Capítulo 4

   Iglesia.

   Esa palabra sí la conocía muy bien, y no me gustaba. Estaba resuelta a no dejar que nadie llevara mi hija ahí. Nadie la haría perder su cola y transformar su belleza en una eterna fealdad.

   Aunque mi niña no tenía cola, y su espalda era lisa y suave. No era una huldra. No le pasaría nada. Y a mí tampoco.

   Con ese pensamiento en mente, accedí a bautizarla". Mi esposo decía que su madre era vieja y gruñona, por lo que en lo posible, era mejor no hacerla enojar. 

   Avancé con la niña en mis brazos y la coloqué sobre la fuente. Le di una mala mirada al anciano que vertió una agua extraña sobre ella.

   El diseño circular del techo abovedado hacía que la música del órgano de tubos dorados y plateados retumbaran en las paredes de la catedral Santa Eduvigis. Las columnas altas y esbeltas de mármol nos rodeaban. La luz matinal se filtraba a través de las ventanas, formando estelas de arcoíris al mezclarse con los vidrios coloreados.

   Cuando la mujer que había alumbrado a Karl se había marchado de la casa al anochecer, le pregunté que significaba el comentario de su madre acerca del nombre de la niña. Él me explicó que, existía un mito en el folclore judío medieval, que hablaba de una supuesta primera esposa de Adán, creada antes que Eva, y supuestamente, la demonio primordial.

   Según decía la leyenda, Lilith estaba en perpetuo conflicto con su marido porque se negaba a obedecerle y, harta de su insistencia, escapó del Jardín del Edén y prefirió vivir con los demonios antes que volver con Adán, quien trató de obligarla a someterse a pesar de haber sido creados de la misma manera.

   Saliendo del Edén, fue a dar a las orillas del mar Rojo (hogar de muchos demonios) y allí se entregó a la lujuria con éstos, dando a luz a cientos de criaturas demoníacas. Cuando tres ángeles de Dios fueron a buscarla, ella se negó. El cielo la castigó haciendo que muriesen cien de sus hijos al día, por lo que, como venganza, ella mataba a los niños menores de ocho días y a las niñas que no alcanzaban los veinte.

   —Todo el semen que no acababa en el único lugar consentido, es decir, dentro de la matriz de la esposa, es suyo: todo el que ha desperdiciado el hombre a lo largo de su vida, ya sea en sueños, o por vicio o adulterio también. Por eso está siempre preñada y no hace más que parir. Las hijas de Lilith y las de Eva están destinadas a estar siempre en contiendas.

   »Por supuesto. Esto es solo otra leyenda más. El afán de un grupo de fanáticos religiosos por disuadir a sus hijos de entregarse a los impulsos carnales, y a las hijas, de ser desobedientes a sus maridos. —Había culminado Karl riendo.

   Según parecía, su madre había escuchado aquella historia de algún mercader judío cuando aún era niña, y aunque profesaba una fe que iba en contra de aquel mito, no pudo evitar sorprenderse al escuchar el nombre que había elegido para la niña.

   —Pero a mí me parece precioso. —Había agregado él sin más.

   Al día siguiente había ido a casa con un ramo de lirios amarillos (Lilium, el equivalente en latín del nombre de nuestra niña). Nos habíamos entregado al furor pasional tras recibir su regalo. Su aroma fuerte y agradable perfumaba todo nuestro aposento durante la noche.

   Tal vez mi esposo sabía con exactitud lo que estaba pensando, pues, sonrió con picardía. Las ansias por quedar encinta de nuevo, a pesar del dolor soportado ese día, estaba a flor de piel. Quería tener uno nuevo. Producir desde mi interior otra criatura así de hermosa.

   Lilith, mi hermosa Lilith.

   Mientras secaba su cabecita, tras ser rociada por un agua que me parecía de lo más corriente, le susurré que, cuando creciera, sería la humana más fuerte y hermosa del mundo. Su madre siempre la acompañaría para que lo consiguiera.

   Me acerqué al asiento en el que había dejado el bolso en el que guardaba las cosas de mi bebé, sufriendo un sobresalto al notar las partículas blancas que lo rodeaban. Sal. Alguien había dibujado un círculo de sal en torno a ella.

   Miré a todos lados, desorientada. Ansiosa. No, no, no. Ahora no. No podía estar pasando. No ahora que tenía a mi niña. Que mi Lilith era tan hermosa y fuerte.

