Capítulo 11
Asentarnos en Rusia no era demasiado diferente a vivir en la parte oriental del muro, pero Helga y Vladimir hacían la vida en un país traumatizado por el fin de la Unión Soviética, algo placentero y lleno de esperanza en un mejor porvenir.
El último zar, Nicolás II, gobernó el Imperio ruso hasta su abdicación en marzo de 1917 en la Revolución de febrero, en parte debido a la presión de los enfrentamientos en la Primera Guerra Mundial, periodo en el que el Imperio Ruso experimentó la hambruna y el colapso económico en su máxima expresión.
El desmoralizado Ejército Imperial Ruso sufrió muchos reveses militares, y muchos soldados desertaron del frente de batalla. El abuelo de Vladimir Milchakov, a quien solo por costumbre seguía llamando doctor, era uno de ellos.
Las siguientes generaciones de su familia siguieron enlistándose al ejército como apoyo a la supremacía que prometía la recién instaurada Unión Soviética, pero, tan pronto se escapó de la Segunda Guerra Mundial, Vladimir había volcado todos sus esfuerzos en continuar sus estudios de medicina. Cuando vio a tantos compatriotas, civiles y parte del ejército, movilizándose junto a los aviones y helicópteros, piezas de artillería, tanques y vehículos blindados de su nación, comprendió que había tomado la decisión correcta.
Algunos terminaron en Volgogrado, en una estepa vacía, sin viviendas, ni cuarteles militares, mientras él tenía la libertad y la satisfacción de ejercer la profesión que tanto amaba dónde quisiera y lo solicitaran, viajando con su esposa a diferentes naciones como parte de sus labores humanitarias.
La mayoría de los uniformados y sus familias que se habían enlistado con él hallaron a su regreso fango, frío, carpas rasgadas y hornos oxidados. Ganar algo de dinero antes de regresar era lo único que le garantizaba no terminar en la nada misma.
Por eso muchos terminaron vendiendo todo lo que se podía vender, menos las esposas y los hijos. Desde clavos a secretos militares. El dinero pronto desapareció en medio del caos y la corrupción. Esa nueva realidad dejó a Rusia como algo casi irrelevante. Un país con una economía muy enferma, traumatizado por el colapso de la Unión Soviética y acongojado por la inseguridad. Y aun así, Helga y Vladimir eran una familia feliz.
Le pregunté cuál era el secreto de esa felicidad, dijeron que trataban de hacer todo lo que estuviera en sus manos mientras trataban de no pensar en exceso en lo que no podían cambiar.
«Hacer todo lo que estuviera en sus manos e intentar no pensar en exceso en lo que no podían cambiar», pensé mucho en eso aquellos meses, traté de descubrir aquello que aún estaba en mis manos y distinguirlo de las cosas sobre las que no tenía ningún poder.
Ese día me di cuenta de dos cosas importantes. Primero quien sea que me seguía a todos lados, no se trataba de una, sino de dos personas, un hombre alto y fornido y la otra una figura pequeña, esmirriada y cojeante. El hombre permanecía a cierta distancia la madrugada en que los vi mientras la otra persona cercaba la casa con la mezcla herrumbrosa.
Una mujer con una pierna mala. Intenté recordar la cantidad de tiempo que había pasado desde que me llevé a su hijo, para determinar si había alguna posibilidad, pero después de haber visto a Rodrik otra vez no me sería ninguna sorpresa. Había sido parte de eso que llamaban leyendas y sabía que era verdad. También sabía que la sed de venganza y los celos eran capaces de atraer muchas fuerzas malignas y poderosas.
Incluso, de ser como pensaba, eso explicaría por qué su insistencia, porque seguía persiguiéndome incluso a través de los países. ¿Cómo me encontraba siempre? Esa era la gran pregunta. El último cabo que atar.
