Capítulo 5
Karl pasaba cada vez más tiempo en casa después de ese día. Miraba casi compulsivamente las letras en una pieza de papel dividida en dos partes y llena de trazos y fotografías a blanco y negro. Parecía buscar con desespero algo que no terminaba de aparecer.
Su estado de humor también mutó para mal. Siempre lucía taciturno, enervado. Se encerraba en su despacho y gritaba algo a través del aparato que usaba para comunicarse con otras personas. Ya no había usado más aquella ropa que le quedaba tan bien, ni se calzaba con las botas pulidas. Solo se quedaba en casa, mirando con suspicacia por la ventana, maldiciendo y corriendo en cuanto veía llegar aquel objeto rectangular, que hojeaba en busca de respuestas una y otra vez.
Un día, la mujer que limpiaba nuestra casa y cocinaba para todos no volvió más. Karl decía que ya no podíamos pagarla. Empezó a gritarme por no saber cocinar y esperar que todas las cosas las hiciera él. Mi vientre crecía con cada día que pasaba, pero él parecía apenas darse cuenta. Ya ni siquiera los torpes pasos de Lilith conseguían entretenerlo.
Hablaba sobre un muro que había caído y como los escombros que dejaron los norteamericanos a su paso le habían arruinado la vida arrebatándole su fuente de ingresos. A veces su madre nos visitaba y discutían sobre el asunto. Le decía que debía buscar otra ocupación pronto, que como su único hijo tenía la obligación de ocuparse de ella. Esa tarde, Karl le había espetado que aquella era justo la actitud que había ahuyentado a su padre. Que una mujer que enviaba a su hijo a recoger los retazos de la fortuna del mismo ex marido que había maldecido hasta el hartazgo, no podía comprender lo gravísimo que era todo lo que estaba sucediendo.
Su madre le propinó una bofetada. Le dijo que, si no hubiera traído también a la mujer que había roto su familia, aquello no estaría sucediendo. Que se arrepentiría de hablarle así cuando la vida con esa mujer lo consumiera como lo hizo con su padre.
Observé todo desde el último peldaño de la escalera. Karl me miró mientras acariciaba su mejilla, enrojecida por el golpe. Se encerró en su despacho y tardó un par de días más en salir. Por primera vez, coloque una sartén sobre la hornilla e hice algo de comer para mí y Lilith esa noche.
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Después de haber asechado en la penumbra a los humanos que acampaban en la espesura de los bosques, el concepto de encender fuego no me era tan desconocido. Sostener las ollas y demás objetos metálicos fue más complicado, aunque no imposible. Un día, me hallaba delante del hornillo de manera tan natural como nunca imaginé.
Mi hazaña no estaba exenta de quemaduras, pero tras unos meses de labor ya me había acostumbrado. El problema era que, los pocos suministros que solía utilizar, terminaron por agotarse.
Mi esposo estaba inconsciente la mayor parte del tiempo. Tenía un tufo agrio y desagradable. Como a uvas fermentadas desde hace mucho tiempo. Muchas veces tuve que arrastrarlo hasta la habitación tras llegar a altas horas de la noche. Cuando mi vientre se hizo tan grande que no podía hacer aquello, comencé a dejarlo tendido en la alfombra.
Esa noche, Lilith no dejaba de llorar.
Mi instinto cazador me indicó que era hora de ir tras alguna presa, aunque, en aquella selva de cemento y hielo, parecía poco probable encontrar algo para comer en lugar que se había quedado casi desierto luego de que la mayoría de sus habitantes se trasladaran. Sin darme cuenta, había llegado el invierno una vez más.
Pronto comprobé que no había sido buena idea salir descalza y sin abrigo del lugar que habitábamos. Aunque intenté cubrir a Lilith con mis brazos de la ventisca helada, no tardé en sentirme entumecida. Había sido una mala idea en más de un sentido.
En esos momentos cuánto extrañaba mi cola. Su largo y poblado pelaje no solo me servía de almohada cuando descansaba a los pies de un árbol bajo la luna llena, si envolvía mi cuerpo con ella me abrigaba del frío y el sol, me permitía comunicarme con otras como yo o solo facilitaba la tarea rutinaria de espantar insectos mientras comía carroña. Mi velocidad al correr o saltar también se vio disminuida por su ausencia.
Como si eso fuera poco, allí no había granjas de las que pudiera saquear gallinas o huevos. Ni bosques donde atrapar conejos, o topos, o ríos donde pescar cangrejos, peces o moluscos. La inexistencia de árboles en los alrededores hacía imposible hallar insectos o lombrices. La única opción que me quedaban era los ratones, en abundancia entre la basura de un callejón oscuro, a varios metros de la casa, pero Rodrik me había aconsejado que, bajo ninguna circunstancia, alimentarme de ellos. Podían matar adultos y sobre todo niños. Debía hallar algo más. La vida de mi Lilith y la bebé en mi vientre dependían de ello.
