Capítulo 9

   Mientras me hallaba muerta, tuve un recuerdo lejano de poco tiempo después de nacer como Huldra.

   Una de nuestras hermanas había sido asesinada. Al parecer, intentó seducir a un leñador viejo, que conocía los secretos del bosque y, en cuanto se percató de la artimaña, se ató unas ramas de matacabras y vandelrot debilitándola. No contento por librarse del hechizo, tomó su hacha, unos gránulos de sal de mar que había canjeado, y luego de aventárselo dejándola neutralizada, le había lacerado las extremidades en un acto de salvajismo extremo.

   Cuando me enteré de algo tan atroz, me negué a contemplar los rastros de un destino tan sangriento, pero era deber de cada huldra estar presente en la ceremonia de dar descanso a una de las suyas.

   Jamás imaginé ver seres tan diferentes entre sí, y a la vez, tan similares al género humano. Si bien las Huldras que había visto hasta ese momento eran en su mayoría de pelo dorado y tez clara, las que llegaron de otros bosques tenían la piel oscura, los ojos almendrados, la tez amarilla, el pelo crespo o negro y largo. Todas con colas, todas con un tronco hueco y una hermosa figura, y todas similares a las hijas de Eva.

   Superada la sorpresa inicial, intenté encontrar a nuestra hermana, la huldra cercenada cuya sangre carmesí teñiría el suelo, pero la hierba seguía verde, las hojas de los árboles descendían lenta y grácilmente como si nada hubiera perturbado la armonía de los bosques. Entonces lo vi. En medio de nosotras, tendido en el suelo, yacía un árbol sin raíces, pero frondoso. Sus hojas caían junto a su tronco blanquecino cuál cascada. Algunas ramas se hallaban dispersadas a sus costados, con sabia destilando sobre el suelo pardo. Miré bien la figura, la peculiaridad de aquel árbol que las huldras de más antigüedad intentaban levantar mientras las más hábiles cavaban un agujero, y entonces lo comprendí.

   Las Huldras habíamos nacido para proteger la naturaleza, y una vez nuestra vida llegaba a su fin, nos hacíamos parte de ella. Estábamos rodeadas de hermanas en el bosque. Mientras no abandonáramos nuestras raíces, nunca estaríamos solas.

   —¡Al fin despiertas! —Escuché que murmuraron con alivio. Unas manos heladas me ayudaron a incorporarme para quedar sentada. Estaba aturdida, debilitada. Mi pierna se hallaba cubierta de una mezcla de hojas y trozos de tela—. ¿Estás bien, Agnes?

   Esa voz. Llevé la mirada en dirección a mi salvador, con la sensación de seguir adormilada.

   Recordaba de forma vaga la herrumbre de la sangre fresca llenando mi paladar al ser salpicada por una hemorragia masiva, la suficiente para dejar muerto a cualquiera. Al saberme viva aún, verifiqué a mis niños, en busca de heridas, pero el Nøkken no se había acercado a nosotros todavía, de hecho, se sostenía la garganta con expresión de ahogo. No tardó en desplomarse pataleando, la sangre destilaba de su cuerpo putrefacto.

    Fue entonces cuando me percaté de la oscuridad en torno a nosotros, de como los rayos de sol que se colaban entre las copas de los árboles de repente habían perdido su resplandor. Solo una sección del bosque, aquella sección, estaba cubierta por una enorme sombra, por una oscuridad artificial. Elevé la mirada al cielo. Intenté retroceder al ver sobre mí una criatura enorme con apariencia de humo. Su hedor cubría toda la zona. No tardé en comprender que quien había herido de muerte al Nøkken había sido él. Había eliminado la fuente de mi terror, porque quería convertirme en su presa. Había caído en las manos de un vengativo Draugar. Me desmayé por la conmoción y la pérdida de sangre.

   Pero ahí estaba, viva, y con la sensación de haber escuchado esa voz cientos de veces, aunque no era posible. No había manera de que estuviera escuchándolo, de que esa cosa fuera él, pero a pesar de su aspecto feo, hinchado y azul, rodeado de una intensa luminosidad, esos ojos sería capaz de reconocerlos en cualquier lado.

   Era cierto que los draugar o "los que caminan de nuevo", eran un tipo de no muertos que se levantaban de sus tumbas durante la noche con una fuerza sobrehumana, que podían crecer de tamaño a voluntad y llevaban consigo el hedor inconfundible de la putrefacción. La razón por la que, casi por reflejo, terminé llevando la mano hasta mi nariz, cubriéndomela para poder tolerarlo. Él pareció avergonzado y suspiró. No podía quitar la mirada de la apariencia fantasmal de Rodrik.