A veces creía que se trataba de otro draugar, pero parecía poco probable. Si lo fuera solo tendría que atacarme de noche, o hacerme caer en la demencia, pero el que recurriera a aquellos métodos simples y poco eficaces ponía en evidencia que carecía de poder, que más bien buscaba debilitarme, matarme poco a poco, por eso hacía todo desde las sombras. ¿Pero y el hombre? A pesar de la capa que cubría su ropa y estatura, estaba segura de que podría doblegarme fácilmente, sobre todo después de tantos días debilitada, caminando sin rumbo antes de encontrar a Vladimir.
Tenía una teoría al respecto, aún más descabellada que la que aquella granjera me hubiera perseguido a lo largo de tantas décadas. De ser así, habían hallado la manera de liberarme a mí y mis hijos.
Intenté ayudar a Helga lo más que pude en la casa, mientras ella y su esposo trabajaban en un hospital de la zona, aunque no era demasiado. Fue hermoso ver a los mellizos empezar a hablar, Lilith incluso aprendió a leer.
El doctor le hizo un gran regalo cuando fue capaz de recitar las vocales. Lilith estaba tan feliz. Yo recogía y ocultaba todo lo que dejaba aquel par para mí. Necesitaba estar segura de que ellos dos eran buenas personas antes de enfrentar mi destino.
Los domingos, cuando la tarde era templada, nos sentábamos afuera al sol y almorzábamos bajo la hiedra aralia del patio. Había flores preciosas y un aroma singular. Olía a armonía, apacibilidad y gozo. Me convencí de que hacía lo correcto cuando escuché a Helga cantarle a los niños para dormir.
Aquella noche, besé las cabezas de mis hijos, y escribí unas pocas letras en papel, las únicas que conocía hasta ese entonces y salí de la habitación.
La mirada que dirigí en la dirección que descansaban mis hijos desde el rellano de la escalera casi me hizo trastabillar. Me puse una chaqueta en el recibidor, metí los pies en unos preciosos suecos que Helga me había obsequiado y salí silenciosamente de la casa. La puerta de entrada chirriaba al moverla, así que decidí dejarla entreabierta, confiando en que nadie intentaría asaltarla en las tres horas que faltaban para que amaneciera.
—Mamá, ¿a dónde vas?
Lilith. Podía imaginarme su cuerpecito deslizándose a través del hueco de la puerta al verme salir con tanto sigilo. No quería volverme. Sabía que si lo hacía me haría dudar, pero cuando intenté avanzar sin dedicarle ni una mirada, mi pequeña salió corriendo tras de mí y me agarró la pierna.
—¿Estás molesta conmigo y por eso te vas?
—Por supuesto que no. Yo... tengo que hacer algo muy importante.
—¿Te va a comer ese monstruo igual que a papá?
Llevé la mirada hacia ella y me agaché para abrazarla. Me dolía tanto pensar que había visto algo así. Por un momento decidí seguir a su lado, protegerla de aquel mundo que me perseguía y del que ella no era parte. Pero ¿de verdad estarían seguros junto a mí?
—Escucha, Lilith. Mi hermosa, hermosísima Lilith. En este mundo hay dioses y huldras, monstruos y valquirias, guerreros y ladrones, pero al final, siempre, siempre, quienes hacen mal a los demás, el mal los persigue. Siempre haz el bien, mi niña. Sé siempre buena y ayuda a otros así como Helga y Vladimir. —La niña empezó a llorar mientras le acariciaba la cara. Sentí la misma desesperación que cuando acababa de nacer y no sabía qué le pasa. Sonreí ante el recuerdo. Ante aquel recuerdo que nadie nunca podría borrar—. Tu madre te ama mucho —aseguré con la voz rota—. Sí, los amo a ti y a tus hermanos más de lo que me amo a mí misma. Nunca dudes que en el mismo momento en el que nuestras miradas se encontraron... yo descubrí que tengo un corazón. Lamento no haber sido una mejor madre.
—Eres muy buena, mamá. Y yo también te amo. Cuidaré de mis hermanitos hasta que regreses.