—Ma... má... —Aquella voz cavernosa, vacilante y terrorífica me hizo llevar la mirada en todas direcciones, pero no había nadie más en las callejuelas.
Repitió el par de sílabas con excesiva parsimonia, casi agonizando. Ni siquiera había dicho aquello en alemán, mucho menos en estonio. Los diferentes amantes que me habían visitado en el bosque me habían enseñado ambos idiomas, y al menos una decena de dialectos más, ninguno como aquel, lo que hacía más extraño que lo entendiera.
Llevé los ojos hacia Lilith, agazapada para protegerse de los copos de nieve, e incluso toqué mi vientre con la fantasiosa idea de que mi hija no nacida estuviera intentando comunicarse conmigo a través de las diferentes capas de mi piel.
—Ma... má... —Esta vez el llamado pareció más bien un grito desgarrador. Más cercano, más agudo, más enardecido.
Llevé la mirada detrás de mi espalda estremeciéndose al ver la tierra agrietarse bajo uno de los pocos árboles de la zona. Aún con la baja temperatura, poseía follaje. Como si estuviéramos en primavera, como si la nieve pasara de sus raíces.
Las hojas que deberían estar muertas, pero estaban vivas, empezaron a brillar, como poseídas por cientos de luciérnagas que habían bebido gotas de sol. El suelo empezó a temblar desde la base del árbol. La tierra continuó agrietándose, los turrones de tierra congelada saltaron por los aires como en medio de una erupción. No entendía como no me di cuenta, como pasé por alto... que eso que me vigilaba todos los días estaba cerca, muy cerca.
Por segunda vez en la vida tuve miedo, verdadero pavor del destino que me esperaba junto con mis hijas. Una figura enorme ascendió a través de la tierra, con el cuerpo posicionado al revés y un par de cuernos de carnero naciendo de su frente. Emprendí la huida o al menos lo intenté.
¿Cómo correr con los dedos congelados, un vientre abultado portador de una criatura y una pequeña cuya piel pasaba de rojiza a violeta con alarmante rapidez, en brazos?
Me desplomé.
Me vi reducida a una mujer trémula, cubierta de nieve y sin aliento, sentada en el suelo, deslizándome sobre el piso frío para alejarme de la figura pavorosa, que, ya de pie correctamente, se acercaba hacia mí con paso vacilante.
—Ma... má...
La criatura siniestra seguía balbuceando aquello, como si fuera la única palabra que conocía. Tenía la apariencia de un hombre, uno alto y robusto. El pecho descubierto, fuertes pectorales que parecían ser inmunes a la baja temperatura, y sobre su cráneo, cabello. Cabello dorado, ondulado y lleno de tierra, agitado por la brisa nocturna y gélida, Sus pantalones, holgados, rojos, como manchados por la sangre de un ejército.
—Ma... má... —Repitió. Mis dientes castañeaban de frío y temor. La criatura seguía avanzando, yo retrocediendo. Mis glúteos estaban entumecidos por el suelo helado. Mi corazón latía como el trote de mil jinetes.
Mi huida lenta e infructífera terminó cuando mi espalda tocó la pared de la tienda de flores. La familia de la mujer a la que había considerado robarle el hijo parecían estar dormidos ya. De cualquier manera, no era capaz de gritar por ayuda.
¿Era mi fin? ¿Podría ser que aquella criatura era ese Satán que habían mencionado en esa catedral cuando bautizamos a Lilith? ¿Venía por mí como pago por mis pecados? ¿Quería cobrarme la vida de todos esos niños y hombres?
Cerré los ojos, No podía hacer más con aquella criatura de brazos de tal magnitud que podían aplastarme con un solo movimiento, tan cerca. Aferré bien a Lilith, sentí por última vez el latido de la hija que no vería nunca la luz del día, y por primera vez en la vida, supliqué por algo que no era yo misma. Supliqué por mis hijas, aquellas que no tenían la culpa de que hubiera nacido como una huldra egocéntrica, y escuché una voz. Una voz que me provocó al llanto, una voz que me hizo volver a la realidad.
—¡Agnes! ¡Agnes! ¿Estás aquí? —siguió gritando.
Lloré. Lloré tan alto y fuerte que las luces de la casa a mis espaldas empezaron a encenderse. Karl venía corriendo, bien abrigado y con un farol en la mano. La criatura lanzó un grito y salió corriendo, perdiéndose en la oscuridad mientras más se acercaba la luz.
Al día siguiente, con Karl recostado conmigo en la cama, pidiéndome perdón por habernos descuidado a mí y a mis hijas, todo parecía tan irreal. El árbol desplomado en la nieve sin atisbo de hojas y marchito, el hueco en la tierra con el tamaño adecuado para sepultar a un humano, era la única prueba de que el día de mi juicio estaba cerca.
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