   Él ni siquiera era escandinavo, sino alemán. Aun cuando lo bendije con abundantes riquezas, él no parecía alguien lleno de codicia o avidez. Su muerte había sido tan apacible, a pesar de su desgaste, que estaba segura de que se había ido en paz. ¿Por qué entonces se había convertido en una criatura que mataba y enloquecía a sus víctimas para beber su sangre?

   —Me preocupabas tú, mi Hamingja. No podía dejar de pensar en que en realidad te había hecho un mal al sacarte de tu hábitat natural y convertirte en humana —confesó de repente. El paralelismo que usó con el ángel guardián femenino que acompañaba a una persona y que decidía su suerte y felicidad incluso por generaciones de una misma familia, me dejó descolocada. Si supiera mi historia, concluiría como las personas del pueblo que era todo menos un ente de luz y prosperidad para él y su hijo—. Creía que no sabrías arreglártelas sola en el mundo... pero parece que me equivoqué.

   Esta vez su mirada se deslizó hacia los niños dormidos sobre una pila de hojas. Los miraba con añoranza. Muchas veces me había comentado lo mucho que le hubiera gustado tener hijos conmigo.

   —Tienes unos niños hermosos... —reconoció al fin, sus ojos se habían llenado de un pesar compasivo—, aunque si estás aquí en el bosque con ellos, y tienes las manos tan destrozadas, es porque el hombre que elegiste para sustituirme no te trata bien. Tal vez por eso, aun después de verte como quería, aún conservo esta forma.

   Sin poder evitarlo, empecé a llorar ante sus palabras. Fue la única respuesta que encontré. En realidad era yo quien sentía que lo había traicionado. Rodrik había renunciado a su descanso, a su apariencia real, a su libertad, con tal de asegurarse de mi bienestar. No necesitaba que me dijera por qué no había ido a buscarme. Un draugar no podía alejarse demasiado del lugar de su sepulcro. No me había dado cuenta, pero había corrido lo suficiente para situarme cerca del cementerio que fue su última morada. Por eso me había encontrado, por eso había salvado a la mujer que aun cuando su cuerpo seguía un poco caliente, se había acostado con su propio hijo.

   —Agnes. ¡Oh, mi Agnes! No llores por favor. Cielos. Jamás te había visto llorar, y mucho menos así. ¿Es por lo que dije? No te estoy reprochando nada, lo más lógico era que siguieras con tu vida. Yo ya estoy muerto, ¿por qué habrías de guardar en tu memoria a un hombre que no estuvo contigo más de tres años?

   —Porque fuiste el único que me hizo feliz, que de veras me cuidó —dije sin dejar de llorar. Señalé mi cuerpo desgarbado y débil, aquello que ahora era, y sentí vergüenza de que me viera así—. Soy tan miserable y tengo tanto miedo. Sigo luchando solo por mis hijos. Son mi única razón para seguir viva. Oh, Rodrik, ojalá siguieras con vida. Podríamos haber sido tan felices. Jamás encontraré a otro hombre como tú. Te extraño tanto.

   —Yo también te extrañaba. —Esta vez se animó a abrazarme. Tal vez no lo había hecho temiendo que no soportara su olor, pero me sentí más segura y a gusto que todas las veces en la que estuve en los brazos de su hijo. Pareció leerme el pensamiento, pues su rostro se volvió sombrío y duro—. Una parte de mi nuevo ser quiere asesinar al hombre que te hizo esto. Dime si eso es lo que quieres... prometo liberarte.

   —Es tu hijo. No quiero que te ensucies las manos. —Rodrik enmudeció. Me negué a ver la expresión de su cara en esos momentos, así que bajé la mirada y proseguí—: Los niños también lo extrañarían así que no. No más muerte. No puedo dejar que manches así tu alma.

   —Entonces al final el servicio lo volvió un mal hombre. Es una lástima. Era un buen niño cuando tuve que huir. —Rodrik se apartó. Él también evitaba mirarme. Eso me dolió, pero lo comprendí. Había hecho algo imperdonable—. Ya va a amanecer. Lo mejor es que regreses. Estaré aquí si me necesitas luego. Quiero... que tú y tus hijos estén bien.

   Asentí y tomé a los niños. Ya me dolía menos la pierna, pero cojeaba al caminar. Me volví un momento a mirarlo antes de salir a un claro del bosque.

   —Gracias, Rodrik... por todo.

   Él me sonrió. Detrás de esa apariencia pavorosa y tétrica pude reconocer al hombre que amaba y sonreí también. Me alegraba haberlo visto una vez más aún fuera en ese estado.

   Lo vi volatizarse de regreso a su tumba y reemprendí el camino de vuelta. Mi vigor al caminar me sorprendió. Casi no me pesaban los niños a pesar de estar dormidos. Me pregunté si Karl estaría en el pueblo buscándonos.

