inglés porque notó la mezcolanza de idiomas propia de la lengua de Soteria en el letrero del portón. Dicha revoltura se debía a que los primeros pobladores de Eruwa vinieron de la Tierra al cruzar diversos portales por accidente cuando los europeos comenzaban a dominar América. Hubo veces en las que gente de diversas nacionalidades quedó varada en la misma isla. Años más tarde, los arrianos invadieron aquel mundo y esclavizaron a los habitantes hasta que fueron expulsados por Olam, sus Ministros y los Maestres Originales. Los esclavos recién liberados se agruparon con sus conocidos y fundaron reinos y naciones pero, como no todos hablaban los mismos dialectos, acabaron por mezclar las palabras para entenderse.

Un momento después, los recién llegados subieron los escalones de la puerta principal. Enseguida, Geryald los hizo pasar al vestíbulo con una reverencia.

El interior había cambiado poco desde la última vez que Leonard anduvo por ahí, uno tres años atrás, durante los funerales de Eli Safán, el anterior Sumo Sacerdote de la Iglesia Olamita. Los sillones de la estancia ahora eran de cuero blanco. El piso ajedrezado cambió por uno de mármol del mismo color que los muebles. El candelabro de la escalinata al segundo piso fue reemplazado por otro de cristal cortado aún más grande. Los bordes y adornos de molduras y paneles fueron pintados de dorado y verde.

—¿Mi familia está aquí? —quiso saber Leonard.

—Oh, sí —respondió Geryald—. Sus Majestades ya los han hospedado. Ahora lo esperan a usted.

Cruzaron el vestíbulo y subieron la escalinata.

El pasillo hacia la Sala del Trono también tenía mármol como el de la planta baja en el suelo y un par de ventanas habían sido reemplazadas por un vitral. Leonard lo observó cuando pasaban junto a él. Representaba a la difunta reina Sofía vestida de blanco y acostada sobre cientos de rosas rojas, con las manos entrelazadas sobre el pecho, la rubia cabellera extendida bajo su cabeza y lágrimas recorriendo sus mejillas. A unos metros más allá, estaba el vitral de Gustav El Santo, quien fue el primer rey de Soteria. Ya no tenía hoyos de bala en su capa. Se le ocurrió asomarse por un vidrio cerca de los pies del antiguo monarca. Soteria no parecía muy distinta desde ahí a como la recordaba, en sus mejores tiempos. Los tejados de casas y edificios se veían limpios. También el muro de la ciudad. Incluso, unos enormes estandartes ondeaban desde el borde interior. Debían medir al menos cuarenta metros de alto por diez de largo. Eran blancos, con bordes dorado y verde (en ese orden) y exhibían el Escudo Real en el centro: dos leones rampantes separados por una cruz coronada. "El color oficial del reino era el rojo imperial —pensó—, aunque de blanco también se ve bien". Luego, decidió reemprender su camino.

La entrada de la Sala del Trono se hallaba al final del corredor. Geryald llamó a la puerta. Entró aprisa y salió unos momentos después.

—Adelante —dijo él mientras franqueaba el paso a Leonard y Bert.

Nayara y Derek los esperaban sentados en dos tronos iguales, sobre gradas. Ambos portaban sus espadas sagradas ceñidas a la cintura. Pero, a Leonard le extrañó encontrar a Liwatan de pie junto a ellos. El Ministro de Olam era tan alto que su cabeza de cabello celeste alcanzaba el dosel encima de los reyes. Lo reconoció sólo porque recordó su cara. Su nuevo cuerpo apenas se parecía al que tuvo hacía ocho años, durante la última reunión que sostuvieron con el sacerdote Elí Safán en la Casa Pastoral. Ahora no solo era más alto; también tenía dos pares de alas y uno solo de brazos. ¿Por qué lo había cambiado?

—Majestades —Leonard hizo una reverencia. Bert lo imitó enseguida sin que él se lo pidiera.

Derek se puso en pie. De algún modo, su nariz parecía más ganchuda. Leonard no recordaba habérsela roto.

—Tu familia llegó hace un rato —Posó la mano en el hombro de Leonard. Apenas quedaba señal de las quemaduras que sufrió en la guerra contra Elpis—. Ya los hemos hospedado aquí, en el palacio. Pero, Nayara y yo decidimos hacer venir a Liwatan en cuanto Míriam nos contó de la invasión arriana.

—¿Ya hay algún plan?

—Trabajamos en ello. Los otros Maestres están ahora en la biblioteca. Seguramente querrás reunirte con ellos. Nosotros íbamos a ir en cuanto llegaras.

Nayara no había intervenido hasta el momento. Llevaba un vestido largo de seda azul y una pequeña tiara de diamantes sobre su melena tupida de bucles caoba. Su gesto serio indicaba que tal vez, mientras su marido saludaba a los recién llegados, ella maquinaba algo. Liwatan se le acercó un poco y hablaron en voz baja.

—Supongo que debería reunirme con ellos ya —dijo Leonard—. No sé cuánto tiempo queda para que los arrianos aparezcan aquí; tampoco tengo idea de qué han planeado hasta ahora.

Nayara se puso en pie y bajó las gradas de su trono. Liwatan caminaba a su lado.

—Disculpa que no te saludara antes —Ella tendió la mano a Leonad—. Pero, Liwatan y yo acabamos de discutir y creemos que apenas tendremos setenta y dos horas para preparar el ataque contra los arrianos y terminar de planear las defensas de la ciudad.

—En lo que a mí concierne —Liwatan dio un paso adelante—, creo que has cumplido tu misión exitosamente.

—Yo no lo diría de ese modo. Fue mi esposa quien trajo el Conjuro del Portador...

—Cierto. Se lo dieron a Sus Majestades al llegar y ella me lo acaba de entregar. Pero no me refería a esa misión sino a la otra que te dio Rashiel.

Leonard comprendió entonces a qué se refería.

—¡Tú! —Liwatan señaló de pronto a Bert— ¡Tienes bastante que explicar!

Bert abrió mucho los ojos. Pero, no tuvo oportunidad de hacer nada más. El Ministro lo asió por el brazo izquierdo —o sea, el sano— y se lo llevó con él fuera de la Sala del Trono casi a rastras. Las protestas del viajero del tiempo no parecían importarle. Leonard quiso intervenir. Pero, Nayara y Derek se interpusieron. Ambos apretaban las empuñaduras de sus armas sagradas con gesto enfadado.

—Lo lamento, Leonard —dijo Nayara con seriedad—. Pero, los asuntos que ellos deben tratar no nos incumben.


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