«No voy a regresar», quise aclarar, pero no quería romper su ilusión. Estaba segura de que Helga y Vladimir sabrían sanar su alma. Darles una verdadera familia. Me iba sabiendo que los había dejado en buenas manos. Me dolía saber que al final sí terminé abandonándolos.
Besé su frente por última vez, y le pedí que entrara. Una vez se perdió tras la puerta, bajé por la calle desierta en dirección al parque cercano. La figura menuda que iba a paso lento por su cojera se alteró al verme seguirla, pero siguió caminando como si no supiera de mi presencia, hasta que llegamos a un trecho desolado rodeado de árboles. El manto de la noche se cernía en torno a nosotros.
—¡Granjera! —vociferé y entonces ella se volvió. No era para nada la mujer que solía ser entonces.
Su cojera, y aquella furia ardiente destilando de sus ojos era lo único que la delataba como tal. Tenía una cara extraña, gris y arrugada, se apoyaba en un bastón desgastado por el uso. Me acerqué un par de pasos, sin dejar de mirar al hombre encapuchado que iba unos pasos tras de ella y me seguía con la mirada, quieto en su lugar. Ahí me di cuenta de que estaba atado de las manos y su boca estaba cubierta por una mordaza cuál prisionero.
Ahogué un sollozo al tiempo que me situaba frente a la mujer. Mis propios pasos me retumbaban en los oídos mientras mis pies pasaban medio corriendo sobre la grava.
—Aquí estoy, granjera. Me buscabas, ¿no es así?
—¿Te estás burlando de mí?
—No. Solo quiero que ya no sigas a mis hijos. Ellos no saben nada de esto.
Una risa amarga brotó de su garganta reseca.
—¿Ahora eres una buena madre? ¡Maldita! Quién sabe a quién le arrebataste a esos niños.
—No se los he arrebatado a nadie. Estos... a Lilith, Heigo y Joona yo los cargué en mi vientre, los di a luz con dolores. Por eso te entiendo. Comprendo el mal que te provoqué y quiero compensarlo.
—No hay manera de compensarlo, a menos que no sea con tu muerte. Tu muerte es la única manera.
—Está bien. Toma mi vida entonces. Si eso te da paz. Te daré mi vida a cambio de la de tu hijo.
Las arrugas en su cara se hicieron más pronunciadas ante mi declaración. Parecía preguntarse si estaba hablando en serio, y así era, ya lo había resuelto en mi corazón. Si alguien me hubiera arrebatado a uno de mis hijos, yo también desearía a cambio su vida. Ya había perdido a dos de ellos y sabía lo doloroso que era.
—¿Cómo murió? —Abrí los ojos descomunalmente ante la pregunta de la granjera. Sus ojos pequeños y rodeados por bultos de piel se cristalizaron al verme balbucear. Su rostro volvió a llenarse de ira—. Ni siquiera lo sabes, ¿verdad? Mataste a tantos niños...
—No los maté. Ellos... solo no eran capaces de sobrevivir en el bosque. Algunos no podían soportar el invierno, otros no se alimentaban de otra cosa que no fuera leche materna y...
—¿Y aun así dices que no los matan? Los sacan de sus casas, donde están seguros y los llevan con ustedes para que se mueran. ¡Los matan! Eso es peor que el que los degüellen o les apuñalen el corazón.
—Tienes razón. Lo lamento. Soy una asesina que merece morir.
—Si crees que voy a perdonarte por esto. Estás muy equivocada.
La granjera buscó entre sus ropas y desenvainó un cuchillo. Su filo de metal brillaba a la luz de una farola. Di un paso más en su dirección, quedando justo al frente del hombre encapuchado que comenzó a moverse como enloquecido, murmurando cosas contra la mordaza. La granjera le ordenó enardecida que se callara, pero aquel hombre no parecía entender palabra alguna.
—¿Quién es él?
—¿Esa cosa? Nada menos que el obsequio que me dejaste a cambio de mi hijo. Resulta que enterrarlos vivo no los mata.