   —Parece que alguien estaba aburrido durante la misa. Yo también solía hacer travesuras cuando venía aquí. Es un sitio aburridísimo. Pronto nuestra Lilith también estará haciendo ese tipo de bromas.

   —¿Nuestra Lilith?

   Era cierto. Mi niña crecería. Poco a poco. Centímetro a centímetro. Serían años de alegría hasta verla convertirse en toda una mujer. Una vida que había creado yo, y que sería mi mayor logro. Algo digno de proteger; que salvaguardaría incluso con mi propio cuerpo.

.

.

.

   El día más terrible de mi existencia fue cuando mi pequeña dejó de desear alimentarse de mis pechos. Ya no toleraba mi presencia, escupía el líquido primordial que expulsaba mi cuerpo para su sustento, que también se había visto menguado a través del tiempo.

   Lilith daba sus primeros pasos cuando se nos confirmó que me hallaba en un nuevo estado de preñez. Las náuseas, las imperfecciones en mi rostro y las hebras de cabello que no dejaban de caer, me convirtieron en una criatura horripilante que despreciaba incluso el fruto de mi vientre. Karl decía que seguía viéndome hermosa. Sus ojos llenos de amor eran lo único que me rescataban de la locura.

   Cuando al fin pude levantarme de la cama sin tambalear, Lilith era totalmente independiente. Disfrutaba más pasar tiempo con el ama de llaves y el frasco que se había convertido en mi sustituto, me robaba la atención de mi esposo con sus intentos de articular palabras. Yo ya no parecía importante en aquel panorama. Solo me quedaba la pequeña en mi interior. La única que me hacía compañía y torturaba todos los días.

   Esta vez Karl insistió en llevarme al hospital. Como había dado a luz hacía una muy reducida cantidad de meses, mi esposo temía que yo o la niña no sobreviviéramos al parto. Comprendí la seriedad del problema y accedí.

   Me alteraron la cantidad de personas con las que tuve que relacionarme en el trayecto, el aspecto desvalido y pesaroso de la mayoría de habitantes de aquella casona enorme, tan alta como no había visto nada más en mi vida. Aunque gris. Las personas, las casas, aquel lugar... todo era gris. Tan falto de vida y color. Incluso los pocos vecinos que había visto rodear nuestro hogar se veían de esa manera. Escuché a una mujer, con un niño que lucía muy enfermo, reclamando porque no había ningún doctor capacitado que la atendiera. Nosotros también tuvimos que esperar un par de horas.

   Desde una caja de metal cercana al techo, en una esquina, un hombre con el cuerpo mutilado desde la cintura, hablaba sobre algo que parecía ser muy importante, pues, incluso Karl no apartaba la mirada de ella:

   «El portavoz del Gobierno de la RDA, Günter Schabowski ha anunciado que los alemanes orientales podrán viajar sin visado ni pasaporte, a la Alemania Occidental. Esta ley tiene efecto inmediato».

   La reacción en la sala fue inmediata. Algunos daban gritos de júbilo. Otros no sabían como reaccionar ante la noticia. Rodrik me había contado que desde hacía años existía un muro que dividía su ciudad natal. separando muchas familias. No estar de acuerdo con ello lo obligó a dejar todo y esconderse en un pueblo que parecía olvidado por dios. El lugar en el que nos conocimos.

   Su plan inicial era regresar con su familia en cuanto las cosas se calmaran. O en su defecto, crear una vida lo suficientemente estable para traerlos con él sin que existiera mayor riesgo. Luego me conoció y sus planes cambiaron. Se mantuvo enviando la ayuda económica suficiente para que su hijo, tuviera una mejor vida, pero se negó a volver con su esposa. Karl no había hablado con su padre desde que recibieron aquella carta y una cantidad considerable de oro y joyas, hasta el día en el que lo vio en un féretro en el cementerio de Vorsmi y su joven y hermosa esposa había llamado su atención.

   Llevé la mirada hacia Karl. El brazo que tenía recargado en el respaldo del banco en el que nos hallábamos, rodeándome, se había tornado más pesado. Su mandíbula estaba tensa y su rostro rojo. Gruñó algo que no alcancé a entender, pero sí percibí rescoldos de ira en su semblante, tal vez miedo.

   Una vez Rodrik había comentado con pesar que su hijo se había convertido en un soldado comunista de la Unión Soviética, y que cuando el muro cayera, lo haría también su futuro. 

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