   Sin importar sus defectos, seguía siendo el padre de los niños. Cualquier cosa que les pasara ellos la sufrirían. Ya de por sí lucían bastante inquietos porque desde hace tiempo no nos llevábamos bien. Tal vez debía esforzarme en restituir nuestra relación, en sacar esa faceta de él que Rodrik decía que existía y al principio él me demostraba. Si una criatura egoísta e impasible como yo se había hecho más consciente de su alrededor, tal vez Karl también.

   Ingresé al patio delantero de la casa. Estaba igual de descuidado como lo dejé. Las cercas que rodeaban la casa estaban podridas y necesitaban una reparación. La casa, aunque Karl había prometido arreglarla, no lucía mejor.

   Cuando ingresé a la sala encontré a Karl borracho como siempre. Sus ojos hundidos estaban cerrados. Esta vez volvía a estar tendido sobre su propio vómito, como cuando cayó el muro. Daba la impresión de llevar allí varios días.

   Sus hijos y su esposa llevaban desaparecidos desde el alba del día anterior, y él bebía y dormía con despreocupación. Si Rodrik no hubiera aparecido estaríamos muertos, tanto los niños como yo, y a él no le importaría, jamás le había importado.

   Conduje a los niños a la única habitación habitable. El cielo estaba adquiriendo un tono blanquecino antesala del sol. Tomé un cubo de agua de la pileta de las vacas y se lo aventé encima. Él se despertó pataleando y luchando por no ahogarse.

   Karl clavó sus ojos en mí con rabia al entender lo que había hecho. El sonido de sus pesadas botas en el entarimado me revolvió el estómago. Tal vez lo desató haber estado tan cerca de la muerte. Tal vez solo llevaba soportando muchas cosas por demasiado tiempo.

   Una furia desconocida y vibrante se apoderó de cada gramo de mi ser al verlo ponerse de pie tambaleando.

   Mis piernas se mantuvieron quietas aun cuando lo vi plantarse frente a mí, gritándome, salpicándome con su saliva.

   Recordé una escena lejana, una de esas memorias que a veces volvían a mí y me daban la sensación de ser ajenas. Un campo de concentración, miles de personas con pijama a rayas, aglomerados, esperando su juicio, trabajando hasta desmayar en condiciones infrahumanas, con poco o nada de alimento en el estómago. El gemido oscilante de las sirenas, el ruido de órdenes espetadas sin compasión, rifle en mano y esos dedos... esos malditos y sucios soldados, esos soldados egoístas, imperturbables y corrompidos como él.

   Cuando lo sentí tomarme de los hombros y zarandearme con sus manos húmedas y sucias de vómito, lo comprendí. Era él. Karl era a quien había perseguido todo ese tiempo en busca de venganza, él era del tipo de personas a las que debía eliminar. Él y su dictadura de quinta fila podían irse directo al Helheim hasta que llegara el tiempo de ser destruidos en el Ragnarok. Es más, aquel sombrío destino no era suficiente. Una existencia pasiva y monótona en aquel paisaje frío y desolado, con niebla eterna y árboles marchitos, donde no había alegría ni celebración, solo la tristeza y el aburrimiento, era demasiado piadoso. Si existía el tormento eterno en el infierno, esperaba que terminaran allí.

   Esta vez fui yo la que tomé de los hombros a Karl. Me sentí sobrecogida ante la fuerza sobrehumana que llenaba mi cuerpo. Aún mayor que la que me había llevado allí caminando. Su rostro desencajado y confuso me reveló que él tampoco entendía lo que estaba pasando, de donde una mujer inerme había adquirido tanta fortaleza. El sudor brotaba de mi cuerpo como si fuera sangre. Sonreí ampliamente, me acerqué a su oído y murmuré con una voz desconocida y pavorosa:

   —Si tan harto estás de la vida, lánzate al mar.

   Y así hizo. Con el rostro vacío y duro bajo el pelo de lino castaño, comenzó a caminar fuera de la casa. Sus pasos errantes emprendieron la caminata en dirección a donde estaba la costa lejana, como en esa procesión de prisioneros moviéndose a lo largo de una calle recta, sobre el suelo árido y solitario en el que, agotada, exhalé mi último suspiro de humana antes de despertar en el bosque como huldra. Después de haber sido humillada en miles de ocasiones por los mismos guardias que hicieron rodar mi cuerpo agonizante fuera del camino para que no estorbara a los demás.

   En ese momento, un humo azulado empezó a salir de mi boca, materializándose en una figura que me miró con tristeza unos segundos, y luego de murmurar un "perdón", siguió a Karl y se lo tragó en un solo bocado junto a la cerca. No dejó siquiera los rastros de su sangre.

   Rodrik se desvaneció con las primera luces de la mañana. Había matado a su propio hijo para protegerme.

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