—¿Qué? ¿Lo enterraste vivo?
—Pensaba que si lo torturaba y cortaba uno a uno sus dedos, vendrías a rescatarlo, pero eres tan mala madre que no lo hiciste. Se estaba desangrando y no tenía energías para llorar. Básicamente, estaba muerto, así que lo enterré en la base de un árbol, pero de alguna manera sobrevivió. Un día encontré aquello en lo que lo dejaste envuelto e intenté quemarlo en el mismo lugar en el que lo enterré, pero salió de la tierra y se aferró a los trozos de tela. Decía "mamá" una y otra vez. Supongo que reconoció tu hedor. Ahí fue cuando se me ocurrió usarlo para rastrearte, como un sabueso. Solo tenía que pasearme con esto, y emergía desde el árbol bajo el que se ocultaba esta vez. Así sabía que estabas cerca.
Sentí mis ojos arder. Pude imaginármelo bajo el suelo arcilloso, cavando hacia arriba con sus débiles dedos, siendo castigado por la falta de aire, el hambre y la sed. Tantas lágrimas caían desde mis ojos que me sentía debilitada. Corrí hasta él y le quité la mordaza, acaricie su rostro. Balbuceaba mamá sin cesar mientras buscaba mi calor con desespero. Lo abracé con fuerza, y lloré por él, por todo lo que había sufrido y esperado. Había sufrido tanto por mí, pero ya podría estar tranquilo. Al fin tendría paz.
—Sí, bebé. Soy tu mamá, ya no estarás solo.
—Ma-má, ma-má ca-lien-te.
—Sí. Caliente. Tú también. Ay, hijo... lo siento tanto.
Sentí un metal helado rasgando la tela de mi vestido y lacerando mi piel. La granjera introdujo más el cuchillo en mi espalda y lo sacó de mi cuerpo una y otra vez con furia descontrolada. Tal vez pensó que rogaría por su inexorable compasión, pero ya había sumido aquel como el día de mi deceso. Mi sangre se sentía caliente, mientras se deslizaba por mi espalda y cadera. Me invadió el frío cuando sentí su última estocada mortal.
Lo que se experimenta al morir me tomó por sorpresa. Me sentía incorpórea, como si estuviera flotando en la nada absoluta, llevada por el viento. Me picaban las extremidades y cada momento perdía más movilidad. El suelo duro me recibió cuando me desplomé. Quedé tendida allí mientras ella huía.
—Ma-má, Ma-má. —Él me levantó sin mucho esfuerzo. Luchó con mi cuerpo que insistía en quedarse tendido en el suelo frío y me mantuvo de pie. Allí, entre sus brazos, sentí que mis dedos se alargaban, horadando los suecos que traía y, como lombrices, mis uñas empezaron a buscar la tierra.
—Ma-má —murmuró una vez más, pero esta vez con un resquicio de sorpresa.
Yo también estaba pasmada. Desde esa posición pude ver como mis brazos se oscurecían y recubrían de cortezas, como mi pelo, antes dorado adquiría un color parduzco y se llenaba de hojas. Había muchas preguntas en mi mente, y agradecimiento también. Di gracias a cada uno de los dioses mientras se completaba mi transformación.
Cuando vi a Rodrik por primera vez pensaba que sabía donde encajaba, cuál era mi lugar en los prietos hilos que formaban el telar de las nornas. Ahora entendía que todo lo que había vivido tenía el objetivo de llevarme allí, a ese preciso instante, con el ser que más me necesitaba en los siete reinos. El último rescoldo de mis pies se convirtió en raíces, y mis brazos en ramas, y cuando mi rostro se fundió con los nudos del árbol que ahora debía ser, me permití sonreír por última vez mientras lo veía a él horadar la tierra y acurrucarse junto a mis raíces nuevas.
Allí al fin podría cuidar de mi bebé hasta el Ragnarok. Bajo tierra, junto al calor de su madre, mi primogénito, una vez abandonado, podría al fin descansar.
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