Jazz de cafetería
IMPORTANTE: Este relato está pensado para leerlo con la canción del medio adjunto. Si no lo haces, perderás parte de la ambientación, pero eso ya es decisión tuya, lector.
Te dejo. ¡Que se abra el telón!
Y aquí me encuentro, sentado en una cafetería, sorbiendo las últimas gotas del que sé, con toda seguridad, que será el último café que pueda tomar.
Las manos me tiemblan, tal vez de tristeza, aunque leves matices de alegría me embriagan. Una sonrisa tímida asoma por mi comisura, aunque el mentón se empeñe en tiritar y note los ojos húmedos.
En mi cabeza no queda un solo cabello, la quimioterapia se los ha llevado todos. Mi tupé de conquistador tiempo ha se ha convertido en una calva reluciente. La luz del café la hace brillar suavemente... la veo reflejada tenuemente a través de la enorme ventana por la cual observo las gotas caer... incesantes... como mi tiempo.
Lo he visto en los ojos de la camarera: compasión y, por qué engañarnos, cierta repugnancia. Nadie, maltrecho como yo, podría atraer a cualquier ser humano que se precie. Y es por este conflicto de emociones que no me ha dicho nada en varias horas, a pesar de sorber el mismo, prácticamente ahora, acabado café.
Ojalá el tiempo se dilatara a voluntad. O mejor aún, que pudiera revivir aquellos momentos felices y extenderlos hasta el fin de los tiempos... Aunque doy gracias a este instante, pues no siento nada. No hay el habitual dolor estomacal, la jaqueca... Sólo paz. Parece que el cuerpo me ha concedido un último respiro para que disfrute el momento.
Un pequeño grupo de jazz arremolina a gran parte de los clientes del café en el extremo opuesto de la sala. Pero la música me llega, y serena mi alma, me evoca recuerdos pasados.
El contrabajo hace que mi pecho retumbe, mientras las suaves teclas del piano acarician mis oídos; el saxofón hace vibrar el aire con una bruma de seducción, el suave ritmo de la batería... La tenue iluminación dorada del local encaja perfectamente con la oscuridad grisácea del exterior.
Miro al plato donde se posaba mi taza. Me gustan las filigranas azuladas que lo rodean al decorarlo. Un leve pinchazo me avisa de la hora.
Resuena la campanilla de la puerta de la cafetería. Entra un hombre alto, elegante y delgado acompañado por un bastón con un pomo un tanto agudo. Lleva puesto un sombrero negro de copa baja. No llego a verle la cara, tapada por una bufanda negra en su mayor parte. Inclina su cabeza tocando el sombrero ligeramente con la punta de sus dedos. Me saluda y lo comprendo.
Me levanto más ligero que de costumbre, sin ese dolor articular que me acompaña desde hace demasiado tiempo. Veo mi reflejo en el cristal de la ventana. Estoy elegante vestido de chaqué, y he recuperado mi color de piel rosado, saludable... Pero lo más importante: noto cómo baila el frondoso tupé encima de mi cabeza.
Ando con calma hasta el nuevo cliente y me tiende el brazo. Es una sensación cálida.
Salimos por la puerta y la dulce campanilla vuelve a sonar. Una taza de café cae al suelo y se parte en muchos fragmentos de delicada porcelana.
La música cesa. Nos alejamos del café.
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